En la actualidad se llama Jessica Smith y la dirección que me dio me lleva a Mission Distric, una nave industrial llena de lofts y rodeada de restaurantes salvadoreños y empresas de diseño informático.
Aparco el Honda cerca de una señal en la calle que, a modo de inescrutable lema zen, reza:
«NO APARCAR JUE.
2 HRS DE APARCAMIENTO LUN, MIE, JUE»
Entro en un destartalado ascensor que me sube hasta la tercera planta, y salgo a una zona de recepción un tanto estrecha. En la pared veo un cartel con la silueta de una mujer voluptuosa, como las que ves en las puertas manchadas de barro de esos camiones enormes que recorren la 880. En el cartel se lee: «ARIA VIDEO». Detrás de la mesa de recepción veo a un tipo que debe pesar unos ciento quince kilos. Es negro, lleva la cabeza rapada, un pendiente de diamantes, un anillo de oro y unos enormes músculos visibles debajo de una camiseta totalmente enganchada a la piel. Aunque está sentado, parece algo pasajero, como si en cualquier momento fuera a levantarse, como un terrible boxeador gay, y a abalanzarse sobre mi diminuto culo blanco.
—¿Puedo ayudarle? —me pregunta, con una voz grave como un trueno.
—¿Está Jessica?
—¿Y usted es…?
—Kip. Me está esperando.
El hombre sonríe, con lo que revela un enorme espacio entre las dos palas de delante.
—Muy bien, Kip. Jess dijo que vendría. Vaya a la parte de atrás. Pero no haga ruido. Puede que estén rodando.
—De acuerdo —respondo—. Gracias.
Cruzo una cortina de cuentas y entro en un espacio gigantesco, del tamaño de medio campo de fútbol, iluminado con luces halógenas montadas en el techo en forma de C. Veo a un chico hispano joven que sujeta un panel reflector blanco junto al suelo. Tiene la mirada perdida y parece totalmente ajeno al hecho de que, a unos escasos tres metros, en medio de la habitación, hay una mujer preciosa desnuda (rubia, delgada y con unas tetas de silicona enormes), tirada encima de un sofá, masturbándose.
Al otro lado de la habitación hay otro grupo de personas, igualmente ajenos a la chica que se masturba. Pululan por allí, mirando la hora, comprobando la luz, metiendo y sacando la batería de las cámaras.
Localizo a Jessica en medio del barullo. Está distinta de como la recordaba. De hecho, yo la recordaba como la chica del sofá: desnuda, tendida y rezumando, entre otras cosas, sexualidad. Ahora, en cambio, es morena, no rubia; está de pie, no tendida, y lleva un conservador traje gris oscuro con el que pasa más por banquera que por directora de cine pornográfico. Lleva el pelo corto, con un corte escalado a capas a la altura de los hombros, y su cuerpo de infarto está más definido y esbelto, por la ropa, la dieta y el ejercicio, de modo que parece menos un escaparate y más una promesa. Irradia una sensualidad serena, como la voluptuosa madre de la asociación de padres y profesores cuyos comentarios sobre los deberes y las actividades extraescolares reciben el caluroso aplauso de todos los padres del auditorio del colegio.
Uno de los cámaras le ofrece el visor. Ella se acerca y comprueba la toma. Asiente.
Cuando empiezo a acercarme a ella, del otro lado de la habitación se oye una voz que grita:
—¡Tenemos madera!
Como un grito de «¡Fuego!», en medio del bosque por parte de los guardabosques, ese grito resuena en aquel cavernoso espacio. Otro hombre grita de forma frenética:
—¡Madera! ¡Madera!
Los cámaras vuelven a su posición. Se encienden los focos halógenos. El chico hispano levanta el reflector. La rubia deja de masturbarse y se arregla el pelo.
Ahora entiendo el motivo de tanto revuelo. Un hombre se levanta, desnudo, con una increíble erección. Todo el equipo de producción estaba esperando que descansara y recuperara todo su esplendor para rodar la siguiente escena.
—¡Madera! —grita Jessica—. ¡Vamos allá!
—¡Rodando! —grita un cámara.
El hombre con el pene descomunal se dirige hasta el centro de la habitación donde, con retraso, veo un escenario que representa una habitación de residencia universitaria. Detrás de la rubia, en la pared, veo unas cuantas banderolas colgadas, nada menos que de Harvard, y unos libros en el suelo. Veo que uno de ellos es Guerra y paz de Tolstoi. Que nadie vuelva ni siquiera a insinuar que el surrealismo ha desaparecido del cine.
