Cuando vuelvo a mi piso, tengo dos mensajes de Celia en el contestador. El primero es de ayer, a las tres de la tarde. «Llámame». El segundo es de apenas hace una hora, a las once de la mañana. Ahora ya parece más preocupada. «Kip, ¿dónde estás? Soy Celia. Por favor, llámame».
Descuelgo el teléfono y marco su número. Lo coge enseguida.
—Soy yo —le digo—, Kip.
—¿Dónde estabas? —Parece una acusación.
—Celia, estamos divorciados —le respondo—. ¿Te acuerdas?
—Estaba preocupada. ¿Dónde está Toby?
Cuando la limusina nos dejó en la puerta, Toby decidió que no bajaba conmigo, que quería pasar un rato en Palo Alto. Le pidió al chófer que lo llevara al centro. No me dijo cuándo volvería a casa, o si lo haría.
Decido no entrar en detalles y le contesto:
—En el centro. Ha ido a dar una vuelta.
—¿Va todo bien?
—Claro —digo—. ¿Qué pasa?
—Necesito hablar contigo. Ayer vinieron unos tipos a casa.
—¿Tipos?
—Dos. Dijeron que eran de la policía y me enseñaron una placa, pero no sé si era de verdad.
—¿Cómo se llamaban?
Ella duda un segundo. Luego, confiesa:
—No me acuerdo. —Hace una pausa—. Lo siento, Kip.
—No pasa nada. ¿Qué querían?
—Fue muy raro. Me hicieron preguntas sobre ti. Muchas preguntas.
Siento un escalofrío. Intento mantener un tono de voz normal.
—¿Qué clase de preguntas?
—Quién eres, dónde vives, cómo te ganas la vida. Todo muy vago. Ahí es cuando empecé a desconfiar.
—¿Qué les dijiste?
—Nada. Lo juro. Que estamos divorciados. Que hace años que no hablo contigo. Me pareció que no me creían.
—Tranquila —le digo—. Hiciste lo correcto. Gracias, Celia.
—¿Qué pasa, Kip? ¿Va todo bien?
—Sí, todo va bien.
—¿Estás metido en…? —Se detiene y vuelve a empezar—. ¿Todavía trabajas en la tintorería?
—No —le respondo.
—Entiendo. —Parece decepcionada—. Creía que te gustaba esa clase de trabajo.
—Sí —digo—. Es que necesitaba hacer otra cosa. Temporalmente.
—¿Está Toby implicado?
—Claro que no —le miento.
—Kip —me dice—, ándate con ojo. Toby está muy contento de haberte recuperado. Le gusta que vuelvas a ser un tipo normal. Así que… no te vayas a ningún sitio.
Quiere decir: «Que no te pillen y te vuelvan a enviar a Lompoc, imbécil». Le contesto:
—Lo prometo. Todo irá bien.
—Cuando vuelva, dile que me llame.
—Lo haré.
Colgamos.
Me paseo por el piso buscando alguna señal que indique que alguien ha entrado y ha estado husmeando entre mis cosas. Todo parece en orden, todo está en su sitio. Voy al dormitorio. Abro un cajón. La ropa interior está en montones ordenados, intacta.
El piso está como lo dejé. Sin embargo, registrar un piso sin dejar rastro no es difícil. La policía, y los delincuentes, saben cómo hacerlo.
Me gustaría saber quién habrá visitado a Celia. Lo más seguro es que hayan sido los hombres de Napier. Aunque también podrían ser los de Sustevich, que me vigilan. Al fin y al cabo, tengo seis millones de dólares suyos. Quizá me vio subir a un misterioso avión privado en el aeropuerto de Palo Alto y se puso nervioso. Quizá sus hombres me han estado vigilando todo este tiempo, controlando su inversión como empresarios rapaces. Quizá me están vigilando en este preciso instante.
Voy al salón y abro la cortina. Miro hacia la calle, más allá de los rosales, e intento ver qué hay detrás de la verja. No veo ningún coche, ni ningún grupo de jugadores de ajedrez concentrados en el tablero, ni el brillo de los cristales de unos prismáticos en algún tejado cercano.
Quizá los que interrogaron a Celia eran realmente de la policía. Quizá sí que me vigilaban, porque algún pajarito les ha dicho que estoy tramando algo.
Lo que me lleva a preguntarme quién es el pajarito y qué ha cantado.
Es miércoles y ha llegado la hora de dejar que Ed Napier se forre con la Bolsa.
Toby volvió anoche, después de estar desaparecido dos días. Se presentó en el piso hacia las nueve de la noche, mientras yo intentaba conciliar el sueño dándole a la botella en la mesa de la cocina, y se comportó como si entre nosotros no hubiera sucedido nada.
