26

A la mañana siguiente, me despierta el teléfono.

—¿Sí? —digo. Supongo que será Jess, que querrá explicarme cómo le fue la cita de anoche con Ed Napier.

Pero es Ed Napier en persona. Todavía estoy dormido, pero, en algún lugar del fondo de mi mente, me pregunto cómo ha encontrado el teléfono de mi casa. Yo sólo he hablado con él por el móvil.

—¿Franklin? —dice—. Soy Ed Napier. —Habla tan alto por teléfono como en persona: atronador, al mando, dispuesto a cambiar el mundo.

—Hola —digo.

—He verificado la cuenta del banco. El dinero que me transferiste ha llegado. Parece que esto va en serio.

—¿Lo ha dudado alguna vez? —le pregunto.

—Quiero que Toby y tú vengáis a desayunar conmigo. A mi casa, en Woodside. Tenemos que hablar.

—Muy bien —le contesto.

Me da la dirección y cuelgo.

Voy a la habitación, donde Toby está dormido, como siempre. Lo despierto. Quiero que me acompañe.

El taxi nos deja ante la puerta de la verja que rodea la casa de Napier. Nos recibe un vigilante de mediana edad que observa intrigado el taxi que nos ha traído mientras éste se aleja. Dudo que muchos de los socios de Napier lleguen a la mansión en taxi.

Le digo al vigilante que soy Franklin Edison y que vengo a ver al señor Napier.

—Sí —dice. Lo comprueba en una lista que tiene—. El señor Napier ha dicho que vendrían. Por aquí.

Cierra la verja tras él y nos guía por un camino empedrado. Nos acercamos a la mansión, que está en lo alto de una colina. Es de estilo hispanomorisco, de piedra caliza blanca y con un tejado de tejas rojas.

—Guau —dice Toby—. Menuda casa.

El camino va a parar a un patio porticado. Lo cruzamos y vemos que está lleno de muebles de mimbre y buganvilias rojas. La casa parece una tienda de Ralph Lauren. Casi espero encontrarme, en cualquier momento, una dependienta rubia con un vestido estampado de flores. Figuraos mi decepción cuando quien nos recibe son dos matones trajeados.

El que nos ha guiado hasta aquí nos dice:

—Estos caballeros los acompañarán adentro. —Les hace una seña a los matones.

—¿Quiere venir por aquí? —me dice uno de los matones, mientras me agarra por el codo.

El otro coge a Toby por el brazo.

—Eh —dice Toby. Intenta soltarse, pero el matón lo tiene bien agarrado; se muestra implacable. Mi hijo se esperaba un delicioso desayuno en la terraza; seguramente, huevos escalfados y tortitas, pero por lo visto Napier tiene otros planes.

Los matones nos llevan hasta el otro lado del patio y nos introducen en la casa. Cruzamos un salón, decorado con muy buen gusto al estilo rústico de los años treinta, con un sofá de piel marrón y una mesa de billar. Por un segundo, deseo que los matones nos dejen en esta adorable sala, donde podría practicar con los tacos de billar hasta que Napier llegara. Por desgracia, esta posibilidad parece cada vez más remota. Los matones siguen caminando y nos llevan hasta un largo pasillo. A diferencia del patio y del salón, nadie se ha tomado la molestia de decorarlo. Es de madera oscura. Empiezo a temerme algo malo.

Al final del pasillo llegamos a una puerta de acero. El tío que me sujeta el codo me suelta y mete la mano en el bolsillo. Saca un juego de llaves. Abre la puerta y la empuja.

Ahora sí que desaparece cualquier intento previo de gentileza. A Toby y a mí nos empujan hacia el interior de una sala de cemento, iluminada con fluorescentes industriales. Al fondo, hay una mesa pegada a la pared y dos sillas de acero plegables. Peter y Jess están de pie junto a la mesa. Están pálidos. A Peter le tiemblan las manos.

—Hola, chicos —les digo. Miro a Jess—. ¿Cómo fue tu cita de anoche?

Uno de los matones cierra la puerta y echa la llave por dentro, así que nos quedamos los seis solos. El otro mete la mano en el bolsillo y saca una pistola.

—¿El señor Napier no nos acompaña para desayunar? —les pregunto.

—Todavía no —dice el de la pistola.

—¿Acaso hay algo que tengamos que hacer antes? —pregunto.

El otro matón sonríe. Se me acerca.

—Sí —dice—. Yo tengo que hacer algo. —Y, sin previo aviso, me pega un puñetazo en el abdomen.

—Ah —digo, y caigo de rodillas al suelo. El otro tipo, el de la pistola, se queda junto a la puerta, mirándome con cara totalmente impasible.

