Al día siguiente, los cuatro (Jess, Peter, Toby y yo) estamos en Pitia, jugando al futbolín y esperando que Napier dé el siguiente paso. No sabemos cuál será o cuándo lo dará, pero mientras jugamos la partida descubrimos la respuesta: son las diez y alguien llama a la puerta de cristal de las oficinas.
Voy a abrir. Toby me sigue con las muletas. En el vestíbulo, me encuentro con un hombre increíblemente musculoso vestido de traje, con el pelo corto y gafas de sol. Abro la puerta.
—¿Sí? —digo.
—Me envía el señor Napier. Quiere que los lleve a los cuatro al aeropuerto.
Detrás de él, en el aparcamiento, veo una limusina negra y resplandeciente con el motor en marcha.
—Lo siento, no voy vestido para la ocasión —bromeo.
El tío del pelo corto me mira inexpresivo.
—¿Tenemos alternativa? —le pregunto.
—No.
Agradezco su sinceridad. Le digo que nos espere fuera y vuelvo al futbolín.
—Ed Napier nos está cortejando. Está intentando ganar nuestros corazones y nuestras almas —digo.
Jess marca un gol con un rápido movimiento de muñeca.
—Lástima que no tengamos corazón.
La limusina nos lleva al aeropuerto de Palo Alto, una instalación casi de juguete con una sola pista, en la que entramos con el coche para dirigirnos hacia un avión privado Citation X, que está esperándonos fuera del hangar, con los motores en marcha.
El conductor para, se apea y nos abre la puerta. Salimos del coche. La escalera del Citation está bajada y llega hasta la pista. Se asoma un hombre con uniforme de piloto. Sonríe. Gritando para que le oigamos a pesar del ruido de los motores, nos dice:
—Bienvenidos a bordo.
El avión tiene ocho plazas, pero sólo somos cuatro. La espectacular azafata rubia cuenta como uno, así que tenemos espacio de sobras para estar a nuestras anchas. Napier ha equipado el aparato con champán, vino blanco zinfandel Ridge y un sauvignon blanco Marlborough. Además, hay caviar y gambas. La azafata recorre de arriba abajo el pasillo ofreciéndonos bebidas y comida con la gracia de un vendedor de pipas en un estadio.
Cuando llega a mi altura, acepto una copa de vino blanco. Mientras ella se inclina, le pregunto a su escote:
—¿Tiene permiso para decirme a dónde vamos?
—¿Permiso? —Me mira atónita—. Por supuesto. Vamos a Las Vegas.
—Claro, claro —respondo.
Después de despegar, Toby y Peter se desabrochan los cinturones de seguridad y se van a la parte trasera del avión. Veo que Peter está pálido y compungido, con arrugas de preocupación alrededor de la boca. ¿Parte del timo? ¿Una actuación excelente? ¿O acaso se lo ha pensado mejor y ahora se arrepiente de haberse metido en todo esto y le preocupan las consecuencias? Mira por la ventanilla muy serio mientras se acaricia la coleta pelirroja.
Toby, en cambio, tiene una sonrisa de oreja a oreja mientras sujeta su copa de champán. Está haciendo su papel de maravilla, ejecutando una imitación muy convincente de un irresponsable encantado con tanto lujo o realmente es un irresponsable encantado con tanto lujo.
Jess y yo estamos sentados juntos en la parte delantera. Quizás haya cámaras y micrófonos a bordo, o puede que Napier interrogue a la azafata cuando aterricemos, así que permanecemos en silencio, cada uno mirando por una ventanilla distinta. Sólo me consuela la cálida piel de su brazo junto al mío. Puede que pase desapercibido para la azafata; es tan insignificante que no lo mencionaría aunque Napier le preguntara qué hemos hecho, pero, en mi fuero interno, espero que no mueva el brazo en todo el vuelo. Y no lo hace, o sea, que puede que ella sienta lo mismo que yo.
