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Es la víspera del final.

Mañana remataremos la faena, le quitaremos decenas de millones a nuestra víctima y me subiré a un avión. No decidiré cuál será mi destino, ni a quién le pediré que me acompañe, hasta que todo haya terminado. Cuando se trata de estafar a alguien, ayuda tenerlo todo planeado de antemano, aunque planear la huida es peligroso. Es arriesgado dar información; decirle a la gente dónde puede encontrarte. Y es todavía más peligroso comprar un segundo billete de avión, confiar en alguien antes de finalizar la partida y de que todo el mundo se quite la máscara.

Toby y yo estamos mirando la televisión. Está demasiado alta. Me digo: «Cuando todo esto haya terminado, tengo que comprar un televisor con mando a distancia que funcione».

Sin embargo, ahora tengo un repentino temor. ¿Soy como uno de esos paletos fachas del Sur que, cuando ganan la lotería, deciden derrochar el dinero a lo loco en una pantalla de plasma de cuarenta y pico pulgadas?

Quizá debería apuntar más alto que un simple televisor.

—Joder, papá —grita Toby—. ¿Cuándo vas a arreglar esta mierda de tele?

No. Lo primero es lo primero. Un televisor decente.

En lugar del pressing catch, estamos viendo la CNBC. Es el canal por cable de información económica, donde los precios de las acciones van circulando por una franja en la parte baja de la pantalla, veinticuatro horas al día. En comparación con el insípido y monótono presentador, las letras y las cifras rojas y verdes, lentas como una hilera de hormigas por encima de una manta de picnic, resultan extrañamente atractivas.

Toby quiere mirar el combate de pressing catch. Yo le digo que, por supuesto, podrá hacerlo… el día que viva en su propia casa.

—Papá —dice—, creía que querías que me quedara aquí contigo.

Ni siquiera me molesto en curar sus sentimientos heridos. En la tele, el presentador por fin da paso a la historia que yo estaba esperando. En la ventana gráfica situada junto a su cabeza aparece un primer plano de Ed Napier, con una amplia sonrisa como si, fuera de plano, una puta le estuviera haciendo una mamada de las buenas.

El presentador dice: «En el culebrón interminable de la reurbanización del Strip de Las Vegas, Ed Napier acaba de anunciar que sube su oferta por el hotel Tracadero. La nueva oferta incluye noventa millones de dólares en efectivo».

—¡Noventa millones de dólares! —exclama Toby—. No sé de dónde va a sacarlos.

—Ya —digo—. Yo tampoco.

El presentador continúa: «El Eurobet Group, un consorcio de inversores europeos y japoneses que está luchando con Napier por hacerse con el hotel, ha dicho que intentaría igualar la oferta de Napier. La dirección del hotel no ha respondido a nuestras llamadas para confirmar la información».

Toby dice:

—¿No sería mejor que esperara a tener el dinero antes de gastárselo?

—Sí —contesto—. Pero los ricos son así. Siempre dan por sentado que van a ganar. Quizá por eso son ricos.

—Sí, quizás —asiente Toby. Durante unos dos segundos, reflexiona sobre el sabio comentario que acabo de compartir con él. Pero enseguida dice—: Venga, pon el pressing catch.

A las diez, me despido de mi hijo con un golpecito en el hombro, le doy las buenas noches y me voy a la habitación. A los pocos minutos, ya estoy dormido.

Me despierta el móvil. Alargo la mano hasta la mesita, lo desconecto del cargador y me lo pego a la oreja.

—¿Diga?

—Kip, soy yo. —Jessica Smith.

—¿Qué pasa?

—Nada. —Se calla y hace una pausa—. Bueno, sí que pasa algo. Tengo que hablar contigo.

Miro el reloj. Son las once y media.

—¿No puede esperar? Es tarde. Mañana es el gran día.

—Es importante.

Me froto los ojos y me siento en la cama.

—Está bien. Voy para tu casa.

Me da la dirección. A los pocos minutos, salgo del piso sin despertar a mi hijo y conduzco cuarenta minutos hacia el norte por la 280.

Vive en Noe Valley, en una casa victoriana de dos plantas. El acceso a su piso es por la puerta trasera. Aquí hace unos cinco grados menos que en la ciudad y la niebla humedece la noche. Llamo suavemente al cristal de la puerta. A los pocos segundos, Jess la abre, como si estuviera esperándome impaciente junto a la puerta.

—Gracias por venir —dice.

Vuelve a cerrar la cadena de la puerta y me guía por un estrecho tramo de escaleras hasta un salón. El suelo es de madera de pino sin barnizar, las paredes están pintadas de amarillo y llenas de estanterías atiborradas de libros ilustrados de arte muy caros y novelas de tapa dura. No sé qué me esperaba; puede que montones de cintas de vídeo porno, u hojas de contacto con fotos de tamaño carné de mujeres desnudas, o consoladores por toda la casa, pero esto sí que no. Detrás de un tabique bajo, veo la cocina. En la encimera, hay un exprimidor eléctrico, una tostadora y un grueso libro con aspecto de muy usado con el título Cómo cocinarlo todo.

