El sábado, y sabiendo que es un error, salgo del hotel de Palo Alto para acudir al funeral del casero. Cuando entro en la iglesia, creo que me he equivocado de lugar. Es imposible que sea un funeral: aquí no hay nadie.
Pero entonces veo a algunas personas en la parte del fondo de la iglesia, apenas dos bancos de gente: unos cuantos ancianos frágiles y unas pocas caras jóvenes que reconozco, el árabe y su mujer, la vecina del caniche y el señor con el parche en el ojo del otro lado de la calle.
Resulta evidente que el sacerdote no conoce al señor Santullo, quizá jamás lo vio, así que se ciñe a algunas características generales y seguras: acerca de cómo el señor Santullo llenó de alegría y amor la vida de aquellos que lo rodearon y cómo ahora está al lado del Señor.
Al final del funeral, me marcho sin hablar con nadie. Sé que tengo que volver al hotel antes de que alguien de Palo Alto me vea. Sólo estoy a un día de subirme a un avión y marcharme de California. Mañana, a esta hora, estaré volando hacia un lugar todavía por determinar, aunque seguro que será un lugar cálido, un lugar donde la economía dependa básicamente de las bebidas a base de ron.
Bajo las escaleras de la iglesia, cruzo la calle y meto la mano en el bolsillo para sacar las llaves. Aprieto el botón. Las luces del Ford Escort de alquiler parpadean alegremente.
En cuanto pongo la mano en la manija de la puerta, sé que algo va mal. Al principio, no sé qué es. Entonces me doy cuenta: no hay tráfico. Es un sábado a mediodía, en el centro de Palo Alto, a una calle del supermercado ecológico. La calle debería estar llena de hombres de negocios con Volvos y de informáticos con el nuevo modelo del escarabajo que van a comprar quinoa y pollos de granja. Y, en cambio, está vacía, en silencio. Miro dos calles más abajo y veo, a lo lejos, una valla amarilla de la policía y un agente de uniforme desviando el tráfico. Me giro. Un coche con las ventanillas tintadas se me acerca, muy despacio, en dirección contraria.
Me planteo huir. Aunque es demasiado tarde. Las voces están a unos escasos tres metros de distancia a mi espalda.
—¡Señor Kip Largo! ¡Quieto!
—¡FBI! ¡Levante las manos! —exclama una voz femenina.
Sin darme la vuelta, levanto las manos por encima de la cabeza. Al otro lado de la calle, los familiares y amigos del señor Santullo salen de la iglesia y empiezan a bajar las escaleras. Veo al árabe y a su mujer. Él me está mirando lleno de curiosidad mientras intenta comprender qué está pasando. Entonces, su cerebro ata cabos y se aprecia perfectamente cómo su expresión pasa de la curiosidad al enfado: No puede creerse que me estén deteniendo en un funeral.
«Yo tampoco me lo creo, tío», quiero decirle. Sin embargo, antes de poder hacerlo, alguien me toma las manos, me las coloca a la espalda y me las ata con una banda de plástico. Me llevan hasta el coche, me bajan la cabeza como si fuera uno de esos payasos que sale de una caja de sorpresas y me obligan a entrar.
En el coche, voy con dos tipos impasibles con trajes que ignoran mis intentos de establecer conversación. Vamos al sur por la 101 durante media hora hasta que llegamos a San José y nos metemos en el aparcamiento subterráneo de un edificio en Bascomb Street. Las dos estatuas de mármol y yo subimos en el ascensor de carga hasta el piso quince. Ninguno de los dos me mira durante el trayecto. El ascensor llega a la planta y las puertas se abren; los agentes me llevan por un pasillo hasta una puerta de doble hoja gris, sin ningún cartel. Uno de ellos llama a la puerta y ésta se abre.
Pasamos por delante de varios escritorios, algunos ocupados por hombres muy serios, otros vacíos. Me llevan a una sala sin ventanas con una mesa y cuatro sillas. Uno de los agentes saca una navaja del bolsillo y me corta las esposas de plástico.
Me dice:
—Señor Largo, siéntese, por favor.
—¿Estoy detenido? —le pregunto.
—Por favor —repite él, con un tono entre la paciencia y la amenaza—, siéntese.
Me siento en una de las sillas metálicas. El agente asiente.
—Enseguida estaremos con usted.
Se marchan.
Me dejan solo en la sala unos cuantos minutos, seguramente para que me asuste y tenga ganas de hablar. Al final, la puerta se abre y aparecen dos agentes distintos. La primera es una mujer de mediana edad, con el pelo rubio canoso y corto y un traje pantalón azul marino. Parece una madre que va a recoger a sus hijos al partido de fútbol con su monovolumen. Cuando entra, sonríe, como si fuera a ofrecerme un sándwich de manteca de cacahuete y gelatina.
—Señor Largo, soy la agente Warren —dice. Me fijo en que, cuando deja de sonreír, las comisuras de sus labios permanecen arrugadas un buen rato.