Aterrizamos en Las Vegas al cabo de noventa minutos. En el asfalto nos espera otra impresionante limusina, aunque esta vez es blanca. Entramos y nos saluda otro cachas vestido de traje.
—El señor Napier les manda saludos —dice el conductor por encima del hombro—. Lamenta mucho no poder venir a recibirlos personalmente, pero los verá en Las Nubes.
Las Nubes es el hotel de Napier. Es uno de los más nuevos del Strip, la calle principal de Las Vegas, y costó dos mil millones de dólares, una colosal apuesta inmobiliaria con la que Napier se ganó muchas críticas. Ya te puedes imaginar los titulares de los periódicos: «Por las nubes», «El coloso de Napier» o «Nubes y claros». Sin embargo, y como siempre, Napier les demostró a sus críticos que estaban equivocados. El hotel se terminó y ahora está lleno casi todos los días del año.
Supongo que la gente no se debe cansar de los botones vestidos de ángeles, con unas diminutas alas pegadas en la parte de atrás de la chaqueta, ni de la música de arpa en el vestíbulo, ni de la decoración en color pardo y blanco que va desde los baños y los pasillos, al casino.
El conductor aparca en la entrada. Las Nubes es un enorme edificio blanco con un recargado estilo renacentista. Si Miguel Ángel se hubiera comido un hongo alucinógeno, habría diseñado esto: treinta y seis pisos de esculturas y cornisas rococó, de grotescas gárgolas colgadas de las cornisas, de estatuas de querubines con las manos abiertas, no se sabe si a modo de bienvenida o de advertencia.
El conductor sale de la limusina y nos abre la puerta. Salimos del coche. Toby mira hacia arriba y se baja las gafas de sol sobre la nariz.
—¡Qué guay! —dice.
El conductor nos lleva hasta la recepción. Cuando entramos, el aire acondicionado está tan fuerte que las pelotas se me encogen como pasas. Al fondo del vestíbulo, hay una mujer joven tocando en una enorme arpa lo que parece una versión adulterada de Memories, o puede que sea Take Me Out to the Ballgame o Barras y estrellas. Lamentablemente, el arpa es un instrumento muy complicado.
También al fondo del vestíbulo, hay una gran pancarta de unos quince metros de largo, colgada del techo. Representa la imagen artística de un nuevo hotel en el Strip. En la pancarta se lee: «El NUEVO Tracadero, de Napier Casinos. ¡Próxima inauguración!».
El conductor nos acompaña por el vestíbulo hasta un mostrador un poco escondido con un cartel: «RECEPCIÓN VIP».
Toby, que avanza ayudándose de las muletas, me susurra:
—VIP… ¡Qué guay!
Detrás del mostrador hay una chica morena muy guapa con los ojos azules. Lleva un vestido blanco con unas alas de ángel en la espalda. Me temo que su sonrisa es forzada: pasarte el día sentada e inclinada hacia delante para no chafar las alas tiene que ser muy molesto.
El conductor le dice:
—Clarissa, son los invitados del señor Napier.
—Gracias, Charlie —le dice la chica al conductor. Él asiente con la cabeza y se marcha. La chica de los ojos azules se vuelve hacia nosotros. Ahora la sonrisa es todavía más amplia—. ¡Bienvenidos a Las Nubes! El señor Napier me ha pedido que me asegure de que su estancia con nosotros sea maravillosa. —Abre un cajón y saca cuatro tarjetas electrónicas—. Cada uno de ustedes se alojará en una de las suites de la torre. Están en el piso treinta y seis. —Nos entrega una tarjeta a cada uno—. Las necesitarán para acceder al ascensor. Toda la planta es privada.
—Esto, perdón… ¿Cuánto cuesta todo esto…, exactamente? —le pregunta Peter.
La sonrisa no desaparece ni un segundo de la cara con los ojos azules, igual que un molusco pegado a una pecera.
