29

Son las diez de la mañana del lunes y Toby, Jess y yo estamos jugando al futbolín.

El futbolín es un juego de violencia en miniatura. Giramos las muñecas y las barras con cuatro pequeños jugadores de madera que luchan por la pelota de ping-pong. La mesa tiembla y se mueve. La pelota vuela, golpea contra la mesa y vuelve al juego.

Giro la muñeca. Mi hombrecito chuta. Jess grita:

—¡No!

La pelota supera la defensa de Jess y entra en la portería.

—¡Mierda! —exclama—. ¿Dónde coño está Peter?

Somos dos contra una: Toby y yo a un lado de la mesa y Jess, en el otro. No hemos sabido nada de Peter en toda la mañana. Por un día, podemos pasar sin sus habilidades como programador, pero, para el futbolín, lo necesitamos desesperadamente.

—Toby —digo—, llámale.

—Acabo de hacerlo.

—Pues vuelve a intentarlo.

Toby se aleja de la mesa y, con la ayuda de las muletas, va hasta un teléfono. Marca el número de Peter, escucha el mensaje y cuelga.

—No coge el móvil —me dice.

—¿Has intentado llamarle a casa?

Toby asiente.

—¿Dónde está? —repite Jess.

—Vendrá —respondo. Saco la pelota de la portería—. Cinco a dos —digo, y dejo la pelota delante del hombrecito de Jess.

Peter llega poco después de las once, pálido y sin aliento.

—Tenemos que hablar —dice al entrar en la sala.

Toby, Jess y yo todavía estamos jugando al futbolín. Ella pierde, y por paliza.

—Ponte en tu sitio —le dice Jess. Sin levantar la vista del tablero, señala a su lado.

Toby lanza la pelota a la mesa. Jess hace girar a su hombrecito y chuta hacia nuestra portería. Toby mueve los defensas hacia la izquierda y, de paso, sacude la mesa. Detiene la pelota en el último momento.

—Tenemos que hablar —repite Peter.

Se acerca a la mesa, coge la pelota y se la guarda.

—¡Eh! —exclama Toby.

—Es importante —dice Peter.

Le miro.

—¿Qué pasa?

—Lo dejo.

—¿Que qué?

—Lo dejo.

—No puedes dejarlo —le digo—. Estamos en medio… de lo que estamos haciendo. Te necesitamos.

—Algo va mal —dice.

—¿El qué?

—Me están siguiendo.

—Te están siguiendo, vale —le digo—. A Toby y a mí también. ¿No es cierto, Toby?

—Sí. Asustaron tanto a papá que tuvo un accidente con el coche. Casi mata a una monja.

Me dirijo a Peter:

—Seguramente, serán los hombres de Napier. O quizá los de Sustevich.

—No lo creo —responde él—. Son demasiados. Son cinco equipos. Están en el aparcamiento cuando llego a casa por la noche. Otro equipo me sigue por la 101. Vi a un tercer equipo ayer en Mountain View. Y luego están las caras. Me suenan, pero no sé de qué. Por la calle, veo siempre a las mismas personas. Os lo juro: me están siguiendo.

—¿Quién? —le pregunto.

—La policía.

—La policía de Palo Alto no organiza equipos de veinte hombres. Se dedica a rescatar gatos de los árboles —le contesto.

—Entonces, el FBI —responde Peter.

—Son imaginaciones tuyas —le digo.

—Quizá. Pero lo dejo.

—Peter, cálmate —le insisto—. No vas a dejarlo.

—No pienso ir a la cárcel, Kip. Ya sé que, como tú ya has estado, no le das importancia. Pero lo siento, yo no juego a esto. No vale la pena.

—En primer lugar —le digo, muy tranquilo—, no es ningún juego. Ya no. Ahora corren peligro la vida de varias personas —y por si no me ha entendido, añado—: La mía y la de Toby, por ejemplo.

—Pero…

Le interrumpo:

—Y en segundo lugar, sí vale la pena. Estamos hablando de mucho dinero.

—Me lo prometiste —me dice—. Me prometiste que no tendría problemas.

—Y no los tienes.

—Entonces, ¿por qué me sigue la policía?

—¿Quieres hacer el favor de calmarte? —Me vuelvo hacia Jess—. Jess, ¿tú has visto a alguien siguiéndote?

—No lo sé. Puede que una o dos veces. Pero no estoy segura.

—Peter —le digo—, te necesitamos. Todo habrá terminado en siete días. Vas a ser un millón de dólares más rico. Por trabajar siete días más.

—Kip, ¿es que no te das cuenta? Todo esto está fuera de control. —Menea la cabeza y me señala—. Fíjate en tus dientes.

—¿Qué les pasa a mis dientes? —digo avergonzado de repente. Cubro los incisivos con el labio superior.

—Que son de dos colores distintos, tío.

—¿Tanto se nota?

—Sí, se nota.

Miro a Jess, que se encoge de hombros como diciendo que sí se nota.

—Mira —dice Peter—, todo esto se está poniendo muy feo. Unos italianos trajeados te arrean una paliza. Unos rusos armados te secuestran.

—Dmitri es amigo mío —le digo. Recuerdo cómo me ayudó a levantarme del suelo después de haberme dado una paliza.

—Lo siento. Yo no quiero que me maten. Estoy más que feliz ganando cien mil dólares al año por escribir código Java. No me interesa toda esta mierda.

—Peter —le digo—, ¿te acuerdas de lo que te dije cuando me pediste participar? —Le repito las últimas palabras, más despacio—. Cuando tú me pediste participar.

—¿Qué me dijiste?

—Que si estás dentro, estás dentro.

—¿Me estás amenazando, Kip?

—No —le digo, al tiempo que levanto las palmas de las manos—. Jamás te haría daño.

—¿Hacerme daño? ¿Estamos hablando de violencia física? ¿Contra mí?

—He dicho: «Jamás te haría daño». Tranquilo.

Menea la cabeza.

Jess dice:

—Peter, Kip no te ha amenazado. Te necesitamos durante siete días más. Después, podrás tomarte unas largas vacaciones.

—Venga, Peter —dice Toby.

—¿Siete días más? —pregunta Peter.

—Siete días más —le digo—. Por favor.

Peter vuelve a menear la cabeza y sale de la sala. Sin embargo, no se marcha de la oficina, así que todo el mundo cree que disponemos de sus servicios durante siete días más. Que es lo que quiero que parezca.