La noche de un miércoles de julio, Ed Napier ofrece una fiesta.
Alquila el Hillsboro Aviation Museum, un hangar reconvertido en pequeño aeropuerto donde antiguos Zeros y Spitfires están colgados del techo con cables de acero y donde se celebra una anterior revolución tecnológica mediante reproducciones de pantallas de vuelo, túneles de viento y fotografías de los hermanos Wright.
El objetivo de la fiesta es celebrar el lanzamiento de la empresa inversora de Napier: Argyle Partners. Sin embargo, lo que realmente celebra es lo fabulosa que es la vida aquí en la Península, donde incluso las secretarias ganan setenta mil dólares, donde los universitarios con un plan de negocios pueden conseguir un millón de dólares de inversión después de una comida de cinco minutos, y donde lo único que se necesita para hacerse rico es una actitud de confianza y creerse que «Internet lo cambia todo», una frase que significa nada y todo, pero que, al parecer, se ha convertido en el lema oficial del estado de California.
La fiesta también es la celebración de que Silicon Valley ha entrado en la escena mundial o que, al menos, el resto del mundo ha entrado en nuestra escena. Ahora, incluso gente que jamás ha utilizado un ordenador, como Edward Napier admitió orgulloso a la revista Forbes, tiene un negocio aquí y ha empezado a invertir en empresas tecnológicas. Y seguro que te estarás preguntando cómo elige alguien como Ed Napier dónde invertir si no tiene ningún conocimiento tecnológico. La respuesta es sencilla (como el propio Napier explicó a Forbes): ¿Estos empresarios en cuestión comprenden que «Internet lo cambia todo»? ¿Son gente práctica? ¿Tienen una visión?
Esta noche tengo mi propia visión. Y es la siguiente: llamar la atención, algo para enganchar a nuestra víctima y atraerla. Acudo a la fiesta con Jess Smith y Peter Room. Hemos conseguido las entradas a través de los amigos guerreros de los códigos de Peter. No era difícil, porque todo Silicon Valley estaba invitado: abogados, empresarios, ingenieros, periodistas, relaciones públicas e incluso otros inversores de la competencia. Y, ¿por qué no? Aquí hay dinero para todos. La competencia y los celos están muy pasados de moda; son vestigios de un viejo mundo que existía antes de que «Internet lo cambiara todo».
Jess, Peter y yo nos separamos para cubrir la sala entera. Peter y yo llevamos el uniforme de Silicon Valley: pantalones de hilo y camisa azul. Le pedí a Jess que se pusiera algo más provocativo. Y ha elegido un vestido negro ceñido, con un corte en la pierna y un pronunciado escote. Cuando la veo, sobre todo ese pedazo de muslo blanco y tonificado, desaparecen todas las dudas que había tenido acerca de si sería capaz de llevar a cabo la estafa.
La fiesta se celebra en dos pisos, con una galería que da al hangar. En una esquina, hay una banda de swing tocando, con una atractiva rubia al micrófono y cuatro músicos con sombreros de ala corta que mueven los instrumentos de viento al unísono. En las otras tres paredes, varios grupos de gente se reúnen alrededor de las barras. Las bebidas de la noche son: cabernet para los hombres y chardonnay para las mujeres. Por cierto, las copas son de cristal (no esperes esas baratijas de plástico cuando los gastos corren a cargo de Ed Napier).
Lo localizo al otro lado de la sala. Es alto como una estrella de cine, moreno y atractivo. Como está tan moreno (gracias a navegar por el Pacífico o a las recientes vacaciones en St. Barts), los dientes parecen extraordinariamente blancos y afilados, como instrumentos quirúrgicos. Tiene unos ojos azul claro que, a pesar de que está charlando con un grupo de aduladores, observan la sala como los de un león que vigila la sabana.
—Creo que le conozco —me dice una voz femenina. Se me encogen los testículos. ¿Es posible que la estafa se vaya al garete porque alguna periodista entrometida del Wall Street Journal me haya reconocido como el Rey de la Baraja Dietética?
Me vuelvo. Es Lauren Napier. Lleva un vestido azul marino y el pelo rubio recogido en un elaborado y atractivo moño, sujeto con dos palillos de marfil. Tiene el rostro perfectamente limpio, sin ojos morados o, si los hay, se los han cubierto delicadamente con maquillaje.
—No, no me conoce —le respondo, a modo de aviso.
—¿A qué se dedica, exactamente? ¿Es periodista? ¿Relaciones públicas?
—Soy empresario —respondo, orgulloso. Señalo mi uniforme—. ¿No se nota?
—Creía que todos los empresarios eran jóvenes y brillantes.
—¿Qué le hace pensar que no soy joven?
Se nos une una mujer asiática con una libreta y una grabadora.
—Señora Napier —dice, ignorándome por completo—. Soy Jennifer H. Chin, de Information 2.0.
