La noche empieza con una llamada a Peter Room, mi programador informático. Parece sorprendido de escuchar mi voz. Llevo tanto tiempo evitándolo, porque no podía pagarle su trabajo en MrVitamin.com, que mi repentina llamada le debe parecer una milagrosa aparición del arcángel Gabriel.
—¿Kip? —me pregunta—. ¿Qué pasa?
—Te debo dinero —le digo—. Lo tendré en unos días.
—Ah, tranquilo, no pasa nada. —Peter forma parte de la élite de programadores de Silicon Valley. A diferencia de otros chicos de su edad, que tienen trabajos fijos en empresas, estos marines de la informática se lanzan en paracaídas de trabajo en trabajo, donde les hacen un contrato temporal: unos salvavidas muy caros cuya misión es dar un giro a un proyecto que falla, o cumplir una fecha límite, o reescribir un programa después de un lanzamiento chapucero. Cobran unos sueldos impresionantes (doscientos o trescientos dólares la hora) y algunos incluso tienen agentes, como los deportistas profesionales, que les hacen publicidad y venden los servicios de sus clientes al mejor postor.
Estos trabajos de programación duran un mes, o dos o tres como máximo, y luego desaparecen del mundo laboral y de los cheques durante seis meses para surfear en Oahu, escalar en Nepal o quedarse sentados sin hacer nada en su piso de Palo Alto, hasta que el dinero empieza a escasear y se ven obligados, en contra de su voluntad, a encontrar otro trabajo y volver a empezar el proceso.
Las llamadas de Peter reclamándome los varios miles de dólares que le debo de MrVitamin empezaron hará unas tres semanas. Supongo que fue cuando comenzó a notar la escasez de fondos y lo estaba intentando todo (incluso sueños imposibles, como pretender que yo le pagara) para retrasar unos meses más lo de tener que buscarse un trabajo.
Ahora, de repente, ya no me mete prisa cuando lo llamo para pagarle. Lo que significa que ya tiene un trabajo nuevo.
—Tranquilo, Kip —me dice—. Tío, ya me pagarás cuando puedas.
Esa repentina indulgencia son malas noticias para mí y mis planes. Lo necesito hambriento.
—Sabes que soy un hombre de palabra —le digo—. Te debo dinero y lo tengo todo listo para pagarte. —De hecho, me digo: «Casi listo, vaya». Lo haré cuando reciba la transferencia de Sustevich, dentro de unos días. Sin embargo, le ahorro los detalles—. Además, quería verte —añado—. Tengo un nuevo proyecto y necesito unos consejos.
—Oh, vaya —dice Peter Room—. Malas noticias, tío. Acabo de empezar en un sitio nuevo. ¿Sabes esa empresa con la que Linus se ha asociado? ¿Todo en plan top secret? ¿Qué quieren salir al mercado dentro de tres meses?
—Sí, claro —miento.
—Bueno, pues no podrán —me dice Peter, como si esa información me interesara en lo más mínimo.
—No me digas…
—Pero bueno, he firmado con ellos hasta septiembre. Ya no estoy en el mercado.
—Me parece perfecto. No pretendía contratarte. Este trabajo no es exactamente… —dejo la frase en el aire. En voz baja, con un tono lleno de insinuación, añado—: Legal.
—¡Me tomas el pelo!
—Sólo necesito unos consejos. Nada más. Quizá tú puedas indicarme por dónde empezar. Con todo el rollo tecnológico, claro.
Como suponía, la insinuación de que estoy planeando algo ilegal despierta el interés de Peter. Se ha pasado la vida delante de una pantalla de ordenador escribiendo códigos. Lo más ilegal que ha hecho ha sido fumar de una pipa del tamaño de un saxofón. Soy su único y débil vínculo con un mundo oscuro y emocionante. Tengo la sensación que saca mi nombre a relucir cada vez que tiene la oportunidad de impresionar a una mujer. «¿Sabes ese tío de la Baraja Dietética? —debe de decirles a las chicas en esos deprimentes bares que frecuenta—. ¿El que fue a la cárcel? Pues trabajé para él durante un par de años. Prácticamente éramos socios».
—Claro que podemos vernos —me dice Peter, un poco emocionado.
