Cuando me levanto a la mañana siguiente, veo que me he transportado misteriosamente a la catedral francesa de Chartres, y que tengo la cabeza metida dentro de la campana principal del campanario. Abajo, un monje toca una alegre versión de Yankee Doodle Dandy en el carillón.
Al menos, así es como me siento. Tardo unos segundos en darme cuenta de que no estoy en Chartres si no que, para mi desgracia, estoy en mi sofá, en mi piso de Palo Alto, en un charco de babas, con el esternón magullado, dos dientes menos y un dolor de cabeza tan intenso como una bengala de magnesio en una carretera mojada por la lluvia.
Me incorporo y despego la cara del sofá de escai. Me rasco la mejilla y noto los pliegues de la tapicería en la cara, como si fuera una gasa. Intento recordar qué pasó anoche: el largo viaje de vuelta de Nueva York, la cena en casa de Napier, la nueva sociedad basada en amenazas, las copas de vino y el trayecto de vuelta a casa en silencio en el coche de Jess.
Miro el reloj. Son las diez de la mañana de un sábado. Me paseo por el salón y me quedo helado cuando veo que, anoche, mientras los tipos de la mafia me estaban dando una paliza, MrVitamin.com vendió 983 dólares en vitaminas. Parece imposible, así que me siento y abro la hoja de cálculo para verificarlo. Y sí, las ventas son reales, de todo el país: una caja de vitaminas por aquí, una caja de pastillas de aceite de pescado por allá. El motivo del repentino interés en mi página web es todo un misterio; quizás alguien me hizo una buena crítica en un periódico, o quizá sea una simple casualidad. Sin embargo, es reconfortante saber que, si lo de la Gran Estafa no sale bien y consigo sobrevivir, tengo futuro con las ventas por Internet.
Me paso media hora hojeando las Páginas Amarillas, llamando a dentistas e intentando encontrar una consulta cercana con servicio de urgencias los sábados.
Cojo un taxi a San José, hasta la consulta de un dentista con un nombre extranjero muy exótico y lleno de consonantes de lo más sorprendentes y con una agenda sospechosamente vacía.
Sin embargo, el doctor Chatchadabenjakalani, suponiendo que realmente sea doctor, es agradable y eficaz. La consulta, en el segundo piso encima de un restaurante vietnamita, está limpia, aunque huele un poco a salsa de pescado tailandesa. Antes de sentarme en el sillón de los pacientes, meto la mano en el bolsillo de los pantalones y le entrego al doctor los dos dientes, que he guardado todo un día como reliquias. Veo que la raíz se les ha ennegrecido.
El doctor Chatchadabenjakalani tiende la mano y los acepta. Se pone las gafas y observa atentamente mis incisivos, como si fuera un traficante de diamantes de Amsterdam. Al final, dictamina:
—Creo que no sirven. —Me los ofrece, por si los quiero.
—No, gracias. Quédeselos —le digo.
Dos horas después, estoy en Palo Alto, con dos piños blancos y relucientes en la boca, como nuevos. No me preocupa la factura de quinientos dólares que el doctor me ha dado antes de marcharme. Lo considero un gasto laboral, igual que la gente normal paga gastos legales o gastos en fotocopias. ¿Qué te sustituyen los dos dientes de delante después de que los matones de tu víctima te hayan dado una patada en la cara? En mi trabajo, eso no es más que el precio de hacer negocios.
Cuando vuelvo a casa, Toby está en el sofá, hablando por el móvil en voz baja. Cuando entro, dice:
—Será mejor que cuelgue. Es papá.
Cierro la puerta. Se despide, cierra la tapa del móvil y lo tira en el sofá.
—¿Quién era? —le pregunto.
—Mamá.
—Y ¿qué quería?
—Nada, hablar conmigo. Asegurarse de que no estoy muerto.
Dejo las llaves en la mesilla que hay cerca de la puerta y me quedo en el salón con Toby. Me mira la boca.
—Están bien —me dice.
—El doctor Chatchadabenjakalani.
—¡Venga ya!
—Es tailandés.
