El jueves, recorro en coche los treinta kilómetros que me separan de Napa Valley. Aquí hay cinco grados más que en la Península. Bajo la ventanilla del coche y me desabrocho los dos botones de arriba del polo. La Ruta 29 accede directamente a la ciudad de Napa que, a pesar del romanticismo de su nombre y de la lógica asociación con el País del Vino, es una ciudad de trabajadores con tres parques de camiones a rebosar de tráilers plateados. Mitad núcleo de trabajadores, mitad terminal de camiones, la ciudad de Napa está en la entrada del valle que lleva su nombre; es donde se detienen a comer los camioneros que van hacia el sur con los camiones llenos de pollos vivos de Petaluma.
Napa también acoge a los que mueven la industria vinícola, los que hacen el trabajo de verdad: los jornaleros y vendimiadores, los vinateros, los limpiadores de piscinas, los camareros. Unos kilómetros más adelante, por la misma carretera, están las grandes mansiones y los viñedos donde los cardiólogos y ejecutivos informáticos adinerados se retiran cuando deciden que ya han tenido suficiente vida urbana cruel y buscan la felicidad embotellando vino con el diseño familiar en la etiqueta.
Sigo por la carretera 29 y dejo atrás la ciudad y los parques de camiones. Dirijo el Honda hacia una pista de tierra por donde pasan pocos cardiólogos. Me lleva a lo alto de las montañas. Subo el monte Vedeer por una polvorienta y sinuosa carretera. Las enormes secuoyas bloquean el sol, con lo que sólo unos intensos rayos de luz llegan al suelo a través de las hojas.
Cuando llego a la meseta, vuelvo a ver el sol. Tardo unos segundos en darme cuenta de que estoy conduciendo por lo que antes era el cráter de un volcán extinto. Ahora está lleno de tierra en la que crecen cientos de acres de viñedos, alineados en unos perfectos enrejados blancos.
Aparco frente a una antigua granja. Un perro viejo y desaliñado duerme en el suelo e intenta que sus enormes patas descansen bajo el círculo de sombra de una acacia. Salgo del coche y cierro la puerta. El perro me mira. Al cabo de un momento, decide que no puedo hacer nada para solucionar sus problemas con la sombra, así que vuelve a bajar la cabeza y cierra los ojos.
—¡Elihu! —exclamo.
Oigo pasos dentro de la granja.
—¡Voy!
En la puerta, aparece un hombre mayor. Lleva una camisa de hilo, desabrochada hasta el ombligo, vaqueros y botas de trabajo. Tiene dos mechones de pelo gris, uno a cada lado de la cabeza, como restos de un buen peinado, aunque ahora le caen hacia abajo, demasiado largos, como si fueran picos desinflados de un sombrero de bufón.
—¿Kip? —pregunta. Abre los brazos y se me acerca. Nos abrazamos. Me da unos golpes en la espalda. Huele a sudor, roble y vino. Se separa y me mira—. Dios mío. —No sé muy bien si es una expresión de alegría o tristeza—. Mírate.
—Gracias —digo.
—Estaba comprobando las barricas. Pasa.
Me acompaña al interior de la granja. Dentro está oscuro y hace frío. Las paredes están cubiertas con barricas de roble. La habitación desprende el revelador olor del ácido maltés: dulce y amargo.
—¿Quieres probarlo? —dice—. Estoy muy orgulloso de éste. —Coge una pipeta— un tubo de cristal alargado y estrecho —que está colgada en la pared y la introduce en el barril por un agujero que hay en la madera. Tapa el tubo con el dedo y la saca. Está lleno de líquido rojo. La sujeta encima de una copa y quita el dedo. El vino cae en la copa. Me la ofrece.
—Salud —dice.
Me lo bebo. Sabe a zumo de uva, con un punto ácido.
—¿Qué te parece? —me pregunta.
—No está mal.
—Como zumo de uva, ¿verdad?
—Más o menos.
—Sí. —Asiente, con un repentino gesto de cansancio—. No se me da demasiado bien.
—No está mal —repito.
—Quizá dentro de unos años —dice él—. Con la edad, todo mejora.
Le devuelvo la copa. La tira al cubo de la basura. No me apetece discutir, aunque hay argumentos de sobra para rebatir esa teoría.
Comemos fuera, bajo el sofocante sol, en una mesa de picnic que hay junto a la granja. El perro se acerca y, con un gruñido, se deja caer a nuestros pies, debajo de la mesa. Elihu sirve la comida: pan francés tostado, queso Brie, aceitunas, jamón curado y una botella de vino. Me sirve una copa y levanta la suya:
—Salud.
—L’Chaim. —Pruebo el vino—. Éste sí que es bueno —digo, con la esperanza de halagarle.
—Es del hijo de puta del otro lado de la montaña. El informático.
—Lo siento.
—Hace un buen vino —responde Elihu, al final—. Quizás algún día…
—Algo por lo que luchar.
Pone los dedos en forma de pistola.
—Algo por lo que luchar, exacto.
Comemos en silencio. Al final, Elihu dice:
—Así que ya eres un hombre libre.
—Sí.
—Hubiera ido a visitarte —dice Elihu—, pero es que el viaje es muy largo.
—No te preocupes.
—Ya soy viejo —me dice a modo de disculpa, por no haber venido a verme a Lompoc.
Le miro a sus ojos reumáticos.
—Lo sé.