—¿Seguro? Sé que acabas de empezar con un trabajo…
—Bueno, sólo será una reunión, ¿no? Sólo buscas consejo.
—Exacto.
—¿Qué te parece en Zott’s, dentro de una hora? —propone Peter.
Zott’s es un bar que queda entre Palo Alto y ninguna parte. Literalmente. En un extremo de la ciudad hay una zona de terreno que no es de Palo Alto ni de Portola Valley. Es una franja de campo verde que bordea las estribaciones de la tierra, una zona de reservas naturales al aire libre mantenidas por el Estado. No se puede construir nada, ni siquiera un sendero o una verja. Las pocas estructuras que existen las levantaron hace veinte años, cuando llegaron de Sacramento las fanáticas leyes verdes. No hay ningún otro edificio en varios cientos de metros a la redonda.
Al principio, Zott’s era un establo donde los caballos dormían y defecaban. Durante la época de la ley seca, lo compró la familia Zotarelli y se convirtió en un bar donde acudían los estudiantes de Stanford. En una época en que se consideraba a los inmigrantes italianos recién llegados sucios y peligrosos, y se decía que su idioma era irremediablemente exótico, los delicados hijos de los magnates del ferrocarril que iban a Stanford redujeron el nombre de su nuevo refugio a Zott’s. Y durante generaciones el nombre se ha mantenido, así como el bar, casi igual que en 1880. Todavía hay un abrevadero y enganches para los caballos cerca de la puerta. Dentro, el suelo está cubierto de hojas, ramas y barro.
Esta noche está lleno de chicos de Stanford, sentados a las mesas y mirando un partido de béisbol de los Giants en el televisor que hay detrás de la barra. Localizo a Peter Room en la esquina, esperándome. Es pelirrojo y lleva el pelo largo, recogido en una cola de caballo que le llega por debajo de la mitad de la espalda. Tiene pecas y los dientes salidos, como un conejo. Lleva una camiseta negra con el mensaje: «Guerrero de los códigos». En cuanto lo veo, creo que es perfecto para el papel. No puedes inventarte a un tipo como él.
Me ve y me saluda con la mano. Me siento frente a él y nuestras rodillas se tocan.
—¿Qué tal, Kip? —dice. Veo que ya ha pedido una cerveza.
—¿Quieres una cerveza? —le pregunto, de todas formas, interiormente aliviado de que quizá pueda salir de esta reunión de trabajo pagando sólo una copa. Llevo quince dólares en la cartera, y tiene que durarme hasta que abra la nueva cuenta y reciba la transferencia de Sustevich.
—No, ya tengo una.
—Vale —respondo—. Espera un momento.
Me levanto y me acerco a la barra. En Zott’s, el camarero también cocina los cuatro platos que ofrecen. Tiene cuatro grifos de cerveza de barril a un lado y una parrilla llena de hamburguesas en el otro. Es un hombre de mediana edad y lleva un delantal lleno de grasa encima de su voluminosa barriga. Las manchas del delantal tienen forma de dedos. Tengo la sospecha de que no se lo quita en sus visitas al baño.
Sin embargo, y a pesar de todo eso, de repente estoy hambriento. No he comido nada desde esta mañana. Y ahora que sé que no tengo que comprarle nada a Peter, me ha venido un antojo. Así que pido una hamburguesa con queso y una cerveza.
—¿Quiere patatas fritas? —me pregunta el camarero.
—¿Se pagan aparte?
—Sí. Cincuenta céntimos más.
—Entonces no, gracias.
Vuelvo junto a Peter con la cerveza y un pequeño mantel de papel para poner encima la hamburguesa. Veo que Peter se lo queda mirando.
—¿Querías una hamburguesa? —le pregunto.
—Supongo que no.
—Bueno —digo, cambiando de tema—. Gracias por venir.
—De nada. ¿Qué tal todo? ¿Cómo te ha ido? Desde… ya sabes.
Se refiere a la cárcel.
—Voy tirando.
—¿Y cómo va MrVitamin? Me encanta la idea.
—Va bien —respondo. Me lo pienso dos veces—. Bueno, aunque no tan bien como esperaba.
—¿Tienes ventas?
—Un par de botellas al día.