—¿No crees que es por eso por lo que están tan atrasados allí abajo que comen con palillos? ¿Porque se pasan tanto tiempo pronunciando el nombre del otro que no tienen tiempo para inventar cosas como el tenedor?
Me siento a su lado.
—Es un comentario muy racista.
—Pero es verdad, ¿no?
—Seguramente.
—¿Te importa si te hago una pregunta?
Me encojo de hombros.
—Querías que Napier descubriera quién eres, ¿verdad? Dejaste que averiguara quién eres, que eres un estafador. Eso también forma parte de la estafa, ¿a que sí?
—Siempre intentando que te eduque en el mundo del timo.
—¿No quieres enseñarme?
—No quiero que hagas lo que hago yo. Quiero que seas médico. O ingeniero. O dentista. ¿Sabes qué he descubierto hoy? Que se ganan muy bien la vida.
—Es un poco tarde para eso —me dice—. Soy lo que soy.
Quiero preguntarle: «¿Y qué eres?». Sin embargo, consigo cerrar el pico y no ofender a mi hijo. En lugar de eso, le digo:
—Nunca es tarde para cambiar.
Toby sonríe.
—Sí, claro, como tú, ¿no?
Suspiro. A veces, puede ser muy cruel. ¿De quién lo habrá heredado? ¿De mí o de Celia? Y entonces me doy cuenta: de mi padre. Viejo cabrón.
Contesto a la otra pregunta:
—Sí —digo—, esperaba que Napier me descubriera. Es la única manera de que funcione. Tiene que creer que está haciendo algo ilegal.
Toby asiente.
—Para poder engañarlo al final de la estafa, ¿no? Fingir que nos arrestan o algo por el estilo, ¿verdad?
No le contesto. Me levanto del sofá.
—Tengo hambre. ¿Quieres salir a tomar algo?
—Acabo de comer.
—Vale. Ahora vuelvo.
Voy a pie al centro.
Es un sábado de finales de agosto, y en Stanford están de vacaciones. University Avenue, que durante el otoño está llena de universitarios y patinadores, está vacía. Parece que toda la ciudad esté desierta y sea provisional, como un decorado de película que van a destruir. Mientras camino por la acera, cojo el móvil y marco un número.
Al cabo de dos tonos, Celia contesta:
—¿Sí?
—Hola, soy Kip.
—Hola, Kip. —Oigo que le dice algo a alguien que está con ella, algo así como «mi marido…». A continuación, oigo una voz masculina y ruido de sábanas. Al final, Celia vuelve conmigo—. ¿Qué pasa?
—Toby me ha pedido que te llamara. Quería disculparse por colgar de esa manera tan brusca.
—¿Cómo dices?
—Ahora mismo, cuando hablabais por teléfono. Se ha sentido mal por colgar tan deprisa. Me ha pedido que te pida perdón.
—Yo no… no he hablado con Toby… —Parece extrañada.
—Pues vaya —digo—. Debo de haberlo entendido mal. Bueno, ¿cómo va todo?
—¿Llamas para charlar un rato?
—Sí —digo—, claro. ¿Cómo está Carl? ¿Va todo bien?
—Sí, todo va perfecto. —Su tono de voz es gélido. Pues bueno.
—Muy bien —le digo—. Parece que no es un buen momento.
—No… es que…
—Tranquila. Ya hablaremos después. Adiós, Celia.
—Adiós.
Cuelgo y me guardo el teléfono en el bolsillo.
Vaya, vaya. Parece que Toby es un mentiroso bastante potable. No hablaba con su madre. Quizá me he equivocado al decir a quién había salido. Quizás ha salido a mí, después de todo.
Decido saltarme el desayuno y pasar directamente al almuerzo.
Por el camino, meto dos monedas en una máquina expendedora de periódicos y compro el San Jose Merc. Luego, voy directamente a El Pollo Loco y pido un taco de pescado y una Coca-Cola. El dependiente me da un número.
—Es el número trece —me dice—. Ya le llamaremos cuando esté listo.