—Es un regalo del señor Napier. Este fin de semana, todo corre a cuenta de la casa. Me ha pedido que me asegure de que se diviertan.
—Genial —dice Toby.
El ángel continúa:
—Pueden utilizar sus tarjetas para pagar cualquier servicio en el gimnasio, en el spa o en cualquiera de los seis restaurantes del hotel. Veo que viajan sin equipaje. Pueden utilizar la tarjeta en cualquiera de las tiendas de ropa del hotel para comprar lo que necesiten. Les ruego que no sean tímidos. Para el señor Napier es un placer tenerlos aquí como invitados.
—Es muy amable —le digo.
El ángel prosigue:
—El señor Napier les ruega que suban a sus habitaciones a refrescarse y, luego, que se reúnan con él a la una en punto en la planta treinta y cinco, para tomar caviar y brindar con champán por su nueva sociedad.
Para llegar al ascensor, tenemos que cruzar todo el casino. Todos los hoteles de Las Vegas están diseñados así. Independientemente de dónde quieras ir, tienes que cruzar el casino. ¿Buscas el restaurante? Está por allí, detrás del casino. ¿Al conserje? Al fondo del casino, a la izquierda. Creo que es cuestión de tiempo que los diseñadores de hoteles de Las Vegas den el siguiente y lógico paso: colocar un casino en medio de la habitación entre la cama y el baño. «Sí, bueno, tengo cagalera por el sushi de anoche, pero a ver si echo una mano de blackjack antes de poner un huevo».
Mientras cruzamos el casino, Jess me dice en voz baja:
—Si no estuviera al cabo de la calle, creería que Ed nos está enjabonando.
Las melodías de las máquinas tragaperras son pegadizas, hipnóticas. La iluminación es suave, seductora. Me apetece quedarme un rato.
—¿Tú crees? —le digo, aunque me fijo en Peter, que camina cinco metros por delante nuestro, como si quisiera representar cómo se siente: distante. Le susurro a Jess—: Peter está raro, ¿no te parece?
Ella se encoge de hombros.
—Informáticos —dice, a modo de explicación.
Llegamos frente a los ascensores y apretamos el botón en el que pone: «ÚLTIMA PLANTA». Esperamos un momento y luego suena una campanilla y se abren las puertas del ascensor. Con un excelente sentido de la oportunidad, aparece Lauren Napier, espectacular con un tres piezas blanco de sastrería y un bolso de mano a cuadros blancos y negros. Lleva el pelo recogido en un moño. Me sonríe.
—Hola —dice.
Yo la saludo con la cabeza.
Está a punto de decir algo más cuando ve a Toby, Jess y Peter. Se lo piensa mejor y cierra la boca. Da media vuelta y se marcha. Le miro el culo mientras se pierde en el casino.
—¿Quién es ésa? —pregunta Toby.
—La mujer de Napier —le contesto.
—¿Está casado?
—Sólo cuando le conviene —respondo y, por algún motivo, pienso en Jess al decirlo.
Nos encontramos a la una en punto en el piso treinta y cinco. Es una suite enorme que ocupa toda la planta; las paredes son grandes ventanales desde donde se ve el Strip y el desierto, al suroeste. Hay varias mesas puestas con manteles blancos, llenas de bandejas de hielo picado y, encima, ostras ya abiertas, pequeños cuencos de caviar y gambas. En otra mesa hay varias copas de champán llenas, listas para beber.
Cuando llegamos, no vemos a Edward Napier por ningún lado. En su lugar, hay dos fornidos seguratas, con auriculares y cables que les entran en el traje. Están uno a cada lado de la habitación, quietos como estatuas.
Peter, Jess, Toby y yo nos quedamos junto a la mesa de las ostras, indecisos sobre si deberíamos empezar a comer. Toby no tiene tantas inhibiciones. Apoyándose en las muletas, se sirve en un plato blinis, crema agria y caviar. Se pone un blini entero sobre la lengua y se lo traga, como si fuera una hostia consagrada.
