4

Cuando me despierto a las cinco de la mañana, de repente me he convertido en el Increíble Largo, el mejor mentalista del mundo, y todas mis predicciones se han cumplido.

Empecemos: Toby está en el salón, dentro de un saco de dormir, roncando. Después: me veo obligado a pasar por encima de él para ir al baño. Cuando vuelvo, veinte minutos más tarde, duchado y afeitado, no se ha movido ni un centímetro. Por un segundo, al no oír ningún ronquido, creo que está muerto y me asusto. Me imagino teniendo que explicarle a su madre que murió bajo mi techo, después de haberse bebido cuatro cervezas y haberse comido con los ojos a las universitarias de Stanford en un bar. Sin embargo, empieza a roncar otra vez y, más relajado, decido que, si algún día llega a pasar eso, a Celia le explicaré otra cosa: que Toby murió después de una instructiva noche en la ópera.

El sol no saldrá hasta dentro de media hora, pero me tengo que ir a trabajar. La competición por el espacio en la autopista se ha intensificado tanto que ha empezado una carrera de brazos narcolépticos. La gente de California sale de casa cada vez más temprano, sólo para evitar los atascos. Con lo cual los atascos empiezan antes. Es un ciclo enloquecedor que está fuera de control. Necesitamos algún tipo de mandato de la ONU o una intervención humanitaria de Jimmy Cárter para detener esta locura o, si no, la Península entera se verá obligada a levantarse a las dos de la madrugada.

En la oscuridad, camino de puntillas hasta la cocina. Busco a tientas por la puerta de la nevera hasta que encuentro el bloc de notas magnético. Escribo: «Toby, nos vemos aquí a las seis. Papá».

Salgo del piso en silencio. No cierro con llave porque quiero que Toby siga durmiendo. El tintineo de las llaves, el chasquido de la cerradura, la sacudida de comprobación del pomo… sería demasiado ruido. En lugar de eso, dejo el piso sin vigilancia, accesible a cualquiera que quiera entrar, con mi hijo dormido dentro.

En Sunnyvale, el día empieza con un café y un donut en una panadería cercana al trabajo. Me entretengo leyendo el San Jose Mercury News y luego me limpio las manos con una servilleta de papel. Dejo veinticinco centavos de propina. Espero que, por la ley del karma, esa acción me sea devuelta.

Cuando llego a la tienda, faltan unos minutos para las seis. Abro la puerta y pongo la cuña para mantenerla abierta y airear los vapores del almidón antes de que llegue Imelda. Giro el cartel de la puerta donde pone: «PASE, ESTÁ ABIERTO», y me sitúo detrás del mostrador.

Después de atender a los clientes de primera hora, Imelda llega a las diez. Lleva un vestido de flores amarillo que acentúa su vello facial. Me saluda con la mano y dice:

—¡Hola, cariño!

—Buenos días, Imelda —respondo—. Esta mañana estás muy contenta.

—¿Tú crees? —Se acaricia la cara y se sonroja—. No puedo esconderte nada, ¿verdad?

—Supongo que no.

No le he preguntado nada, pero ella sigue hablando.

—Estoy enamorada.

No quiero saber nada más. La sexualidad de Imelda, y de paso su sexo biológico, son temas privados. Igual que en muchas otras cosas de esta vida, en este caso la ambigüedad es deliciosa y la certeza me pone de los nervios.

—Ya.

—Es un hombre magnífico —continúa Imelda—. Bailarín.

Intento imaginarme a un ágil bailarín ruso en la cama con Imelda.

Ella añade:

—Un bailarín de claqué.

Ahora el amante se convierte en un hombre negro. Gregory Hines con mallas.

—Nos conocimos en la carrera Bay to Breakers. ¿Sabías que corro los doce kilómetros de principio a fin?

—Hay muchas cosas sobre ti que no sé, Imelda —le digo, con la esperanza de que siga siendo así.

Es un alivio cuando oigo sonar el teléfono. En una tintorería, no sucede muy a menudo. Nadie llama para preguntar: «¿Limpian camisas?».

