Acompaño a los agentes del FBI por el corredor, pasamos por delante de la máquina de la señora Pac-Man, de la sala de servidores y entro en la sala de conferencias. Al menos, Peter ha tenido la sensatez de apagar el proyector y ocultar a los agentes las pruebas de nuestro colosal engaño, proyectado a todo color en la pantalla de metro y medio.
—¿A qué se debe esta visita, caballeros? —pregunto. Escucho mi voz. Es amable aunque un poco nerviosa. Les ofrezco dos sillas. Los agentes no aceptan ni rechazan el ofrecimiento; se limitan a permanecer en pie, sin mover ni un músculo.
El agente Crosby me dice:
—¿Es usted el responsable?
—A veces —digo—. Cuando las cosas van bien, sí.
Mi intento de ser gracioso resulta fallido. Crosby me mira. Es un hombre corpulento, de piel oscura, con la cabeza escrupulosamente afeitada hace una semana, pero que ahora parece un poco descuidada, como un trozo de césped abandonado después de un largo fin de semana de verano. Es ancho de hombros y de expresión rígida; quizá sea exmilitar. O quizá su padre fuera policía. Me mira fijamente. Al final, dice:
—Quiero hacerle varias preguntas acerca de su empresa. Sobre lo que hacen.
—¿Sobre lo que hacemos? —digo—. Bueno, en realidad es un poco complicado… —Me lo pienso y respiro hondo—. Además, es un poco técnico…
Napier interviene:
—Espera un momento, Kip. —Da un paso al frente—. No tienes que responder.
Los agentes se vuelven hacia Napier, como si no le hubieran visto hasta ahora.
—¿Y usted es…? —dice Crosby.
—Ed Napier. Soy inversor de esta empresa. También formo parte del Consejo de Administración. Pitia está desarrollando una tecnología realmente sorprendente, pero me temo que debemos mantenerla en secreto. Debido a la competencia.
—Entiendo —dice Crosby. Mira a Napier y luego se vuelve hacia su compañero, como diciendo: «¿Es quien creo que es?».
El agente Farrell le interrumpe:
—Espere un segundo. ¿Usted es Ed Napier? ¿El Ed Napier de Las Vegas?
—Exacto.
—El fin de semana pasado estuve en Las Nubes.
Napier exhibe su luminosa sonrisa.
—¡No me diga! Y ¿cómo le fue?
—Perdí doscientos dólares.
—¿Eso es todo lo que le sacamos? —dice Napier, con su elegante y profunda voz—. ¡Pues tendrá que volver este fin de semana!
Los agentes del FBI se ríen. Napier se ríe. Incluso yo intento reírme. Peter está en la esquina. No se ríe.
—Pues verá, señor Napier —dice el agente Crosby—, hemos venido a investigar a algunos de sus empleados. El agente Farrell y yo trabajamos para la ADI… perdón, para la Agencia de Delitos Informáticos. Nos han llegado informes de que, desde las IP de su empresa, se han originado algunos intentos de pirateo informático.
—Ya.
Crosby continúa:
—Los objetivos son agentes de Bolsa virtuales. Datek, E-Trade, Schwab. —Levanta la palma de la mano—. No me malinterprete. No estamos acusando a nadie de esta sala de piratear sistemas informáticos. Sin embargo, a veces hay empleados que se sirven de las sedes de sus empresas para cometer delitos.
—Vaya —digo.
—Así que esperábamos que pudieran darnos una lista de los empleados de Pitia. Es el nombre de la empresa, ¿verdad?
—Sí —respondo.
—Y la compararíamos con la nuestra.
—¿La suya?
—Delincuentes, criminales, personas con un pasado turbio.
Levanto la mirada y veo que Peter me está observando, como diciendo: «Personas como tú».
Digo:
—Claro, por supuesto.
—Y luego nos gustaría hablar con cada uno de ellos. Sería algo totalmente voluntario. Sólo unos minutos con cada uno. Ya saben, que el FBI se presente en un domicilio o una oficina a veces hace que la gente se asuste y confiese.
—De acuerdo —le digo—. Lo que sucede es que aquí trabajan muchos autónomos. Unos diez. No son empleados de Pitia, estrictamente hablado.
Crosby dice:
—Pero ¿sabe quiénes son?
—Claro.
—Entonces no pasa nada. Hágame otra lista con sus nombres.
Me aclaro la garganta.
—¿Qué sospecha exactamente el FBI que están haciendo estos tipos? ¿Por qué agentes de Bolsa virtuales? ¿Están robando dinero?