—Es un principio —dice, para intentar animarme.
Sí claro, es un principio, pero para volver a Lompoc.
—Sí —digo—. Supongo que sí.
—Te admiro mucho por lo que estás haciendo. Empezar de cero.
Cuando conocí a Peter hace seis años, era un crío que estaba acabando la carrera en Stanford y que vivía en una residencia de estudiantes con un globo de papel a modo de lámpara en el techo. Entonces, yo era un hombre de éxito que ganaba un millón de dólares al mes y que vivía en una mansión estilo Tudor de cuatro habitaciones. Mi trabajo era animarlo. Ahora se han intercambiado los papeles. Él gana una cantidad de seis cifras cualquier día que decide trabajar, y mi vida en la actualidad consiste en intentar ignorar la peste a sudor cuando un cliente trae un traje a la tintorería.
—Empezar de cero es complicado —le digo. Quiero hacer algún tipo de esfuerzo para explicarle por qué estoy a punto de realizar otra estafa. Quiero explicarle que no puedes huir de tu destino, que tu naturaleza es algo que no puedes escoger, que tu vida ya está escrita desde el día que naces. Sin embargo, lo mejor que se me ocurre decir es—: Vayas donde vayas, allí estás.
Parece una pobre filosofía inspirada en la marihuana. Algo con lo que Peter está muy familiarizado.
—Sí —responde—. Dímelo a mí.
—Pero bueno, por eso quería hablar contigo. Necesito unos consejos.
—Claro.
—Antes que nada, quiero que me des tu palabra de que esto no saldrá de aquí.
—Sí, claro.
Peter intenta mantener un rostro desinteresado, pero no puede evitar telegrafiar su interés: se echa hacia delante y se le tensa la piel alrededor de los ojos.
—Estoy pensando en hacerme con algo de dinero.
—El dinero está bien —responde Peter.
—No, quiero decir que voy a cogerlo. Coger el dinero de alguien.
—¿Eso es legal?
Lo miro con una mueca. Enseguida se da cuenta de la estupidez de la pregunta y añade:
—¿De quién?
—Un tío muy malo.
—¿Quién?
Ignoro la pregunta.
—Y estoy intentando encontrar a varias personas que puedan ayudarme. Estaba pensando que seguro que conoces a algunos colegas tuyos que conozcan a otros colegas.
—¿Qué tipo de colegas?
—Informáticos. Gente que pueda hablarme de… asuntos de seguridad.
—¿Piratas?
—Bueno, en realidad, no tienen que piratear nada. No tienen que hacer nada ilegal. Sólo tienen que fingir. Tienen que tener mucha labia. Tienen que comportarse como piratas informáticos. Más que nada, tienen que fingir.
Ésta es la parte complicada de la historia: explicarle a Peter que su parte del trabajo no implica nada descaradamente ilegal. Los tipos como Peter todavía hablan con sus padres una o dos veces a la semana. Tienes que garantizarles que jamás tendrán que dar explicaciones de nada desagradable como, por ejemplo, por qué decidieron participar en una trama ilegal que los enviará a la cárcel. Hasta ahora, todo lo que le he dicho podría solucionarse con una llamada de arrepentimiento a los padres: «Mamá, papá: me dijo que no hacía nada que fuera en contra de la ley. Me dijo que sólo tenía que fingir».
Peter dice:
—¿De qué estamos hablando? ¿Es algo parecido a la Baraja Dietética?
—Uy, no. En absoluto. —Quiero dejar la Baraja Dietética fuera de la mente de Peter. Lo asocia, aunque con bastante razón, por cierto, a mis cinco años en una prisión federal en el sur de California—. No tiene nada que ver con la Baraja Dietética. La Baraja Dietética fue una idea horrible.
Lo irónico es que jamás me planteé la Baraja Dietética como una estafa. Yo sólo estaba intentando llevar un negocio legítimo. Lo que provocó mi caída fue mi deseo de triunfar con una empresa legal. Llevar a cabo una estafa es mucho más fácil, y menos arriesgado. Te metes en la estafa con un plan, una estrategia exacta e inamovible, y con una escapatoria. Te ciñes al guión. Hacer las cosas según las reglas es mucho más difícil. Siempre surgen tentaciones: hacer más, pagar menos, reinterpretar las reglas. Sin un plan, la naturaleza humana toma las riendas.