Imelda apoya el teléfono en el mostrador. Descuelga el auricular con su enorme mano, como si fuera de juguete, y se lo pone junto a la oreja.

—¿Digaaa? —canturrea. Escucha lo que le dicen y responde—. Sí, está aquí. —Se vuelve y me da el auricular. Está pálida—. Es para ti.

Cojo el teléfono.

—Soy Kip —digo.

—¿Señor Largo? —dice una voz femenina.

—Sí. —Tengo un mal presentimiento—. ¿Qué pasa?

—Señor Largo, le llamo de urgencias del Hospital de Stanford. Su hijo Toby está herido. Sería conveniente que viniera a verlo.

Cruzo volando la 85 y entro en la 101. Cuando llego a Palo Alto, las señales de límite de velocidad se convierten en meras sugerencias. Atravieso la ciudad por Lytton, para evitar encontrarme con los inversores que, en esta época del año, invaden las carreteras de Palo Alto como ardillas persiguiendo una nuez.

Llego al Hospital de Stanford, sigo las señales de «Urgencias» y dejo el Honda aparcado de cualquier manera frente a la glorieta de la entrada. Un hombre negro cuyo trabajo consiste en permitir que sólo aparquen allí las verdaderas emergencias decide, cuando me ve tan pálido y sudado, que ése debe ser mi caso. Me deja pasar.

Entro por las puertas automáticas de cristal y, de repente, me invade un aire helado que huele a pino. Antes de ir más lejos, me encuentro con el área de enfermeras.

—¿Puedo ayudarle? —me pregunta una.

—Me han llamado. Mi hijo está herido. Toby Largo.

Teclea algo en el ordenador y me mira.

—Está bien —dice. Se la ve mucho más aliviada a ella que a mí. Y yo creía que tenía un trabajo horrible. Envolver camisas en plástico no es nada comparado con tener que decir a los padres que sus hijos «no» están bien—. En la habitación ciento ocho. Al final del pasillo, a la izquierda. —Me lo indica.

Voy a la habitación 108. Toby está en la cama, con la pierna escayolada y colgando de una pequeña grúa que hay junto a la cama, y una vía intravenosa en el brazo. Tiene un ojo morado. Está despierto. Mi exmujer, Celia, está a su lado. No sé cómo, pero siempre consigue ganarme a la hora de llegar al lado de nuestro hijo. Cuando estábamos casados, era igual. A pesar de que la emotiva y errática era ella, víctima de innumerables rabietas y que se dedicaba a tirar platos al suelo como si estuviera en una boda griega, Toby siempre estaba con ella. Yo era una roca, pero a él le gustaba la suavidad de su madre.

Cuando entro, Celia me mira. Preferiría que me hubiera ignorado en lugar de ver la cara que me pone: una mezcla de rabia (por haber permitido que le haya pasado esto a Toby), decepción (por haber llegado tarde), y resignación (por haber llegado tarde, como siempre). No existe empatía por el hecho de tener un hijo en común. Sólo amargura.

Me acerco al lado de Toby.

—Hola, papá —dice él, con una voz muy débil.

—¿Qué ha pasado?

—He tenido visita.

—¿Sergei la Roca?

Toby intenta asentir, pero le duele. Dice:

—Sí, pero sin el «la». Sólo Sergei Rock.

Celia interviene.

—Le han roto una pierna y dos costillas —dice, con un tono acusatorio, como si se lo hubiera hecho yo personalmente.

Cuando la miro, recuerdo por qué una vez pensé que era guapa. Su pelo oscuro y largo le cae en ondas por encima de los hombros. Es delgada y tiene unos ojos oscuros que son como mechas a punto de extinguirse. Y la nariz fina, con una pequeña protuberancia en el centro. Sin embargo, veinticinco años después de haberme casado con ella, las cualidades que un día me atrajeron se han marchitado. Hace tiempo, su rostro irradiaba fuerza. Ahora sólo veo bolsas debajo de los ojos y parece cansada, como si toda aquella fuerza que tanto me gustaba la hubiera consumido. Su postura, que tiempo atrás era ágil y elegante, ha cambiado y ahora parece agresiva, igual que una pantera, agazapada y lista para atacar.