El agente Farrell responde:
—No estamos seguros. Por eso queremos hablar con su gente. Para intentar aclararlo todo. —Se señala la cabeza, para indicar dónde tiene intención de aclararlo.
—Muy bien —digo—. Le daré una lista. La tendré por la tarde.
El agente Crosby se me acerca y me da su tarjeta. La miro. Tiene el membrete del FBI (un águila con las alas extendidas) dorado en relieve. Muy auténtica. Puedes comprar cincuenta exactamente iguales que ésta por 34,95 dólares en businesscards.com. Créeme, lo sé.
—Cuando la tenga, llame y pásemela por fax —me pide Crosby.
—De acuerdo —respondo—. Así lo haré.
Napier dice:
—Escuchen, caballeros, si no tienen nada que hacer este fin de semana, ¿por qué no vuelven a Las Nubes? Invito yo. Unas suites preciosas. En la planta treinta y seis. Traigan a sus esposas.
Farrell dice:
—No estoy casado.
—Mejor aún —dice Napier y le guiña el ojo—. También le invitaré a eso.
Crosby se ríe.
—No sé…
—En serio —dice Napier—. Aquí tienen mi tarjeta. —Se mete la mano en el bolsillo y saca un montón de tarjetas. Le da una a cada agente—. Llamen a mi secretaria, Clarissa. Cuando quieran. Este fin de semana, el siguiente, cuando quieran. Díganle quiénes son. Ella se encargará de todo. Quizá nos veamos allí.
—Es muy generoso —dice el agente Crosby—, pero me temo que no podemos hacerlo. Aceptar regalos de alguien implicado en una investigación sería…
—¿Estoy implicado en una investigación? —pregunta Napier.
—Un poco. Por ahora.
—Muy bien —dice Napier. Se encoge de hombros—. En tal caso, quizá cuando todo esto haya terminado.
—Sí —responde Crosby—. Quizás. —Asiente con la cabeza. Sin embargo, me doy cuenta de que su lenguaje corporal ha cambiado. Ya no está tenso y agresivo. Ha bajado los hombros y tiene el cuerpo relajado.
¿Entiendes la manera de convertirte en multimillonario? Cuando alguien investiga tus actividades criminales, ofréceles suites de lujo y putas. Y tú pensando que para conseguirlo había que ser listo y trabajar de firme.
Los dos agentes se dan la vuelta para marcharse. Farrell tiende la mano hacia el pomo de la puerta, pero se detiene. Se vuelve hacia Peter.
—Sólo para saberlo, ¿cómo se llama?
Peter, que ya se había quedado pálido cuando habían aparecido los agentes del FBI, ahora estaba como la nieve de una semana: de un color grisáceo y empezando a derretirse.
—¿Yo?
—Sí.
—Peter —responde—. Peter Room.
Farrell saca la libreta del bolsillo y garabatea algo.
—Peter Room —repite. Se vuelve hacia Jess y Toby—. ¿Y ustedes dos?
—Toby Largo —dice mi hijo.
—Jessica Smith.
Farrell asiente. Escribe los nombres. Esconde la mina del bolígrafo, lo mete dentro de la espiral de la libreta y se lo mete en el bolsillo.
—Gracias —dice. Le hace un gesto con la cabeza al agente Crosby y se marchan.
Sesenta segundos después, cuando vemos que el Pontiac del FBI se aleja del aparcamiento, Peter nos anuncia algo:
—Decidido —dice—. Me largo.
—¿Te largas? —le digo.
—Lo dejo.
—Peter. —Intento convencerle. Miro hacia Ed Napier—. Ahora no.
—No me importa lo que diga él —responde Peter—. No voy a ir a la cárcel ni por ti, ni por él, ni por nadie. Me largo.
Napier interviene:
—Peter, cálmate. Esos dos tíos son unos payasos. Confía en mí. Sólo querían curiosear. Si tuvieran algo, ya nos habrían detenido. Pero no tienen nada.
—Si no tienen nada, ¿por qué han venido? ¿Cómo sabían lo de Datek y los demás agentes virtuales?
—Quizá no fuiste lo bastante discreto —le espeta Napier.
—¡Qué le jodan!
—¡Eh! —exclamo.
Napier arquea una ceja. Por primera vez desde que le conozco, habla a media voz, como para sus adentros.
—Ten cuidado, Peter.
—¿Que tenga cuidado? ¿Qué va a hacerme? ¿Va a darme una paliza?
Napier no deja de sonreír.
—Peter, por favor —le pido—, trata al señor Napier con respeto.
