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Hemos montado el despacho en un parque industrial cerca de los estanques salados debajo del puente Dumbarton. Tenemos seis mil quinientos metros cuadrados de espacio. Quizá creas que es mucho espacio para una empresa de tres personas, pero, si piensas así, amiguito, es que no tienes la mentalidad práctica necesaria para «cambiar el mundo».

Hemos tardado siete días en poner totalmente en marcha el despacho. Éste es uno de los milagros del valle: hay cientos de empresas cuyo único trabajo es montar otras empresas. Sólo necesitas una cuenta bancaria. Entonces, llamas y dices: «Móntame la empresa, por favor». A los pocos días, la empresa florece como un enorme hongo que, una noche de lluvia, surge de una espora invisible.

Es decir: el agente inmobiliario nos encuentra un lugar cerca del puente. Antes estaba ocupado por una empresa de biotecnología que también se ha trasladado a un despacho más grande, donde antes había un fabricante de zapatos por Internet. «Y el fabricante de zapatos, ¿a dónde ha ido?», le pregunto al agente inmobiliario mientras conducimos por la autovía para ver el despacho por primera vez.

—¿A dónde ha ido? —repite el hombre, como si le hubiera pedido que resolviera un enigma imposible—. ¿Qué quiere decir?

Esta respuesta resume la diferencia entre la Nueva Economía y la Vieja Economía. En la Vieja Economía, de la que soy un orgulloso miembro, todo ganador genera un perdedor. Cada nuevo inquilino obliga al anterior a marcharse, a desaparecer, a morir. En la Nueva Economía no hay perdedores. Nada es finito. No sólo puedes conseguir una comida gratis, sino también el desayuno y la cena, y un capuchino de regalo.

El día después de firmar el contrato de alquiler y pagar tres meses de fianza, empieza a llegar el mobiliario, que incluye: diez mesas y cubículos, diez sillas Aeron (1400 dólares cada una), cinco archivadores metálicos, una mesa de futbolín nueva (800 dólares) y un viejo comecocos Ms. Pac-Man de sobremesa (495 dólares, sin incluir el transporte). Peter Room me ha dicho que estos dos últimos objetos son esenciales si aspiramos a contratar programadores competentes.

Cuando ya tenemos el mobiliario, compramos los ordenadores. Como vamos contrarreloj, no tenemos tiempo para entrevistar y contratar a expertos informáticos. No importa: sólo necesitamos una llamada. Peter Room y yo hablamos por el altavoz con una ETT de Silicon Valley cuyo director, Bo Ringwald, se autoproclama el agente de talentos para «la gente más inteligente del mundo». Le digo a Bo:

—Necesito cinco expertos en tecnologías de la información que me monten una estructura informática para una empresa de nueva creación.

—¿Cinco expertos? —responde Bo Ringwald—. Hecho.

—¿Cuánto me costará? —pregunto.

Bo Ringwald se ríe, como si la pregunta fuera de lo más ridícula:

—¿Le importa? —Está acostumbrado a tratar con empresarios con mucho dinero de los inversores a sus espaldas. En un mundo donde la rentabilidad no se espera ni se busca, ¿cómo puede alguien preocuparse por el precio?

—En realidad, no —respondo, adaptándome a la nueva situación.

Los cinco tipos se presentan en el despacho a lo largo de la mañana. Los ingenieros ven el horario de nueve a cinco como una mera sugerencia. Mientras te presentes en el trabajo antes de las doce, eres ambicioso.

Cuando han llegado más de la mitad, Peter y yo nos los llevamos a una sala vacía y sin ventanas con su aparato de aire acondicionado.

—Necesito una sala de servidores impresionante —les digo.

El cabecilla del grupo, un chico larguirucho con una diminuta perilla, me pregunta:

—¿Qué quiere que hagan los ordenadores?

Me encojo de hombros.

—Básicamente, quiero lucecitas.

El chico asiente, como si le pidieran eso mismo continuamente.

—¿Cuántos ordenadores? —me pregunta.

—¿Cuántos puedes meter en esta habitación?

Al chico se le iluminan los ojos. Es como ir a un mecánico y decirle que haga lo que quiera con tu coche.

Mientras los informáticos discuten animadamente acerca de su inminente visita a Fry’s Electronics (la meca de componentes informáticos de Palo Alto) y sobre qué comprar, yo me llevo a Peter a una de las tres salas de conferencias.

