Salgo de casa de Sustevich y tomo la I-280 para salir de la ciudad. La autopista serpentea a lo largo de las estribaciones de la tierra, bordeando barrancos de enebros y lagos azules en estrechos desfiladeros. Es un camino muy agradable y las vistas son de postal. Muy pocos saben que la carretera pasa por encima, con precisión cartográfica, de la falla de San Andrés. De hecho, conduces por encima de un espacio vacío entre dos placas tectónicas. Bajo tus pies, a ambos lados, hay un antiguo continente sumergido, una masa de tierra más grande que toda América del Norte; y cada mitad, igual que un nudo de raso clavado en una tachuela, lucha por liberarse y volver a su lugar: encima de ti. Esta realidad, que me viene a la cabeza cada vez que paso por esta carretera, es una confirmación más de mi teoría de la vida: que la belleza siempre esconde algo, que todo lo que te gusta tiene un precio secreto.
Mientras voy hacia el sur, con seis millones de dólares para llevar a cabo mi plan, siento que el juego está a punto de empezar y el efecto es psicológico: el corazón se me acelera y la respiración es más profunda. Igual que un corredor de velocidad cuando se sitúa en la línea de salida, mis reacciones son involuntarias, aunque muy bienvenidas. Sé que estoy condenado, que esta aventura está destinada a fracasar, pero, por otro lado, ¿cuántos años más puedo seguir trabajando en Economy Cleaners? ¿Cuántas chaquetas y camisas más puedo descolgar de las cintas motorizadas, cuántas manchas de salsa de tomate más puedo marcar cuidadosamente con cinta fluorescente? Mañana mismo llamaré a Imelda y le diré que tengo que dejar el trabajo, que las obligaciones familiares me requieren en otro sitio. Chasqueará la lengua y me dirá, con una mirada cómplice: «Kip, cariño, ¿qué haces? ¿Acaso no sabes cómo acabará todo esto?». Y no podré responderle, porque tendrá razón. Donde acaba todo esto es en la cárcel, si tengo suerte o, de lo contrario, en una muerte prematura, más pronto de lo que me había imaginado.
Sin embargo, es la única salida que veo. Mi hijo me necesita. Sin mi ayuda, acabará muerto. Durante un segundo tengo una iluminación; me doy cuenta de que mi situación no es extraordinaria. Que todos los caminos que seguimos estaban ya determinados por decisiones tomadas hace años, a veces incluso antes de que naciésemos, y que las elecciones que parece que hacemos, en realidad no lo son. Mi destino, acabar volviendo a Lompoc, con dos condenas ya a mis espaldas, estaba escrito el día que nací con los genes de Carlos Largo, un estafador borracho y de poca monta, un hombre distante y lleno de reproches hacia su hijo, y sólo porque su padre fue así con él. Por lo tanto, estoy destinado a repetir sus errores o a buscar la redención para ellos… bajando a los infiernos por mi hijo.
Decido que el dolor terminará con mi generación y que buscaré la redención para todos nosotros.
En Palo Alto, la I-280 se convierte directamente en Sand Hill Road. Quizá por eso he escogido esta ruta; no por las vistas de los barrancos, sino porque sé que pasa a unos escasos cien metros del Stanford Hospital, donde está ingresado Toby.
Dejo el coche en el aparcamiento subterráneo del hospital, porque hoy no tengo ninguna emergencia, y subo para recoger a mi hijo. Los médicos dijeron que podría marcharse esta mañana. Le ofreceré que se quede en mi casa, incluso que duerma en mi cama porque, con una pierna rota y dos costillas fracturadas, no puede dormir en el suelo. Será un pequeño engorro cuidarlo (ayudarlo a bañarse, darle de comer y mantenerlo ocupado) mientras planeo la estafa de Ed Napier, pero tengo ganas de hacerlo. Ahora que el Profesor me ha prometido que Toby estará a salvo, al menos durante una temporada, le hará bien estar conmigo, y a mí también. Estoy impaciente por volver a ejercer de padre.
El ascensor sube desde el aparcamiento hasta el primer piso. Casi todo el mundo se queda junto al puesto de las enfermeras, pero yo sigo caminando, hacia la habitación donde ayer dejé a mi hijo. Sin embargo, un enfermero se interpone en mi camino.
—¿Puedo ayudarle?
—He venido a buscar a mi hijo. Toby Largo. Está en la ciento ocho.
Me vuelvo, pero el chico me dice:
—¿Toby Largo? Ya se ha ido.
Lo miro. El chico está comprobándolo en la pantalla del ordenador, tecleando varios datos.
—Sí —dice—. Ha firmado el alta hará una hora.
—¿El alta? Pero ¿podía andar?
—Lo han ayudado. Ha venido su madre.
Maldita Celia. Una vez más yo me encargo del trabajo sucio, presentándome sin cita previa en la mansión de un mafioso ruso, sonsacándole la promesa de dejar en paz a mi hijo, firmando a cambio casi mi sentencia de muerte, y Celia se alza con la victoria plantándose en el hospital en el último momento y llevándose a Toby hacia una espectacular fiesta de bienvenida.
Mi rabia debe de ser evidente, porque el enfermero me dice:
—¿Se encuentra bien, señor Largo?
Intento sonreír.
—Sí. Supongo que nos hemos cruzado por el camino.
—Deben de estar en casa esperándolo —dice el chico. Intenta animarme, pero, por desgracia, sólo tiene razón a medias. Están en casa, sí, pero no me están esperando.
—Gracias.
Vuelvo al coche y salgo hacia Sand Hill. No debería pensar en Toby y en Celia, porque tengo que hacer muchas más cosas: llamar al trabajo para decir que lo dejo, empezar a planear la estafa, reunir a un equipo, montar el plan A y pensar un plan B, alternativas y contralternativas. Pero todo esto me irrita. Estoy a punto de sacrificarlo todo, la rutina y el aburrimiento que tanto tiempo había soñado y, al menos, esperaba que me dieran las gracias.
Cojo el móvil y marco el número de Celia. «Somos Celia y Carl —dice el mensaje del contestador—. No estamos en casa, pero, por favor, deja un mensaje». Me sorprende escuchar el nombre de un hombre. Hacía mucho tiempo que no la llamaba, pero no tenía ni idea de que estaba saliendo con alguien, y mucho menos viviendo con ese alguien. Intento imaginarme qué le parecerá a Toby verse relegado al sofá mientras su madre y un tipo que no conoce hacen el amor en la habitación de al lado.
Cuelgo sin dejar ningún mensaje. Se me ocurre otra cosa: que hacer lo correcto debería ser la recompensa en sí misma y que no debería esperar que nadie me diera las gracias por ello.
Lo pienso durante un segundo y luego decido que, aun así, no les hubiera pasado nada por llamarme.