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Ahora ha llegado el momento de que yo venda mi chucho por más de lo que realmente vale.

Napier aparece a las nueve. Esta vez, sin matones, como habíamos acordado.

Mientras avanza por el pasillo, se frota las manos con emoción infantil.

—Muy bien —dice—. Vamos a ganar unos cien millones de dólares, ¿os parece?

Entra en la sala de conferencias, mira a su alrededor, ve a Toby y a Jess.

—¿Quién sabe manejar esto? —pregunta.

—Ya lo haré yo —respondo. Me sitúo en la parte delantera de la sala, busco el interruptor y enciendo el ordenador. Toby se acerca al proyector, apoyándose en las muletas, y lo enciende.

—Hoy lo haremos de otra forma —anuncia Napier—. Tú me dices qué acciones hay que comprar y entonces yo llamaré a mi agente, que las comprará directamente con mi dinero. No es que no confíe en ti.

—No pasa nada —le digo—. ¿Y mi parte?

—¿Tu parte? —responde Napier. Sonríe—. Claro, tu parte. Ya hablaremos de eso después. —Mi expresión debe indicar desconfianza, porque enseguida añade—: No te preocupes, Kip. Mi fama me precede. Siempre cumplo con mis socios.

Sí que lo precede su fama, igual que el coche fúnebre precede a la procesión fúnebre. Es una fama llena de grandes promesas y tratos incumplidos, acuerdos extrajudiciales a última hora y, en el caso de socios que resultan demasiado pesados, repentinas y sospechosas desapariciones. En otras palabras, Napier es la clase de hombre que quieres que te pague de entrada, antes de prestarle tus servicios.

Sin embargo y, por lo que parece, hoy no será el caso. Napier se inclina sobre la mesa de conferencias y aprieta el botón del altavoz del teléfono. Marca un número.

—¿Sí? Soy Derrick —dice una voz al otro lado de la línea.

—Soy yo —dice Napier—. ¿Estás listo?

—Sí.

Napier me mira.

—Empecemos. Cierra la puerta de la sala—. Me acerco al teclado y escribo la orden que he visto escribir a Peter todos estos días:

>pitia-n = l

En la pantalla, aparece una tabla verde: HPPR. La tabla relata la extraña historia de unas acciones que, veinticuatro horas antes, valían 0,03 dólares y que han subido a un ritmo estable hasta los 6,20 dólares por acción actuales. Encima y a la derecha del precio actual, Pitia hace aparecer un círculo rojo a la altura de 9,95 dólares.

Napier mira la pantalla y asiente.

—De acuerdo —dice. Habla por el altavoz—. Quiero que compres la cantidad que esté disponible de las siglas HPPR, con un precio límite de ocho dólares, hasta que cancelen la operación.

Del altavoz sale la voz electrónica de Derrick que dice:

—Señor Napier, con su cuenta terminada en 9612, compraremos acciones de HPPR a un precio límite de ocho dólares. Es una orden cerrada, la oferta iguala a la cantidad solicitada, a un máximo de ocho dólares, hasta cancelación.

—Correcto —dice Napier.

—Estamos enviando su orden al Nasdaq…

El altavoz hace un ruido sordo. Las luces parpadean, sin saber si apagarse o encenderse hasta que, cuando se ponen de acuerdo, se apagan. La pantalla de Pitia se apaga.

—¿Qué demonios…? —dice Napier.

Está cegado por la intensa luz del sol que entra por la ventana. Con la cara entre sombras, es muy difícil saber qué está pensando. Y entonces…

—¡Que nadie se mueva! —voces masculinas, a gritos, quizá con megáfonos.

Todo sucede muy deprisa. La puerta de la sala de conferencias se abre de golpe y entran dos hombres con chaquetas azul marino con las letras «FBI» amarillas en el pecho y la espalda. Cada uno de ellos se vuelve hacia un lado distinto de la sala y se arrodilla en el suelo. No paran de agitar las pistolas, apuntándonos a todos.

