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A las diez de la noche, alquilo un coche en el aeropuerto de San José y conduzco por Woodside para reunirme con mi cómplice.

Las estafas son como el matrimonio. Todo el mundo cree en el idílico cuento de hadas de que, si buscas lo suficiente, encontrarás a tu media naranja, a alguien que te complementará y te llenará como persona. Sin embargo, la realidad es más cruda. Normalmente, acabas con quien está más a mano en el momento en que lo necesitas.

Y con mi estafa sucedió lo mismo. La desesperación y la codicia pueden formar parejas de lo más extrañas.

Me dirijo hasta la verja de su mansión y me detengo junto a la caseta de seguridad. Es el mismo guardia de la última vez, el hombre de mediana edad que me dejó entrar para una de las palizas que acabaron con mi dentadura.

—Vengo a ver al señor Napier —le digo.

El guardia asiente.

—Siga por este camino hasta la casa y aparque frente a la puerta. —Se acerca a la verja y la abre.

La luna está casi llena e ilumina lo suficiente como para que pueda ver el camino. Lentamente, avanzo por el sendero de gravilla. Cada diez metros, una lámpara de pie ilumina un pequeño círculo de tierra. En la cima del montículo veo la mansión de estilo español, las paredes de piedra caliza y el tejado de tejas rojas. Está iluminada desde el suelo con unos focos. Aparco a unos veinte metros del patio. Me recibe un hombre trajeado. Su cara me suena. Es el matón que me arrancó los dos dientes de una patada. Me mira bajo la luz de la luna.

—Los dientes tienen buen aspecto —me dice.

—Con más luz, se ve que son de colores distintos —le contesto. Me siento obligado a añadir—: Un dentista tailandés.

El matón seguramente no lo entiende, o cree que le estoy pidiendo que torture de alguna forma especial al dentista, así que le explico:

—Ya sabes, de Bangkok.

El matón asiente y sonríe con lujuria, como si hubiera dicho algo obsceno.

—Olvídalo —le digo.

Me acompaña por un camino empedrado hasta el patio, pasamos junto a los muebles de mimbre y las buganvilias rojas, y entramos en el salón. Napier está allí, inclinado sobre la mesa de billar. Lleva un suéter de algodón y pantalones de hilo. Es la primera vez que lo veo sin traje.

El matón se retira sin decir nada. Napier no me mira. Echa el taco hacia atrás y golpea la bola. La bola blanca golpea en el centro de la bola número 4, que va directa hacia la esquina. Es un resumen perfecto de Ed Napier, sus golpes son rotundos, brutales, directos. Nada de rodeos. Nada de caricias.

Se prepara para el siguiente movimiento: la bola número 5 en el centro. Sin mirarme, dice:

—Un trabajo excelente.

—Sí —respondo.

Al final, me mira. Apoya la base del taco en el lateral de la mesa.

—No pareces muy contento después de haberte ganado veinte millones de dólares.

Me encojo de hombros. Quiero explicarle que esta victoria tiene un coste personal. Mis peores temores se han confirmado. Aunque, ¿por qué voy a preocuparme? Napier no es de los que se lamentan por la traición. Es de los que la solucionan. Con un movimiento de muñeca. Rotundo, brutal y directo.

—¿Qué tal los dientes? —me pregunta.

—Bueno…

Me los mira. Sonrío como un niño pequeño en la foto de su cumpleaños.

—Pareces mi abuela, descanse en paz. Son de colores distintos.

—Ya me los arreglaré.

—Lo siento —dice Napier—. Tackie… se dejó llevar.

—Como en el pressing catch —le digo.

—¿Qué?

—Nada. —Recuerdo la otra noche frente al televisor, viendo a Killer Eight Ball y Frankie the Fist. Fue divertido mientras duró.

—Tomemos algo —dice Napier. Se acerca a la barra decorada con un mosaico de baldosas que está en un lateral de la sala y sirve dos whiskys. Me ofrece uno.

Whisky —dice. Levanta el vaso—. Por el éxito.

—Por el éxito —repito. Me lo bebo.

Napier dice:

—Ahhh —y deja el vaso—. ¿Te quedas a cenar?

—Claro.

Agacha la cabeza y me acompaña hasta el comedor. La mesa está preparada con dos servicios y mantelería de hilo. Vamos cada uno hacia una silla.

Napier dice:

—Parece que, al final, voy a quedarme con el Tracadero.

—Sí, eso parece. No creo que Sustevich esté en condiciones de igualar tu oferta. Estará demasiado ocupado intentando apagar fuegos. Socios furiosos que le preguntarán qué ha pasado. ¿Cómo ha perdido la puja? ¿Cómo ha podido perder todo su dinero?

Napier dice:

—Estos rusos pueden ser un coñazo. Créeme. Lo sé.

Nos sentamos.

Señalo hacia la otra silla que, por lo visto, no tiene servicio preparado.

—Entiendo que tu mujer no nos acompañará.

Napier menea la cabeza con pena.

—Me temo que no. Ha tenido… un pequeño accidente.

—Ya.

—También tenías razón respecto a ella.

—No creas que me hace ilusión.

Napier se encoge de hombros.

—Siempre sospeché algo, pero ¿qué puedo decir? Estaba como un tren. Tenía un buen polvo —hace una pausa—. Lo sabes bien.

Recuerdo esa noche en Las Nubes y las esferas negras en el techo del casino. Recuerdo la habitación de Lauren Napier en la planta treinta y tres, el tatami, sus piernas alrededor de mi cintura, las uñas de los pies pintadas de rojo pasión.