—Delicioso —dice—. Franklin —añade, exagerando mucho el nombre, de modo que suena todavía más ridículo de lo que es—, tienes que probarlos.
Antes de que pueda mirarlo, escuchamos unos ruidos en la puerta. Napier entra acompañado de la morena de ojos azules de la recepción, nos ve y sonríe ampliamente. Con su bronceado caribeño, sus dientes resplandecen como la porcelana de Limoges. Lleva un traje de Armani impecable, corbata amarilla y camisa blanca. Todo él reluce, como un pedazo del Strip, miles de vatios moviéndose ante nuestros ojos. Avanza por la suite y se dirige hacia nosotros como si fuéramos un público numeroso.
—Queridos amigos —dice. Alarga la mano hacia uno de sus corpulentos guardaespaldas y junta las yemas de los dedos. El guardaespaldas ve la señal y se dirige hacia la mesa donde están las copas de champán. Coge una y la coloca entre los dedos de su jefe.
Sin agradecerle el gesto, Napier levanta la copa:
—Me gustaría daros a todos la bienvenida. Muchas gracias por haber venido tan pronto. Espero que el vuelo haya sido agradable.
Hace una pausa. No estoy seguro de si está pronunciando un discurso o si espera algún tipo de respuesta. Al final, tomo una decisión muy diplomática:
—Muy agradable —digo.
—Me alegro —asiente dirigiéndose a mí, como indicándome que he hecho bien al intervenir—. Franklin, estoy impaciente por empezar nuestra aventura empresarial. Quiero que los cuatro disfrutéis de lo lindo este día aquí en mi hotel. Consideradlo un gesto de agradecimiento. Estoy muy contento de hacer negocios con vosotros.
Levanta la copa. Se produce otra pausa. Me doy cuenta de que nos está esperando para brindar juntos. Cojo una copa de champán de la mesa y se la doy a Jess. Cojo otra y se la doy a Peter. Estoy a punto de coger otra para Toby pero, por supuesto, él ya tiene una, y está medio vacía.
Cojo una para mí y la levanto:
—Salud —digo.
—Salud —repite Jess.
—A ganar dinero juntos —añade Napier.
Bebemos el champán. Debo admitir que es el champán más exquisito que jamás he probado. Estoy acostumbrado a las botellas que se compran en el supermercado la víspera de Nochevieja, el alcohol que no te sabe mal desperdiciar echándoselo por encima a alguien después de una partida de futbolín. Ahora, en cambio, el líquido que tengo en la boca es como un néctar eléctrico, delicioso. No está hecho para usarlo como champú.
Napier dice:
—El miércoles pondremos a prueba a Pitia con dinero de verdad. Franklin, ¿has ingresado mi cheque en la cuenta de tu corredor?
—Sí —respondo—. Estará disponible para el miércoles.
Napier se gira hacia Peter.
—Peter, ¿el software estará preparado para jugar con acciones de vedad?
—Supongo —responde el chico, hoscamente. Parece un niño al que le preguntan si por fin ha ordenado su cuarto.
Cuando Peter responde, Napier se queda momentáneamente preocupado. Sin embargo, esa expresión enseguida desaparece y vuelve a sonreír.
—¡Excelente! En tal caso… —Le hace un gesto al ángel moreno que está de pie junto a la puerta. Napier nos dice—: ¿Qué os parece si os fichamos?
Por un segundo, creo que el plan se viene abajo, aunque por lo menos hemos disfrutado del champán y el caviar. Entonces veo que la chica morena trae cuatro cajas, cada una del tamaño de una pelota de tenis y forradas con terciopelo negro. Nos entrega una a cada uno.
Toby abre la suya antes que los demás. Contiene un paquete de fichas negras con el logo del casino en el centro. Las negras tienen un valor de cien dólares cada una. Calculo que habrá unas veinticinco en cada caja. Eso significa dos mil quinientos dólares de regalo. Abro la mía. He recibido la misma cantidad.