Ahora entran dos hombres más, tranquilamente. Son los agentes Crosby y Farrell. Ambos llevan la pistola en las manos, y apuntan al techo.

Por último, aparece otro agente, más mayor, con el pelo blanco y una chaqueta de lana con las coderas de cuero, como un profesor de inglés de la universidad. Camina muy despacio pero con determinación, como si irrumpir en las salas de conferencias de las empresas fuera lo más habitual en su trabajo.

—¡Manos arriba! —grita el agente Crosby.

Levanto las manos. Igual que Toby, Jess y Napier.

—Kip Largo —dice el agente de pelo blanco—, está detenido.

—¿Detenido? —digo—. ¿Por qué?

—Fraude electrónico, fraude en la seguridad, por contactos con la mafia, infracción de la sección 2511: intercepción de comunicaciones electrónicas. ¿Tiene tiempo? Si quiere, puede sentarse mientras le leo la lista entera…

—Un momento —digo—, debe de ser un malentendido.

—Señor Largo —dice el agente de pelo blanco—, cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra. Tiene derecho a un abogado. Si no puede permitirse uno, se le asignará uno de oficio.

—Mierda —digo. Los dos agentes que entraron en primer lugar se me acercan y me ponen las esposas con las manos en la espalda—. ¡Ay! —me quejo.

—Muy bien —dice el agente de pelo blanco—. Nos los llevamos a todos…

Napier interviene.

—Caballeros, por favor. Esperen un segundo. Yo no tengo nada que ver con esto.

El agente de pelo blanco se gira hacia él.

—¿Quién es éste?

El agente Crosby responde:

—Ed Napier.

—¿Qué tal, agente Crosby? —dice Napier. Le ofrece una cálida sonrisa, como si le estuviera dando la bienvenida a su hotel—. ¿Qué es todo esto?

El agente Crosby menea la cabeza.

—Su socio está involucrado en una actividad delictiva.

—¿De verdad? —dice Napier—. No tenía ni idea. Yo sólo soy un inversor, no un detective privado.

El agente Crosby se gira hacia el agente de pelo blanco.

—No le necesitamos, ¿verdad?

—¿Está en la lista?

—No.

El hombre de pelo blanco asiente.

—Que se vaya. ¿Sabe dónde localizarlo?

—Sí —responde Crosby.

—De acuerdo —le dice el hombre de pelo blanco a Napier—. Ya hablaremos más tarde. No pensará irse a ningún sitio, ¿verdad?

—Quizás a Las Vegas. Soy propietario de varios hoteles…

—Ya —dice el agente de pelo blanco. No es de los que se impresionan con demasiada facilidad—. Yo me alojo en el Comfort Inn. Veo que, después de todo, tenemos algo en común. —Se vuelve hacia Crosby—. ¿Y los demás?

Crosby dice:

—Toby Largo, Jessica Smith… —Me mira—. ¿Dónde está Peter Room?

Meneo la cabeza.

—No está —le digo.

—De acuerdo, vamos —dice Crosby. Se dirige a Napier—: Usted será mejor que se marche.

Napier me mira, como si no supiera si decirme algo (lanzarme una amenaza, quizás) o pedirme que hablemos más tarde. Pero, al final, decide que más vale ser discreto y no dice nada. Por lo visto, las amenazas pueden esperar. Asiente y sale de la sala antes de que el FBI cambie de opinión.

En la oficina, mientras Napier sale del edificio, la función continúa. El agente de pelo blanco dice, en voz alta:

—Leedles los derechos a estos dos.

Crosby empieza a leerles los derechos a Jess y a Toby, mientras, al otro lado del pasillo, oímos cómo se abre la puerta y Napier se va, en silencio y casi corriendo por primera vez desde que lo conocemos.