Le presento las líneas generales de la estafa. Confío en Peter, es un buen chico, pero los detalles son peligrosos. Así que me ciño a las líneas generales. Le describo el software que quiero que construya, el que utilizaremos para engañar a Ed Napier.

—¿Puedes hacerlo? —le pregunto.

—Claro.

—¿En tres días?

Peter sonríe y me señala con el dedo, como diciendo: «siempre que hablo contigo, hay gato encerrado».

—Tres días —repite. Se pasa la mano por el pelo rojizo, ausente, como una chica en un anuncio de champú. Se lo piensa un poco—. Sí —dice, al final—. Creo que sí.

—Pues a trabajar.

Paseo por los enormes despachos. Es como un palacio de deportes cuando todo el mundo se ha marchado y se han apagado las luces: escalofriante y vacío.

En un extremo de la caverna, los informáticos siguen discutiendo frente a la puerta de la sala de servidores, comparando los beneficios de Linux frente a los de Windows. Definir el debate como académico, teniendo en cuenta que los ordenadores que comprarán no tendrán que hacer nada, sería fustigar el objetivo de la discusión. Es lo que hacen los informáticos: discutir sobre sistemas operativos. Pedirles que lo dejaran sólo levantaría sospechas de que en Corporación Pitia hay algo raro.

Jess está en otro oscuro rincón, jugando al comecocos. Hay una lata de Coca-Cola encima del aparato, que incluye un asa para sujetar una bebida. Sin levantar la mirada, me dice:

—¿Sabías que una cereza vale cien puntos?

—¿De quién es la cereza? —le pregunto.

Ella sonríe.

Le digo:

—Creo que te encontrarás a Ed Napier el jueves.

—Vale.

—¿Seguro que quieres seguir adelante con esto?

Sin mirarme, responde:

—¿Seguir adelante con qué? —Gira la palanca a la izquierda, y luego hacia arriba. El aparato se tambalea. La Coca-Cola se agita en el soporte.

—Con lo que haga falta.

—Con lo que haga falta —repite—. Una frase muy propia de Silicon Valley.

—Quiero decir que no tienes por qué hacerlo.

Por primera vez, me mira.

—Si no te conociera tanto, diría que estás celoso.

—No estoy celoso —respondo—. Sólo preocupado.

—Pues no te preocupes. —La máquina emite un ruido tipo «ua-ua-ua», lo que significa que el juego se ha tragado el queso de Jess.

—De acuerdo. —Me vuelvo y me marcho.

—Pero te lo agradezco —me dice ella—. Que estés celoso, vamos.

Estoy a punto de contestarle que no estoy celoso, pero me doy cuenta de que las palabras sonarían vacías… y falsas. Así que le digo:

—El jueves. —Y me alejo para unirme al debate de Linux contra Windows que, de repente, me parece bastante entretenido.

Cuando llego a casa por la noche, Toby está en el sofá viendo un combate de pressing catch profesional en el que dos hombres casi desnudos se pegan y se empujan para mayor gozo de los comentaristas.

Cierro la puerta y digo:

—Hola, Toby.

Ni se vuelve. Lleva una semana viviendo conmigo. Lo que al principio parecía una buena idea, una oportunidad para estrechar lazos entre padre e hijo, ha perdido algo de brillo. Toby está limitado por un yeso hasta la rodilla y las muletas, está tomando opiáceos con cerveza y le cuesta moverse. Así que se pasa el día en el sofá mientras yo trabajo. El pressing catch es su nuevo entretenimiento.

Bueno, verlo por la televisión.

A modo de saludo, dice:

—¿Sabes que no se puede bajar el volumen de este televisor?

—Sí, lo sé.

—Molesta —añade.

—¿Quieres salir? —le pregunto—. No sé, a tomar algo, quizá. —Puede que ofrecerle alcohol sea la única manera de sacarlo del piso.

—Jo, papá, me encantaría salir por ahí contigo —dice, todo serio—. Es que no puedo…, ya sabes, moverme.

Me encojo de hombros y lanzo las llaves sobre la mesilla que hay al lado de la puerta. Voy al baño.

Toby dice:

—Ha venido ese mexicano.

Me paro en seco.

—¿Mexicano?

—El casero.

—¿El joven?

—Sí.

—Es árabe —le explico—. Seguramente egipcio.