Me siento a una mesa y empiezo a leer el periódico. Como si yo fuera actor en una broma de dimensiones cósmicas, voy a la sección de negocios y veo una fotografía de Ed Napier con esmoquin frente a una mesa de ruleta. Por lo visto, no puedo librarme de Ed Napier, aunque lo único que quiera sea un taco de pescado. El artículo habla sobre la batalla que Napier tiene abierta para comprar el antiguo Tracadero. Lo que en un principio parecía un artículo de tema inmobiliario de escaso interés, por lo visto se ha convertido en un culebrón de los buenos. El argumento, a grandes rasgos, es el siguiente: el viejo casino Tracadero se declara en bancarrota. Ed Napier llega, cual caballero de brillante armadura, y se ofrece a comprarlo, derribarlo y reconstruirlo. En su lugar erigirá el mayor casino de Las Vegas, ¡cuatro veces más grande que Las Nubes! (Así es como los periódicos citan a Napier, ¡con signos de admiración en cada una de sus frases! ¡El hotel será enorme! ¡El más grande de Las Vegas!).
Los accionistas del viejo Tracadero, que semanas antes creyeron que apenas verían unos céntimos por cada dólar que invirtieron, aceptan el trato. Sin embargo, para desgracia de Napier, en el último momento aparece otro grupo inversor y hace una contraoferta. Se trata de un consorcio desconocido de inversores europeos y japoneses. De modo que Napier sube su oferta, y la pasa de un simple canje de acciones a un canje de acciones más una cantidad en efectivo. Los accionistas del Tracadero aceptan los nuevos términos de la oferta de Napier. Sin embargo, los europeos y japoneses contraatacan y ofrecen más efectivo. Napier vuelve a igualar su oferta. Ahora que tenemos abierta una guerra de opas, los periódicos huelen una buena historia. Algunos dicen que, en realidad, Napier no tiene el dinero que dice tener. Como su empresa no cotiza en Bolsa, casi nadie conoce su situación financiera, pero corren rumores de que es precaria. Construir Las Nubes lo dejó casi en la bancarrota, dicen. Algunos políticos empiezan a murmurar sobre las relaciones de Napier con el crimen organizado. Sin embargo, otros políticos murmuran que el Tracadero (el último solar edificable del Strip) no debería ir a parar a manos de unos extranjeros europeos y japoneses.
Lo que está claro, detrás de tantas cortinas de humo y tantos sobornos a periodistas y políticos, es que dos empresas se han enzarzado en una batalla mortal por un bote de mil millones de dólares. Ed Napier se está quedando sin dinero y necesita mucho más, y pronto, para quedarse con el bote.
Y ahí, por supuesto, es donde entro yo.
Mientras digiero la noticia, percibo que alguien se sienta frente a mí, al otro lado de la mesa. Bajo el periódico y veo a Dmitri, el empleado del Profesor Sustevich.
—Hola, Dmitri —le digo—. ¿Cómo va el negocio de los malvados secuaces?
—Haga el favor de acompañarme —me dice él.
—Lo siento, Dmitri —digo. Me meto la mano en el bolsillo de la camisa, saco mi número de El Pollo Loco y se lo enseño—. Tengo el trece. Estoy esperando mi taco de pescado.
—El Profesor Sustevich quiere verle.
—Y yo quiero verle a él —respondo—. Después de haberme comido mi taco.
El altavoz hace un ruido y una voz anuncia:
—Número trece. Número trece.
—¿Ves? —le digo.
Me levanto. Me sorprende notar una mano en el hombro. Me giro y veo que Hovsep, el especialista en cerillas de Sustevich, está detrás de mí. ¿De dónde ha salido? Siento un largo y frío dedo en la espalda, a la altura de los riñones. Tardo unos segundos en darme cuenta de que no es un dedo.
—¿Qué vas a hacer? —le digo—. ¿Dispararme en medio de El Pollo Loco?
Dmitri me mira desconcertado.
—¿Qué es eso?
Tardo unos segundos en darme cuenta de que cree que me refiero a alguna parte del cuerpo de la que nunca ha oído hablar.
—No —le digo—, lo que quiero decir es si vas a dispararme en medio del restaurante.
—Sí —responde Dmitri, simplemente.
—¿Te ha dicho el Profesor que lo hagas? ¿Qué me dispares en público?
—Sí —repite Dmitri. Me mira inexpresivo.