El otro agente es un hombre delgado, también de mediana edad, con el pelo oscuro muy corto, la piel tersa y ojos azules. El resultado es un esqueleto que parece muy, muy sorprendido. Se presenta como agente Davies.
Me dice:
—Señor Largo, ¿sabe por qué está aquí?
—Deje que le haga una pregunta —respondo, ignorando la suya—. ¿Son del FBI de verdad?
—¿Del FBI de verdad? —repite el agente Davies.
—Sí. ¿Me está estafando alguien? ¿Esto es un botón?
—¿Un botón? —dice la agente Warren.
Davies menea la cabeza.
—Señor Largo, se lo prometo. Somos de verdad.
—Sí, pero ¿yo cómo lo sé?
El agente Davies se mete la mano en el bolsillo.
—Tome —me dice—. Tengo una tarjeta. —Me la entrega.
—Ah —digo, mientras la observo detenidamente—. ¿Una tarjeta? No me lo había dicho. —Me meto la mano en el bolsillo y saco la tarjeta del agente Crosby—. ¿Lo ve? La mía es más bonita.
Davies mira la tarjeta con los ojos entrecerrados.
—¿Quién es el agente Crosby?
—Un tío negro. Con la cabeza rapada. ¿Ha trabajado con él?
Davies se lo piensa. Al cabo de exactamente ocho segundos, se da cuenta de que le estoy tomando el pelo.
—Señor Largo, por favor —me dice—. Volveré a empezar. ¿Sabe cómo ha llegado hasta aquí?
—Bueno —respondo, lentamente—, cuando un hombre y una mujer se quieren mucho, como mis padres, el hombre introduce su pene…
—Señor Largo —dice Davies—, no tengo demasiado tiempo. Por favor. Necesito su ayuda.
Es la primera frase propia del FBI que he escuchado en todo el día. Nada de amenazas de cárcel o de violencia, nada de bravuconerías. Sólo una petición decente. Me incorporo en la silla.
—De acuerdo, lo siento —le digo—. Vuelva a empezar.
—Para ganar tiempo —dice Davies—, vayamos directos al grano. No está detenido. No exactamente. Todavía no. Quizá cambie de opinión al final de esta conversación.
—Muy bien.
Davies continúa:
—Al principio, no entendíamos en qué estaba metido. Nos pasamos mucho tiempo en esa maldita web de vitaminas que tiene. ¿Cómo se llama? ¿MrVitamin.com? Pedimos mil dólares de beta-caroteno antes de darnos cuenta de que era legal —menea la cabeza—. Por cierto, la web está muy bien.
—Gracias.
—Mi mujer diseña páginas web. Quizá deberían ponerse en contacto.
—Vale —le digo, asintiendo, al tiempo que me toco el bolsillo de la camisa—. Ya tengo su tarjeta.
—Bueno, tardamos un poco, pero al final lo entendimos todo. Le ha robado dinero a la mafia rusa.
Me mira. No digo nada.
—No estoy seguro al cien por cien de cómo lo ha hecho —dice Davies—, o por qué lo ha hecho, o cuánto ha robado. Ni creo que quiera saberlo. La verdad es que no podría haberle pasado a peor gentuza.
Davies espera a que diga algo. Sin embargo, yo me niego a confirmar o a desmentir sus afirmaciones. Puede que sea una trampa, así que me quedo sentado y en silencio.
Él continúa:
—Por desgracia, su pequeña broma nos ha provocado a mi compañera y a mí, y a diez miembros más de nuestro equipo, un grave problema. Llevamos detrás de Andre Sustevich los últimos nueve meses. Hemos estado acumulando pruebas contra él, una a una. Drogas, prostitución, contactos con la mafia, lo que quiera. Estábamos a una semana de desintegrar por completo toda la organización de Sustevich.
—¿Y qué se lo impide?
—Usted —dice Davies—. Lo que quiera que ha hecho nos lo impide.
—No le entiendo.
—Sustevich ha vaciado su cuenta. Ha desaparecido. Quizá se ha dado a la fuga. O quizás está muerto.
—Como usted ha dicho: No podría haberle pasado a peor gentuza.
—Me temo que no es tan sencillo. El gobierno de Estados Unidos se ha gastado casi seis millones de dólares en el caso contra Sustevich. Es mucho dinero. Está en juego el cuello de nuestro jefe. El cuello del jefe de nuestro jefe. O sea, que está en juego mi cuello. ¿Sabe lo que eso significa?
—Creo que sí. ¿Qué mi cuello también está en juego?
Me señala, algo que en el lenguaje universal significa: «¡Bingo!».
—Mire —le digo—, no reconozco que tuviera nada que ver con Andre Sustevich. Pero, si así fuera, apostaría a que ha jugado con dinero de otros y lo ha perdido. Todo. Así que quizá se está escondiendo de algunos de sus socios rusos, que deben estar furiosos.
Davies dice:
—Pero sigue sin entenderlo.
—¿El qué?
La agente Warren, la mami del FBI, interviene:
—Quizá yo pueda explicárselo —dice. Habla con una voz suave y dulce—. Creo que lo que mi compañero trata de decirle es: vamos a detener a alguien… por algo. No vamos a cerrar el caso y quedarnos con las manos vacías.