—Eh —exclama Toby, dando un paso al frente. El tipo de la pistola se vuelve y le apunta a la cabeza. Mi hijo se lo piensa mejor. Se queda helado y levanta las manos, rindiéndose.

—Tranquilo —dice Toby—. Tranquilo.

El matón que me ha pegado levanta el pie hacia atrás, como si fuera a chutar una pelota. Por desgracia, en este caso la pelota soy yo. Me hunde sus exclusivos zapatos Cole Haan en el pecho, me deja sin aliento en los pulmones y me lanza por los aires mientras yo agito los brazos. Oigo un grito de Jess. Caigo al suelo e intento mantener la barbilla pegada al pecho, para no golpearme la cabeza contra el suelo. No sé dónde estoy. Débilmente, levanto el brazo para protegerme.

Al parecer, el matón sí tiene la actitud positiva y emprendedora que Ed Napier tanto admira. Lo sé porque no está satisfecho con haber usado conmigo el puño y el pie. Cruza la habitación y coge una de las sillas metálicas. La dobla como si fuera un delicado paraguas y regresa hasta donde estoy, hecho un ovillo en el suelo. La levanta por encima de la cabeza y me golpea con ella en toda la espalda.

—¡Basta, por favor! —grita Jess.

Intento decir: «Espera», pero no estoy seguro de si puedo vocalizar. La cabeza me da vueltas. Toso y noto que tengo un líquido en la boca. No sé si es flema o sangre.

Estoy en posición fetal, meciéndome patéticamente en el suelo. Me cubro la cara y la cabeza con las manos, para protegerme del siguiente golpe, que estoy seguro que está a punto de llegar. Pero no llega. Oigo que uno de los matones se aclara la garganta. Y, entonces, otro ruido: se abre la puerta.

Levanto la mirada. Ed Napier acaba de sumarse a la fiesta. Cierra la puerta.

—Hola, Franklin Edison —sonríe y repite el nombre—. Franklin Edison, ¿verdad? ¿O prefieres que te llame Kip Largo?

Consigo levantarme y ponerme a cuatro patas.

—Cualquiera de los dos —digo.

—Sé quién eres, señor Largo —me dice Ed Napier—. Eres un estafador. Acabas de salir de la cárcel. Has estado cinco años en una cárcel federal por timar a los gordos.

—Eso no es verdad —contesto. Me refiero a la parte de estafar a los gordos. Puesto que Toby y Jess están delante, quiero explicar que la Baraja Dietética era un producto real y que quizás ayudó a algunas personas con sobrepeso; me encerraron por falsedad en documento mercantil. Sin embargo, tengo sangre en la boca y me cuesta respirar, así que me ahorro los detalles.

Napier dice:

—¿Acaso creíste que podrías estafarme? ¿A mí? ¿Sabes quién soy?

Asiento.

Napier se vuelve hacia uno de sus matones.

—Díselo.

El hombre se me acerca y me da una patada en el pecho, con lo que me vuelve a enviar rodando por el suelo.

—Es Ed Napier —me dice, en voz alta.

Intento seguir rodando por el suelo para alejarme de mis torturadores. Veo que estoy dejando un rastro de sangre.

—Vale —digo—. Ahora ya lo entiendo.

—¿De qué va la estafa, Kip? —me pregunta Napier—. Pitia no existe, ¿no es cierto?

—Deje de pegarme —le digo.

Napier se gira hacia uno de los matones.

—Me parece que no me ha oído.

El matón se me acerca, levanta la pierna y me pega una patada en la cara. Siento que el cuello se me dobla hacia atrás. Miro hacia el suelo y veo que acabo de perder dos dientes. El matón me dice:

—El señor Napier te ha hecho una pregunta.

—Por favor —repite Jess—. Va a matarlo.

—Una predicción interesante —dice Napier—. Tengo un noventa y cinco por ciento de confianza en que tienes razón.

—Basta. Por favor —le digo. Me acerco un dedo a la boca y luego lo miro. Está manchado de sangre—. De acuerdo —reconozco—. Tiene razón. Pitia no existe.

—¿Qué intentas hacer? —me pregunta Napier—. ¿Intentas estafarme? ¿Qué coño te crees? ¿No sabes quiénes son mis amigos? ¿No sabes quiénes son mis socios?

Toso. Creo que voy a desmayarme. No estaba planeado que me desmayara. Aunque tampoco lo estaba la patada en la cara. Los hombres de Napier se pasan un pelín de entusiastas.

—No es lo que cree —le digo.

—Pues dime qué tengo que creer —replica Napier.

