6

Ejecutar la Gran Estafa es como escalar el Everest. Todo se basa en la logística. El éxito de la expedición tiene muy poco que ver con si escalas bien; la preparación lo es todo. Cuando empiezas la escalada, el éxito o el fracaso ya está decidido. ¿Has abastecido bien el campamento base? ¿Has contratado a los mejores serpas? ¿Gozas de buena salud? ¿Llevas material de primera? ¿Puedes confiar en tus compañeros de escalada para que protejan las cuerdas?

Por lo tanto, antes de robar veinte millones de dólares, tengo que asegurarme de que todo está controlado en el campo base. No puedo permitir que le peguen otra paliza a mi hijo, o lo maten, mientras estoy en mitad de la estafa. Antes que nada, debo asegurarme de que Toby está a salvo.

¿Cómo convences a un mafioso para que no mate a tu hijo? Fácil. Compénsale. Lo primero es conocerlo cara a cara. En el caso de Andre Sustevich, el Profesor, no podría ser más sencillo. Sólo tengo que llamar a su puerta.

Vive en una casa en Pacific Heights. Una vez le dijo a un periodista que se había instalado en San Francisco porque le recordaba a Moscú: frío, gris y deprimente. Esta tarde, cuando llego a su casa, me digo que, si yo viviera allí, no estaría deprimido. La casa la construyó uno de los magnates del tranvía hacia el año 1890 y sobrevivió al terremoto y al incendio de 1906. Ocupa una manzana entera. Es de estilo victoriano, con elaborados gabletes de madera, una torre circular en una esquina y una decoración muy ostentosa. La madera exterior está pintada en un color amarillo limón, quizá para ahuyentar la depresión que debe conllevar vivir en una mansión con dieciséis habitaciones y unas magníficas vistas de la bahía y del Golden Gate.

Aparco en la esquina y me acerco a la casa. Está rodeada de jardines a la francesa con arbustos en forma de animales: un cisne, un cerdo, un elefante… Todo eso que quieres matar o comer. Los jardines están separados de la casa por una verja de hierro forjado. Un matón, con un traje que parece una segunda piel, hace guardia en la puerta. Lleva un delicado y ligero micrófono colgado de una oreja. No le queda demasiado bien; es como si un jugador de fútbol americano llevara una tiara.

—Hola —digo—. Vengo a ver a Andre Sustevich.

—¿Tiene una cita? —Habla con un fuerte acento ruso.

—No —respondo—, pero ¿sería tan amable de decirle que me llamo Kip Largo, que soy el padre de Toby Largo, y que quiero ofrecerle un millón de dólares?

El tipo asiente como si cada día viniera un extraño ofreciendo un millón de dólares. Se acerca el micrófono a la boca y dice algo en ruso. Entiendo las palabras Kip, Largo y Toby, pero no sé si van junto a «viejo ridículo» o «menuda carga de hijo» en ruso.

Al cabo de un segundo, el matón ruso se aparta el micrófono y me dice:

—El señor Sustevich lo recibirá. Acompáñeme, por favor.

Empuja la puerta de la verja, que chirría. Accedo al jardín. Aparece otro ruso desde el interior de la casa. Es rubio, lleva el pelo corto y tiene unos brazos que parecen jamones. Tengo la sensación de haber entrado en el gimnasio de los remeros del Dniéper.

El tipo rubio me dice:

—Levante los brazos, por favor.

Los levanto por encima de los hombros. El hombre me cachea la espalda, la caja torácica, el culo. Con mucho cuidado, me aprieta los testículos. Me vienen ganas de decirle que no se preocupe, que esa arma lleva seis años en la reserva. Cuando comprueba que no llevo armas ni ningún chaleco explosivo, el rubio me guía hasta el interior de la casa.

Primera parada, un recibidor enorme, con las paredes de cuatro metros y el suelo lleno de baldosas de mármol blancas y negras. Como durante dos meses de mi antigua vida, cuando era rico, adquirí una casa como ésta, sé que las baldosas son italianas, de mármol de Carrara, a ciento cuarenta dólares el metro cuadrado. Una gran escalera circular conduce al segundo piso, donde hay una especie de galería, con una zona para descansar, que da a la entrada.

El tipo rubio se para y se gira.

