Es jueves por la mañana y estoy siguiendo a Ed Napier con mi Honda, a veinte metros de distancia. Llevo siguiéndolo toda la semana, o sea, que ahora ya somos viejos amigos. Como si fuera mi amante, me sé de memoria su horario y sus deslices. Cada mañana, se levanta a las seis, sale de su mansión de Woodside por la puerta norte y charla durante un minuto con uno de los de seguridad que parece un antiguo jugador de fútbol americano. Después, vestido con su chándal gris, baja por Skyline Boulevard y corre unos cinco kilómetros en un circuito circular. Regresa a su casa a las seis y media y entra en la mansión, supongo que para ducharse. A las ocho, sale por la puerta en su flamante Mercedes SL rojo descapotable, con la capota bajada, y va a Buck’s a desayunar. Tres de los cuatro días que lo he seguido, ha mantenido una reunión mientras desayunaba.
Lo que observo a través del enorme ventanal del restaurante es lo siguiente: dos hombres jóvenes se sientan frente a él, demasiado nerviosos como para probar las tortitas, y le enseñan una presentación en PowerPoint en el portátil. Napier come tranquilamente mientras ellos van pulsando la barra de espaciado para ir avanzando en la presentación. Cada dos por tres, miran a Napier para intentar adivinar su reacción: ¿deberían avanzar a la siguiente página? ¿Deberían detenerse más en ésta? ¿Ir más deprisa? ¿Más despacio?
Si alguna vez tienes la oportunidad de presentar un proyecto ante Ed Napier, aquí tienes una pista: ve más deprisa.
Igual que un niño maleducado, Napier no puede controlar sus emociones que, normalmente, están relacionadas con el aburrimiento. Así, mientras los chicos van hablando de su empresa y describen cómo, sin ninguna duda, se convertirán en el próximo Microsoft, a Napier se le cierran los ojos. Cada vez mastica más despacio. Su cuerpo se relaja.
Inevitablemente, los empresarios no se dan cuenta. Así que siguen hablando sobre Internet esto o IP lo otro, sobre la cotización de los ojos o echarles un ojo a las cotizaciones, acerca de portales y pasarelas hasta que, afortunadamente, llega la cuenta, Napier la paga y se marcha.
Después de Buck’s, Napier va a su oficina, en un edificio no demasiado alto cerca de Redwood City Marina. Aparca en el garaje subterráneo y desaparece de mi vista durante tres horas, que posiblemente se las pasa hablando por teléfono, tan alto que su voz debe de resonar por toda la oficina, y volviendo locas a su ayudante y a la recepcionista.
A las doce, puntual como un reloj, vuelve a aparecer. Sale con el coche del garaje y se va a comer. Destino habitual: Zibibbo’s, en Palo Alto. Duración habitual: dos horas. Bebida habitual: una botella de vino de Sancerre.
Más reuniones a la hora de comer. La mayoría, al parecer, con periodistas aduladores, porque toman muchas notas mientras hablan, y algunos traen incluso cámaras. No obstante, también soy testigo de una reunión con una atractiva pelirroja que me temo que nunca fue a la Facultad de Periodismo. Dudo que la señora Lauren Napier se entere jamás de esta reunión.
Normalmente, la jornada laboral de Napier termina después de comer. Se va a su mansión de Woodside, donde desaparece de mi vista, o al Menlo Club, a jugar un partido de golf antes de tomar algo en la terraza.
No es una vida demasiado dura. Ni la de un adicto al trabajo. Sin embargo, si yo tuviera dos mil millones de dólares en el banco, no sé si trabajaría mucho más o, ahora que lo pienso, si trabajaría.
Son las ocho de la mañana y sigo a Napier mientras sale de su mansión con el Mercedes. En cuanto gira a la izquierda por Woodside y estoy seguro de que se dirige a Buck’s a desayunar, cojo el móvil y llamo a Jess. Ya está en el restaurante, esperando a que llegue Napier.
Lo coge al primer tono.
—¿Sí? —dice.
—Va hacia allí. Llegará en unos cinco minutos.
—Estoy preparada.
—Buena suerte.
—Te veo dentro de una hora —me dice, y cuelga.