Vuelvo a toser. Gimo.

Napier le dice al matón:

—Me parece que no me ha oído.

El matón viene hacia mí y levanta el pie para otra patada.

—Espera —le ruego—. Se lo diré.

Napier levanta dos dedos. El matón se queda con la pierna levantada, como si fuera el bailarín de un grupo juvenil, preparado para realizar una pirueta.

—Es una estafa, sí. Eso es verdad. Pero el dinero es auténtico. Los beneficios son auténticos.

El matón mira a Napier, como preguntándole: «¿Ya puedo pegarle?».

—Tienes treinta segundos —me dice Napier— para contármelo todo.

La cara del matón refleja su disgusto. «¿Treinta segundos? ¡No puedo tener la pierna levantada durante medio minuto!». Baja el pie y lo deja en el suelo.

—Necesitamos su dinero para que funcione —le digo—. No queremos robarle. Vamos a devolvérselo. El dinero que hemos ganado esta mañana era de verdad.

—Y una mierda.

—El software no predice nada. No hay ningún algoritmo genético. Ni redes neuronales. Es tecnología de andar por casa. Interceptamos órdenes de los agentes y corredores. Pinchamos los enrutadores IP. Todos los agentes que operan a través de Internet, Datek, Ameritrade, E-Trade…: interceptamos las órdenes de todos y nos llegan a nosotros primero. Las bloqueamos durante veinte segundos, treinta como máximo. Nuestro software las analiza. Cursamos nuestra orden en primer lugar y luego desbloqueamos al resto.

—Más despacio —dice Napier—. Dilo otra vez.

Respiro hondo. Toso. Me miro la mano. Está llena de manchas de sangre.

—Es muy sencillo —le digo—. Cuando alguien teclea una orden en Internet para comprar una acción, la interceptamos. Nos llega a nosotros primero, no al agente. Recogemos miles de órdenes, cientos de miles, y vemos qué acciones va a comprar la gente. Si vemos que mil personas van a comprar la misma acción, cursamos una orden de compra antes que nadie. Y luego, en cuanto hemos comprado, desbloqueamos las demás órdenes. El precio de la acción sube debido a la gran demanda. Ganamos dinero y vendemos las acciones.

—Estáis interceptando…

—Interceptando información bursátil antes de que llegue al mercado. No le hacemos daño a nadie.

—Es ilegal —dice Napier.

Me encojo de hombros.

—¿Y por qué todo este montaje? ¿La empresa Pitia? ¿Por qué me necesitas?

—Dinero. Necesito capital.

—Explícate.

—Tenemos un mes, quizá dos, antes de que nos descubran. Por eso le necesito. Necesitamos reunir la mayor cantidad posible de dinero en un mes, antes de que nos descubran. Si sólo podemos apostar unas cuantas veces, queremos hacerlo a lo grande.

—Ibas a estafarme —dice, aunque ya no está tan seguro.

—No —le digo—. Lo juro. El dinero es real. Lo repartiremos, cincuenta y cincuenta, como habíamos quedado. Oiga, ha verificado su cuenta bancaria. Ahora hay cuatrocientos mil dólares. No estoy intentando estafarle.

—Si me mientes, te mataré.

—No le miento.

—Puede que te mate de todos modos —dice Napier. Me mira. Está estudiando la situación. Soy un estafador y, no obstante, le he hecho ganar cuatrocientos mil dólares. Y la gente no suele tener guardado tanto dinero por si acaso. Debo de tener algo gordo entre manos.

—O sea, que sí hay software —dice.

—No es tecnología punta. Sólo vigila lo que la gente está a punto de hacer. Y lo hacemos primero. Lo más difícil es interceptar las órdenes.

—¿Cómo lo haces?

—Puedo enseñárselo —le digo.

Estoy en el Citation de Napier, a veinte mil pies del suelo, con Peter sentado a mi lado. Toby y Jess van sentados en la parte trasera del avión. Napier está dormido y roncando en la primera fila, soñando con su próximo fin de semana en St. Croix o en una cena a base de langosta en el Palm. El matón con los Cole Haan manchados de sangre está sentado delante nuestro, con los ojos abiertos y muy alerta.

La última vez que subí a este avión, me sirvió champán y caviar una rubia despampanante con unas tetas enormes. Ahora me vigila un cachas italiano con espinillas en la piel y muy dotado para dar puntapiés. Los tiempos cambian.