—Hola, Celia —digo, con toda la amabilidad posible.

Un chico joven con bata blanca entra en la habitación. Parece de la edad de mi hijo, con la piel suave de un bebé. Entonces recuerdo que Stanford es un hospital universitario y, de repente, me vuelvo a sentir medio muerto, sorprendido por la realidad que la siguiente generación de médicos, los que pronto empezarán a tratar mis achaques de la última etapa, sean los que sean (enfermedades cardíacas, cáncer, diabetes), son más jóvenes que mi propio hijo. El mundo avanza, sin prisa pero sin pausa.

—¿Señor Largo? —dice el joven—. Soy el doctor Cole.

Le doy la mano.

—Hola, doctor.

—Su hijo se pondrá bien. Sólo le han dado una pequeña paliza. Menos mal que su casero lo encontró enseguida.

Toby interviene:

—El joven.

«Perfecto —pienso—. Ahora, aparte del alquiler, al nieto árabe del señor Santullo le debo la vida de mi hijo».

El doctor Cole continúa:

—Se pondrá bien. Le estaba diciendo a su mujer…

—Ex mujer —dice Celia.

—Perdón. Le estaba diciendo a la señora Largo que nos quedaremos a su hijo en observación esta noche, para asegurarnos de que no haya hemorragias internas. Seguramente, podrá marcharse mañana.

—Perfecto, gracias —digo.

El doctor Cole se vuelve hacia Toby:

—Ahora vendrá la policía para hacerte unas preguntas.

—Muy bien —responde Toby.

El doctor Cole añade:

—Volveré más tarde —y a Toby le dice—: No te muevas de aquí.

—Gracias, doctor —contesta mi hijo.

Cuando el doctor se marcha, le digo a Toby:

—Aunque no es que haya mucho que puedas decirle a la policía, puesto que no sabes quién te ha hecho esto o por qué motivo. Ha sido un ataque fortuito.

—Vale, papá —me responde él.

Celia menea la cabeza, disgustada.

—¿Puedo hablar contigo un segundo? —me pregunta. Antes de que pueda responder, sale de la habitación con la total convicción de que la seguiré. Arqueo una ceja ante Toby y salgo de la habitación.

Celia se aleja un poco por el pasillo hasta un hueco al lado de la máquina expendedora de bebidas. Estamos junto a la rejilla de ventilación, así que hace mucho calor. Empiezo a sudar.

Celia me dice:

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué?

—¿En qué lío lo has metido?

—En nada. Lo juro. Anoche vino a casa. No sabía que estaba en la ciudad. Me dijo que le debía dinero a una gente.

—¿Qué tipo de gente?

—De la mala.

—¿Por qué no se lo das?

—Porque no lo tengo.

Menea la cabeza y se ríe.

—¿Esperas que me lo crea?

—Celia, ¿cuántas veces tengo que decirte que…?

—¿No se supone que eres un estafador famoso? ¿Por qué no…?

Se calla. Una señora de mediana edad se acerca y finge no escuchar nuestra conversación. Nos apartamos para que pueda comprar su bebida. Introduce un viejo billete de un dólar en el lector de billetes. La máquina lo coge. Al cabo de un momento, cambia de idea y lo expulsa.

La mujer lo saca y le da la vuelta. Vuelve a introducirlo en la máquina. El motor gira y acepta el billete. La máquina vuelve a pensárselo. Y vuelve a expulsarlo.

Celia y yo estamos de pie ante la última generación de interacción hombre-máquina. Al parecer, la mujer decide que a la tercera va la vencida. Vuelve a dar la vuelta al billete y lo introduce otra vez. La máquina lo acepta. Esta vez se lo piensa un poco más. Tengo grandes esperanzas. Sin embargo, con una testarudez robótica, la máquina vuelve a expulsar el billete.