—¿Lleva móvil?

Al principio, creo que me está pidiendo que se lo preste, quizá para hacer una llamada personal a Minsk. Pero luego lo entiendo. Los móviles ahora vienen con todo tipo de accesorios: micros, localizadores, cámaras. Saco mi Motorola y se lo doy.

—Se lo devolveré cuando se marche —me dice.

«Vaya si lo harás», pienso mientras me acuerdo de los doscientos dólares que pagué por él en la época en que era el último modelo.

Sigo al hombre rubio hasta un amplio salón, con unas ventanas panorámicas que dan al jardín y desde las cuales, al fondo, detrás de una colina, se ve la bahía de San Francisco. En medio de la niebla aparece el Golden Gate.

Me indica que me siente en un sillón y se va. Me siento y contemplo las paredes. Son blancas y de ellas cuelgan unos lienzos que me resultan inescrutables: formas y colores, blancos y negros, manchas de rojo. Serán obras de arte o esquemas de la policía de la escena de un crimen.

Pasados unos minutos, oigo pasos a mis espaldas. Me vuelvo y veo que entra en el salón un hombre de mediana edad, delgado, con gafas y con el pelo canoso muy corto. Lo primero que me viene a la cabeza es que realmente parece un profesor y que sólo da miedo por la amenaza de suspenderme en un examen. Después pienso que es el responsable de la paliza a mi hijo, de que tenga una pierna rota y de haberme dado un susto de muerte.

Se me acerca con la mano extendida.

—¿Señor Largo? —dice. Me levanto y le doy la mano. Con acento ruso, añade—: Es una agradable sorpresa.

—Pasaba por el barrio —digo—. Y he pensado que podría venir a tomar unos blinis y un poco de caviar.

Me mira muy sorprendido, como si realmente quisiera un refrigerio y el muy maleducado no me lo hubiera ofrecido.

—¡Oh! ¿Le apetece algo? ¿Una taza de té?

—No —respondo—. Era una broma.

—Ya. —Me invita a sentarme. Él se queda de pie—. Veamos. ¿Quién es usted, exactamente?

Tengo la sensación de que ya sabe quién soy. Exactamente. Seguro que un ruso tan obsesionado con la seguridad que hace que te toquen los huevos y te confisquen el móvil no dejaría que un completo extraño entrara en su casa sin una cita previa, ni siquiera con la excusa de venir a ofrecerle un millón de dólares.

Sin embargo, le sigo el juego.

—Mi hijo se llama Toby Largo —le explico—. Creo que le debe dinero.

Mueve la cabeza y agita la mano en el aire, como si esos insignificantes detalles fueran mosquitos que le revolotearan alrededor de la cara: algo molesto.

—Hay tanta gente que me debe dinero —dice.

No sé si se está disculpando por no conocer a mi hijo o está criticando la holgazanería de la sociedad en general.

—Mi hijo tuvo un encontronazo con uno de sus hombres. Sergei la Roca.

—Sergei la… —se interrumpe. Parece extrañado. Y entonces lo entiende—. Sin el «la». Sólo Sergei Rock. —Lo pronuncia «Roke». Con el acento ruso, no suena tan ridículo.

—Exacto —digo—. Sergei Roke.

Sustevich se vuelve hacia la puerta que tiene detrás. Sin levantar la voz, dice:

—Dmitri.

El rubio que me magreó los huevos aparece por la puerta. Sustevich le dice algo en ruso. Oigo la palabra «Sergei».

El rubio asiente y desaparece.

—Ahora viene —me explica, como si fuera estúpido y no pudiera entender lo que acaba de pasar.

Al cabo de un momento, entra otro hombre. Tengo que hacer un gran esfuerzo para no reírme. ¿Qué parte de lo que veo es menos ridícula? ¿Que el hombre lleve un carísimo traje de Armani, a pesar de tener el cuerpo de un practicante de halterofilia y ser tan alto como ancho, o que tenga una cicatriz morada desde la frente hasta la barbilla, como un maquillaje de Halloween barato? ¿O es la escena en general: que un mafioso ruso que se hace llamar el Profesor, que es tranquilo y amanerado, que tiene las paredes llenas de obras de arte moderno, que lleva unas elegantes gafas y que tiene unas magníficas vistas de la bahía, esté rodeado de una banda de cabezahuecas sacados de una película de mafiosos de la Unión Soviética?