Antes de llevarnos al aeropuerto, me dejaron adecentarme. Y con adecentarme me refiero a que me dejaron recoger los dos dientes del suelo y guardármelos en el bolsillo de los pantalones y lavarme la sangre con agua fría. A pesar de mis esfuerzos, estoy seguro de que, cuando lleguemos a Nueva York, la cazatalentos Wilhelmina no me descubrirá por la calle ni me fichará para su agencia de modelos.

Al cabo de seis horas, aterrizamos en el aeropuerto de La Guardia. En la puerta, nos reciben dos tipos obesos con traje. Le dan la mano a Napier e inclinan la cabeza respetuosamente. Nos llevan desde la terminal hasta el aparcamiento. Espero, como mínimo, una limusina, o un Rolls Royce. Sin embargo, nos llevan hasta una furgoneta pintada de azul y blanco, con una luz amarilla en el techo y el logo de Consolidated Edison a ambos lados.

—Como nos pidió, señor Napier —dice uno de los gordos.

Mi grupo de cuatro sube a la parte trasera de la furgoneta, donde pisamos rollos de cable de cobre, tenazas y correas de cuero. Napier y su matón se acomodan en el asiento trasero. Los dos de Nueva York, en el delantero.

Cuando salimos del aeropuerto, el conductor pregunta:

—¿Adónde, señor Napier?

Napier se vuelve y me mira.

—¿Dónde está?

—En el centro —digo—. En la calle Catorce con la Quinta Avenida.

Cruzamos el barrio de Queens a toda velocidad y entramos en el Midtown Tunnel hasta Manhattan. Al cabo de media hora, llegamos a un edificio art déco de cinco pisos. Una placa de acero en la puerta indica que es la sede de «Datek Secundes».

—Es aquí —digo.

Aparcamos en doble fila en la Catorce. Los cachas de Napier salen primero y rodean la furgoneta para abrirnos la puerta.

Saltamos al asfalto. Uno de los hombres de Napier de Nueva York nos entrega a cada uno un casco blanco de seguridad con el símbolo de «Construcciones Ed». Aunque cada uno está ridículo a su manera, estoy seguro de que Ed Napier se lleva la palma: bronceado de St. Bart, corbata de Hermès, traje de Armani… y un casco blanco de plástico. Aunque, claro, a mí me faltan dos incisivos y tengo un corte profundo en la frente en forma de esvástica, como Charles Manson. A lo mejor es Napier quien se está riendo de mí.

Me dice:

—Enséñamelo.

Peter encabeza el grupo, calle abajo. En la esquina con la Quinta, señala hacia el suelo, hacia una boca de alcantarilla.

—Es aquí.

Los matones de Nueva York intentan levantar la tapa de la alcantarilla a mano, pero no pueden. Uno de ellos menea la cabeza y va a la furgoneta. A los pocos segundos, vuelve con una palanca y una linterna. Consigue levantar la tapa y la desliza a un lado.

—Ahí abajo —dice Peter.

Se agacha, se agarra a una de las barras de la escalera y empieza a bajar. Miro a Napier para que me dé permiso para bajar. Asiente.

Le digo a Toby:

—Tú vigila.

—No voy a ir a ningún sitio —me dice, acariciándose la pierna escayolada.

Sigo a Peter hasta las profundidades. Está muy oscuro y hace frío. Por lo que vemos en la oscuridad, la pared está llena de cables y de tubos de PVC. Me aparto de la escalera para que Napier pueda bajar. Se coloca junto a mí. Jess le sigue.

Napier le grita a uno de sus hombres:

—Dame la linterna.

El matón se la tira por la alcantarilla. Napier la coge. La enciende y dirige la luz hacia la cara de Peter.

—Lo hice aquí —dice Peter—. Ahí.

Señala a la pared. Napier gira la linterna e ilumina una cajita de plástico, del tamaño de un paquete de tabaco. En la parte delantera, dos lucecitas verdes no dejan de parpadear.

Peter dice:

—Datek tiene una línea T-3 que va a su oficina pasando por aquí. —Señala un cable negro que se ha introducido en la caja de plástico—. Y sale por aquí. —Señala otro cable negro que sale de la caja—. Es una especie de enrutador. Lo instalamos hace seis semanas. Todas las órdenes que se envían a Datek llegan primero a esta caja.

—E interceptáis todo lo que entra —dice Napier.

—Exacto. Cuando llega una nueva orden, la redirigimos hacia California, a nuestra oficina. Y allí decidimos si la dejamos pasar directamente hacia Datek o si la bloqueamos.

—Si es una orden de compra, la bloqueáis —dice Napier. Empieza a entender la estafa.