—¿Puedo ayudarla? —Me acerco a la máquina y meto la mano en el bolsillo, de donde saco cuatro monedas de veinticinco centavos. Le digo a la señora—: ¿Qué quiere?

—Una Coca-Cola light.

—Vale. —Aprieto el botón. La lata cae hasta la parte baja de la máquina. Alargo la mano y le doy la bebida a la señora.

—Gracias —me dice, y se vuelve para marcharse.

—Eh —digo.

La señora se detiene. Se vuelve y me mira confundida.

Extiendo la mano. Tarda un momento en entenderlo, ya sea por lentitud mental o por vergüenza. Apostaría que por vergüenza. Al final, me da el viejo billete de un dólar.

—Gracias —le digo.

Me quedo dos horas más en el hospital, primero esperando que la policía venga y se vaya y, luego, esperando a que Celia se marche. Insisto en quedarme más tiempo que ella. Toby tiene que saber quién lo quiere más. Supongo que me corre menos prisa volver a mis cosas, porque sólo me esperan seis horas más detrás del mostrador de Economy Cleaners, pero Celia tiene que escoger entre comer con sus amigas, pasarse el día de compras o una partida de bridge. Igual que un inversor de Bolsa inteligente que vende justo cuando sus acciones están en lo más alto, Celia se divorció de mí justo en el momento perfecto, llevándose la mitad de mi dinero apenas unos meses antes de que la fiscalía del estado convenciera al juez de que me sustrajera el dinero que había ganado de forma ilegal, con lo que me quedé a cero. No sé por qué, pero Celia se niega a creer que ahora soy pobre e insiste en que debo de tener una fortuna escondida en algún sitio. Seguro que debe haber algunas monedas debajo de los cojines del sofá, pero ahí es donde termina toda mi fortuna escondida.

Toby lo hace muy bien con la policía. La comisaría de Palo Alto ha enviado a un agente, una chica joven que se llama detective Green. Le toma declaración, no pone en duda nada y no le hace más preguntas, dando así por buena su historia: que salía de mi casa para irse a tomar una taza de café cuando lo han atacado dos hombres negros. Aunque no sea políticamente correcto admitirlo, estoy orgulloso del ingenio de Toby: sabe que el racismo es algo latente entre el cuerpo de policía y que una historia acerca de dos negros malvados será más creíble que si denuncia que lo han atacado dos estudiantes blancos de Stanford. Puede que, después de todo, Toby tenga algo de mi astucia callejera.

Cuando la detective Green se marcha, Celia tarda una hora más en tirar la toalla. Con resignación en la voz, y prácticamente admitiendo que he ganado, dice:

—Bueno, parece que vas a poder quedarte más que yo. Así que me voy.

—De acuerdo —contesto.

Se despide de Toby con un beso e, inclinándose sobre la cama, le susurra:

—Te quiero. Después te llamo.

Pasa junto a mí de camino a la puerta. Me dice:

—No hagas ninguna estupidez.

No sé muy bien a qué se refiere, pero no pongo objeciones. Parece un buen lema para regir tu vida.

Vuelvo a casa a las tres de la tarde. Al entrar, veo gotas de sangre en la moqueta. Miro a mi alrededor e intento reproducir la historia. Dos pares de huellas embarradas. El Profesor envió su mensaje a través de dos hombres. Quizás uno de ellos fuera Sergei Rock, uno de sus matones. El saco de dormir de Toby está en el suelo, abierto como si acabara de levantarse. Supongo que la cosa fue así: oyó que se abría la puerta, se despertó y se levantó a ver quién era. Llevaban un bate de béisbol. Lo empujaron hacia dentro y cerraron la puerta. Entregaron su mensaje. Dejaron a Toby inconsciente en el suelo y la puerta del piso abierta.

Entro en la cocina. Tengo un mensaje de Peter Room, mi programador, en el contestador: «Sólo quería hablar contigo. Llámame». Lo que significa: ¿Cuándo me pagarás el trabajo de programación que he hecho para ti?