—Vamos, desde «Fólleme, profesor Johnson».
La rubia dice:
—Fólleme, profesor Johnson.
—Ahora mismo —dice el hombre desnudo, mientras se acerca a su recostada alumna—. Y hoy voy a ser muy estricto con las notas.
—Uy, sí —responde la rubia.
Uno de los cámaras entra en escena con la betacam al hombro. Se arrodilla junto al actor y, con aquel pene en erección a escasos centímetros de la cara, dirige la cámara hacia los genitales de la chica, que servicialmente los exhibe con los dedos.
—Muy bien —dice Jessica Smith, muy seria—. Y ahora un poco de magia.
La conocí hace dieciocho años, cuando era una chica de compañía que no tenía ni veinte años.
Estaba desesperado. Necesitaba retener a una víctima en la ciudad mientras acababa de desplumarlo. La manera más segura de asegurarte de que un tipo se quede es la promesa de un buen polvo. Cogí las Páginas Amarillas y empecé a llamar a números de chicas de compañía y les pedí que me enviaran a una chica a la habitación del hotel. Rechacé a las cuatro primeras candidatas porque no me parecieron adecuadas por distintos motivos (drogadas, golpeadas, negras —no están bien vistas en Boise—, o directamente estúpidas), hasta que la suerte me sonrió y por fin conocí a la mujer a cuyo lugar de trabajo acudo hoy. Aunque claro, entonces se llamaba Brittany Diamond, era rubia, tenía unas tetas de silicona de la talla ciento veinte, llevaba medias de rejilla y olía a chicle.
La noche que se presentó en la habitación del hotel le dije que no quería sexo con ella. Sólo quería que, a cambio de mil dólares, fingiera enamorarse de un contable de Boise que se estaba quedando calvo. Hizo su papel de forma brillante. El contable se quedó en la ciudad, con lo que tuve tiempo de conseguir sus datos bancarios y organizar la redada del FBI falsa que lo asustó y lo envió de vuelta a casa. Al final, se marchó, cien mil dólares más pobre, cagado de miedo y con la certeza de que iría a la cárcel de por vida.
Para mí y para Brittany, aquello fue el principio de una relación laboral que duró, más o menos, diez años. Al principio, hacíamos el timo de la estampita, y ella representaba el papel de la chica guapa que se encuentra la sospechosa bolsa de dinero. Después, organizamos innumerables timos del panal de rica miel, donde atraíamos a abogados y ejecutivos mediante un anuncio clasificado en los periódicos donde ponía «mujer busca relación sexual sin ataduras». (Hay estafas que son tan sencillas como esto, ya que la víctima, que suele ser un hombre casado, te envía cartas que luego tú utilizas para hacerle chantaje).
Sin embargo, con los años nos fuimos distanciando. El principal problema, claro, era mi mujer. Celia enseguida empezó a sospechar de aquella preciosidad a la que presenté como mi «asistente de ventas». (Durante los diez primeros años de matrimonio, Celia creyó que yo trabajaba para Caterpillar como director de ventas regional responsable de un equipo industrial que arrendábamos por el sureste de Estados Unidos).
No obstante, el mayor problema fue la propia Brittany. Después de los primeros años, la novedad de estafar a hombres de mediana edad desapareció. Se hartó de sufrir por si la encerraban en la cárcel o la mataban. Quería una carrera larga y legal. De modo que, sin ni siquiera anunciar oficialmente que nos separábamos, lo hicimos. Fue de forma gradual, así que empezamos a vernos con menos frecuencia, a hablar con menos frecuencia, hasta que, al final, nos dimos cuenta de que simplemente éramos conocidos, no socios, y de que no nos debíamos nada.
Se oscureció el pelo, se cambió el nombre y redujo su talla de pecho. Hoy, Jessica Smith, como se ha rebautizado, es una mujer de negocios en el mundo de la pornografía: es directora y productora de grandes clásicos del género.
Han pasado cuatro años desde la última vez que la vi. Vino a visitarme a Lompoc una vez, aunque fue un poco incómodo. Pude leerle la mente mientras miraba el frío acero de la cárcel: se alegraba de que fuera yo y no ella quien estuviera detrás del cristal.
No la he vuelto a ver, ni he sabido nada de ella, desde aquel día. Hasta la llamada de anoche.