—Hola, papá —me dijo—. Beber solo es una señal de alarma. —Dejó las muletas apoyadas en la pared y se sentó frente a mí—. Así que deja que te ayude. —Y lo hizo, y nos bebimos una botella entera de Jack Daniels, otra muestra ejemplar de cómo reforzar los lazos padre-hijo. ¿Quién había dicho que yo no era buen padre?
Cuando le pregunté dónde había estado esos dos días, respondió sin dar muchos detalles:
—A un hotel, en el centro. Necesitaba estar a solas. —Supongo que podría haber insistido un poco más, podría haberle pedido el nombre del hotel y comprobar su historia, pero ¿para qué? ¿Qué esperaba descubrir? Lo más importante era que había vuelto, y que estaba de buen humor, y que lo que había pasado en Las Vegas estaba olvidado.
Así que Toby está en la oficina cuando Napier llega esta mañana en su descapotable rojo, quizá de un desayuno en Buck’s o quizá recién salido del edredón de plumas de ganso de su cama. Aporrea la puerta de cristal con una energía insólita.
Cuando abro, dice:
—Buenos días, Franklin. ¿Listo para ganar dinero?
Está de buen humor. Todo el mundo lo está cuando cree que va a conseguir algo a cambio de nada.
Le acompaño hasta la sala de conferencias. Jess ya lo ha preparado todo: la pantalla está bajada, la iluminación es tenue y el proyector está encendido. Lo único que no ha hecho ha sido mirarme. No nos hemos dirigido la palabra desde Las Vegas.
Peter ha estado trabajando en el software las últimas cuarenta y ocho horas. Ed Napier ha llegado a tiempo para el espectáculo.
Le ofrezco una silla a Napier y él se sienta frente a la pantalla. Le digo:
—El banco ha compensado su cheque de cincuenta mil dólares, que hemos ingresado en mi cuenta de Datek. Como usted sugirió, utilizaremos el dinero para comprar acciones según los pronósticos de Pitia. Peter, ¿por qué no nos explicas qué hay en la pantalla?
Peter va hasta la parte delantera de la sala. Señala la pantalla.
—De acuerdo. Es muy sencillo. Lo que haremos será buscar en el mercado las acciones de cinco empresas cuya cotización pueda predecir Pitia con garantías. No tengo ni idea de las acciones que seleccionará el programa; depende de cómo esté el mercado cuando empecemos. Haremos compras normales, para evitar las restricciones a las compras en descubierto. No vamos a ser codiciosos. Sólo acciones de cinco empresas, diez mil dólares de cada una. Podemos utilizar una cuenta de margen, así que, realmente, estaremos comprando veinte mil dólares de cada una. ¿Alguna pregunta?
Napier menea la cabeza.
—Adelante —dice.
—Muy bien. —Peter regresa junto al teclado y escribe una orden. En la pantalla aparecen cinco valores. Las tablas están formadas por unas delgadas líneas verdes, que son las fluctuaciones de la cotización de cada valor a intervalos de un minuto. A la derecha de cada tabla hay un círculo rojo, que son las predicciones de Pitia de hacia dónde se dirige cada cotización. Peter dice:
—El margen temporal de proyección es de unos treinta segundos. En estos momentos, Pitia está comprando las acciones.
Casi de inmediato, junto a cada tabla aparece una cantidad: «10 000 $ / 1101 acciones» y «10 000 $ / 784 acciones».
Peter dice:
—Vemos que Pitia acaba de comprar mil cien acciones de Apple Computer y casi ochocientas acciones de US Steel.
Observamos la pantalla mientras Pitia compra acciones de tres empresas más.
—Vale —dice Peter—. Ahora ya hemos invertido en el mercado y estamos jugando con cincuenta mil dólares. Cincuenta mil dólares del señor Napier. Ahora, vamos a ver si las predicciones de Pitia aciertan.
—Será mejor que acierten —dice Napier, aunque, por su tono jocoso, no tiene dudas.
Los niveles de confianza aparecen debajo de cada uno de los círculos rojos. 92% conf… 95% conf… 93% conf…
Los segundos pasan y los niveles de confianza aumentan. Ahora están en 95% conf… 96% conf… 98% conf…
Las cinco cotizaciones suben y se dirigen hacia los círculos rojos.
Pasan otros diez segundos.
En cada una de las cinco tablas, los precios fluctúan, pero siguen subiendo. Se acercan a los círculos rojos.
—Ya casi estamos —dice Peter. En una secuencia muy rápida, como las fichas de dominó que caen y arrastran a las demás, el precio de cada acción llega al círculo rojo y, uno detrás de otro, se ilumina y aparece el texto: «Objetivo alcanzado»—. A ver cómo nos ha ido —dice Peter.