—De acuerdo —digo—. Puedo comer después. ¿Tienes el coche fuera?
Me acompañan hasta un Lincoln Town Car negro. Vamos hacia el norte por la I-280, hacia el centro.
Treinta minutos después llegamos a la verja de la mansión de Pacific Heights de Sustevich. Un tipo fornido sale de la caseta de seguridad y se acerca a la puerta del coche. Dmitri baja la ventanilla y le dice algo en ruso. Los dos se ríen. Quizá sólo charlan sobre los resultados de la liga rusa de jóquey o recuerdan lo bien que se lo pasaron la otra noche en el club de estriptis. O quizá se ríen de lo que va a pasarme en la siguiente media hora.
El guarda de seguridad vuelve a la caseta y la verja de hierro se abre. El Lincoln entra y la verja vuelve a cerrarse con un golpe seco.
En el pórtico que hay a la entrada de la casa, veo al mismo rubio cachas que, ya hace varias semanas, me palpó los testículos mientras me cacheaba para asegurarse de que no llevaba armas.
—Tú otra vez —le digo—. Después de lo del último día esperaba por lo menos una llamada.
—Teléfono móvil, por favor —dice, al tiempo que extiende la mano. Yo meto la mía en el bolsillo y saco mi Motorola. Se lo entrego de un golpe—. Extienda los brazos, por favor.
Lo hago. El ruso me registra por todas partes: primero los brazos, luego el tronco. Se agacha y me cachea las piernas desde los tobillos a la entrepierna y luego gira la mano para darme un breve apretón en los testículos. Se levanta.
—Acompáñeme —me dice.
Me guía hasta el vestíbulo, la enorme sala con el suelo de mármol en blanco y negro y la espectacular escalinata circular. En la mesa de centro hay un ramillete de gladiolos, como si fuera un ramo fúnebre. Cuando entro, veo que el Profesor Sustevich está bajando las escaleras.
—Ah, señor Largo —me dice—. Gracias por venir.
—No me lo habría perdido por nada del mundo.
Sustevich dice:
—Acompáñeme, por favor. —Cruza el vestíbulo y se dirige hacia el salón. Le sigo. Me dice:
—¿Le apetece comer algo?
—Un taco de pescado —respondo.
—¿Un taco de pescado? —Me mira atónito—. No sé lo que es.
—Sólo es una expresión. Cuando esté contento, grite: «¡Un taco de pescado!».
—Ya.
—Es lo que dicen los chicos de hoy en día. La generación MTV.
—Hmmm. —Me mira con cierto recelo—. ¿Algo para beber?
—¡Un taco de pescado, claro!
Sustevich asiente.
—Entiendo. —Va hacia un rincón y abre una botella de Johnnie Walker Etiqueta Azul—. ¿Bebe whisky?
—Hoy sí —digo. Me señalo los dientes—. Me acaban de arreglar la boca.
—¿En serio?
—Dos gorilas me hicieron saltar dos incisivos.
Me los mira.
—No se nota.
—El doctor Chatchadabenjakalani —digo—. No es un nombre que te apetezca mucho pronunciar si te faltan dos dientes. Pero es un genio. Y sólo por quinientos dólares.
—Ya. —Llena dos vasos de whisky y me ofrece uno—. ¿Sabe por qué le he pedido que venga?
Me bebo el whisky en tres tragos. Me temo que voy a necesitarlo.
—Supongo que me amenazará y me dirá que le pague el dinero que le debo. O algo así.
—Sí —dice el Profesor—. Ha acertado.
—No se ofenda, pero ¿no podría haberme llamado? ¿Tenía que hacerme cruzar toda la ciudad para decírmelo?
—Ah, pero es que pretendo demostrárselo.
—No me gusta cómo suena eso —le digo.
Sustevich se gira hacia la derecha y habla hacia el vacío.
—Dmitri —dice. No levanta la voz, como si Dmitri estuviera a su lado. Durante un segundo, Sustevich parece un loco hablando con su amigo invisible. Y entonces, como por arte de magia, Dmitri aparece por un rincón y se sitúa en el punto exacto donde Sustevich está mirando.
—¿Sí, Profesor?