Empiezo a entender por dónde van los tiros.
—Ah —contesto.
—Así que la pregunta, señor Largo —continúa la mami Warren—, es si vamos a detener a alguien por manipulación de acciones y falsedad en documento mercantil o si detenemos a alguien por prostitución y contactos con la mafia. Sinceramente, nosotros preferiríamos detener a Sustevich, pero, si no podemos, tendremos que ir a por la segunda opción.
—Yo.
La agente Warren se encoge de hombros. Realmente, parece una madre aleccionando a su hijo: «¿Ves lo que pasa cuando comes demasiadas galletas?».
Lo intento una vez más. La estrategia más segura, cuando te acusan de cualquier cosa, ya sea de engañar a tu mujer como de no pagar impuestos, es negarlo, negarlo, negarlo.
—Miren, amigos, quiero ayudarles. De veras. Pero no tengo ningún tipo de relación con Sustevich. No tengo nada que ver con él.
La cara del agente Davies dice: «Empiezo a estar cansado de esto». Se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca una grabadora. La coloca en la mesa, delante de mí.
—Quiero que escuche algo. —Aprieta el botón.
Escucho una voz delicada, que se oye por encima del ruido estático de fondo. La grabación tiene una calidad comprimida; está todo al mismo volumen, signo inequívoco de una llamada interceptada.
No reconozco la primera voz. Es un hombre con un fuerte acento de Europa oriental. Dice: «Pero Kip Largo es un delincuente. Nadie puede controlarlo».
La segunda voz sí que la reconozco: educada y prudente, con un ligero acento ruso. El Profesor.
«No te preocupes por el señor Largo. No puede sorprendernos. Tengo un empleado infiltrado en su organización».
«¿Y quién es ese empleado?».
En la cinta, el Profesor dice:
«Vamos a llamarlo, simplemente, Vilnius».
«¿Vilnius? ¿Y puedes confiar en él?».
«No necesito confiar en él —dice Sustevich—. Me pertenece».
El agente Davies alarga la mano y detiene la cinta.
Me mira.
—¿Qué? —le digo—. ¿Qué se supone que debo decir?
La agente Warren interviene:
—¿No le preocupa?
—Claro que sí. Si es cierto. Pero los hombres como Sustevich siempre hablan demasiado.
—¿Sabe de quién está hablando? —me pregunta la agente Warren.
—No —reconozco—. ¿Y ustedes?
Menea la cabeza. Respiro tranquilo. No quiero saberlo. Al fin y al cabo, tampoco hay tantas posibilidades, y ninguna de ellas me haría feliz.
El agente Davies por fin aborda el asunto que lleva diez minutos preparando.
—Le propongo un trato —dice—: entréguenos a Sustevich. Si no puede, entréguenos al tal Vilnius. Sea quien sea.
—¿Y si me niego?
—Entonces pasará a la segunda base y le esperan tres años más en Lompoc.
—No es una opción demasiado atractiva, la verdad —contesto.
La agente Warren se encoge de hombros. «No, cariño, no lo es, pero acabas de aprender una valiosísima lección».
—Si les ayudo, ¿me dejan libre?
—Por ahora —dice Davies—. No puedo prometerle que no suceda nada si, en los próximos meses, la gente empieza a interesarse por usted o si descubrimos que ha hecho algo que no sabíamos. Motivo por el cual debería desaparecer una buena temporada.
—Pero, por ejemplo, pongamos que tengo algo que antes pertenecía a Sustevich.
—¿Como qué? —dice Davies—. ¿Se llevó un cenicero de su mansión?
—Algo parecido.
—Bueno —dice Davies, que busca el apoyo de Warren con la mirada—, creo que casi puedo garantizarle que, si nos entrega a alguien de la organización de Sustevich, no nos preocuparemos demasiado por si ha estafado al Profesor.
Sonrío.
—Son muy crueles.
—¿En serio? —dice la agente Warren—. Yo creo que estamos siendo muy justos.
Le pregunto:
—¿Dónde estaba hace cincuenta años, cuando tanto la necesitaba?
Ella me mira atónita y menea la cabeza; no lo entiende.
—Olvídelo —le digo—. Es una larga historia.
¿Acaso supe siempre que Vilnius existía?
Lo sospechaba, claro. Y mis miedos, o mis esperanzas, dependiendo de cómo lo mires, estaban justificados en el instante en que el precio de las acciones de HPPR empezó a subir. Cuando pasaron de tres céntimos a seis dólares, antes de que saliera la nota de prensa e incluso antes de que le dijéramos a Napier que las comprara, supe que alguien de mi entorno trabajaba para Sustevich.
Supongo que siempre lo supe. Al fin y al cabo, era demasiada casualidad que Jess me hubiera llamado esa noche. Que volviera a mi vida justo cuando yo estaba a punto de lanzar mi estafa. Que provocara que volviera a enamorarme de ella.
Esas coincidencias no existen. Una coincidencia es cuando Dios te manda una señal para que te cubras las espaldas.