Más tarde, mientras los actores y el equipo esperan el próximo turno de madera, me reúno con Jessica Smith en su despacho, una pequeña habitación con un ficus, una mesa de Ikea y librerías llenas de cintas VHS que, seguramente, deben ser sus propios productos.
—¿Quieres un poco de agua? —me pregunta.
—¿Del vaso o de una botella sellada?
—Muy gracioso. —Alarga el brazo hasta la mininevera que tiene debajo de la mesa, saca una botella de agua y me la lanza. Me ve analizando la botella y me dice—: Está sellada.
La abro y bebo un sorbo. La miro.
—Tienes buen aspecto —le digo, al final.
—¿En serio? —Se toca el pelo, como un ama de casa sorprendida por un cumplido que no ha oído en años. Por un momento, creo que es pura ironía, pero después compruebo que está sinceramente agradecida.
—En serio —insisto, puesto que estoy haciendo progresos.
—¿Y tú? —me pregunta—. ¿Cómo estás?
—Voy tirando.
—Por fin has salido.
—No puedes encerrar para siempre a un hombre bueno.
—¿Ahora eres un hombre bueno?
—Temporalmente.
Me observa: la cara, el pelo, la barriga.
—Estás… bien.
Ignoro la mentira obvia.
—¿Qué tal el negocio?
—Bastante bien. —Asiente, como para convencerse—. Sí, va bien. El mes pasado me dieron un premio AVA.
—¿Por qué película? ¿Rasurar al soldado Ryan?
—Muy gracioso —responde—. Aunque, para que lo sepas, ésa es una peli gay. Me resulta interesante que te suene ese título en concreto.
—Me han impresionado mucho tus dotes de directora ahí fuera. —Agito la mano hacia el escenario de Harvard—. Joder, la universidad ha cambiado mucho desde mis tiempos de estudiante.
—No seas malo.
—Lo siento. —Y es verdad. Lo cierto es que estoy celoso. Jessica consiguió dejarlo y jamás fue a la cárcel. En lugar de eso, empezó a trabajar de forma legal y ahora se gana un buen sueldo con Aria Video. A mí, en cambio, el primer intento por hacer las cosas de forma legal me llevó a Lompoc y, el segundo, me tiene ocho horas al día en una tintorería. Añado—: Es que siento un poco de lástima por mí mismo.
—No lo hagas —responde ella—. No te pega.
Sonríe. Todavía sigue siendo muy guapa, pero el paso del tiempo le ha dejado huella en el rostro: las patas de gallo alrededor de los ojos, la piel del cuello. Me pregunto si será la indicada para la estafa. Si será capaz de seducir a Edward Napier, atraer su atención, meterse desnuda en su cama y ganarse su confianza.
—¿Qué miras? —me pregunta.
—Nada.
—Me estás mirando de una forma rara. —Entrecierra los ojos—. ¿Qué pasa? Piensas que estoy vieja.
—No es verdad.
—Mira, Kip —dice—, tú sí que estás viejo. Yo sigo estando como un tren.
Levanto las manos a modo de rendición.
—Vale.
—¿Lo has entendido?
—Sí.
Aunque han pasado cuatro años, parece que jamás nos hubiéramos separado. Al otro lado de la mesa, no veo a una puta o a una estafadora, sino a la persona (ahora me doy cuenta) con la que quiero sentar la cabeza: una mujer de treinta y seis años que está dispuesta a pedir comida china a domicilio una noche de lluvia, a acurrucarse junto a mí frente al televisor, a mirar una película y quedarse dormida en mis brazos.
Me pregunto si hay algún modo de ir desde donde estamos a donde me gustaría que estuviéramos. Ése ha sido siempre el problema. Sé donde estoy y sé donde quiero estar. Pero el misterio es cómo llegar de un sitio a otro.
—¿Cómo está Celia? —me pregunta.
—Divorciada.
—¿De cuántos?
—Sólo de mí. Ahora vive con otro hombre. Se llama Carl.
—¿Más guapo que tú?
—Probablemente. Más listo, seguro.
—Bueno, eso no es muy difícil. ¿Todavía tienes el dinero de la Baraja Dietética?
—No.
—¿Y de algún otro sitio?
Me encojo de hombros de forma evasiva.
—Ah, por eso has venido.
—Espera un segundo. Fuiste tú quien me llamó.
—Pero te conozco, Kip. Jamás hubieras venido a la ciudad a menos que quisieras algo. —Ladea la cabeza y me mira fijamente. Con la voz más suave, añade—: ¿Quieres algo?
