He intentado cambiar mi vida de forma radical en tres ocasiones, y en las tres he fracasado, así que quizá ya sea hora de dejar de intentarlo.
Primer intento: cuando tenía veinte años, le dije a mi padre que no iba a seguir sus pasos; que estaba harto de engañar y timar, de tener que ir mirando siempre por encima del hombro por si me pillaban. Así que me matriculé en la City University of New York, en Queens, para estudiar Derecho, porque me parecía que los que perseguían se lo pasaban mucho mejor que los perseguidos.
Mi padre reaccionó con furia, puesto que yo había insultado todo lo que él había conseguido en la vida y, en cierto modo, tenía razón. Dejó de hablarme, pero tuvo que decir la última palabra: empezó a morirse, diría que para molestarme. Se pasó los últimos nueve meses de vida en su piso postrado en la cama, amarillento y apestoso, con lo que mi madre tuvo que buscarse la vida para pagar las deudas que él había ido acumulando, enormes deudas a gente peligrosa. Al final, dejé la universidad y volví a las calles: timos de la estampita, timos del cambio, paneles de rica miel, etc., hasta que devolví todo el dinero que mis padres debían. A los seis meses, ambos murieron, pero, para entonces, ya era demasiado tarde: jamás regresé a la universidad, ni volví a intentarlo. Mi padre ganó, y seguro que, en su tumba, tenía una sonrisa de oreja a oreja.
Segundo intento: fue a los cuarenta y cinco, cuando por fin conseguí tener confianza en mí mismo, veinte años tarde. Miré a mi alrededor a los hombres de éxito que conocía: decentes, que jamás incumplían la ley, que jamás temían a las sirenas policiales que veían en el retrovisor del coche, y me di cuenta de que yo era más listo que ellos. Decidí que yo también podía tener lo mismo que ellos: vidas aburridas, casas en las afueras, en el Westside de Los Ángeles, piscinas en el jardín, dos coches en el garaje. Si esos hombres, insulsos y sin ambición, podían alcanzar el éxito en los negocios, en los negocios legales, yo también podía.
Así que me senté e intenté buscar el negocio perfecto para un hombre honesto: algo con lo que pudiera beneficiarme de las imperfecciones ajenas, de su pereza, su vanidad, su falta de control.
Allí nació la Baraja Dietética.
Imagina que te pagan 49,95 dólares por una baraja de cartas que compras por 89 céntimos a la Shunxin Trading Company de Taipei, ¡en Taiwán! Y después imagina que vendes una baraja de éstas a cada uno de los americanos que sufre sobrepeso, pero que es demasiado vago o estúpido para hacer lo obvio: comer menos y hacer más ejercicio.
Eso era la Baraja Dietética. En los tres primeros meses, vendí doce mil barajas, lo que me reportó un beneficio neto de casi cuatrocientos ochenta mil dólares. Jamás miré atrás.
Pronto llegaron la piscina y la casa en las afueras, y los dos coches en el garaje. Podía enviar a Toby a una escuela privada de Los Ángeles, mi matrimonio con Celia se reforzó. Por fin, las cosas me iban bien.
Entonces, ¿cómo la jodí? Esto es lo más difícil de explicarle a la gente: que yo jamás quise engañar a nadie; que deseaba, por encima de todo, tener éxito dentro de la legalidad pero que, al final, una poderosa e implacable fuerza me acabó traicionando: mi propia naturaleza.
Todo empezó de forma muy sencilla. Descubrí que podía vender la Baraja Dietética mediante anuncios de televisión a altas horas de la noche. Empecé a comprar franjas horarias de televisiones locales: de 3:00 a 3:30 en Muncie, Indiana; de 2:45 a 3:15 en Scranton, Pennsylvania. Fue mágico. Jamás hasta entonces había experimentado la perfección euclidiana del capitalismo, donde cada dólar que invertía en anuncios de televisión en horario de madrugada se convertía en cuatro dólares de beneficio. Los números hablaban por sí solos y la lógica era impecable. Obviamente, ¡tenía que invertir más! ¡Y más deprisa! Cada franja horaria significaba un coche más, o un electrodoméstico nuevo para la casa, u otro año en el colegio St. Alban para Toby.
Sin embargo, pronto descubrí que mi lógica perfecta tenía un defecto. Tenía que invertir dinero antes de obtener beneficios. Los canales de televisión querían dinero, en efectivo y por adelantado, tres meses antes de pasar mis anuncios. El señor Jun Lee An, de la Shunxin Trading Company, también quiso cobrar dos meses por anticipado antes de aceptar enviarme otras diez mil barajas de cartas con dibujitos de bistecs y zanahorias.
Era todo un dilema: cada franja horaria de televisión me costaba quince mil dólares de beneficio, pero antes tenía que invertir treinta mil dólares, al menos de forma temporal, para poder obtener los beneficios. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea más brillante de toda mi vida: permitir que, junto conmigo, otros hombres de negocios emprendedores invirtieran en mi negocio.
Así que empecé a buscar inversores entre mis vecinos y amigos. Participaban como «socios»: invertían veinte mil dólares para comprar una franja horaria. A cambio, recibirían un porcentaje de cada baraja que se vendiera durante su franja. Era un buen negocio para todos: el contable calvo que vivía a nuestro lado podría ganar seis mil dólares, sobre una inversión de veinte mil, en tan sólo tres meses. Mientras tanto, liberado de mis problemas de fluidez de capital, pude comprar cientos y cientos de horas de televisión en todo el país y encargar decenas de miles de barajas. El dinero seguía entrando.
En realidad, el negocio de vender horas de publicidad a socios adinerados pronto desbancó a mi idea original de vender barajas de cartas a los obesos. Y menudo negocio era: los números eran tan contundentes que todo el mundo quería invertir y pronto empecé a recibir una veintena de cheques mensuales de inversores ambiciosos, cada uno por una suma de veinte mil dólares o más.
Y, por supuesto, yo quería cumplir las promesas que les había hecho a mis socios. Era lo único decente que podía hacer. Así que los cheques que recibía en marzo, me ayudaban a pagar a los socios que habían invertido en febrero. Y los de febrero pagaban las inversiones de enero.
Con lo cual, los problemas empezaron en junio. Pronto comencé a tener dificultades para encontrar nuevos inversores que me ayudaran a pagar a los viejos. Y el negocio de vender barajas a los obesos había empezado a decaer. Por algún motivo, no conseguían adelgazar, aunque sólo se comieran tres zanahorias y dos brócolis.
Tienes que entender una cosa: yo jamás quise estafar a nadie. En todo caso, lo arriesgué todo para poder cumplir mis promesas. Sin embargo, pronto empecé a retrasarme con los pagos a los inversores. Para ahorrar, dejé de enviar las barajas a los obesos. A partir de ahí, sólo era cuestión de tiempo. Me detuvieron un día cuando volvía a casa desde el concesionario Mercedes-Benz de Marina del Rey. Quería comprarle un regalo a Toby para su dieciocho cumpleaños, algo deportivo, algo para que entendiera que lo quería. En lugar de eso, fui a la cárcel, y Celia y él celebraron el cumpleaños solos.
La tercera vez que intenté cambiar mi vida fue cuando acepté el trabajo en Economy Cleaners y volví a intentar jugar según la ley, a diez dólares la hora más propinas.
No ha salido tan bien como me esperaba. Al menos, hasta ahora.