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En la década de 1890, algunos telegrafistas con iniciativa viajaban por todo el país timando a la gente. El estafador localizaba a la víctima, generalmente un hombre de negocios rico, y le explicaba que, como telegrafista de Western Union, recibía los resultados de todas las carreras de caballos que se celebraban una tarde cualquiera y que su trabajo consistía en telegrafiar dichos resultados a las casas de apuestas para que pagaran a los apostantes ganadores.

El telegrafista le hacía la siguiente propuesta a la víctima: él, corriendo un gran riesgo, podía retrasar unos minutos el envío de los resultados a una casa de apuestas en concreto, lo suficiente para permitir a la víctima que apostara dinero sabiendo de antemano el resultado final. Los dos socios irían a medias.

El timo se extendió enseguida y se fue complicando cada vez más. Al principio, puede que hubiera algunos telegrafistas auténticos que cumplían su promesa. Sin embargo, el timo pasó pronto a manos de delincuentes comunes, gente que no tenía ningún tipo de relación con el telégrafo. Se inventaban algún cuento sobre cómo se podían «interceptar» mensajes telegráficos, con el equipo adecuado, y cómo, sabiendo los resultados de las carreras con unos minutos de antelación, se podían amasar fortunas. Lo único que se necesitaba, le explicaba el estafador a la víctima, era una pequeña cantidad de dinero, lo suficiente para adquirir el equipo telegráfico necesario para interceptar los mensajes. Si la víctima aceptaba financiar el proyecto, el estafador compraría el equipo y los dos se harían ricos…

Por supuesto, no se compraba ningún equipo y no se «interceptaba» ningún resultado; sin embargo, el estafador comunicaba por teléfono «información privilegiada» a la víctima, que estaba en una casa de apuestas. Entonces, ésta hacía una apuesta. Si la «información privilegiada» resultaba cierta (una posibilidad entre siete), el estafador se quedaría con una parte de las ganancias. En cambio, si la información «privilegiada» resultaba falsa, el estafador desaparecía y jamás volvían a saber de él, y se llevaba el dinero que la víctima le había dado para comprar el equipo telegráfico.

Paralelamente, esta rudimentaria estafa evolucionó hacia algo más sofisticado con la construcción de unas perfectas, pero falsas, casas de apuestas, que se llenaban de timadores voluntarios, y donde se representaban carreras totalmente ficticias, todo para desplumar a una sola víctima.

Los estafadores creaban así un mundo ficticio, un escenario en el que la persona estafada era la única que no sabía que estaba protagonizando una representación teatral. El espectáculo era tan convincente que las víctimas creían que habían encontrado un método infalible para hacerse ricos. Los estafadores les dejaban ganar unas cuantas carreras en sus casas de apuestas falsas, aprovechando la «información privilegiada», para despertar su codicia. Entonces, a continuación, cuando ya le tenían a punto de caramelo, soltaban al incauto; es decir, le dejaban ir a casa a reunir todo el dinero que tuviera, quizás incluso hipotecando la casa o retirando todos sus fondos del banco. Luego volvía con sus nuevos socios cargado de dinero, dispuesto a apostarlo todo en un boleto que lo haría más rico de lo que jamás habría soñado. Por supuesto, aquí los únicos que se hacían ricos eran los estafadores.

El mecanismo para quedarse con el dinero variaba. A veces, los timadores entregaban la «información privilegiada» de forma que pudiera malinterpretarse —como, por supuesto, ocurría—. Por ejemplo, justo antes de la carrera crucial, la víctima recibía una llamada de teléfono de su contacto. «Secunde a Shadow Dancer», le susurraba el contacto. La víctima colgaba el teléfono, corría hasta la ventanilla de apuestas y apostaba cien mil dólares en efectivo por la victoria de Shadow Dancer. Una vez hecha la apuesta y desembolsado el dinero, el otro timador que estaba junto a la víctima miraba el boleto de apuestas y, horrorizado, gritaba: «¡No! ¡Le ha dicho: “Segundo Shadow Dancer”, no primero! ¿Acaso no conoce la diferencia entre primero y segundo?». Entonces, a pesar de las súplicas de la víctima al «director» de la casa de apuestas, la falsa carrera empezaba y se cerraban todas las apuestas. Huelga decir que Shadow Dancer acababa segundo y que el boleto de la víctima no servía de nada.

De vez en cuando, los estafadores engañaban a sus víctimas organizando una redada falsa de la policía justo en el momento crítico en que la persona estafada estaba a punto de recoger su premio. Coches de policía falsos aparcaban frente al establecimiento para llevarse a todo el mundo a comisaría. La víctima escapaba de los falsos policías, pero por los pelos, y perdía el premio de cien mil dólares. Sin embargo, volvía contento a casa por haber evitado que le detuvieran y le encarcelaran.

En 1920, el timo del telégrafo desapareció del país. El telégrafo se vio sustituido por otras tecnologías de la comunicación más avanzadas, ya que la gente se había vuelto más lista.

Hoy todo el mundo está de acuerdo en que el telégrafo ha muerto, que la tecnología moderna lo ha relegado a la categoría de reliquia testigo de otra época. Al fin y al cabo, en la actualidad la gente es demasiado lista para caer en el truco del telégrafo, o en nada parecido.