El domingo por la mañana, cojo el maletín de cuero negro que Elihu me dio y bajo al vestíbulo del hotel. Salgo y le pido al botones que llame a un taxi. Aprieta un botón, se enciende una luz verde bajo el cartel del hotel y, al cabo de veinte segundos, aparece un taxi.
Entro y le digo al taxista:
—A la Sesenta y cinco con Cahill. A la estación de Amtrak.
El taxista, un hombre negro de mediana edad, me dice:
—Vale. —Pone el taxímetro en marcha y nos vamos.
Llegamos a la estación en cinco minutos. Le digo:
—¿Puede esperarme? No pare el taxímetro. Vuelvo en un minuto.
El hombre asiente. Salgo del coche. La estación de Cahill Street es un edificio en forma de L, con las vías en la parte horizontal y las paradas de autobuses en la vertical. Los muros exteriores están hechos de alegres ladrillos rojos y marrones, con un tejado de tejas rojas.
Por dentro, la estación parece más grande. Es de estilo renacentista italiano, un enorme proyecto de 1930 diseñado para dar trabajo a los parados de la ciudad; tiene una sala de espera de dos pisos, paredes de piedra y suelos de mármol. Encima de las taquillas, hay un mural de cómo era San José el año en que se construyó la estación, cuando la ciudad no era la extremidad sur de algo llamado Silicon Valley, sino una base agrícola, una terminal de líneas de ferrocarriles que llevaban las ciruelas y los albaricoques de California a los mercados del Este.
Cruzo el suelo de mármol hasta el otro lado del vestíbulo. El sistema de megafonía está encendido y una voz, o algo parecido, resuena por toda la estación anunciando la salida de un tren, o la llegada de otro, o quizá la de un autobús, en la vía cinco, o quizás en la nueve. Parece que el sistema de megafonía también es de 1930.
Allí encuentro la consigna. Las taquillas son de las nuevas, sin llaves, de las que te permiten abrir y cerrar con un número de tres dígitos. Introduzco un billete de cinco en el lector de billetes, suficiente para veinticuatro horas. Leo las instrucciones que hay en la parte interior de la puerta y hago una prueba; cierro la taquilla vacía y abro con mi combinación: 911, un número que me parece inteligente y fácil de recordar a partes iguales. Me pregunto si Sustevich estará de acuerdo.
Satisfecho con el funcionamiento, introduzco el maletín en la taquilla. Cierro la puerta y dejo quince millones de dólares en diamantes en el vestíbulo de la estación. No miro hacia atrás.
En una mesa del restaurante vietnamita que hay más abajo, llamo al móvil de Andre Sustevich. Responde una voz que no es la del Profesor. Aunque la reconozco.
—Hola, Dmitri —le digo—. ¿Cómo te va?
—Sí —responde—. Bien.
—Malas noticias, amigo —le explico—. Me temo que no podré tomarme esa copa contigo. El ácido, ¿te acuerdas? Tendremos que dejarlo para otro momento. ¿Está el Profesor?
—Un momento, por favor —me dice Dmitri. Escucho una conversación en ruso y cómo el teléfono pasa de unas manos a otras. Al cabo de unos segundos, se pone el Profesor.
—Señor Largo, ¿dónde está?
—Eso mismo iba a preguntarle yo. He pasado por su casa con la esperanza de que me invitara a tomar algo. Se ha marchado bastante deprisa.
—Sólo es temporal —contesta Sustevich—. Tengo que solucionar unos cuantos aspectos logísticos. —Oigo más voces rusas de fondo y también los ruidos propios de la carretera, como la bocina de un camión enorme y los neumáticos en contacto con el asfalto. Incluso el Profesor parece distinto: acosado, sin aliento… como si, literalmente, se estuviera dando a la fuga. Por lo visto, el toque de sofisticación al que me tenía acostumbrado ha desaparecido, igual que sus pertenencias de la mansión de Pacific Heights. Envía a unos matones rusos y a un equipo del FBI detrás de alguien y la sangre fría se calienta enseguida.
—Ya. Sí, bueno, Andre, mira, tengo buenas noticias. ¿Sabes el dinero que te debía? Lo tengo. Te lo he dejado en la estación de Amtrak de San José, en una taquilla. ¿Tienes un boli?
Más ruidos. Me imagino al Profesor buscando en la guantera, apartando un viejo paquete de chicles de la antigua Unión Soviética, ¿rojos, quizá?, para encontrar un bolígrafo.
—Sí, dígame.
—La estación de Cahill Street. Taquilla mil cuatrocientos cuarenta. La combinación es: nueve, uno, uno.
—Muy bien.
—En un maletín, hay gemas por valor de quince millones de dólares. Son tres millones más de lo que acordamos, para cubrir cualquier gasto que se desprenda de las transacciones. Quédese con el cambio. Cómprele algo bonito a Dmitri. No sé, un chal o unas orejeras.
—Es muy generoso.
—Estamos en paz, ¿no? Cuando recoja las gemas, nuestro negocio estará cerrado.
—Sí —dice Sustevich.
—¿Y no volverá a molestarnos? ¿Ni a mí ni a mi hijo?
—Tiene mi palabra —me responde.
—Y se acabaron las cabelleras en la basura —le digo—. Y los matones.
—Como quiera.
—Dé recuerdos a sus chicos de mi parte, sobre todo a Dmitri.
—Señor Largo, permítame decirle que ha sido un placer hacer negocios con usted.
—Eh, Profesor —le contesto—. Permítame decirle: pa shyol na hui.
—Muy bien, señor Largo —dice Sustevich—. Que le jodan a usted también.