Sergei la Roca, o Sergei Roke, o como quiera que se llame, se me acerca. El Profesor dice:

—Sergei, este señor es Key Largo.

—Kip —lo corrijo—. Kip Largo.

Sustevich me ignora y sigue hablando con Sergei.

—¿Has hecho negocios con su hijo?

Sergei sonríe. Revela una hilera de dientes rotos, como la hoja de una sierra de arco.

—Sí. —Parece que tiene muy buenos recuerdos de la reunión de trabajo que mantuvo ayer con Toby.

Sustevich se vuelve hacia mí.

—Por lo visto, tiene razón.

—Me alegro.

Sustevich le pregunta a Sergei algo en ruso. El gorila responde:

—Sesenta mil.

Sustevich asiente. Le dice algo en ruso a Sergei, que gruñe y se va.

—¿A qué ha venido? —me pregunta Sustevich—. ¿Cuestiona la deuda?

—No. Estoy seguro de que mi hijo le debe dinero. —No puedo evitarlo. Mientras pronuncio estas palabras, recuerdo todos los momentos en que Toby me ha decepcionado. Cuando suspendió biología, en los campamentos de verano, cuando abandonó la universidad, cuando lo arrestaron por vender marihuana—. Pero quiero proponerle un negocio.

El Profesor asiente.

—¡Un negocio! —Parece que le gusta la idea—. En tal caso, vayamos a dar un paseo por el jardín.

Me guía hasta el otro lado del salón y sus pasos resuenan contra las paredes de cuatro metros. Abre una puerta corredera y sale al césped. Accedemos al jardín de los setos. Es una tarde fría y nublada. Le sigo durante unos metros hasta que me encuentro, frente a frente, con un elefante hecho de boj.

—¿Sabe qué es esto? —me pregunta.

Creo que se refiere al arbusto.

—¿Un elefante? —contesto.

—No, me refiero a esto. —Dibuja un arco con el brazo extendido, comprendiendo el jardín, la casa, las vistas a la bahía—. ¿Sabe qué es todo esto?

—No —respondo—. ¿Qué?

—Es el resultado de muchos negocios, todos acertados.

—Ya. Claro.

—¿Qué clase de negocio quiere proponerme?

Siento una presencia detrás de nosotros. Me vuelvo y me sorprende ver a otro musculoso ruso, aunque éste tiene el pelo oscuro como el río de Moscú. Se mantiene a cierta distancia, a unos diez metros. También lleva micrófono. No lo he oído salir de la casa ni lo he visto en el jardín cuando he entrado.

—Mi hijo le debe sesenta mil dólares. Yo me haré cargo de la deuda, y le pagaré varios millones más.

Sustevich me mira como un profesor que está considerando una nueva teoría académica. ¡Sí, puede que esté haciendo tambalear los pilares sobre los que se erige la disciplina, pero igualmente tenemos que escucharla, caballeros! Mantiene el rostro inexpresivo mientras estudia la propuesta, los pros y los contras. Mete la mano en el bolsillo y saca una cajetilla de Marlboro. Coge un cigarrillo y arranca una cerilla del paquete. Lo enciende, le da una calada y tira la cerilla, encendida, al césped. Se quema hasta el final y se extingue.

Para mi sorpresa, el ruso moreno reacciona enseguida, se arrodilla, recoge la cerilla del suelo y regresa a su sitio, a diez metros de distancia.

Sustevich se da cuenta que lo he observado. Parece divertido.

—¿Ve? La ciencia económica aplicada al trabajo. Ventaja Comparativa. David Ricardo. A mí se me da mejor pensar en los negocios que al pobre Hovsep. Y, aunque Hovsep no es especialmente bueno recogiendo cerillas del suelo, de hecho demuestra ser bastante incompetente para ello —dice mientras le lanza al moreno una mirada asesina—, es menos malo que yo. Y yo soy mejor utilizando el cerebro. —Le dice algo en ruso a Hovsep. Parece enfadado. Hovsep, con cara de pánico, se echa a los pies del Profesor, se pone a cuatro patas y empieza a rebuscar entre el césped, como si se le hubiera caído un diamante. Al final, encuentra lo que estaba buscando: un diminuto trozo de la cerilla. Sólo la cabeza, que ahora ya está toda quemada. Se la enseña al Profesor y regresa a su sitio.

