23

Voy a casa con Toby, que está sentado en el asiento trasero del Honda y con la pierna escayolada tendida hacia delante, apoyada en la caja de cambios.

—Papá —dice—, explícame el plan.

Lo miro por el retrovisor.

—Ya lo sabes.

—Apenas a grandes rasgos —dice—. Sólo dime si tengo razón. Mañana, Napier nos dará su dinero. Y le dejaremos ganar. Y luego le despertamos el gusanillo para que apueste a lo grande una última vez, ¿verdad?

Voy por Bay, dejando atrás las salinas. Cargill posee diez mil hectáreas de estuarios en la costa. Desde que la fiebre del oro se terminó hace más de un siglo, aquí han estado produciendo sal bombeando agua de la bahía en balsas y dejando que se evapore al sol. Aprovechando el tiempo seco de otoño, se recoge la capa de sal que ha quedado en la superficie. Es un proceso muy desagradable y empobrecedor para el litoral, que queda tachonado de estalagmitas, pero supongo que para la Industria Norteamericana de las Patatas Fritas resulta inmensamente enriquecedor.

—Algo así —le contesto.

—Y ¿cómo termina?

—¿Cómo crees que termina?

—No lo sé. Le robas el dinero, ¿no? Le haces creer que todos hemos perdido, que estamos arruinados, para que no nos persiga.

Me sorprende aquel repentino interés de Toby por mi trabajo.

—¿A qué viene tanta curiosidad? —le pregunto.

—Porque quiero aprender.

—¿Estás pensando en sucederme en el negocio familiar?

—No —responde. Me mira la cara con el ceño fruncido en el pequeño rectángulo del retrovisor. Me mira los ojos, los analiza, intentando decidir si le estoy tomando el pelo—. Sólo siento curiosidad —me dice, pero aparta la mirada y deja el tema.

Quiero disculparme pero no tengo ocasión. Veo algo extraño por el retrovisor. Un Lincoln negro. El cristal del parabrisas está tintado, por lo que apenas puedo adivinar dos siluetas masculinas dentro del coche. Me está siguiendo.

—No mires —le digo a Toby—, pero creo que nos siguen.

Inmediatamente, Toby se vuelve y estira el cuello para ver el coche. Desde que tenía cinco años, escuchar no ha sido lo suyo.

—¿Quiénes son? —me pregunta.

—No lo sé. ¿Habías visto ese coche alguna vez?

—No.

Piso el acelerador y veo que la aguja pasa de los ciento diez kilómetros por hora. Me incorporo al carril de la izquierda para adelantar a un Volvo que va a paso de tortuga, conducido por una monja vestida con el hábito. Cuando paso por su lado, la monja se vuelve y me lanza una mirada de rechazo. Yo, avergonzado, agacho la cabeza.

Toby dice:

—Eh, papá, creo que la monja te está mandando a tomar por…

Quiero asegurarme. Y sí, por el retrovisor, veo que la monja ha sacado la mano por la ventanilla y tiene el dedo corazón levantado.

—Eso sí que no se ve a menudo —dice Toby.

Es cierto. Vuelvo a echar un vistazo y veo que el Lincoln todavía nos sigue, a cuatro coches de distancia. Me fijo en la matrícula: C5K-885.

—Escribe esto —le digo a Toby—: C5K-885.

—Vale —contesta él. Una pausa—. Emmm… ¿Tienes un boli?

Meneo la cabeza. Este chico es una decepción constante. Me inclino hacia el salpicadero y, con el codo, le doy en la pierna escayolada.

—¡Ay! —se queja.

—Quizá deberías ponerla en el suelo.

—Ay, no puedo.

Tiendo el brazo hasta la guantera. Encuentro un Bic y se lo lanzo por encima del hombro.

Le digo:

C5K-885.

—Vale, vale. Espera un segundo…

C5K-885 —repito.

—¿Cómo?

C5K-885.

—Más despacio.

—C… 5… K…

—¡Papá, cuidado!

Freno de golpe. Delante tengo un semáforo casi invisible que ahora, de repente, está rojo como un tomate. Entre mi coche y el semáforo hay otros cuatro coches más, detenidos obedientemente ante la luz roja.

Mi Honda tiembla y chirría y empieza a patinar. Las ruedas de detrás derrapan y pierdo el control del coche. Intento girar a la izquierda, hacia donde patina, como te dicen que hagas.

¿A quién se le ocurrió eso de girar el volante hacia el lado por dónde se patina? Tengo que encontrarle y discutirlo con él personalmente. La brusca sacudida lanza la parte delantera del coche contra la divisoria de cemento que separa los dos sentidos de la autopista. Nos empotramos contra la pared y noto que el cinturón de seguridad se bloquea y me aprisiona el pecho contra el asiento.