—Sí, bueno, lo siento —le digo—. Supongo que… me dejé llevar.

Napier sonríe.

Esa fue la primera pista: la mujer de Napier. ¿No era un poco raro que coincidiéramos de repente una tarde en un bar? ¿Qué me ofreciera cien mil dólares por estafar a su marido? ¿Que tuviera una triste historia sobre malos tratos y un miedo atroz por su vida?

Y entonces, al cabo de unos días, me entero de que mi hijo le debe dinero a la mafia rusa. ¡Qué suerte! Mi hijo necesita dinero desesperadamente y Lauren Napier me lo ofrece. Seguro que la fortuna me sonreía.

Seguramente, casi nadie se fijaría en esas coincidencias.

Sin embargo, los hombres como yo tenemos presentimientos. Una coincidencia es una señal divina, una pista que tienes que tratar con respeto.

¿Cuándo malicié que era el Profesor quién quería arruinar a Laura Napier, a fin de arrebatarle el Tracadero, y quizás otras piezas del imperio de ésta? Me figuro que lo supe con certeza en el momento en que el Profesor accedió a recibirme, cuando me presenté inesperadamente, en su mansión de Pacific Heights. Se mostró demasiado cortés e interesado en invertir en la estafa que estaba preparando. Los tipos como yo estamos acostumbrados a que nos traten como mierda. Si nos tratan bien, inmediatamente sospechamos.

Así que Sustevich, llevado por la codicia, descubrió cómo iba a estafar a Napier y decidió que también quería un trozo del pastel. No le bastaba ver cómo destruía a su enemigo. El Profesor también quería una parte. Como yo sospechaba.

Utilizando el dinero de la mafia rusa, Sustevich empezó a comprar acciones de HPPR. Puesto que yo era el único propietario de las acciones, básicamente podríamos decir que me las estaba comprando a mí. Pagó una media de seis dólares por unas acciones que creía que alcanzarían los diez dólares por acción. Habría sido una inversión excelente, de haber sido cierta.

Por desgracia, pronto descubrirá que ha pagado seis dólares por unas acciones que no tienen ningún valor. Yo me dividiré las ganancias con Ed Napier, unos veinticinco millones por cabeza, menos el dinero que le debemos a Elihu Katz por los diamantes.

Los diamantes son para despistar. Sustevich me dejó seis millones y yo le devolveré quince. Cuando el Profesor y yo nos despidamos, creerá que soy la mejor inversión de su vida. Mientras tanto, y sin él saberlo, le he robado hasta el último céntimo.

Así es como lo planeamos Ed Napier y yo, hace ya semanas.

Por último, seguro que te preguntas:

¿Cuánto tiempo llevaba Sustevich planeando su propia estafa? Napier conoció a Lauren, la chica que se convertiría en su mujer, hace cuatro años en un desfile de moda. Por aquel entonces, ¿ya trabajaba para Sustevich? ¿Sabía ya en ese momento el Profesor que Ed Napier se convertiría en su objetivo?

Quizá no fue una jugada tan hábil. Si eres de la mafia rusa y estás ansioso por ganar terreno en Las Vegas, blanquear tu dinero y ganar millones en beneficios, sabes quién se interpone entre tu objetivo y tú. Sabes que Ed Napier es el rey de Las Vegas. Para ganarte la corona, tendrás que quitársela de la cabeza. Así que con años de antelación, empiezas a planearlo y tu primer paso es concederle a Napier una reina, una joven preciosa que está destinada a engañarle…

De vuelta en el hotel, llamo a mi casa para verificar el contestador. No volveré a pasarme por allí, al menos en una temporada, o puede que no vuelva jamás.

El primer mensaje es de Celia. «No quiero nada en particular; sólo es que hace días que no sé nada de vosotros, así que, cualquiera de los dos, llamadme». «Cualquiera de los dos». Es oficial: está llamando a casa de Kip y Toby. Padre e hijo. Es ideal para una deliciosa serie de viernes por la noche. Un joven fracasado se instala en casa de su padre trabajador. Pero, claro (me imagino al ejecutivo de la cadena presentando el argumento a los jefes)… el tipo es un estafador. ¿No lo ves? Es genial.

El segundo mensaje es del nieto del señor Santullo. Incluso antes de acabar de oír el: «Hola, Kip», sé que algo va mal. Continúa: «Me hubiera gustado decírtelo en persona, pero hemos estado muy liados. Por si no lo sabes, mi abuelo murió anoche. Celebraremos el funeral el sábado a la una, en St. Mary. Si puedes venir, seguro que a él le hubiera gustado».

Cuelgo y recuerdo aquella noche, apenas hace unas semanas, en que estuve tomando una copa con el señor Santullo en su piso. Mi casero era un buen hombre. Tuvo una vida larga. Y, al final, estaba solo, el ganador de un concurso de actuarios en el que descubres, demasiado tarde, que ganar significa que has perdido. Que has sobrevivido a tus amigos, a tu mujer e incluso a tu hija. Que estás abandonado, que las personas codiciosas intentan aprovecharse de ti, unas personas para las que tus últimos días sólo son un obstáculo entre ellos y el lucro. Me temo que el señor Santullo estará paseándose por el cielo en este mismo instante, en albornoz y camiseta, con un combinado en la mano. Me pregunto si a mí me espera el mismo destino que a él. Si también moriré sólo, abandonado por los que me rodean, porque no confían en mí ni yo en ellos. Espero que el señor Santullo, esté donde esté, me tenga preparado un combinado.