—Fascinante —digo.

Volviendo a mi proposición de negocios, Sustevich dice:

—¿Y a qué viene tanta generosidad? ¿Por qué me ofrece varios millones adicionales?

—Porque, a cambio, voy a pedirle dos cosas.

—Ya —dice, como si se esperara que fuera a decirle algo así—. La economía siempre se basa en el intercambio, ¿verdad?

—Sí, claro —respondo y sigo caminando hacia el cisne. Admiro la calidad de los detalles: el pico alargado, el ala izquierda levantada, como si el arbusto estuviera a punto de alzar el vuelo. Paso la mano por el precioso y arqueado cuello. Me vuelvo hacia Sustevich—. Creo que sabe quién soy.

Espero que lo niegue, que siga con el cuento de que soy un extraño de la calle. Pero es demasiado listo y su tiempo es demasiado valioso. Dice:

—Sí. Es Kip Largo. Un estafador. Lo sé todo de usted.

—Entonces sabrá cómo me gano la vida.

—Igual que yo. E igual que Gucci, que Steven Wynn o que Ralph Lauren, ¿no cree? Coge el dinero de los demás a cambio de una ilusión.

—Le agradezco sus amables palabras —le respondo, aunque no estoy del todo seguro de que quisieran ser amables.

—Y entonces, amigo estafador —dice Sustevich—, ¿qué quiere de mí?

—Diga mejor qué quiere usted de mí —le digo—. Voy a darle la oportunidad de invertir en uno de mis… negocios.

—Ya.

—Y, a cambio, usted recibe una parte de los beneficios.

—¿Y de qué clase de negocio estamos hablando?

—Me temo que no puedo explicárselo. Sólo puedo decirle que los beneficios estimados serán bastante importantes.

Asiente.

—Ah —suspira. Se lo piensa—. El otro día recibí una llamada. Un inversor que sólo invierte en negocios electrónicos. Ya sabe, libros por Internet. Vino por Internet. Zapatos por Internet. Juguetes por Internet. Internet, Internet, Internet. Todo por Internet.

—Espero que vitaminas no.

Me ignora y continúa.

—En cualquier caso, este inversor me prometió un treinta por ciento anual, como mínimo.

—Puedo superarlo —me apresuro a decir.

—¿Ah, sí?

—Doblaré su dinero en dos meses.

—¿Doblar mi dinero? ¿En dos meses? —Se vuelve hacia Hovsep, que todavía está pálido y tembloroso por lo de la cerilla—. ¿Lo has oído, Hovsep? El señor Largo me ofrece doblar mi dinero en dos meses. ¿Invertirías en este negocio?

El ruso tiene una mirada incierta. ¿Será otra prueba? Se piensa la respuesta. Al final, en voz baja, y con un tono de inseguridad, responde… más como una pregunta que como una respuesta:

—¿No?

—¿No? —repite Sustevich, como si estuviera frente a un alumno tonto—. ¿Nooo?

—No —repite Hovsep. Sé lo que está pensando: con alguien como Sustevich, la seguridad en la respuesta es más importante que la respuesta en sí misma. Así que Hovsep, intentando mostrar seguridad, afirma—. Yo digo: no invierta en este negocio.

—¿No? —repite Sustevich, levantando un poco la voz—. Ven aquí. —Le indica al ruso moreno que se acerque. Hovsep obedece, asustado.

El Profesor se coloca a escasos centímetros de su cara.

—¿No invertirías en un negocio que promete doblarte el dinero en dos meses?

—Bueno —responde Hovsep, inseguro—. Quizá sí.

Gran error. Con una rapidez que me sorprende, el Profesor levanta la mano y le pega un cachete a Hovsep. Con tanta fuerza que hace mucho ruido.

—¿Es que eres tonto? —le pregunta el Profesor—. ¿No invertirías en un negocio que doblará tu dinero en dos meses? ¿Es que no lo entiendes? ¡Es una rentabilidad anual del seiscientos por cien!

—Sí —dice Hovsep. Tiene la marca de la mano roja en la mejilla—. Ya lo entiendo.