—Son un obsequio —dice Napier—. Bajad al casino, jugad y divertíos. Ahora sois mis socios. Quiero compartirlo todo con vosotros.
La parte implícita de la ecuación entiendo que es que quiere que nosotros también lo compartamos todo con él.
Como si quisiera confirmar mis sospechas, se acerca a Jess. Sonríe.
—Jess, ¿por qué no me acompañas? Estoy seguro de que, como especialista en márquetin, habrá algunos aspectos empresariales de Las Nubes que te interesarán. Permite que te acompañe en una visita privada.
Ella sonríe con recato. Napier la toma de la mano y se la lleva. Napier gira la cabeza y, por encima del hombro, nos dice:
—¡Disfrutad!
Cuando Jess y él salen de la suite, los sigo con la mirada. Veo, al otro lado de la puerta abierta, que están esperando el ascensor. Al final, cuando éste llega y se abren las puertas, ambos entran y descienden hacia la residencia de Napier, donde estoy convencido que él le enseñará muchos «aspectos empresariales» de Las Nubes, aspectos que ella desconocía hasta ahora.
Cuatro horas después, estoy en el casino en una mesa de blackjack que abre con diez dólares. Ya he devuelto el regalo de Napier y he contribuido con doscientos dólares de mi bolsillo a engrosar las arcas del casino.
Para un hombre que se gana la vida estafando a los demás, soy una presa sorprendentemente fácil. Por desgracia, tengo alma de jugador: siempre doblo la apuesta cuando lo tengo todo en contra, jamás me planto. Me doy cuenta, demasiado tarde, de que me encanta la emoción que siento cuando veo qué carta nueva me ha tocado. Cada una es encantadora, llena de deliciosas posibilidades.
Ahora tengo un nueve y un cinco en la mano. La banca tiene un seis. Todo indica que debería plantarme, pero no puedo. Rozo el tapete verde con el dedo y pido otra carta. La banca, una mujer malaya de mediana edad, me reparte un nueve. ¡Mierda! Veintitrés. He perdido.
La banca se queda con mis fichas. Miro las que me quedan, una triste pila de cuarenta dólares. A mi lado tengo a un señor con un sombrero de cowboy enorme. Se está fumando un puro. Con acento de Texas, me dice:
—Debería haberse plantado con catorce.
—A buenas horas, mangas verdes —respondo.
Apuesto dos fichas rojas más y juego otra mano. Ahora tengo un cinco y un siete. La banca tiene una jota roja. Casi no me acuerdo de aquella norma no escrita que dice que tengo que plantarme con doce, independientemente de lo que tenga la banca. ¿O me lo he imaginado? ¿Acaso lo hago únicamente por la emoción que tendrá poner boca arriba la carta nueva? Me siento perdido, inseguro de todo.
Me planto.
La banca le da otra carta al cowboy: un ocho. Tiene un veinte. Ella saca un nueve. El cowboy gana; yo pierdo.
El cowboy dice:
—Con doce, deberías haber seguido.
—Oiga, quizá lo que quiero es darle a Ed Napier todo mi dinero —respondo.
El cowboy deja el puro apoyado en un cenicero. El extremo por donde fuma está tan húmedo como una piruleta.
—Pues Dios sabe que lo necesita.
—¿Ah, sí? —Juego dos fichas rojas más. La banca me da un rey y un siete. Diecisiete es una mano bastante buena, ¿no? Sobre todo cuando la banca tiene un triste cinco. Aunque no estoy tan seguro. Todo está confuso. Desde que vi a Jess entrar en el ascensor con Napier para que le acompañara en una visita privada, no puedo concentrarme en las cartas que tengo delante.