En esa encimera veo detalles de su vida privada, de su rutina diaria: un zumo por la mañana, dos tostadas recién hechas, una comida casera por la noche. Lo único que le falta, ¡ay!, soy yo. Vuelvo a pensar en aquella propuesta de matrimonio que le hice en su despacho hace dos meses y que ella ignoró deliberadamente. Me vuelve a parecer de lo más atractivo. ¿Tan extraño sería casarte con tu compañera de estafas? La conozco desde que tenía diecinueve años. Media vida. Quizás ése sea el mejor amor: el que aporta una familiaridad y una monotonía aburridas. Quizá lo que nos arruina es la búsqueda de la novedad y la emoción. Por definición, la novedad desaparece en el momento en que la encuentras. La familiaridad sólo puede crecer y crecer.

Me acompaña hasta el sofá. Me siento.

—¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

Se sienta a mi lado.

—Tenemos que hablar —me dice.

—Ya estoy aquí. Hablemos.

Continúa:

—Estoy disgustada.

Espera que yo diga algo. Pruebo con:

—¿Disgustada?

—No confías en mí.

La acusación me pilla desprevenido. Me esperaba algo íntimo, quizás incluso algunos besos en el sofá. Ahora lo entiendo todo: me ha hecho venir para pelear.

—Claro que confío —le digo.

Me recita un memorial de agravios. Se ha preparado para este momento, ha estado ensayando. Parece el alegato final de un abogado.

—Tú acudiste a mí, Kip. Necesitabas mi ayuda. Y acepté. Me pediste que aparcara mis negocios durante unos meses, y lo hice. Me pediste que me acostara con Ed Napier, y lo hice. —Tiende la mano y me acaricia el antebrazo—. He hecho todo lo que me has pedido.

—Es cierto.

—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de ir siempre tres pasos por detrás de ti? ¿Por qué no quieres explicarme la estafa?

—Ya te lo he dicho…

—Sabías que Ed Napier descubriría quién eres en realidad. Querías que lo hiciera. Pero no me dijiste que el plan fuera ése. Y los agentes del FBI que contrataste, ¿por qué no me hablaste de ellos? ¿Y Peter y esa historia de enfadarse y desaparecer? Eso también forma parte del plan, ¿verdad?

—¿Qué importa?

—¿Cómo te sentirías si yo no confiara en ti?

—Herido. Pero lo entendería.

—¿Cómo termina la estafa, Kip?

—Ya te lo dije…

—Lo sé —dice—. No puedes decírmelo. Por mi propio bien.

—Exacto.

—¿Sabes lo que creo? Que siempre has desconfiado de mí. Desde el primer día.

—Eso no es cierto —replico.

Pero tiene razón. He desconfiado de ella desde aquella noche, hace dos meses, cuando me llamó por teléfono. Aquella llamada repentina después de años sin hablarnos fue una casualidad demasiado grande. Una llamada que se produjo en el mismo instante en que estaba empezando con el plan. Esas cosas no pasan porque sí. Al menos, no en mi mundo.

—Dime cómo acaba, Kip. Pasado mañana, te subirás a un avión y te marcharás muy lejos. ¿Quién irá contigo?

—Quien quiera venir.

—¿Puedo ir contigo?

—Me encantaría —respondo. Y es verdad. Me encantaría casarme contigo, Jessica Smith. Me encantaría subirme a un avión contigo, sentarme a tu lado, ir a algún lugar lejano y empezar una nueva vida juntos.

Me encantaría… si estuviera seguro de que no serás tú quien me traicione.

—Entonces, dímelo —insiste ella—. Sé sincero conmigo. Dime cómo termina la estafa. Demuéstrame que confías en mí. Empieza ahora mismo. Para que ya no haya más secretos entre nosotros.

—Siempre habrá secretos entre nosotros.

Jess sonríe. En un segundo, su expresión cambia: sus ojos se oscurecen como una mampara corredera al cerrarse. Ahora mira más allá, hacia un futuro en el que yo no participo. Dice:

—Creo que deberías irte.

—Jess… —Intento encontrar algo que decir, pero no puedo, así que me levanto.

Me acompaña hasta la puerta.

—Nos vemos mañana —dice. Habla con una voz fría, impasible, profesional. Antes de que pueda responder, me cierra la puerta en las narices.

Quizá te preguntes por qué, si no confiaba en ella, le pedí que formara parte del plan. Te lo diré. Es cierto que no confiaba en ella. Pero tener al enemigo en casa es la mejor manera de controlarlo. Es un hilo que te conecta directamente con el enemigo. La pregunta es: ¿quién tira y de quién tira?

Y, al final, siempre existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que realmente me llamara ese día porque sí. Esas cosas pasan, ¿no? Así que, en cualquier caso, me gusta tenerla a mi lado. Más adelante, cuando todo esto haya terminado, quizá vuelva a proponerle matrimonio.

En el coche, de vuelta a casa, pienso en las tres mujeres que hay actualmente en mi vida: Celia, Jessica y Lauren Napier.

Cada una de ellas me hace infeliz a su modo y, sin embargo, en una noche como ésta, conduciendo entre la niebla por la 280, de vuelta a casa, no me importaría compartir una cama calentita con cualquiera de ellas.