Y esto es demasiado para explicárselo a Peter. En lugar de hacerlo, le digo:
—La Baraja Dietética fue un error porque se trataba de una empresa en funcionamiento. El trabajo del que te hablo durará, como máximo, seis semanas. Y luego ya está. Desaparecerá antes de que nadie se entere.
—Ya —responde él. Se lo piensa unos segundos—. Supongo que conozco a algunas personas.
—Tienen que ser buenos chicos. De confianza. Se ganarán una buena pasta, así que les saldrá a cuenta.
—¿Cuánta pasta? —me pregunta Peter, haciéndose el desinteresado.
—¿Para los informáticos? No sé. Quizás un millón de dólares.
—¿Un millón de dólares?
Finjo que lo he entendido mal, que se queja porque le parece poco.
—Bueno, por trabajar seis semanas.
—Ya, claro —dice Peter.
Levanto la mirada y veo al camarero con el delantal sucio junto a la mesa. Lleva un plato de cartón con la hamburguesa con queso.
—Aquí tienes —me dice. La deja en la mesa.
—Gracias —respondo.
Señala el vaso casi vacío de Peter.
—¿Te pongo otra?
Peter todavía está pensando en el millón de dólares y la posibilidad de participar en mi emocionante mundo… con un papel poco arriesgado. Tarda en contestar.
Sé que llevo otros cinco dólares en el bolsillo y que cada vez parece más probable que Peter acabe mordiendo el anzuelo. Así que puedo permitirme ser generoso. Le digo al camarero:
—Sí, tráele otra. Invito yo.
El hombre asiente y se marcha.
—Pero bueno —le digo a Peter—. No quiero presionarte para que me des ningún nombre ni ningún teléfono ahora mismo. Vete a casa y piénsatelo, si quieres. Haz algunas averiguaciones. Aunque te pido que no des demasiados detalles sobre el trabajo.
—Vale.
Tiene la mirada clavada en la mesa. Ahora mismo está manteniendo una pelea interna con sus emociones. Le duele que no le haya pedido personalmente que participe; está emocionado ante la perspectiva de formar parte de mi aventura; le da vergüenza ofrecerse voluntario; está asustado por las consecuencias.
—Es una lástima que no puedas hacerlo tú —le digo. Cojo la hamburguesa y le clavo un bocado. Con la boca llena, añado—: Habrías sido perfecto.
—¿Por qué no puedo hacerlo?
—Tienes otro trabajo. Me lo acabas de decir.
—Sí ya, pero… —dice. Se lo piensa—. Apenas acabo de empezar. Podría dejarlo.
—Además, Peter, no quieres involucrarte en estas cosas. —Señalo su camiseta con la barbilla—. Eres un guerrero de los códigos.
—Sí, pero puedo hacerlo.
—Verás —digo, con un poco de crueldad—, en realidad el trabajo no consiste sólo en fingir. La persona que busco tendrá que escribir códigos reales. Voy a necesitar un software bastante impresionante. Y tiene que estar listo enseguida. Tendremos que engañar a varias personas muy inteligentes. El trabajo requiere una combinación de habilidades. Actuar, codificar y pensar con rapidez.
—Puedo hacerlo, Kip —me dice—. De verdad que sí.
—No sé, Peter. No eres exactamente en quien estaba pensando.
—Lo haré —insiste.
—Ya sabes que existe una posibilidad de… —digo. Dejo la frase en el aire. Pero él ya sabe a qué me refiero.
—De que algo salga mal. —Asiente con la cabeza—. Lo sé.
—Existe un factor de riesgo.
La espina que llevo clavada en la conciencia. En mi mundo, esas cinco palabras podrían contar como Pillada Total.
—Lo sé —dice Peter.
—Pero es un millón de dólares para ti —le digo—. O para quien lo haga.
—Lo haré yo.
—Si estás dentro, estás dentro. Si te arrepientes, perjudicarás a muchas personas, entre ellas yo.
—Estoy dentro.
—¿Entiendes lo que estás aceptando hacer?