—Por lo que he oído —dice el cowboy—, se ve que construir este hotel lo dejó en la ruina. Dos mil millones de dólares en deudas. Mi amigo de la Comisión de Juego dice que ni siquiera tiene dinero para el Tracadero.
Miro a mi alrededor, a las miles de personas jugando a las máquinas tragaperras, moneda tras moneda; a las multitudes sentadas en las mesas de blackjack, en dos hileras.
—Pues a mí no me parece que vaya a resentirse —le digo.
—Todo esto es un espejismo —responde el cowboy.
Vuelvo a mi mano. Tengo un diecisiete. La banca, un triste cinco. Todo indica que debería plantarme. Pero no me da la gana. Muevo el dedo. La banca me da otra carta.
—Hijo —dice el cowboy—, debes de ser el peor jugador que jamás he conocido.
La banca me da un cuatro. Ella saca un diez y otro cinco. Mi veintiuno gana a su veinte.
El cowboy menea la cabeza y dice:
—Hasta los tontos tienen golpes de suerte.
Mi racha ganadora en la mesa de blackjack dura, exactamente, una mano. Entonces, ¿podría calificarse de racha? Cuando se me acaban las fichas, me levanto de la mesa y voy a dar una vuelta por el casino. Miro el reloj. Me sorprende ver que ya son las seis de la tarde. ¿Me he pasado cuatro horas jugando? Parece imposible.
Al otro lado del casino veo una barra, elevada por encima del suelo sobre una plataforma. Me dirijo hacia allí hasta que, a veinte metros, me detengo en seco. Lo que veo me ha dejado helado. Es Toby, sentado en uno de los taburetes, con las muletas apoyadas en la mesa. Está inclinado hacia delante, hablando animadamente (quizá incluso con cierta intimidad) con Lauren Napier.
Lo primero que se me ocurre es que mi hijo está intentando cargarse la estafa a propósito, quizá como fruto de una rebeldía infantil. ¿Es posible que sea tan egoísta y tan estúpido como para poner en peligro todo lo que estoy haciendo… por él?
Voy directo al bar y subo las escaleras. Me dirijo hacia Toby y Lauren Napier. Cuando estoy prácticamente encima de ellos, por fin me miran. A ella la ignoro y me concentro en él.
—¿Qué estás haciendo?
Él sonríe.
—Nada. Sólo hablábamos. —Lo dice un tanto distraído, como si le estuviera pidiendo a su padre que se calmara, que sólo está hablando con su novia del instituto en el porche.
Levanto la mirada hacia el techo, hacia una de las decenas de medias esferas (ojos en el cielo) que nos vigilan.
—Te están vigilando —le digo al estúpido de mi hijo.
Lauren sonríe y, con dulzura, me dice:
—Tranquilo. Estás montando una escena.
—¿Es que no lo entiendes? Si tu marido nos ve hablando…
Lauren me interrumpe:
—Me ha pedido que hable con vosotros.
—¿Ah, sí?
—Me ha dicho que pase un rato con cada uno de vosotros. Para averiguar todo lo que pueda.
—¿Por qué? —le pregunto—. ¿Sospecha algo?
—Es precavido —dice. Por un momento, parece como si estuviera orgullosa de él—. Pero bueno, sólo estaba charlando con Toby, que, por cierto, es un joven encantador. En cuanto lo he visto he sabido que era hijo tuyo. Es muy guapo.
Toby se sonroja. No queda claro si el elogio era para mí o para él. Y quizás ésa fuera la idea.
Lauren me dice:
—Siéntate y tranquilízate. Te invito a una copa. Como en los viejos tiempos.
Gruño y cojo un taburete. Intento sentarme entre ellos, pero sus asientos están demasiado cerca, así que me separo un poco. Lauren le hace una señal al camarero y me pide una cerveza. Se vuelve hacia mí.
—Es lo que sueles tomar, ¿verdad? Cerveza.
—Sí.