Sigo a Napier a tres coches de distancia hasta el aparcamiento de Buck’s. En cuanto lo veo salir del Mercedes y entrar en el restaurante, salgo pitando hacia las oficinas de Pitia. Sé exactamente lo que le pasará en los próximos minutos. Lo hemos estudiado y planeado todo. Esto es la trampa. Aquí es donde él cree que está al mando, que toma todas las decisiones, que controla su vida. Sin embargo, el estafador sabe que la verdad es otra: que tus elecciones nunca son tuyas, que cuando eliges un camino en realidad estás cayendo en una trampa que te han tendido. Y entras tan tranquilo. Incluso con prisas.
Y esto es lo que sucede a continuación.
Napier entra en el restaurante para reunirse con unos jóvenes empresarios o quizá para comer solo. Da igual, porque, cuando ve a Jess sentada sola a una mesa en la parte delantera del restaurante, mirando la hora, un poco enfadada, anula cualquier plan que tuviera.
Se acerca a su mesa.
—Hola —le dice—. Jessica Smith, ¿verdad?
Ella levanta la cabeza.
—Sí. —Por un segundo, no reacciona. Sabe que lo conoce, pero ¿de qué? Entonces, de repente, se acuerda y dibuja una enorme y blanca sonrisa capaz de derretir el corazón de cualquier hombre—. Sí —repite—. Señor Napier.
—Por favor —dice él—. El señor Napier era mi padre. Llámame Ed.
—Ed.
—¿Llegas o te vas? —le pregunta él.
—Había quedado para una reunión —dice ella, mientras vuelve a mirar el reloj—. Pero creo que me han dado plantón. Estos inversores son todos unos egocéntricos.
—Dime cómo se llama y haré que lo liquiden.
—¿No me convertiría eso en cómplice?
—Si no te cogen, no es un crimen —dice él. Aparta una silla de la mesa, se sienta y pregunta—: ¿Puedo sentarme?
—Claro.
—¿Has pedido ya?
—No.
—Pues te invito. —Le hace una señal a la camarera. La chica se acerca y les toma nota. Napier pide lo de siempre, un Lumberjack: dos huevos pasados por agua, tres tortitas pequeñas y beicon. Jess pide lo mismo.
Cuando la camarera se va, Napier se inclina sobre la mesa, como si fuera a confesarle algo a Jess, y le dice:
—He buscado Pitia en la enciclopedia.
—¿Perdón?
—Pitia. Es el nombre de tu empresa, ¿verdad? Lo he buscado. Era la profetisa de Delfos. En la antigua Grecia.
—Muy bien.
—Pero sigo sin entenderlo —añade.
—¿Entender el qué?
—Lo que significa el nombre.
Jess dice:
—Los griegos creían que podía ver el futuro. Los hombres recorrían cientos de kilómetros para escucharla.
—Entiendo —dice Napier, aunque no entiende nada. Se lo piensa. Y añade—: O sea, que eso es lo que hace su empresa, ¿ver el futuro?
Jess sonríe.
—Lo que hacemos es… —Se interrumpe a mitad de la frase y mueve la cabeza—. Si Franklin se entera de que estoy hablando con usted, me matará.
—¿Franklin?
—Mi socio.
Napier tarda un minuto en acordarse de mí.
—Ah, el señor mayor.
—Cree que no deberíamos explicarle a nadie lo que hacemos.
Napier asiente.
—Hay mucha gente así. Demasiado cauta. Como si cuando salga de la reunión fuera a meterme directamente en el laboratorio secreto a reproducir lo que ellos llevan años desarrollando. Como si pudiera hacerlo.
—Franklin es una persona muy precavida.
Me temo que es justo en este momento cuando Napier pregunta:
—¿Franklin y tú… estáis…? —Hace un gesto vago con las manos.
—¿Juntos? No, no. Sólo somos socios.
Napier se relaja un poco. Quizás incluso se inclina sobre la mesa con una gracia lobuna.
—No puedo decir que me decepcione oír eso.
Jess dice:
—¿Qué hace después de desayunar?
Napier se encoge de hombros. ¿Es posible? ¿Se lo está intentando ligar?
Ella continúa:
—Venga a mi despacho. Le enseñaré lo que hacemos. En este punto, Napier acepta encantado aunque, sin embargo, nada de esto es elección suya.
Así que la sigue con su despampanante Mercedes hasta Menlo Park. Bajan por Willow y recorren la curva de la bahía hasta el puente Dumbarton. Aparcan frente al edificio de Pitia y salen de los coches. Yo los observo desde detrás de las cortinas de mi despacho. Sólo son las diez, pero ya estamos a casi veintisiete grados, y el asfalto empieza a resentirse. Napier entrecierra los ojos y mira el sol.