—Así es —dice Peter—. Podemos bloquear decenas de miles de órdenes al mismo tiempo. Las analizamos y vemos quién quiere comprar qué. Si vemos que mucha gente va a comprar una acción en concreto, enviamos la orden desde California para comprar esas acciones antes. En cuanto las tenemos, desbloqueamos las demás órdenes. Parece mucho trabajo, pero el proceso es bastante ágil. El reenvío a California y la orden de compra tardan aproximadamente una décima de segundo. Añadido al tiempo que tengamos retenidas las demás órdenes.

—¿Y nadie se da cuenta? —pregunta Napier.

—Todavía no. Seguramente lo harán, a la larga. Pero nunca bloqueamos las órdenes durante mucho tiempo. Treinta segundos como máximo. Y no a cualquier hora del día, sólo unos minutos. Así que todavía pasará tiempo antes de que lo descubran.

—¿Qué te hace pensar que lo descubrirán?

Respondo por Peter.

—Porque siempre lo hacen. Son las normas. La vida es así.

Napier asiente. Entiende esa norma. Toda su vida (la compra del primer casino con dinero de la mafia y los sobornos a la familia de los Genovese y a la Comisión de Juego de Nevada) ha sido un ejemplo tras otro de conseguir que no lo descubrieran, por los pelos. Sabe que algún día le tocará.

Peter continúa:

—Tenemos una caja aquí, cerca de Datek, otra en Omaha cerca de Ameritrade, y otra en la parte alta de la ciudad, cerca de E-Trade. Entre las tres, podemos vigilar alrededor del cuarenta por ciento del volumen diario del Nasdaq. Puede parecer poco, pero es suficiente para que prácticamente podamos garantizar cuándo va a subir una acción.

—Increíble —dice Napier. Se lo piensa—. ¿Hay algo que pueda relacionaros con la caja? Pongamos que alguien baja aquí y la encuentra.

Peter responde:

—La caja contacta con nuestros servidores en California cada cuarenta y ocho horas. Si los servidores no responden con el código de seguridad correcto, las cajas están programadas para borrar su memoria. Dejan de hacer lo que hacían. Es como si no estuvieran aquí. Si alguien baja y descubre la caja, no hay nada que la relacione con nosotros. Sólo son cuatro cosas que cualquiera puede comprar en una ferretería.

—Bien —dice Napier.

Me paso la punta de la lengua por el maxilar superior y noto los agujeros donde antes estaban mis dos dientes. Le digo a Napier:

—¿Qué le parece?

Él asiente.

—Para ser una panda de pardillos, no está mal.

A las once de la noche aterrizamos en Palo Alto. Napier nos lleva a su mansión.

Atravesamos el patio porticado, ya entrada la cálida noche y entre el ruido de los grillos. Huelo a jazmín y romero. Han pasado doce horas desde que uno de los matones de Napier me diera una paliza, y creo que no me vendría mal una copa.

Napier nos guía por el salón hasta el comedor. La mesa está puesta, con mantelería de hilo blanca y velas en los candelabros.

Napier nos dice:

—Sentaos.

Nos sentamos. Aparece un hombre trajeado con una botella de vino en un posabotellas de plata. Nos sirve una copa a cada uno.

—Ahora —suelta Napier—, brindemos por nuestro nuevo acuerdo.

—¿Qué nuevo acuerdo? —le pregunto.

—Os prestaré el dinero. Vosotros seguiréis haciendo lo mismo que hasta ahora. Ganaréis dinero en la Bolsa. Y lo repartiremos a ochenta y veinte.

—No era lo que habíamos acordado —le digo.

—Como he dicho —me explica Napier—, éste es nuestro nuevo acuerdo.

—¿Y si lo rechazo? —le pregunto, aunque ya sé la respuesta.

—Entonces te delataré. Llamaré al FBI y les contaré cómo manipulas las acciones. Volverás a la cárcel, Kip, y por mucho tiempo. ¿Lo entiendes?

Asiento.

—Y una cosa más —dice Napier—: si descubro que me estás estafando, del modo que sea, o mintiendo, aunque sea en la cosa más tonta del mundo, os mataré. A todos.

Nos mira, muy despacio, quizá por el orden en que nos mataría, para asegurarse de que lo hemos entendido.

—Y ahora —dice, al tiempo que coge una copa llena y la levanta en el aire—, me gustaría proponer un brindis. Por nuestra nueva sociedad.

Mi equipo me mira para que les diga qué hacer. Me encojo de hombros, como diciendo: «Al diablo con todo». Levanto la copa.

—Por nuestra nueva sociedad —digo—. Y por una sinceridad total y absoluta.

Todos levantan la copa para brindar.

No puedo evitar ver que Napier se ríe como si yo hubiera dicho algo gracioso.