—¿Cuánto tiempo le queda al señor Largo para devolvernos doce millones de dólares?
—Ocho días.
El Profesor asiente.
—Ocho días. No es mucho tiempo. ¿Podrá pagarme?
—Creo que sí, pero pongamos, sólo por dejar volar la imaginación, que le pidiera unos días más. ¿Sería negociable?
—Sí —dice Sustevich.
—De acuerdo —digo, pensando que, después de todo, el Profesor es razonable.
—Pero le cortaré un dedo por cada día que me pida de más.
Asiento.
—Ya. O sea, que diez días sería el plazo máximo.
—No necesariamente.
—Creo que intentaré cumplir el plazo original.
—Muy inteligente por su parte. Dmitri, por favor, llévate al señor Largo al sótano y demuéstrale la importancia de pagar las deudas a tiempo.
—¿Sabe qué? —le digo—. En realidad, no hace falta.
Dmitri se saca una pistola del bolsillo y me sonríe.
—Por favor —me indica—, venga conmigo.
—Escuche —le digo a Sustevich—, somos socios. No hay ninguna necesidad de ponernos violentos.
—Tengo entendido que el otro día fue al aeropuerto de Palo Alto y se subió a un jet privado. Dos veces en dos días. Espero que no esté pensando en marcharse sin pagarme lo que me debe. Sería una estupidez.
—De acuerdo —le digo.
—Por favor —me dice Dmitri—, venga conmigo.
—No pienso ir contigo —replico.
Dmitri coloca el cañón de la pistola frente a mi cara y quita el seguro con su enorme pulgar.
—¡Eh, eh, eh! —digo. Lentamente, levanto las manos en el aire—. Vamos a estarnos quietecitos con el gatillo. En las pelis está muy bien, pero quitar así el seguro no es muy inteligente. ¿Dónde coño lo has aprendido?
—En el ejército ruso —responde Dmitri.
—Vaya —digo.
—Dmitri es muy nervioso —dice Sustevich—. Debería acompañarle.
—Está bien.
Dmitri aparta el cañón de la pistola.
El Profesor dice:
—Le veré dentro de ocho días. ¿Vendrá?
—Será un honor.
—Entonces, ¡un taco de pescado, señor Largo! —se despide con un movimiento de dedos informal. Se gira y se marcha.
—Sí, tacos de pescado para usted también.
Dmitri me hace bajar por un oscuro tramo de escaleras hasta el sótano. Es una sala de cemento, de unos cuarenta metros cuadrados, con una única bombilla en un portalámparas esmaltado con un interruptor de cordón. Sospecho que esta sala es lo último que muchos hombres han visto.
—Muy bien, Dmitri. ¿Cuál es el plan? ¿Vas a pegarme?
—Sí.
—No hay ninguna necesidad. Soy el socio de tu jefe. Estoy ganando dinero para él. Trabajo para él.
—Sí —dice él.
—Dmitri —le digo—, puede que en Rusia se lleve esto de pegar a los empleados, pero esto es Silicon Valley. Es la Nueva Economía. Aquí todo el mundo es autónomo. Internet lo cambia todo. Todos trabajamos en el «Proyecto Yo».
—Sí —dice. Y con esa palabra como única advertencia, me da un puñetazo en toda la mandíbula. Salgo disparado por los aires y aterrizo en el suelo de cemento. Siento una intensa punzada de dolor que va desde el cóccix hasta el cuello. ¿Es posible que me haya roto la cadera?
—¡Joder! —exclamo—. Acabo de pagar quinientos dólares para que me arreglaran los dientes. ¿Estás chalado o qué?
Me arrepiento de la pregunta de inmediato porque, por lo visto, Dmitri se lo toma como una especie de sugerencia. Me atiza una patada en la boca. Si no me doliera tanto, me echaría a reír, porque ahí va el trabajo del doctor Chatchadabenjakalani, esparcido por el suelo: un diente rodando hasta la pared como una bola en la ruleta rusa.
—Vaya —digo, apenado, mientras con el índice me toco el nuevo agujero en la dentadura.
—Muy bien —dice Dmitri—. Ya está. Tiene ocho días. La próxima vez, le obligaré a beber ácido.