Jess señala la entrada.
Los oigo hablar en el vestíbulo, cerca de mi despacho. Jess está buscando la llave correcta. Al final, consigue abrir la puerta y la oigo terminar su frase:
—… acabamos de mudarnos. Hace una semana.
—¿Dónde estabais antes? —le pregunta Napier.
—Ah, era todo muy elegante. Trabajábamos en casa.
—Estos empresarios. Admiro lo que hacéis.
—A ver quién ha llegado —dice Jess y, alzando la voz, nos llama—. ¿Franklin? ¿Peter?
Es mi señal. Me dirijo hacia la recepción. Al doblar la esquina, me detengo en seco y finjo estar sorprendido de ver a Napier.
—Jess —digo—. ¿Qué…?
—Tranquilo, Franklin. Me he encontrado con el señor Napier en Buck’s.
Napier, demasiado alto y demasiado amable, dice:
—Hola, Franklin. ¡Me alegro de volver a verte!
—Yo también me alegro de verle —contesto, aunque por mi tono se desprende que no es verdad—. Jess, creí que habíamos acordado…
—Que no hablaríamos de Pitia. Pero lo he hecho. Podemos confiar en Ed. Se ha ofrecido a ayudarnos.
—Ah —me burlo—. ¿Por qué no lo has dicho antes?
Napier habla con una voz tan cálida como un viejo suéter de lana.
—He visto muchos proyectos, Franklin. Sé lo que funciona y lo que no. Aunque no quieras mi dinero, quizá pueda ayudaros. —Se encoge de hombros—. Y, ¿quién sabe? A lo mejor me interesa. ¿Acaso no os ayudarían uno o dos millones de dólares? ¿No os harían pasar al siguiente nivel?
Finjo pensármelo. Al final, digo:
—Deme su palabra.
—¿De qué?
—De que todo lo que vea no saldrá de aquí. No puede decírselo a nadie. Ni a sus socios, ni a los periodistas, ni siquiera a su mujer.
Jess interviene:
—Franklin, te estás comportando como un maleducado.
Napier la interrumpe.
—No, no, ¡qué va! Sólo es precavido. Lo admiro. De acuerdo, Franklin, te doy mi palabra. Todo lo que me enseñes hoy será nuestro secreto.
—De acuerdo. —Doy media vuelta y salgo de la sala.
A mis espaldas, oigo que Jess dice:
—Supongo que eso quiere decir que lo sigamos.
La visita empieza en la sala de servidores. Giro el pomo de la puerta y la abro de par en par para que Ed Napier pueda echar un vistazo.
Peter Room está dentro, sentado en el suelo, tecleando sin parar con una lata de refresco a los pies. Mi hijo Toby, apoyado en un par de muletas, está a su lado, charlando con él. Mantengo a Toby a raya. Le he dicho que puede venir a Pitia a observar y escuchar, como parte de su formación dentro del mundo de las estafas. Sin embargo, su papel es el de informático. Informático silencioso. Le he dicho que se guarde su ingenioso discurso y su encantadora personalidad para él. Y, por ahora, lo hace a la perfección.
Me aparto para permitirle una visión completa de la sala a Napier. El espacio, que estaba vacío cuando nos trasladamos aquí, ha sufrido una transformación tremenda. Está lleno de estantes metálicos con ordenadores. Hay cientos de cables naranjas que cuelgan por todas partes, como cabellos de alienígenas. Decenas de routers emiten unas luces verdes y amarillas intermitentes. El efecto de las luces, hay miles de ellas, en línea recta, es muy psicodélico, muy activo. Y luego está el ruido de los ventiladores de un centenar de ordenadores, que suena sorprendentemente alto, como agua corriendo.
Digo:
—Éste es el cerebro de Pitia. Todo el software sale de aquí, de esta pequeña habitación. —Miro a Peter—. Ed Napier, éste es Peter Room. Es nuestro programador jefe.
Peter se levanta, pasa por encima de la lata de refresco y le da la mano a Napier.
—¿Cómo está?
Le digo:
—Peter, ¿puedes hacerle al señor Napier una pequeña descripción de qué es esto?
—Claro. —Hace un gesto hacia la pared llena de ordenadores y levanta un poco la voz para que le oigamos por encima del ruido de los ventiladores—. Está viendo un centenar de máquinas Xeon-class Pentium que incorporan el sistema operativo Linux. Cada una tiene una memoria de un gigaherzio. Puede que no parezca mucho, pero todos los ordenadores están conectados a una misma red. Puede verlo como un gigantesco ordenador central. La velocidad de procesamiento efectiva, para un software que ha sido específicamente diseñado para operar en paralelo, alcanza un teraflop.