—Interesante —dice, sin apartar la mirada del televisor, aunque no parece demasiado interesado. En la pantalla, ante los abucheos del público, uno de los luchadores se sube a las cuerdas del ring y se prepara para lanzarse por los aires encima de su oponente, que está tendido en la lona—. En cualquier caso, ha sido un poco cotilla y me ha preguntado un montón de cosas.

—¿Qué tipo de cosas?

—Quién soy y cómo te ganas la vida.

Espero a que continúe. Pero no dice nada más. En el televisor, el luchador vuela por los aires y cae sobre la lona a escasos centímetros de la garganta de su oponente.

Le pregunto:

—¿Y tú qué le has dicho?

—¿Que qué le he dicho? Que eres un estafador y que te dedicas a robarle a la gente el dinero que tanto les cuesta ganar.

—Venga ya —digo, sorprendido y agradecido por su sentido del humor tan oscuro. Sin embargo, enseguida me doy cuenta de que no sé si tiene ese sentido del humor, y añado—: ¿Le has dicho eso?

—No, tonto. Le he dicho que eres un empresario.

—Mucho mejor —le digo.

—Y que así le quitas el dinero a la gente.

Dejo a Toby con su ironía y voy al baño, donde orino y me lavo la cara y las manos. Me miro en el espejo. Parezco cansado. Los días de preparación, en los que te pasas el tiempo esperando y planificando, son los más agotadores. Una vez que entras en acción, la adrenalina se dispara y todo va muy deprisa. Hasta entonces, combates el aburrimiento y el sopor. Me mojo la cara con agua fría.

Vuelvo al salón y me hago un hueco en el sofá al lado de Toby.

—He estado pensando —me dice Toby.

—¿Ah, sí?

—Quizá pueda ayudarte.

—¿Con qué?

—Con lo que estás haciendo. Con tu… ya sabes… tu trabajo.

—¿Mi trabajo? —repito, en un tono estúpido. Me sorprende tanto que se haya ofrecido que no sé qué decir.

Cree que no sé de qué me habla. Que tiene que ser más concreto. Dice:

—La estafa en la que estás trabajando. Puedo ayudarte.

Muevo la cabeza.

—Pero… —Señalo su pierna escayolada—. Estás… imposibilitado.

—Tengo unas muletas. Puedo moverme. Diré que ha sido un accidente esquiando. Mucha gente va por ahí con la pierna escayolada.

Vuelvo a mover la cabeza.

—Pero el objetivo de todo esto es protegerte —le explico—. Ayudarte a que salgas de este lío.

—¿En serio?

—Así que no quiero involucrarte en algo que podría… salir mal.

—Le has pedido a esa mujer que te ayude. A la tía buena.

Se refiere a Jess.

—Pero ella es una amiga.

—¿Y yo qué soy?

—Mi hijo.

Por primera vez, me mira.

—Papá, estás arriesgando tu vida entera por mí. Todavía no te he dicho lo mucho que te lo agradezco.

—Eres mi hijo —repito.

—Pues deja que te ayude. Estás haciendo algo por mí. Deja que contribuya. Ya soy mayor, aunque te niegues a creerlo. Puedo tomar decisiones maduras.

—Toby, si algo sale mal…

—Entonces nos hundimos. Lo sé. Pero, al menos, nos hundiremos juntos. Padre e hijo. ¿No se supone que debe ser así?

Quiero decirle que no, que se supone que el padre debe proteger al hijo. Que el hijo debe subir a hombros de su padre y llegar más lejos que él. Que el hijo debe dejar atrás a su padre.

Sin embargo, me embarga el egoísmo. Me entusiasma la idea de enseñarle mi mundo, un mundo que le he ocultado durante tanto tiempo. Jamás sospeché que quisiera hacerlo, pero su ofrecimiento desata mi deseo y, de repente, quiero enseñárselo todo: las semanas de preparación, el cuidado, la planificación, las habilidades. Durante mucho tiempo, Toby me ha conocido como el perdedor de Lompoc, el criminal que estafó a todos los gordos del Medio Oeste. Ahora tengo la oportunidad de demostrarle lo que realmente soy: un profesional, alguien que ha trabajado muchos años, de hecho toda su vida, perfeccionando un arte.

Con poco entusiasmo le digo:

—Toby, no es una buena idea.

Pero los dos sabemos que esta charla es como la pelea de la televisión, que está lejos de ser una pelea limpia y que, igual que el rubio con el pecho embadurnado con aceite, Toby ha ganado la lucha incluso antes de subir al ring.