Por primera vez, sonríe. Está relajado porque entiende que lo estoy dejando participar.
—No mucho, la verdad —admite.
Admiro su sinceridad. Tendré que trabajar en eso, quitarle esa mala costumbre.
—De acuerdo —le digo—. Estás dentro.
En ese momento llega su cerveza y mis últimos cinco dólares desaparecen.
A las diez de la noche, por fin consigo que Celia responda al teléfono. Estoy en mi casa, viendo un capítulo viejo de Cheers que, como no tengo botón para bajar el volumen con el mando a distancia, está demasiado alto. Estoy tirado en el sofá y llevo un buen rato llamando a casa de Celia cada diez minutos y colgando cuando salta el contestador y me dice que Carl y ella no están y que deje un mensaje.
No entiendo dónde pueden estar. Si está cuidando a Toby, que tiene la pierna rota y dos costillas fracturadas, no puede encontrarse muy lejos. Y, sin embargo, no ha respondido al teléfono en las últimas ocho horas.
Al final, responde a la décima llamada.
—¿Sí?
—Hola, soy yo. —De repente, me doy cuenta de que ya hace ocho años que nos separamos, así que tengo que darle más información—. Kip.
—¿Has llamado?
—No.
—Pues tengo delante el identificador de llamadas y has llamado… —Hace una pausa. Me la imagino inclinándose encima de la satánica pantalla del identificador—. Por Dios, Kip. Nueve veces.
Maldigo toda esa tecnología moderna que, en su búsqueda de perfeccionar a la humanidad, ha eliminado la cobardía y el disimulo como estrategias viables. Decido pasar al ataque.
—¿Dónde estabas?
—En ningún sitio. Aquí. Descansando.
—¿Está ahí contigo?
Cuando se lo pregunto, ni siquiera yo sé si me refiero a Carl o a Toby. Respondo:
—Toby.
—Por supuesto. Le han recetado un opiáceo. Está durmiendo como un tronco.
Creo que recetarle opiáceos a Toby es como pedirle al famoso ladrón de bancos Willie Sutton que te guarde la llave de la caja fuerte. En teoría es una buena idea, pero, en la práctica, es un terrible error.
En la televisión, Sam, el camarero exalcohólico y obsesionado por el sexo, acaba de decir una frase muy graciosa. Medio país se está riendo a carcajadas.
Celia, un poco molesta, dice:
—¿Qué es ese ruido? ¿Es tu televisor?
—El botón del volumen —le explico—. Lo he perdido.
—Está muy alta.
—Sí, debería arreglarlo —le digo. Me vienen ganas de añadir: «Y lo haría, si mi mujer no me hubiera dejado en la ruina, claro». Sin embargo, me limito a decir—. Supongo que voy muy liado.
—¿Qué quieres, Kip?
—Sólo quería hablar con Toby.
—Está dormido. ¿Quieres que lo despierte?
—No, no. —Me quedo pensativo—. Llamo para preguntarle si quiere quedarse conmigo. Mientras se recupera.
—¿Quieres que vaya? —Parece sorprendida.
—Claro que sí —le contesto. «Vaya, quizá sí», pienso—. Yo dormiré en el sofá y él puede quedarse con mi cama.
A pesar de la oportunidad, Celia no me da ningún tipo de información sobre cómo se han organizado para dormir en su majestuosa mansión de San José. ¿Acaso Toby tiene su propia habitación al lado de la de su madre y Carl?
—Bueno —dice Celia—, pregúntaselo tú mismo. Te llamará en cuanto se despierte.
—Perfecto.
—Ahora voy a acostarme. —No lo dice para compartir detalles íntimos conmigo. Sólo me avisa para que no la despierte.
—Muy bien.
Me parece que está a punto de colgar, pero justo entonces dice algo que no me esperaba:
—Me gustó mucho verte ayer. Ha pasado mucho tiempo.
—Sí —respondo—. Mala suerte, por las circunstancias y todo.
—Pero Toby se pondrá bien.
—Sí.
Se produce un largo silencio mientras los dos pensamos en nuestro hijo.
—Buenas noches, Kip —dice Celia.
—Buenas noches.
Cuando cuelgo, me sorprende ver que, por un breve instante, la he echado de menos.