Elihu Katz era amigo de mi padre. Cuando éste murió, Elihu me cuidó, me ayudó a organizar estafas, me cubrió las espaldas y me dio lecciones impagables. Una vez, cuando fui tan estúpido de estafar al tipo equivocado, un importante colaborador del fiscal del distrito de San Francisco, Elihu se sacó un as de la manga que guardaba para él: unas fotografías del mismísimo fiscal del distrito con un chico. Elihu me salvó de una sentencia de cárcel segura, así que le debo todo lo que tengo. Aunque, por el momento, no sea mucho.
Se retiró hace quince años y se refugió en lo alto del monte Vedeer para vivir de rentas y cumplir su sueño de producir vino. Ya me dijo por aquel entonces que los tiempos estaban cambiando, que los días de las grandes estafas se estaban acabando, que las víctimas eran demasiado listas, la policía, demasiado agresiva y los demás criminales, demasiado peligrosos. Quería dejarlo mientras todavía fuera una opción personal.
Sin embargo, ha sabido mantener sus contactos en varios grupos de San José y San Francisco, con los que intercambia noticias, actúa como un veterano estadista y como centro de información en el mundo de los timadores.
—Bueno —dice Elihu—, ¿qué puedo hacer por ti?
—Toby tiene problemas —le explico.
—¿Qué clase de problemas?
—Debe dinero. A los rusos. ¿Conoces a Sustevich? ¿El Profesor?
—Un mafioso despiadado —dice. Muerde el pan y arranca un trozo.
—Así que voy a hacer un trabajo.
—¿Quién es la víctima?
—Edward Napier.
—¿El de Las Vegas?
—Ahora está por aquí.
—¿Cuánto?
—Veinticinco.
—¿Sustevich está metido? —me pregunta.
Asiento.
—Algo así.
Elihu se queda pensando lo que acabo de decirle. Se inclina sobre la mesa, coge una loncha de jamón y la pone sobre una rebanada de pan. Toma un bocado.
—Sabes que te pillarán —dice, al final.
—¿Por qué lo dices?
—Demasiados tiburones: Sustevich, Napier. Demasiado entre los dos. Oye, ya puestos, ¿por qué no estafas al presidente de Estados Unidos?
Pongo cara de sorpresa, como si no se me hubiera ocurrido.
—Vaya, ¿está por aquí? —bromeo.
—Aunque consigas el dinero, te encontrarán.
—Utilizaré un botón. Los distraeré.
—Son demasiado listos.
—Se puede hacer.
—Todo se puede hacer —admite Elihu—. La pregunta es si quieres ser tú quien lo haga.
—No tengo otra opción.
—Claro que sí.
—Toby me necesita.
—Toby ya es mayorcito. Toma sus propias decisiones.
—No puedo dejar que lo maten.
—Mételo en un tren y hazle desaparecer unos meses.
—No le conoces —digo.
Elihu se encoge de hombros, como diciendo que tampoco le apetece demasiado.
—¿Qué quieres de mí?
—Unos cuantos nombres. Actores. Tíos para el botón. Tienen que resultar convincentes. Del FBI.
Elihu dice:
—Claro que puedo ayudarte. —Escupe un hueso de aceituna en la mano y lo lanza debajo de la mesa. El perro abre los ojos, esperanzado. Cuando ve que se trata de un hueso, los vuelve a cerrar.
Como si continuara una conversación que ya durara veinte minutos, Elihu añade:
—Napier sale mucho en las noticias últimamente. Por ese casino que está intentando comprar.
—El Tracadero —digo.
—La gente no habla de otra cosa. «¿Lo comprará Napier?». «¿Tiene el dinero para hacerlo?». —Imita las voces de un matrimonio corriente y moliente de una ciudad de provincias corriente y moliente—. «Dios mío, espero que gane su oferta». «¡Madre mía, esos europeos han ofrecido un veinticinco por ciento más!». ¿Sabes una cosa? ¿A quién le importa? ¿A quién le importa si un tío rico compra un casino o lo hace otro tío rico? Sea de quien sea, igualmente irás y perderás el dinero.
—La gente adora a los hombres de negocios —digo—. Son los nuevos famosos.
—¿Qué ha pasado con los viejos famosos?
—Todavía siguen por aquí. Son los nuevos hombres de negocios.
—¿Sabes qué me parece? Napier se ha pasado. Se ha metido en una puja millonaria y no tiene el dinero. Seguramente tendrá que conseguirlo, y deprisa. —Me lanza una mirada pícara—. Aunque ya lo habías imaginado, ¿verdad?
Me encojo de hombros.
—Siempre un paso por delante. —Hace una pausa. Escupe un hueso de aceituna en la mano y lo tira al suelo—. Está bien. Te daré algunos nombres para tu botón.
—Gracias, Elihu —digo—. Y una cosa más.
Me mira.
—Llegado el momento, necesitaré algo de dinero.
—¿Cuánto?
—Sólo será durante cinco días. Como tapadera. Ya tendré el dinero en mi poder, aunque no será líquido.
—¿Cuánto?
—Quince millones. En diamantes.
—Por el amor de Dios, Kip, vas a matarme.
—Sacarás lo de siempre. Cinco por ciento por día.
—¿Qué coño vas a hacer con quince millones de dólares en diamantes?
—Pagaré lo que le debo al tío al que le robaré el dinero.
Elihu menea la cabeza. Se lo piensa.
—Sabes que te trincarán, ¿verdad?
No me molesto en responderle. Aunque él tampoco esperaba que lo hiciera.