Cuando el Mercedes de Napier sale del aparcamiento, nosotros continuamos con la mentira unos minutos más, por si volviera a buscar unas llaves que se ha olvidado o hubiera mandado a sus hombres que nos vigilaran. He oído historias de todo tipo. Estafadores que, con las prisas por terminar el trabajo, empiezan a celebrarlo o incluso a repartirse el botín a partes iguales mientras la víctima los está escuchando a escasos metros de distancia. Cuesta creer que uno pueda trabajar tanto para estafar a alguien y luego echarlo a perder por estupidez, codicia y pereza. Aunque, pensándolo bien, ¿no es justamente eso lo que demuestra el negocio de las estafas: que la naturaleza humana es, en efecto, estúpida, codiciosa y perezosa?

Así pues, los agentes acompañan a Toby y a Jess, que están pálidos y a punto de echarse a llorar, hasta el asiento trasero de un coche con los cristales tintados. A mí me acompañan hasta un segundo coche. Cuando el vehículo arranca y se aleja, veo a un par de agentes sellando la puerta de la oficina con cinta policial amarilla que dice: «POLICÍA - NO PASAR» y protegiendo el perímetro del aparcamiento con conos naranjas.

Cuando giramos hacia Bayfront Expressway, el hombre del asiento del copiloto se gira hacia mí. Es Elihu Katz.

—Todavía tienes derecho a guardar silencio, ya lo sabes.

—Elihu —digo—, qué sorpresa tan agradable.

—Los finales es lo que más me gusta. Siempre me han gustado. No hay nada como verles la cara. ¿Cómo ha ido?

—Todavía no estoy seguro —le contesto—. En realidad, no ha terminado.

—¿No? —Me mira, esperando que le cuente algo más. Quiere que se lo explique, pero no puedo. Todavía no.

En lugar de eso, echo una ojeada al coche. En la parte trasera, hay un minibar lleno de latas de Coca-Cola y una botella medio vacía de Stoli.

—Menudo coche —digo.

Elihu asiente.

—Sí. Te he conseguido un descuento. Ahora que la temporada de los bailes de fin de curso ha terminado, te los dejan bastante baratos.

—Buen trabajo —añado—. Es muy del FBI.

—Sí, bueno —dice meneando la cabeza—, me imaginé que sería mejor que una limusina blanca. Aunque la podría haber conseguido incluso más barata.

—Has hecho bien —le contesto—. No se ven muchos agentes del FBI con limusinas blancas.

—Ya —dice Elihu. Se vuelve. Se agacha un poco y, del suelo, recoge un maletín de cuero negro. Me lo pasa por encima de su asiento—. Toma —me dice—. Ten cuidado. No están asegurados.

Asiento.

Continuamos el trayecto en silencio.

Reservo una habitación en el Fairmont Hotel de San José, bajo el pseudónimo de Kyle Reilly. Pago tres noches en efectivo y por adelantado. Les he recomendado a Toby y a Jess que se hospeden en hoteles distintos en lados opuestos de la Península. Les he dicho que me pondré en contacto con ellos dentro de tres días, cuando esté seguro de que hemos engañando por completo a nuestra víctima.

Una vez en la habitación, enciendo el televisor y voy al baño, donde orino y me doy una ducha caliente. Al principio, es un descanso estar solo, sin Toby, poder ir al baño cuando quiero, y entrar en el baño y no encontrarme con mi toalla en el suelo, completamente mojada.

Pero entonces decido bajar al restaurante del hotel para tomarme una hamburguesa y una cerveza y allí, de repente, me doy cuenta de que me encantaría que Toby estuviera aquí para poder disfrutar de su sentido del humor cínico, mantener batallas dialécticas y poner los ojos en blanco ante su libido siempre dispuesta. Durante los dos últimos meses ha sido, para bien o para mal, mi compañía constante, mi colega. Ahora me siento más unido a él de lo que jamás lo he estado. Y me parece muy irónico, y seguramente es profundo y significativo en algún sentido metafísico, que ahora mismo no entiendo, que hiciera falta cometer un delito para acercarme a mi hijo y que, a pesar de mi deseo por no repetir los errores de mi padre, aquí estoy, imitando sus mismas acciones veinte años después de su muerte, incapaz de escapar a sus garras ni siquiera ahora.