Incluso mientras pasa todo esto, pienso en Toby. Me oigo a mí mismo hablar, aunque es imposible, porque todo ocurre en una fracción de segundo. Digo: «Por favor, Señor, que lleve el cinturón de seguridad abrochado. Por favor, Toby, por una vez haz las cosas como es debido».

Se oye algo parecido a un disparo y se me abre el airbag. La lona me golpea en toda la cara como si me hubiera abofeteado una mujer. Luego, se deshincha y queda colgando del volante como un vergonzoso recordatorio de la pasión consumida.

Nos hemos detenido en medio de la autopista, de cara a los que vienen por nuestro carril. Veo que el Lincoln pone el intermitente, cambia de carril y pasa de largo.

A continuación, veo que el Volvo se dirige directamente hacia nosotros. Los neumáticos echan humo debido al frenazo y empiezan a chirriar. La monja se agarra al volante, con los brazos tiesos como palos y los dientes apretados.

El Volvo frena lo suficiente para que el impacto con nuestro coche sea un pequeño golpe. Me muevo apenas unos centímetros. Oigo cómo se le rompen los cristales de los faros. La veo a través del parabrisas: está bien… bueno, debe de estarlo, porque me está maldiciendo, aunque, como nos separan dos cristales, no oigo nada de lo que dice.

Me vuelvo muy despacio para ver cómo está Toby. Temo lo que pueda encontrarme: que esté muerto, con el cuello roto y un hilo de sangre en la comisura de la boca; o que haya desaparecido, que haya salido disparado a través de la luna trasera y esté despachurrado sobre el asfalto a quince metros de distancia.

Sin embargo, cuando me doy la vuelta, me está mirando, sonriendo y con el Bic a punto, como si, en cuanto pase todo esto, quisiera seguir apuntando la matrícula que le he repetido tres veces.

—Joder, papá —me dice—, ¿acaso intentas matarme?

Me río.

—Intento salvarte —digo, aunque debo admitir que las pruebas indican lo contrario.

Llega un policía de Menlo Park, nos toma declaración y saca suficientes Polaroids de la escena del accidente para llenar un álbum.

No digo nada del Lincoln que nos estaba siguiendo y no quiero poner excusas. Le cuento al agente la verdad: que estaba buscando algo en la guantera en lugar de mirar a la carretera. Tampoco le comento que, en realidad, ha sido culpa de mi hijo, aunque en mi fuero interno es lo que creo.

El policía me hace la prueba de la alcoholemia y doy negativo. En menos de media hora, estamos en un taxi de vuelta a casa. Mientras nos alejamos, miro mi Honda, chafado como un acordeón encima de una grúa que se marcha en dirección contraria, hacia el taller de Hank en Willow. Adiós, Honda.

El taxi nos lleva a Palo Alto y nos deja delante de casa. Mi octogenario casero, el señor Santullo, nos está esperando en la entrada. Lleva una camiseta imperio, con algunas canas que asoman por el escote, y un albornoz azul. Me pregunto: «¿Cómo sabe cuándo llegaré a casa? ¿Acaso se queda en la entrada durante horas, esperando, hasta que aparezco? ¿Es eso lo que me traerá la vejez: días solitarios, horas de quietud en la entrada esperando a que llegue alguien? ¿Habrá alguien en mi vida a quien esperar?».

—Kip —me dice—, necesito que me ayudes.

—Muy bien, señor Santullo —contesto. Señalo a Toby—. ¿Conoce a mi hijo, Toby?

—Mi nieto no está —dice el anciano, respondiendo a otra pregunta.

—Vale —me vuelvo hacia Toby—. Subo enseguida. —Le lanzo las llaves, que tintinean en el aire. Toby las atrapa con una mano y se va hacia el piso.

Sigo al señor Santullo por las escaleras hasta el segundo piso. Cuando llegamos frente a su puerta, nos quedamos allí un buen rato mientras el señor Santullo busca la llave. Al final, la encuentra.

Por dentro, el piso es un museo de los años cincuenta, con un sofá de terciopelo de color aceituna, una moqueta marrón y una Cocina del Futuro, de cuando el Futuro debía incluir cafeteras y cocinas eléctricas.

El señor Santullo me dice:

—Siéntate. ¿Quieres un combinado?

He entrado en el piso del señor Santullo exactamente cinco veces, y cada vez me ha ofrecido un combinado. Miro a mi alrededor. En las estanterías que hay encima del televisor y en la encimera de la cocina, en cualquier espacio disponible, veo fotografías viejas de su mujer, muerta hace años, y del señor Santullo de joven, un chico fuerte, feliz, lleno de energía y cargado de dinero y éxito, dispuesto a comerse el mundo. Me los imagino a los dos en este piso, hace cuarenta años, recibiendo a amigos, sirviendo combinados en vasos altos de cristal a los invitados repartidos entre el salón y la terraza. Me imagino risotadas bulliciosas, chistes picantes y risitas de mujer. Seguramente también debía de haber niños jugando por el piso, chocando contra las rodillas de los adultos y a los que cogerían para sacarles fotos o darles besos.