—¿Qué tal? Buenas noches —dice Lauren Napier.
—¿Qué opina de la fiesta de su marido?
—Creo que es fabulosa —responde ella cerca de la grabadora, para que quede constancia de todo—. Estamos encantados de estar aquí, en el corazón de la revolución tecnológica.
—¿Qué diferencias ha encontrado entre Silicon Valley y Las Vegas?
—Unos diez grados de temperatura.
Jennifer H. Chin se ríe y anota la frase en la libreta. Al final, se vuelve hacia mí.
—¿Y usted es…? —pregunta. Por el rabillo del ojo, veo que Jess pasa por delante de Ed Napier. Menea el culo como un pez volador y se dirige hacia la barra más cercana. Veo que Napier la sigue con la mirada.
—Franklin Edison —respondo—. Mi empresa se llama Pitia.
—¿Y Ed Napier ha invertido en su empresa? —me pregunta Jennifer H. Chin.
—Todavía no —digo—. Pero esperamos que lo haga.
—¿Y a qué se dedica su empresa?
Ed Napier dice algo a sus admiradores, que parecen aplaudir todas y cada una de sus palabras. Dos de los jóvenes, morenos con el pelo negro, que seguramente serán ingenieros hindúes, sonríen y asienten con entusiasmo, como si fuera el mismísimo Ganesha impartiendo una lección sobre el secreto del karma. Ed Napier luce su sonrisa de mil kilovatios, les da la mano a los dos y se dirige hacia el bar, hacia Jess.
—¿Que qué hacemos? —repito, como si la idea de que una empresa tenga necesariamente que hacer algo sea de lo más antigua. Miro fijamente a Jennifer H. Chin—. Me temo que no puedo decírselo.
—¿Va de incógnito? —me pregunta, en plan cómplice.
—Sí —respondo—. Es alto secreto. Pero sé que vamos a cambiar el mundo.
—¿Puedo citar esas palabras?
—No.
—¿En serio?
—En serio.
Se queda un poco desconcertada. En sus veinte meses de carrera, jamás nadie ha rechazado que lo citaran. No sabe qué hacer. Intento echarle un cable:
—Si me deja su tarjeta, quizá la llame cuando pueda hablar de nuestro proyecto.
—¿Lo haría? —dice. Se le ilumina la mirada. Seguro que piensa que, después de todo, puede que el viejo éste tenga una buena historia—. Se lo agradecería mucho.
—Será un placer —digo. Me da su tarjeta. Finjo estudiarla con detenimiento. Me la guardo en el bolsillo de los pantalones. Seguro que más adelante me servirá para enganchar el chicle y tirarlo a la basura.
—Tengo que irme —digo, con un aire de misterio—. Encantado de conocerla, señorita Chin. —Me vuelvo hacia Lauren Napier—. Y a usted también, señorita…
—Lauren —responde ella.
—Lauren —repito.
Lauren Napier dice:
—El gusto es mío. —Me da la mano—. Y buena suerte con lo que sea que está haciendo. Espero que, al menos, cambie mi mundo.
Sonrío y la dejo con Jennifer H. Chin para que responda a las interesantísimas preguntas de la periodista acerca de las diferencias entre las fiestas de Las Vegas y las de Silicon Valley.
Me dirijo hacia la barra donde Jess está esperando que la atiendan. Delante de mí, Ed Napier intenta escabullirse entre la multitud, ignorando las felicitaciones de los invitados e intentando acercarse a ella. Es un depredador a la caza, y el aroma del botín de Jess le resulta irresistible. Al final, cuando está justo detrás de ella, alarga el brazo y le da unos golpecitos en el hombro. Jess se gira. Su reacción es perfecta: un primer momento de enfado, porque cree que algún payaso está intentando ligar con ella; después un momento de identificación y, a continuación, una amplia sonrisa.
Estoy lo suficientemente cerca como para escuchar su conversación por encima de los acordes de la música swing.
—La he visto acercarse a la barra. ¿Puedo invitarla a algo? —dice Ed Napier.
—Iba a pedir una copa de vino —responde Jess.
—Permítame. —Napier hace un ligero movimiento con la mano, lo justo para llamar la atención del camarero, y dice—: Dos chardonnays.
—Enseguida, señor Napier —contesta el camarero.
Napier coge las dos copas y se aleja de la multitud. Ladea la cabeza para que Jess lo siga.
Ahora los tengo a tres metros.
—Creo que la he visto antes —dice Napier. Habla con esa voz alta y rotunda de la gente rica que quiere decir: «Yo hablo y tú escuchas, tanto si te gusta como si no».
—Lo dudo —dice Jess.
Napier le ofrece la mano.
—Ed Napier. —Una encajada de manos.
—Jessica Smith.
—Encantado de conocerla, señorita Smith. ¿A qué se dedica?
—Al márquetin.