Mientras paga al camarero, la miro fijamente. Todavía lleva el tres piezas blanco de esta mañana, limpio e impecable, como un juego de sábanas elegante. Con el pelo recogido en un moño, le veo la nuca, la suave hendidura, los cabellos rubios que se han soltado. Había olvidado lo atractiva que era. Ahora me acuerdo de aquella tarde en la iglesia, cuando hablé con ella por primera vez y cómo, durante las horas que siguieron al encuentro, no me la podía quitar de la cabeza. Recuerdo aquella camiseta ceñida amarilla que llevaba, aquellos pechos turgentes y aquellos dientes blancos y la sonrisa perfecta. Ahora me la imagino desnuda y, por alguna razón, le veo las uñas de los pies, pintadas de rojo, y qué aspecto tendrán cuando aferre sus piernas a mi espalda.
Empiezo a plantearme un cambio de planes. En lugar de recibir una paliza, quiero recibir un revolcón.
Llega el camarero con la cerveza. Ella dice:
—Le estaba comentando a Toby que Ed no deja de hablar de vosotros. Que vuestra empresa es lo más increíble que ha visto en su vida.
—¿De veras? —le pregunto.
—¿Cuál es el plan?
—Es mejor no comentarlo.
—Es lo que me ha dicho tu hijo.
Siento una punzada de remordimiento al haber dudado de Toby. Quizá sea más responsable de lo que me imaginaba.
Lauren se encoge de hombros.
—Entonces, no me lo digas. Siempre que mantengas nuestro acuerdo…
—Por supuesto.
—En tal caso, haz lo que quieras.
De reojo, veo cómo la mira Toby, con una intensidad que me pone de los nervios.
Ella mira el reloj.
—Me pregunto si mi marido habrá terminado.
—¿Terminado? —le pregunto.
—De follarse a tu socia, Jessica.
Debo de haber puesto cara de sorpresa, porque Lauren añade:
—Claro que lo sé. Al fin y al cabo, él mismo me pidió que saliera de la habitación. —Hace una pausa y se acaricia la barbilla, con un gesto teatral—. No sé cómo podría devolvérselo.
Deja la frase colgando como una piñata.
Siento el principio de una erección. Pero, por lo visto, a Toby le sucede lo mismo, porque la está mirando como si fuera un sabueso frente a un pedazo de carne.
—Toby —digo, muy despacio—. Tengo una idea. —Saco la cartera y le doy dos billetes de cien dólares—. Toma, ¿por qué no te vas a jugar un rato?
Se queda mirando los billetes, pero no los coge.
—Hombre, tenía la intención de quedarme aquí.
Querer patearle el culo a tu hijo es una sensación interesante. Debo admitir que, dentro de la tragicomedia en que se ha convertido mi vida, todavía no he llegado a ese extremo.
—Toby, hijo, ¿qué habíamos dicho?
Él me mira, atónito.
Yo continúo, igual de tranquilo:
—Que eres muy bienvenido en el grupo, pero que tienes que seguir mis instrucciones. Que, como estás aprendiendo, yo estoy al mando. ¿Te acuerdas?
Toby me mira. No sé en qué piensa. Tiene los labios apretados en una sonrisa forzada, aunque no parece contento.
Mira a Lauren Napier. Ella permanece impasible, tranquila. Eso de que padres e hijos se peleen por ella debe sucederle continuamente.
—Toby —repito, suavemente.
Al final, asiente con la cabeza. Coge los billetes que le ofrezco. Se levanta apoyándose sobre la pierna buena y agarra las muletas.
—Voy a dar una vuelta por el casino —dice.
Quiero darle las gracias y unos golpecitos en la espalda en un gesto tranquilizador de hombre a hombre, pero se aleja tan deprisa que no tengo tiempo de reaccionar.