Napier asiente.
Le digo a Peter:
—¿Por qué no lo explicas de modo que la gente normal como nosotros podamos entenderlo, Peter?
—De acuerdo —me contesta—. Muy bien. Pongámoslo así. Los ordenadores de esta habitación son capaces de realizar un trillón de operaciones de punto flotante por segundo. Para que os hagáis una idea de lo que esto significa, el Servicio Nacional de Meteorología hace poco compró un superordenador Cray para ayudarles a predecir el recorrido de los huracanes. El ordenador solo ya cuesta veinticinco millones de dólares. Los de esta sala, todos juntos, no superan los doscientos cincuenta mil dólares. Sin embargo, aquí tenemos cuatro veces el poder operativo de Cray.
—Fascinante —dice Napier.
—Básicamente, éste es el software de búsqueda de concordancias más poderoso del mundo. Utilizamos algoritmos genéticos y redes neutras para analizar cantidades masivas de datos.
Digo:
—Gracias, Peter. ¿Por qué no vas a la sala de conferencias y preparas una demostración para el señor Napier?
Peter asiente y se aleja por el pasillo hacia la gran sala de conferencias. Napier, Jess y yo salimos de la sala de servidores y lo seguimos.
Continúo:
—El único motivo por el que nos detuvimos en el centenar de ordenadores era por falta de espacio. Si añadiéramos cien más, la potencia de procesamiento se multiplicaría por diez.
—¿Y qué hacen todos esos ordenadores? —me pregunta Napier.
—Venga —le digo—. Se lo demostraré.
Entramos en la sala de conferencias. Jess pone en marcha el proyector de vídeo y enciende un interruptor de la pared. Una pantalla blanca motorizada se despliega desde el techo. Peter está delante de un teclado en la mesa. Sin dejar de teclear, dice:
—Estaré listo en un segundo.
Le ofrezco a Napier una silla frente a la pantalla. Señalo el interruptor de las luces.
—Jess, ¿te importa?
Jess apaga las luces. Lo único visible en la pantalla es un cursor que parpadea.
Me dirijo hacia el otro extremo de la mesa y me coloco frente a la pantalla, de modo que el cursor parpadea en mi mejilla.
—Hemos tardado doce meses en desarrollar el software que utiliza Pitia. La idea detrás de todo esto es reunir cientos de componentes informáticos ya fabricados y luego escribir un software diseñado específicamente para sacarles provecho. El software simula un caos real al desmenuzar la complejidad en ecuaciones pequeñas y sencillas. Cualquier cosa que pueda parecer complicada, que parezca que no se puede representar de forma lineal, Pitia puede representarlo a la perfección. La complejidad se obtiene a partir de la simplicidad.
—Entiendo —dice Napier. Mira el reloj. Le hemos perdido. Está pensando que hubiera sido divertido conducir hasta aquí bajo el intenso sol del verano siempre que hubiera habido la posibilidad de conseguir algo de Jess; sin embargo, todo este discurso sobre representaciones, software y caos real no es lo que tenía en mente—. Quiero que sepan que tengo una reunión a las once en mi despacho.
Jess me dice:
—Franklin, creo que estás aburriendo al señor Napier. Perdón, a Ed. —Le sonríe ampliamente. Él le devuelve la sonrisa. Ella continúa—: ¿Por qué no vamos a lo práctico? Hablemos de cómo se puede utilizar el software.
Napier asiente.
—Gracias a Dios por la gente de márquetin.
Ella se ríe.
—Existen cientos de aplicaciones posibles para Pitia —dice—. Como predecir el tiempo, por ejemplo. Más concretamente, predecir las zonas que se verán afectadas por un tornado. Incluso predecir terremotos.
—Ya —dice Napier. Sé que está haciendo cálculos mentales. Está pensando: «El beneficio de predecir un terremoto es cero».
Jess dice:
—Aunque, por supuesto, predecir terremotos no es una demostración del producto demasiado atractiva. Así que Peter nos ayudó con otro sistema. —Le hace una señal con la cabeza a Peter, que pulsa una tecla. En la pantalla aparece un gráfico de líneas verdes ondulantes: una tabla de cotizaciones de Bolsa.
Digo:
—¿Qué acciones son éstas, Peter?
