Toby y yo volvemos a casa, vegetamos una hora frente al televisor viendo World Wrestling Federation SmackDown!, (el signo de exclamación va incluido en el título del programa, no es que sea una muestra de mi entusiasmo por el espectáculo), y al final decidimos ir al centro a comernos unas hamburguesas.
La noche es cálida. Sopla una ligera brisa de poniente, de las colinas, que trae un aroma a polvo y romero. Huelo a lluvia. Por un segundo, a tres manzanas de casa, pienso en regresar y coger un paraguas, pero decido seguir adelante (el restaurante está a tan sólo cuatro calles) y arriesgarme. La vida es una serie infinita de apuestas, pequeñas y grandes. Cada vez que sales de casa, o subes al coche, o intentas timar a criminales, siempre es lo mismo: te arriesgas. A mojarte, a que te maten. Siempre vas al límite.
Toby camina a mi lado con la ayuda de las muletas.
—Me la quitan dentro de una semana —dice, refiriéndose a la escayola.
Como no sé muy bien qué decir, contesto:
—Me alegro. —Decido que no ha sido una frase suficientemente paternal—. Seguro que ya debes de tener ganas.
—¡Joder que si tengo ganas! —dice él—. Prueba a llevar la pierna escayolada durante seis semanas en pleno verano.
—Prefiero no hacerlo —le digo.
—Entonces, no cabrees a los rusos.
—Buen consejo —le contesto.
Comemos en Gordon Biersch, una cadena con tres restaurantes en la zona de la Bahía que sirve su propia cerveza y abastece a los programadores y a los estudiantes de Stanford. Con los estudiantes de vacaciones y la mitad de la clientela desaparecida, el restaurante está vacío. Me tomo unas cervezas de más, pero estoy contento porque la estafa está saliendo según lo planeado, sin sorpresas, y decido disfrutar un poco de la vida.
Volvemos a casa al cabo de una hora y media. Toby entra casi corriendo y va directo al baño para orinar con la puerta entreabierta. Eso es clase, sí señor.
Decido no decirle nada. En lugar de eso, entro y empiezo a correr las cortinas, poniendo fin a la jornada. Dentro de quince minutos estaré dormido. Dentro de tres días, estaré en un avión rumbo a algún lugar muy lejano, y muy cálido, puede que la bahía de Phuket o las islas Maldivas. Aunque la estafa salga a la perfección y la víctima no se entere que le hemos robado su dinero, no es buena opción quedarse por aquí. Si no te ven, se olvidan de ti.
Toby vuelve del baño demasiado deprisa.
—¿No vas a lavarte las manos? —le digo.
—Joder, papá, que tengo veinticinco años.
—Sí, tienes veinticinco años y acabas de mear.
—Ha estado dentro de los calzoncillos todo el día. Es la parte más limpia de mi cuerpo. —Se lo piensa mejor, decide que no vale la pena discutir y se encoge de hombros. Vuelve al baño. Oigo correr el agua y cómo se enjabona las manos con la pastilla de jabón.
Alguien llama a la puerta. Me acerco a la mirilla. Es el nieto árabe del señor Santullo. Abro la puerta. Estoy seguro de que va a empezar a sermonearme sobre algo, como que necesito un permiso de negocios para vender vitaminas desde el piso, o quizás ha venido a echarme en cara que me tomara un combinado con el señor Santullo y me hiciera cargo de sus facturas.
Sin embargo, tiene otros planes:
—Hola, Kip —me dice—. ¿Puedo pasar?
Me aparto y le dejo entrar. Se queda en el vestíbulo.
—Quería decirte algo —dice—. Esta noche, mientras no estabas, han venido dos personas a verte.
—¿Personas?
—Agentes del FBI. Me enseñaron la placa.
Menos mal. Enseguida sé que se trata de los agentes Farrell y Crosby, haciendo su papel a la perfección. En caso de que la víctima esté vigilando mi piso, verá al FBI husmeando por aquí. Otro detalle realista más. Tengo que acordarme de darles una paga extra cuando la estafa esté hecha. Son buenos. Se lo merecen.
—¿Cómo se llamaban? —le pregunto—. ¿Agentes Farrell y Crosby?
El árabe entrecierra los ojos y me mira extrañado.
—No, me parece que no —dice—. Otra cosa.
—¿Un negro con un compañero blanco?
Niega con la cabeza.
—No, los dos eran blancos. Un hombre y una mujer. Toma, tengo su tarjeta. —Mete la mano en el bolsillo y me la entrega. Se parece mucho a la que el agente Farrell me ha dado, aunque está impresa en un papel más grueso. No consigues cincuenta como ésta a treinta y cinco dólares en businesscards.com. Para tener una así, tienes que trabajar para el FBI. El de verdad. En la tarjeta leo: «Agente especial Louis Davies» y debajo aparece la dirección del edificio federal en San Francisco.
Por primera vez, tengo sensación de vértigo, siento un nudo en la boca del estómago. Esto no va bien. En mi plan no hay ningún agente especial Louis Davies. Al menos, yo no le he contratado.
El árabe dice:
—Traían una orden. Han entrado en tu piso.
—¿Ah, sí? —Miro a mi alrededor. Todo parece en su sitio. Entonces me fijo en el ordenador. El salvapantallas con la vitamina bailarina debería estar activo, porque salta a los veinte minutos de inactividad. Sin embargo, la pantalla muestra el escritorio. Alguien ha utilizado mi ordenador en los últimos veinte minutos. Buscaban algo, pero ¿qué?
El árabe me dice:
—Les he preguntado si querían hablar contigo. Han dicho que no.
—Gracias por contármelo.
—Eso es lo más gracioso —dice él—. Me han pedido que te lo contara.
—¿De veras?
—Han dicho: «Asegúrese de que el señor Largo sepa que hemos venido».
—Ya.
Toby aparece en el salón, detrás de mí.
—¿Qué pasa?
—Nada —digo. Le doy un golpecito al árabe en el hombro—. Gracias.
—De nada.
Me doy cuenta de que me está mirando.
—¿Qué? —le espeto.
—No, nada.
—Dímelo, ¿qué pasa?
—Es que… tus dientes. Son de dos colores distintos.
—¿En serio?
—Lo siento. —Menea la cabeza—. Toma la tarjeta. —Se da media vuelta y se marcha.
Toby dice:
—¿Y esto qué significa?
—No estoy seguro —le digo.
—¿No estás seguro? Creía que lo sabías todo. Lo planeas todo. Pensaba que no había cabos sueltos.
—Supongo que ahora hay uno —añado. La cabeza me va a mil por hora. Intento comprender qué está pasando. Los que han venido, ¿eran agentes del FBI de verdad? ¿Por qué? ¿Qué buscaban? ¿Qué saben? ¿Por qué están interesados en mí? ¿Es posible que sepan algo de la estafa?
—Eso no me tranquiliza, papá —me dice Toby.
—A mí tampoco.
—Quiero decir que no me hace mucha gracia, la verdad.
Miro a mi hijo e intento sonreír. ¿Qué puedo decirle? Me dirijo hacia la habitación.
—Hoy duermo yo en la cama —le digo—. Tú te quedas con el sofá.
Cierro la puerta e intento dormir.
Por la noche, empieza a llover. Por la mañana, el de las noticias de la radio dice que la lluvia en esta época del año es «rara» y se pregunta qué significa.