Sigo a Lauren Napier hasta el ascensor. Pulsa el botón y esperamos en silencio a que llegue. Se abren las puertas y dejamos salir a seis hombres de negocios japoneses. Cuando pasan junto a Lauren, se la comen con los ojos: es un palmo más alta que ellos, una gaijin nórdica. Supongo que en su país son silenciosos y educados, ingenieros o ejecutivos, y que jamás mirarían a una mujer bonita de una forma tan descarada. Pero Las Vegas nos relaja, nos hace olvidar los límites de las inhibiciones, de modo que hacemos cosas que no deberíamos hacer.
Como esto, por ejemplo: entro en el ascensor con Lauren Napier y sé que estoy a punto de irme a la cama con ella. Pulsa el botón de la planta treinta y tres.
—Mi marido y yo vivimos cada uno en su piso —me explica.
—Muy práctico.
—Para los dos —responde ella.
En la planta treinta y tres, salimos del ascensor y caminamos por un corto pasillo. Ella introduce la tarjeta en la ranura de la puerta y, al abrirse la cerradura electrónica, la empuja con un solo dedo.
Entramos en una modesta suite decorada con un estilo asiático muy austero. La cama es un futón que descansa sobre un tatami. Al lado de la cama hay un armario chino lacado en negro con ribetes rojos. También hay un tocador negro con un pequeño florero y una orquídea. La flor tiene los pétalos blancos con manchas rojas, como si estuvieran manchados de sangre. Cuelga de la pared un televisor de plasma.
Cierra la puerta y, sin decir nada, me besa. Hace seis años que no beso a una mujer, desde antes de ir a la cárcel. Es una sensación extraña tener su lengua en la boca, y me sorprende su agresividad, cómo me saborea toda la boca y me agarra con fuerza la cabeza.
Me desabrocha la camisa y me clava las uñas contra el pecho. Me lleva a la cama. Nos desnudamos mutuamente y hacemos el amor.
Tenía razón con lo de las uñas de los pies: las lleva pintadas de rojo, como los caramelos de fresa que compras en el cine.
Al cabo de una hora, cuando hemos terminado y la curiosidad y el aburrimiento están saciados, salgo de la planta treinta y tres y vuelvo, solo, a mi habitación.
Mientras el ascensor sube, pienso en Jess y Napier y me pregunto cuántas veces habrán hecho el amor y si Jess lo habrá disfrutado de verdad o si, sencillamente, estaba cumpliendo con su papel dentro de la estafa y me estaba haciendo un favor.
En mi habitación, me miro en el espejo y pienso en Jess. Me tranquilizo pensando que, en una estafa, a veces es necesario darle placer a la víctima, para confundirle las ideas y desequilibrarla un poco.
Al día siguiente, uno de los chicos de Napier vuelve a llevarnos al aeropuerto en la limusina de las grandes ocasiones. Subimos al Citation de Napier y despegamos rumbo a Palo Alto.
Nos atiende la misma azafata rubia de la ida, que nos ofrece más champán y vino. Ninguno, ni siquiera Toby, por sorprendente que parezca, lo acepta.
Es un viaje tranquilo. Toby no me habla. Yo no hablo con Jess. Peter no habla con nadie. Cada uno está sentado en una fila distinta, mirando por la ventanilla. Cuando aterrizamos, es un alivio alejarme de mi equipo, aunque sólo sea por una hora, porque el silencio se ha vuelto doloroso.
Éste es el principal problema de una Gran Estafa, por si os interesa. Requiere meses de preparación. Una Gran Estafa no la puedes hacer solo, por lo que tienes que reunir a un equipo de gente capacitada. Tenéis que trabajar juntos, tienes que conocer muy bien a cada miembro de tu equipo para poder predecir todos sus movimientos. En resumen, tienes que confiar en ellos.
Sin embargo, ¿a qué clase de gente vas a pedirle que sea tu compañero en una estafa? Es sencillo: a gente deshonesta. Y ése es el problema: ¿cómo puedes confiar a ciegas en alguien cuando, en el fondo, tienes miedo de lo que haga a tus espaldas?