Teclea algo en el ordenador. Las tablas desaparecen de la pantalla y, en su lugar, aparecen cinco columnas de números:
Precio inicial N.° acciones Beneficio B/P Netos CELG 28,34 $ 706 0,22$ 152,86 $ 151,81 $ X 25,50 $ 784 1,60$ 1254,90 $ 1253,73 $ ATML 3,36$ 5952 0,09$ 535,68 $ 526,75 $ RFMD 5,73 $ 3490 0,05$ 189,51 $ 184,27 $ AAPL 18,16 $ 1101 0,80$ 881,06 $ 879,41 $ 3014,01 $ 2995,96 $
Peter dice:
—Parece que hemos ganado unos tres mil dólares. En realidad, descontando las comisiones, un poco menos.
Toby interviene:
—¿Eso es todo? ¿Sólo tres mil dólares?
Le digo:
—No está mal por treinta segundos de trabajo. Es un margen de beneficio de ¿cuánto?
Jess dice:
—Del seis por ciento.
Continúo:
—Exacto. El seis por ciento en treinta segundos. Imagina que lo repitiéramos una y otra vez. Podríamos reinvertir las ganancias, cada medio minuto. Podríamos programar el ordenador para que lo hiciera de forma automática. Si lo repetimos, una y otra vez, obtendríamos unos beneficios… —dejo la frase en el aire— muy considerables —digo, al final.
—Astronómicos —añade Napier. Sigue con la mirada fija en la pantalla. No puede apartarla. Al final, se vuelve hacia Peter y le dice:
—¿Puedes hacerlo? ¿Hoy? ¿Ahora?
—¿El qué? —le pregunta Peter.
—Hacer que se repita el proceso una y otra vez. Seguir seleccionando acciones sin parar.
—No —responde él—. Hoy, no. Tengo que prepararlo y tardaré un poco. Aunque no mucho…
—¿Qué me dices de mañana?
Peter dice:
—Supongo…
Se vuelve hacia mí.
—¿Tú qué dices, Franklin?
Me encojo de hombros.
Napier dice:
—Pongamos que te hago una transferencia de doscientos mil dólares. Ahora mismo. Esta mañana. Tendrías el dinero en tu cuenta mañana por la mañana. ¿Podríamos volver a intentarlo?
—Sí —respondo.
Se vuelve hacia Peter.
—Mañana, ¿de acuerdo? Lo haremos las veces que sea necesario hasta duplicar nuestro dinero. Como un experimento, ¿vale?
Peter duda unos segundos. Me mira. Asiento.
Y dice:
—Sí, vale.
Napier se levanta. Se coloca bien la corbata. Hace un gesto con la cabeza hacia los demás.
—Muy bien. —Entonces me hace una señal con el dedo para que lo siga—. Franklin, acompáñame.
Lo acompaño hasta fuera de la sala de conferencias y cierro la puerta. Me dice:
—¿Qué le pasa?
—¿A quién?
—A Peter.
Me encojo de hombros.
—Cree que estamos haciendo algo ilegal.
Napier me clava la mirada.
—¿Y es así?
—No.
—Entonces, no tiene de qué preocuparse.
Asiento.
—Dame tus datos bancarios. Te haré una transferencia de doscientos mil dólares. Mañana comprobaremos si Pitia puede duplicarlos.
Cuando Napier se va, vuelvo a la sala de conferencias. En lugar de sonrisas y jolgorio, me encuentro con el silencio. Los cuatro miramos por la ventana mientras Napier se marcha en su Mercedes descapotable.
Al final, cuando ya se ha ido, Jess dice:
—Ha sido muy fácil.
—Sí —digo.
Sin embargo, percibo poca sensación de triunfo. Sé que, dentro de poco, alcanzaremos el punto de no retorno. Edward Napier nos pondrá a prueba una última vez al transferirnos casi un cuarto de millón de dólares.
La mayor parte de los estafadores se plantarían aquí. Se repartirían los doscientos mil y desaparecerían.
Para nosotros, en cambio, esto sólo es el principio. Pronto despertaremos la codicia de Napier y un cuarto de millón de dólares, más que una cifra mareante, será una pequeñez, una insignificancia, un error de redondeo.
Ésa es la diferencia entre los estafadores de poca monta y la gente como yo. La ambición. La actitud positiva. El deseo de cambiar el mundo. Yo lo veo así: si vas a jugar, que sea a lo grande. Si vas a arriesgarte a ir a la cárcel, a que te maten o a que te despedacen, apunta lo más alto posible. Puede que no tengas otra oportunidad.
Sin embargo, cuando me siento en la mesa de conferencias y miro por la ventana los coches que atraviesan Bayfront a toda velocidad, tengo una sensación extraña. Recuerdo la tarde en la mesa de blackjack, cómo insistí en seguir jugando cuando debería haberme plantado. Y cómo, inevitable y previsiblemente, esa actitud me condujo a perder todo lo que tenía.
Sí, ya sé lo que estás pensando.
Sin embargo, no todo sale como crees. A veces, en la vida real, una premonición resulta ser algo vacío, superfluo, un cabo suelto.