—¡Aj! —exclama Sustevich, con asco. Agita la mano para que Hovsep se aleje—. Vete. Por eso mismo tú recoges cerillas del suelo y yo hago los negocios.

—Sí —asiente Hovsep. Parece aliviado de poder marcharse. Retrocede igual que un cortesano asustado ante un rey furioso.

—Debe disculpar a Hovsep. Es un hombre muy estúpido —me dice Sustevich, a modo de disculpa.

—Pero es bueno con las cerillas —digo.

Sustevich vuelve a centrarse en el negocio.

—¿Cuánto tendría que invertir en su negocio?

A pesar de que ya sé la respuesta, finjo pensarlo en voz alta.

—Veamos. Básicamente, necesito el capital para arrancar. Para preparar la estafa. Ya sabe, montar una oficina, infraestructura tecnológica, un departamento legal y otro de contabilidad. Tengo que contratar a una docena de personas. Y claro, la lancha motora a la que le he echado el ojo.

Sustevich me mira.

—¿En serio? —pregunta. Por lo visto, mi sentido del humor se pierde en la traducción.

—No —le explico—. Era una broma. Lo de la lancha, claro.

—Entonces, ¿cuánto?

—Seis millones de dólares —le digo.

—¿Y me devolverá doce?

—Por supuesto.

—De acuerdo —responde. Aleja la mirada hacia la bahía y ya está pensando en otra cosa—. Odio este clima —dice—. Siempre tan gris.

—¿De acuerdo? —le pregunto. Su velocidad a la hora de responder hace que me arrepienta de no haberle pedido más.

—Sí, sí —dice, y agita la mano en el aire—. ¿Cuál era la segunda cosa?

Estoy tan sorprendido por la velocidad a la que se suceden los acontecimientos que no tengo ni idea de qué está hablando.

Sustevich me lo recuerda.

—Dijo que, a cambio de hacer negocios juntos, quería dos cosas.

—Sí. Bueno, una era el dinero. Y luego está mi hijo. Quiero que deje a Toby en paz mientras me encargo de esta transacción.

—Entiendo.

—Entonces, ¿todo arreglado?

—Sí —dice—. ¿Eso es todo?

Asiento.

—Dmitri —dice, tranquilamente, como si el hombre estuviera a su lado. De manera sorprendente, a los pocos segundos, Dmitri sale de la mansión y cruza el jardín hacia nosotros.

Sustevich le dice:

—Invertiremos seis millones de dólares en el nuevo negocio del señor Largo.

—Sí, Profesor —responde Dmitri.

—Y le dirás a Sergei que deje en paz al hijo del señor Largo.

—Sí, Profesor.

Se vuelve hacia mí y me dice:

—Cuando lo tenga todo preparado para que le hagamos la transferencia, llame a Dmitri. Le pido, por favor, que abra una cuenta en el Bank of Northern California. Tengo acordadas unas condiciones especiales con ellos.

Me imagino que esas condiciones especiales incluyen pagos a altos cargos para que ignoren las leyes de blanqueo de dinero, así como incentivos a los responsables de tecnología para que ignoren los programas de control que hacen saltar las alarmas acerca de actividades bancarias sospechosas. Admiro la audacia del Profesor.

—Dmitri —añade.

—¿Sí, Profesor?

Como un agente de viajes describiendo un itinerario potencial para una agradable visita de un día, Sustevich dice:

—Si el señor Largo no devuelve doce millones a nuestra cuenta dentro de dos meses, lo matarás. Y a su hijo también.

—¿Cómo, Profesor? —le pregunta Dmitri.

—Como quieras.

Dmitri sonríe.

Sustevich se lo piensa un segundo. De repente, sale a la luz su naturaleza controladora.

—No —rectifica, al tiempo que rechaza la idea de «Como quieras»—. Utilizarás ácido.

—Sí, Profesor —responde Dmitri. Parece decepcionado, aunque no estoy seguro de si es porque el ácido es desagradable y sucio o porque esa petición arruina su creatividad.

—Es un placer hacer negocios con usted —me dice Sustevich.

—Igualmente —respondo.

Sin embargo, sólo puedo pensar en una cosa: no olvidarme del móvil al salir.