—¿Beber ácido? —digo, mientras meneo la cabeza—. Los rusos estáis como una cabra.
—Sí —dice Dmitri. Se agacha y me ofrece la mano. Ahora que me ha dado una paliza y me ha arrancado un diente, ahora quiere ser mi amigo. Me ayuda a levantarme y me da unos golpecitos en la espalda—. Ocho días —repite—. Tiene que pagarnos doce millones de dólares.
—Lo sé —le contesto—. O me matarás con ácido.
—Y a su hijo —me dice Dmitri, levantando el dedo índice—. No se olvide de su hijo.
El taxi hasta mi casa me cuesta ciento veinte dólares, algo que, mientras salgo del coche y cierro la puerta, decido que es ridículo. Desde el accidente, me he gastado más dinero en taxis de lo que pagué por mi Honda de segunda mano.
Cuando llego a casa, hago dos llamadas rápidas: al taller de Hank para ver cuándo estará listo el coche («Tres días más») y al doctor Chatchadabenjakalani («Venga cuando quiera»). Después de otro viaje en taxi hasta San José y dos inyecciones de novocaína, tengo otro diente nuevo que, por desgracia, no es del mismo color que el primer diente nuevo; sólo se le parece mucho. Cuando lo tengo pegado a la encía, el doctor Chatchadabenjakalani me pone un espejo frente a la cara, como si fuera un barbero que presumiera de su trabajo.
—¿Le gusta? —me pregunta.
Observo mi sonrisa de dos tonos, en gris y blanco, como los hoteles de Ed Napier. «¡Qué demonios! —pienso—. Mis días de seductor ya pasaron».
—Buen trabajo, doctor —le digo.
Me acompaña hasta el mostrador de recepción y calcula la factura en el ordenador. Espero algún tipo de descuento, teniendo en cuenta que he comprado tres dientes en doce horas, pero el doctor Chatchadabenjakalani me pasa una factura de doscientos cincuenta dólares, exactamente la mitad de lo que me cobró antes por implantar dos dientes.
Debo admitir que la ecuanimidad de «es un gasto laboral» que sentí la primera vez que salí de esta misma consulta ha desaparecido rápidamente. Cuando estoy a punto de salir, el doctor Chatchadabenjakalani me dice:
—¡Hasta la noche, quizá!
Yo me limito a saludar con la mano y emitir un gruñido.
Esa noche, Toby y yo estamos mirando pressing catch en la televisión. Siento un nuevo respeto por dicho deporte. Mientras observo a dos cachas melenudos que dan vueltas al ring, con los pechos embadurnados de aceite, se me ocurre que tengo mucho en común con Killer Eight Ball y Frankie the Fist. Por supuesto, ambos son actores que siguen un guión, y gran parte de la violencia que se ve es falsa, pura coreografía. Sin embargo, de vez en cuando, sucede algo imprevisto: un puñetazo demasiado a la derecha, un resbalón en la lona, un salto fuera de tiempo o un giro que uno se olvida. Músculos doloridos y huesos rotos. Sé que incluso se han producido muertes.
Me acaricio con la lengua los dos dientes nuevos. Creo que la única diferencia entre su estafa y la mía es la diferencia del dinero que está en juego. Y, claro, la parte en la que me obligan a beber ácido. Que yo sepa, ningún luchador se ha visto en una situación similar.
Mientras miramos la televisión, suena el teléfono. Contesto. Es Ed Napier.
—Mañana por la mañana —me dice—, voy a transferir dinero a tu cuenta. Tres millones de dólares.
—Tres millones —repito—. Vale.
—¿Recuerdas nuestro acuerdo?
—Claro.
—No hagas ninguna tontería.
—No la haré —le digo.
—Llámame cuando el dinero esté disponible.
Y cuelga.
Toby se gira hacia mí.
—¿Quién era?
—Ed Napier.
—¿Y?
—Mañana transferirá tres millones a mi cuenta.
—Tres millones —dice—. Sólo le debes doce a Sustevich. Ya falta poco.
—Sí —asiento.
Toby sonríe y asiente con la cabeza. Por primera vez en mi vida, veo que lo he impresionado.