—Claro —dice Peter—. ¿Quieres respeto? Pues ¡toma respeto! —Mira a Napier—. Con el debido respeto, quiero que sepa… —prosigue volviéndose hacia mí— que me largo. —Se dirige hacia la puerta. La abre y se detiene justo en el umbral—. Por cierto —dice, al tiempo que se da media vuelta y nos mira—, si creéis que voy a dejar pruebas por ahí que me señalen como culpable, estáis locos.
Se va dando un portazo.
—Me he dado cuenta —dice Napier, como si continuara con otra conversación— de que estos informáticos son unos arrogantes de mierda. Siempre se creen los más listos de la clase.
—En el caso de Peter —le digo—, es cierto.
—Eso ya lo veremos —dice Napier. Tiene la mirada perdida. Si tuviera que adivinar lo que está pensando, juraría que es: «¿Hago matar a Peter ahora o espero?».
Después de un silencio, Napier continúa:
—¿Qué ha querido decir con eso de que no iba a dejar pruebas?
—No lo sé —respondo. Napier mira a Jess.
—¿Jessica?
—No tengo ni idea —dice ella.
—Peter ha estado muy raro estas últimas semanas —comento—. Estaba nervioso por si lo pillaban.
Napier asiente. Al final, dice:
—Pues ahora ya tiene otros motivos para estar nervioso.
Más tarde, cuando Napier se ha marchado, Toby y yo tomamos un taxi hasta el taller de Hank en Willow Road para ir a buscar, por fin, el Honda. Pago lo que espero que sea el último taxi que tenga que coger, abono la factura de Hank (el importe deducible del seguro de quinientos dólares) y volvemos a casa por Willow. Con el momento crítico de la estafa cada vez más cerca, como máximo cuatro días más, me siento generoso y me planteo invitar a mi hijo a cenar.
Toby va en el asiento trasero, con la pierna escayolada apoyada en la caja de cambios, junto a mi codo. Mira por la ventanilla, pensativo. Es una nueva faceta de mi hijo que desconocía hasta ahora: el Toby pensativo, silencioso. Una faceta que ojalá hubiera visto más a menudo mientras crecía.
Al final, dice:
—Eso se llama un botón, ¿verdad?
—¿El qué?
—Cuando haces que unos agentes del FBI de mentira se presenten en tu despacho para asustar a la víctima. Para presionar a Napier.
—¿Eso crees? —le digo.
—Deberías decírmelo, papá —se queja—. Pensaba que el objetivo de todo esto era ayudarme a entrar en el mundo de las estafas.
—El objetivo —puntualizo— era evitar que te mataran.
—Y lo has conseguido.
—De momento.
Otro silencio mientras Toby vuelve a mirar por la ventanilla. Al final, insiste:
—Así que tengo razón, ¿no? Es un botón. Los agentes del FBI no eran de verdad, ¿a que no?
—No.
—¿Sólo eran actores?
—Sí, sólo eran actores.
—Pues lo han hecho muy bien —admite Toby—. Han estado muy convincentes.
—Gracias.
—Me ha gustado el negro cachas. Un toque original.
—Eso pensé yo.
—Y la cabeza rapada. Muy a lo Kojak.
Giro a la izquierda por Middlefield y me dirijo hacia Palo Alto. En el horizonte veo nubarrones, muy atípicos en esta época del año. Normalmente, el norte de California tiene dos estaciones: la húmeda y la seca, y jamás se mezclan. No obstante, en estos últimos años, ha empezado a llover en verano y a hacer un tiempo más seco en invierno. Creo que todo esto forma parte del plan cósmico de Dios para liarte. Se han fundado religiones para explicar por qué querría Dios hacer una cosa así. A mí, sin embargo, la cuestión no me preocupa. Una estafa es una estafa, independientemente de quien la perpetre.
Toby me pregunta:
—¿Y qué pasa con Peter?
—¿Qué pasa con Peter?
—Él también está actuando, ¿no? Su actitud forma parte de la estafa, ¿verdad?
—Toby, haces demasiadas preguntas.
—Siento curiosidad.
—Ya sabes lo que dicen de la curiosidad.
—Sólo creo que es muy raro, nada más.
—¿El qué?
—Formar parte de una estafa y no saber lo que está pasando.
—No te ofendas —le digo—. Es por tu propio bien. Cuanto menos sepas, mejor.
Gruñe. Debe de ser un gesto de aceptación, o incluso quizás una señal de madurez de mi hijo, el hecho de que acepte, por fin, que hay cosas que no pueden saberse. O quizá sólo es un gruñido, un gesto involuntario para aclararse la garganta, el ruido de cuando uno se traga un gargajo.