Lo que quiero, en este preciso momento, es casarme con ella. Pero digo:
—No.
—Déjame adivinar —me dice—. Una estafa.
—Bueno, vale —respondo, puesto que no es el momento ni el lugar más indicados para una proposición de matrimonio—. Tengo algo entre manos. Y necesito una chica. —Me corrijo—. Una mujer. —Vuelvo a corregirme—. Una chica —digo, al final, porque imagino que esto la halagará más—. Y como anoche llamaste… —Lo dejo ahí.
—Creía que ahora eras bueno.
—Y lo soy. —Me lo pienso—. Bueno, lo era.
—¿Qué ha pasado?
—Toby.
—¿Toby?
—Mi hijo.
—Que tiene… ¿qué, doce años?
—A veces —digo, y me encojo de hombros—. Pero, oficialmente, tiene veinticinco.
—Por Dios —dice—. Eres un viejo fósil.
—Gracias. ¿Quieres casarte conmigo?
Jamás sabré la respuesta porque antes de que podamos terminar esa irónica conversación, alguien llama a la puerta. El recepcionista negro y calvo se asoma al despacho.
—Jessica —dice, en el tono relajado y respetuoso que alguien utilizaría para anunciar una visita—, tenemos madera.
—Gracias, Levon. Voy enseguida.
Levon se marcha. Jess se vuelve hacia mí.
—Kip, tengo que irme.
—¿Se han izado las banderas?
—Qué ingenioso. No lo había escuchado nunca.
—¿En serio?
—No —responde—. Lo he oído cientos de veces. Sólo esta semana. —Se levanta de la silla—. Me alegro de haberte visto, Kip.
—¿Ya está?
—¿El qué?
—¿Esto es todo? ¿Ya hemos terminado?
—Tengo que volver al trabajo. Estas banderitas hay que aprovecharlas… ya sabes cómo funciona.
Ya ni me acuerdo. Pero digo:
—En serio, Jess…
—Vale —dice—. Lo haré.
—¿El qué?
—El trabajo, la estafa. Lo que sea. Has venido por eso, ¿no? Entonces, de matrimonio nada. Quizá lo intente otro día.
—Sí, he venido por eso.
—Sé que no me lo pedirías si no fuera importante. Seguro que no querrías que arriesgara todo esto. —Hace un gesto hacia todo su despacho: la mesa de Ikea, el ficus, la mininevera. Como siempre, no sé si lo dice en serio o en broma. Hace una pausa—. Porque es importante, ¿no?
—Toby está metido en un lío —le explico.
—Entonces, cuenta conmigo.
—¿No quieres saber qué…?
—Sólo te pido que no me hagas ir a la cárcel.
Asiento.
—Lo prometo.
—Eso me vale. —Se va hacia la puerta y la abre—. Tengo que rodar este frontal. ¿Quieres quedarte?
—No, gracias.
—No te culpo —me dice. Me da un beso en la mejilla y se va hacia el set de la película.
Seguro que te debes estar preguntando si alguna vez he mantenido una relación con Brittany Diamond, o con Jessica Smith. Hubo una noche, en Santa Barbara, hace trece años. La víctima de nuestra estafa, el propietario de una cadena de tiendas de alimentación en Nevada, se puso nervioso y no se presentó a la cita con la «mujer en busca de relaciones sin compromiso». Solos en el hotel, de repente sin compromiso ninguno de los dos y con una cálida brisa que agitaba las hojas de las palmeras de fuera, hicimos el amor en las frías sábanas y nos dormidos abrazados. Por la mañana, me desperté con un nudo en el estómago y supe que había cometido un error terrible, que lo había arruinado todo al tratar a la mujer más importante de mi vida como a un ligue de una noche. Ella debió de sentir lo mismo porque, aunque jamás hablamos de lo que pasó esa noche, no volvimos a acostarnos nunca más. Debió de ser una decisión mutua.
Eso sí que es una muestra de amor maduro y profundo, ¿no te parece? Pensar los dos lo mismo y actuar en consecuencia sin intercambiarnos ni una sola palabra. ¿Qué otra cosa puede ser, si no amor?
Sin embargo, uno tiene que preguntarse acerca de esa llamada.
No has tenido noticias de una mujer en cuatro años y, de repente, cuando estás preparando una estafa, te llama para saludarte. ¿Qué posibilidades hay de que sea una mera coincidencia?