En la televisión, estoy observando la hilera de letras y cifras rojas y verdes de la pantalla mientras el presentador de la CNBC dice: «En el terreno de la industria del juego, el Eurobet Consortium ha anunciado hoy que no igualará la oferta de Ed Napier por el hotel Tracadero de Las Vegas. La retirada de Eurobet de la puja le da vía libre a Ed Napier para hacerse con él y levantar el mayor hotel de Estados Unidos».

¿Sabes qué más estoy pensando, aquí sentado, solo en un restaurante vacío, mientras me tomo la hamburguesa y la cerveza? Que una estafa bien hecha es como una comida. Sólo es divertida si tienes con quien compartirla. ¿Qué gracia tiene si estás solo en un hotel, sin nadie con quién hablar?

Cuando vuelvo a la habitación, dejo el maletín de piel de Elihu encima de la cama. La colcha es naranja y marrón, de una tela tan gruesa y rugosa como el pan de molde del día anterior, y está llena de manchas de semen secas de los cientos de clientes anteriores, aunque el estampado floral oculta con éxito manchas de suelas de zapatos y de ruedas de maletas que han pisado los suelos más guarros del mundo.

Abro el maletín y saco tres bolsas de papel marrón, cada una del tamaño de una pelota de béisbol. Las bolsas están arrugadas y bien cerradas, como si dentro hubiera la mitad del bocadillo que no nos hemos comido para tirarlo a la basura. Con cuidado, abro una bolsa, separo el papel por la parte de la abertura y vacío el contenido encima de la colcha. Contemplo la pequeña montaña de diamantes, una mezcla de piedras de uno y dos quilates, como un diminuto castillo de arena. Brillan incluso a la luz de la bombilla de baja potencia de la habitación. Hay cinco millones en gemas en cada bolsa.

Vuelvo a colocarlos en la bolsa con el mismo cuidado, piedra a piedra, sujetándolos con el pulgar y el índice. Cierro la bolsa y la dejo en el maletín. Abro la segunda bolsa y vacío el contenido encima de la colcha. Otro castillo de arena de cinco millones. Vuelvo a meter los diamantes en la bolsa y abro la tercera.

Los diamantes son la moneda preferida de los hombres como yo: son pequeños, fungibles y anónimos. Y también son preciosos. Sin embargo, es importante no encapricharse demasiado con ellos. Pronto dejarán de estar en mi poder, cuando se los entregue a Andre Sustevich.

Mañana le entregaré los diamantes al Profesor y, con ellos, saldaré mi deuda.

No todos los días tienes la oportunidad de robarle dinero a un hombre y luego utilizarlo para pagarle lo que le debes. Tienes que reconocerlo: es elegante. Un trabajo del que puedo sentirme orgulloso con toda justicia.

El lunes, aunque mi trato con Sustevich haya terminado y mi deuda esté liquidada, el buen humor del Profesor empezará a decaer. Quizás al mismo ritmo que caiga la cotización de las acciones de HPPR. Cuando el mercado de HPPR desaparezca el lunes por la mañana, cuando casi ningún inversor en su sano juicio quiera comprarlas y la situación regrese a su origen, el precio de Halifax Protein caerá en picado hasta donde empezó, a tres céntimos la acción. Esos ocho millones de acciones que Sustevich compró, a un precio medio de seis dólares por acción, y con la avariciosa finalidad de revendérselas a diez dólares por acción a Napier, resultarán ser acciones sin ningún valor, igual que el perro de carreras resultó ser un chucho de la calle.