—Símbolo HSV. A ver, son las de Home Services of America.
—¿Y a qué se dedica Home Services of America, Peter? —le pregunto.
—No tengo ni puñetera idea —responde él.
—De acuerdo, vayamos paso a paso.
Peter pulsa una tecla. La tabla se convierte en un gráfico que nos muestra las cotizaciones en tiempo real. El último punto verde, que representa la cotización más reciente, no deja de moverse: sube, baja, vuelve a subir, en incrementos de apenas centavos. El movimiento parece fortuito.
—Muy bien, Peter. Pon en marcha a Pitia —le digo.
Teclea otra orden.
—Hecho.
Durante un segundo, no sucede nada. Entonces, en la parte derecha de la pantalla, lejos del último punto verde, aparece un círculo rojo. Debajo del círculo hay un texto: «90% conf».
Lo explico:
—Es la proyección de Pitia del precio de esas acciones dentro de quince segundos.
El precio real de la acción empieza a descender, alejándose del círculo rojo.
—En cualquier momento… —digo.
El círculo rojo se oscurece. Cambia a «93% conf». Luego a «95% conf».
—Pitia nos está diciendo que tiene un noventa y cinco por ciento de confianza de que las acciones de HSV alcanzarán la cotización de veintidós con cinco dentro de diez segundos.
Y ahora, como por arte de magia, las acciones dejan de bajar y empiezan a subir.
Pitia dice: «98% conf».
Las acciones siguen subiendo y van hacia el círculo rojo que Pitia dibujó inicialmente. Al final, el precio de las acciones vuelve a subir y el punto verde se sitúa en el centro del círculo rojo de Pitia.
El círculo se ilumina y aparece un texto que dice: «Objetivo alcanzado».
—Ya está —digo—. Pitia ha predicho con exactitud el precio de las acciones de HSV.
Napier no dice nada. Está mirando la pantalla boquiabierto.
—Por supuesto —continúo—, Pitia no se diseñó para ofrecer un servicio financiero. Está pensada para trabajar con tareas informáticas complejas, como las que he mencionado antes: el tiempo, los volcanes, las fallas. Seguro que ve que también podría aplicarse a la industria biotecnológica, analizando moléculas malignas.
—Un momento —dice Napier. Está mirando fijamente la pantalla—. ¿La máquina acaba de predecir los movimientos de esas acciones?
—Sí —respondo—. Bueno, con una antelación de quince segundos. Si se hace con un minuto o dos de antelación, la exactitud es menor.
—¿Podría volver a hacerlo?
—Claro —digo, algo dubitativo—. Pero el software no se ideó para…
—¿Con cualquier acción? —me interrumpe Napier.
—Sí, claro. Dígame una.
—General Motors.
—Perfecto. —Me vuelvo hacia Peter—. GM, Peter. ¿Sabes cómo se escribe?
Peter me lanza una mirada asesina.
—Ya está —dice. Teclea algo más y en la pantalla aparece el gráfico de cotización de GM—. Éste es el gráfico de hoy —dice. Aprieta una tecla—. Y aquí está el paso a paso…
Otra vez, la pantalla cambia y se convierte en una imagen ampliada del movimiento del punto verde de las acciones de GM, que sufren más oscilaciones que las anteriores. El precio baila alrededor de los setenta dólares. El punto verde sube y baja casi de forma epiléptica al tiempo que cientos de acciones se compran y se venden. El precio fluctúa sin cesar: ahora sube, ahora baja, baja más.
—De acuerdo —digo—. Veamos qué nos dice Pitia.
—Un momento —interviene Peter. Unas cuantas órdenes más y vuelve a aparecer el círculo rojo en el extremo derecho de la pantalla, cerca del precio final de 70,25 dólares. El texto dice: «92% conf».
Todos miramos la pantalla mientras el precio de las acciones de GM fluctúa: baja a 69,50, luego vuelve a subir. El grado de confianza aumenta a cada segundo: 93% conf… 94% conf…
Napier, hablando consigo mismo, dice:
—Esto es lo más increíble…
El precio empieza a caer y se aleja del círculo rojo de Pitia. A pesar de todo, el grado de confianza va subiendo: 95% conf… 96% conf…
—Parece que esta vez se ha equivocado —dice Napier.
Como si el ordenador le hubiera oído y quisiera darle una lección, el punto verde cambia de trayectoria y empieza a subir. Pasa de los 69,90 dólares y llega a los 70.