—Ah —dice él, como si eso lo explicara todo: por qué es tan guapa y por qué está aquí—. ¿De qué empresa?
—Pitia.
—¿Pitia? No me suena. ¿A qué se dedica?
—Podría decírselo —susurra Jess—, pero luego tendría que matarlo.
—Ya. ¿Ni siquiera una pista?
—Informática paralela masiva.
—Suena bien —dice él—. ¿Buscan inversores?
—¿Se está ofreciendo?
Napier se encoge de hombros, como si le hubieran traído la cuenta de la cena:
—Claro, ¿por qué no?
Jess finge localizarme entre el gentío.
—Hablando del rey de Roma. Aquí está. ¡Franklin! Acércate. —Me hace un gesto con la mano—. Ed, le presento a mi socio, Franklin Edison.
Me acerco y saludo a Ed.
—Encantado.
Napier dice:
—Señor Edison, su socia no ha querido explicarme a qué se dedican, pero suena fascinante.
Miro a Jess.
—Mi socia siempre habla un poco más de la cuenta —digo.
Jess baja la mirada.
—No me ha dicho nada, de veras —me asegura Napier. Jess se vuelve hacia mí y, a modo de disculpa, dice—: El señor Napier está interesado en financiarnos. —Cuando dice la palabra «financiarnos», abre los ojos y habla más despacio.
—¿En serio? —digo. Me vuelvo hacia Jess—. ¿Puedo hablar contigo un momento? —Antes de que pueda decir nada, la cojo del brazo, quizá con demasiada fuerza, y me la llevo a metro y medio de Napier. Él observa nuestra conversación. Le susurro—. ¿Qué habíamos acordado? Nada de gente de fuera.
—Pero tiene dinero.
—No lo necesitamos —respondo—. Todavía no.
Ella hace una mueca que dice que me equivoco, pero que intentar convencerme será en vano. Al menos, aquí y ahora. Volvemos junto a Napier.
—Perdón —digo—. Supongo que algunas cosas todavía no habían quedado claras. Por el momento, no buscamos ninguna financiación externa.
Napier se encoge de hombros.
—No pasa nada. Si cambian de opinión… —Saca una de sus tarjetas y se la da a Jess—. Puede llamar cuando quiera. Dígale a mi secretaria quién es y le pasará directamente conmigo.
—Gracias —dice Jess.
—Ahora, si me disculpan, parece que me reclaman.
Mira hacia el rincón donde están los músicos. Han dejado de tocar y la cantante rubia tiene el brazo extendido, ofreciéndole el micrófono a Napier.
Algunas voces gritan:
—¡Venga Ed, habla! ¡Habla!
Napier se aleja de nosotros y se dirige hacia el otro lado de la sala. Sube a la plataforma y coge el micrófono. Le da un par de golpes con los dedos. El ruido retumba por los altavoces.
Dice:
—¿Hola? —Su voz resuena por los altavoces; una agradable voz de barítono.
Sonríe. La multitud lo aclama.
—Me alegro mucho de que hayáis podido venir esta noche. Tengo entendido que, en cuanto envié las invitaciones para la fiesta, un misterioso competidor europeo envió invitaciones para su propia fiesta, también esta noche… ¡dónde ofrecen el veinticinco por ciento más de alcohol que yo!
El público se ríe.
Napier hace una pausa y observa las caras de la gente. Continúa:
—Bueno, parece que, al menos, he ganado una de las pujas. —Más aclamaciones.
El batería hace sonar los platillos. La gente se ríe.
—Le he prometido a mi mujer que esta noche no pronunciaría ningún discurso —dice Napier—. Así que sólo deseo que disfrutéis todos de la velada. Vais a oír hablar mucho de mi empresa, Argyle Partners, en el futuro. Ahora que ya hemos conquistado Las Vegas, hemos venido a conquistar… uy, perdón, a invertir en Silicon Valley. A invertir en grandes empresas. ¡Empresas que van a cambiar el mundo!
Más aclamaciones. Napier alza el puño en un saludo que dice muy poco de él. Le devuelve el micrófono a la rubia. La banda empieza a tocar When the Saints Go Marching In. No sé si la ironía de asociar a Napier, un magnate del juego de Las Vegas con contactos en el inframundo, con la santidad no resulta obvia para la banda o para alguien más de la fiesta. O quizá sí, y la barra libre contribuye a que la gente lo pase por alto. Napier baja de la plataforma muy satisfecho y enseguida se ve rodeado de admiradores. Eso es lo que hacen unos cuantos millones: te convierten en una estrella de cine.
Jess se vuelve hacia mí.
—¿Cómo lo he hecho?
—Diría que ha picado el anzuelo. Ahora sólo tenemos que tirar del hilo.
Sin embargo, ella me mira e, inmediatamente, sé lo que está pensando. Que nada es tan fácil. Cuando las cosas van demasiado bien es una advertencia. Para salir corriendo.