Ahora miro al señor Santullo y veo a un hombre consumido, en todos los sentidos de la palabra: su figura ha ido cediendo a la curva de la felicidad de la barriga, tiene el pelo blanco, la cara delgada y los dientes amarillos por el tabaco. Su mujer murió hace veinte años. Su hija también murió hace poco. Está solo. Su mundo se ha visto reducido a este piso y a los cinco metros cuadrados de acera que tiene frente a su casa.

¿A qué edad llega esto? ¿A qué edad el mundo que estás tan acostumbrado a controlar cae en un agujero negro? ¿Sucede de un día para otro? ¿Te levantas una mañana y te das cuenta de que, en términos prácticos, se acabó, de que tus conexiones con el mundo de los vivos se han desvanecido? ¿O es algo más gradual, como un lento descenso hacia la oscuridad? Hasta ahora sentía lástima por el señor Santullo, me entristecía su galopante demencia. Sin embargo, ahora me pregunto si no será una bendición.

¿Soy muy diferente, yo? Soy un viejo estafador de cincuenta y cuatro años. Mi mujer me dejó. Hasta hace tres semanas, apenas hablaba con mi hijo. No tengo nada: ni familia, ni trabajo, ni pareja. Me despierto solo. Duermo solo. Y estoy seguro de que moriré solo. O sea, que quizá sea así como ocurre: mientras intentas arreglar tus errores y mientras esperas que la vida mejore, ésta, sencillamente, se va.

—Sí —digo—. Creo que acepto el combinado.

El combinado es un highball: whisky, hielo y ginger ale, todo ello servido en un vaso largo. Aunque me gusta dármelas de bebedor experto, familiarizado con todos los aspectos de dicha afición, debo reconocer humildemente que no tenía ni idea de lo que era un highball. Ni de que estuviera tan bueno. Aunque, claro, ¿cómo iba a saberlo? Tengo en las manos el primer highball que se sirve desde 1962.

El señor Santullo se sienta en el sofá junto a mí y deja la botella de whisky y la lata de ginger ale abiertas en el bar, a modo de tentadora promesa.

—Kip —me dice—, necesito ayuda.

Bebo un sorbo del combinado.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Santullo?

—Mis facturas —dice. Señala el escritorio que hay a un lado del salón, donde veo un montón de papeles, de dos dedos de altura, y un talonario—. ¿Querrás pagarlas por mí, por favor?

—¿Está seguro? ¿Confía en mí para que lo haga?

El señor Santullo chasquea la lengua. Quizá signifique que sí. O puede que no haya oído la pregunta.

Me levanto, termino el combinado y agito el hielo. Me acerco al escritorio y miro las facturas. Son las de los tres últimos meses: la televisión por cable, la luz, el teléfono, el agua. Las más recientes llevan el sello de «Último Aviso».

El señor Santullo dice:

—¡No entiendo nada! ¡La letra es demasiado pequeña!

Le respondo:

—¿Dónde está su nieto? —Lo que quiero decir es: «¿Por qué no se lo pide a él?».

El señor Santullo asiente.

—Mi nieto es árabe —dice.

—Ya —contesto—. De acuerdo.

Creo que el non sequitur del señor Santullo será el broche final de la conversación y que ahora tendré que pasarme una hora sentado a la mesa de la cocina repasando y pagando sus facturas.

—De acuerdo, señor Santullo —le digo—. Me encargaré de esto. Ningún problema. Y gracias por el highball.

El señor Sanullo asiente y dice:

—Quiere que cambie el testamento.

—¿Cómo dice?

—Mi nieto. Pero ya se lo he dicho. Sé lo que hace. —Agita el dedo índice hacia mí—. Lo sé.

—¿En serio?

—Sé lo que hace —me repite.

Dejo el vaso vacío en la mesa y cojo las facturas y el talonario.

—Las pagaré y se las dejaré en el buzón.

—Gracias, Kip.

Asiento. Cuando estoy a punto de salir, me dice:

—Mi nieto es árabe.

—Sí —le contesto y, con cuidado, cierro la puerta.

Así que todo se reduce a esto.

Todo el mundo miente. Los hay tan asquerosos que intentan robarle a su propia familia. Los hay tan despreciables que roban a los desvalidos y a los ancianos.

Teniendo todo esto en cuenta, ¿de veras soy tan malo? Todo el mundo engaña a todo el mundo. Yo soy el único lo bastante escrupuloso como para ganarme la vida con esto.