La certeza de Pitia alcanza el 97%… 98%…
El precio de GM sigue subiendo. El punto verde entra en el círculo rojo. El precio: 70,25 dólares. En la pantalla se lee: «Objetivo alcanzado».
—Tiene que ser una broma —dice Napier.
Le hago una señal a Jess. Enciende las luces. Miramos a Napier. Sigue observando la pantalla.
—¿Son cotizaciones a tiempo real?
—Sí —respondo—. Puede verificarlas cuando llegue a su despacho. ¿Qué hora es? —Todos miramos el reloj—. Son las diez y veinte. Cuando vaya a su oficina, mire a qué precio estaban las acciones de GM a esta hora. Verá que estaban a 70,25.
—Dios mío —murmura Napier.
—¿Le gusta? —le pregunta Jess.
—¿Que si me gusta? —Napier se levanta—. Es increíble. —Se vuelve hacia mí—. ¿Cuánta gente sabe de la existencia de este programa? ¿Aparte de mí?
Hago como si contara mentalmente.
—A ver… Peter, Jess y yo. Y Toby. Y algunos de los informáticos.
—¿Lo has comentado con algún inversor?
—No.
—Perfecto. No lo hagas.
Finjo que no sé de qué me habla.
—No lo entiendo.
—Me muero por invertir en tu empresa. ¡Qué demonios! Por comprártela ahora mismo. Lo que sea.
—¿Lo ves, Franklin? —me dice Jess, con una voz muy dulce.
La ignoro.
—Pero ¿por qué? —le pregunto.
—¿No lo ves? —dice Napier. Gira la silla y la encara hacia mí—. Vas a hacerte millonario.
—Pero si estamos hablando de unas variaciones de precio ínfimas —le digo—. Diez céntimos aquí. Cinco céntimos allí.
—Pero ¡multiplícalas por diez mil acciones! —responde Napier—. Por cien mil. Y si puedes hacerlo cien veces al día…
—¿Es legal? —le pregunto.
—Por supuesto —dice Napier—. ¿Por qué no iba a serlo?
—Es como hacer trampas —añado.
Napier me mira y me dice:
—Es como contar las cartas en Las Vegas. Puedes intentarlo en mi casino, pero te echaremos a patadas. Pero intentarlo no es ilegal.
—Ya veo —contesto. Actúo como si fuera la primera vez que me planteo utilizar Pitia para ganar dinero—. Pero es que no se diseñó para eso.
Napier se vuelve hacia Peter Room.
—¿Lo has diseñado tú?
—Casi todo. Unos chicos y yo.
—¿Puedes añadir más cosas? ¿Hacer que envíe apuestas a un agente de forma automática?
Peter se encoge de hombros.
—Supongo que con el agente adecuado…
—¿Puedes utilizar el mío? —le pregunta Napier—. ¿Schwab?
Peter menea la cabeza.
—No, tendría que ser uno con conexión automática. Con protocolo FIX.
—Yo tengo una cuenta en Datek —digo.
—Eso servirá —añade Peter.
Napier se dirige a Jess. La actitud amable y seductora de antes ha desaparecido. Ahora es un cazador, un hombre de negocios puro y duro, en busca de su tesoro. Si a los hombres les das a elegir entre un polvo y un buen fajo de billetes, siempre se quedarán con la segunda opción.
—Jessica —le dice—, tienes que ser muy discreta con esto. No puedes ir por ahí comentándolo.
—De acuerdo.
Napier se levanta de la silla.
—Caballeros. —Se vuelve hacia Jess—. Jessica. —Señala la pantalla—. Estoy deseando financiar vuestra empresa. Seremos socios a partes iguales. Acepto el riesgo. Podéis utilizar mi dinero. Y podéis quedaros con la mitad de las ganancias.
—¿Ganemos lo que ganemos? —le pregunto, haciéndome el tonto—. Pero es que el software no se diseñó para eso…
Napier me ignora. Saca el talonario del bolsillo de la chaqueta. Se inclina sobre la mesa y garabatea algo con su bolígrafo de oro. Arranca el talón y me lo da.
Veo que está extendido «Al portador» por valor de cincuenta mil dólares.
Me dice:
—Ingrésalo en tu cuenta. —Se vuelve hacia Peter—. El miércoles haremos un pequeño experimento. Lo probaremos con dinero de verdad.
Parece que Peter quiere responderle, pero al final se calla. Ahora Napier está al mando. Que es exactamente lo que queremos que crea.