Miro la vitamina danzarina del salvapantallas. Ventas desde que me marché por la mañana: cero. En silencio, maldigo el capitalismo norteamericano. Intento calcular las posibilidades de una revolución repentina, de un derrocamiento violento del sistema y una redistribución de la riqueza nacional. Pocas, al menos mientras yo viva, la verdad. Observo las cajas de multivitaminas acumuladas en mi salón. Todavía tengo que liquidar mucho inventario antes del día del Juicio Final.

Alguien llama a la puerta. Abro y me encuentro con el nieto árabe. Me mira de una forma desconcertante.

—¿Viene del hospital?

—Sí.

—¿Todo bien?

—Sí. —Por mucho que me duela, añado—: Gracias por su ayuda. Y por llamar a una ambulancia.

—De nada —responde. Echa un vistazo al salón, a las cajas de vitaminas—. ¿Qué es todo eso?

—Nada. Vitaminas.

Se queda pensativo unos segundos. Está intentando decidir si me burlo de él al decir «vitaminas». Parece una salida fácil. Como si quisiera decir «cocaína».

—¿Lleva un negocio desde aquí? —Por cómo me lo pregunta, veo que debería decir que no.

—No. —Aunque luego me lo pienso mejor—. Bueno, es sin fines lucrativos —añado.

Echa otro vistazo a la habitación. Entiendo que quiere que lo invite a pasar, pero me niego a hacerlo. Me pongo firme frente a la puerta para bloquearle la visión.

Al final, el árabe dice:

—¿Mi abuelo sabe que lleva un negocio desde el piso? Estoy seguro de que, para eso, se necesita una licencia.

«Y yo estoy seguro de que tú necesitas un puñetazo en el estómago», quiero decirle. Sin embargo, opto por:

—Yo no me preocuparía.

—Tendré que hablarlo con mi abuelo.

—Pues hágalo —digo.

Se produce un silencio muy incómodo. Al final, dice:

—Me alegro que su hijo esté bien.

—Gracias —respondo, y le cierro la puerta en las narices.

Paso cinco minutos, solo en mi piso y pensando en el dinero que no tengo para dejarle a mi hijo, antes de que llame al móvil de Lauren Napier.

Suena un tono y responde enseguida:

—¿Sí?

—Soy Kip Largo. Nos conocimos en un bar hace unos días. En el Blowfish.

—Sí, claro —dice. Intenta mantener un tono de voz neutro—. Bueno, parece interesante. Pero ya le llamaré, porque antes tengo que comentarlo con mi marido. Está aquí a mi lado.

—Como quiera —le contesto. Y cuelgo.

Voy a la nevera por una cerveza. En la puerta todavía está mi nota de esta mañana: «Toby, nos vemos aquí a las seis. Papá». La letra parece de niño pequeño. La escribí a oscuras, antes incluso de que saliera el sol. Aunque ahora me parece que hace una eternidad de esta mañana.

Intento no pensar en lo que estoy a punto de hacer. Sé que voy a tomar una decisión que me perseguirá. La primera señal de peligro: meterte en algo porque estás desesperado. ¿Acaso ha funcionado alguna vez, en la historia mundial, un plan ideado desde la desesperación? Fíjate en las personas más ricas, felices y con mayor éxito. ¿Te las imaginas jugando de forma temeraria? Es la cruz del perdedor: meterse en un negocio porque no tiene otra opción. Y eso es lo más gracioso: los ganadores nunca necesitan ganar.

Sin embargo, ¿qué más puedo hacer? Toby es mi hijo. Necesita mi ayuda. Ya le he fallado más veces de las que recuerdo. ¿Qué harías tú, en mi lugar? ¿Qué harías tú por tu hijo?

Abro la lata de cerveza y me siento a la mesa de la cocina. Miro el reloj. Las tres y poco. Es demasiado pronto para beber pero, viendo cómo se acerca el fin de mi mundo, decido hacerlo de todos modos. Siento que el líquido frío y espumoso baja por la garganta.

Al cabo de un minuto, suena el teléfono.

—¿Sí?

—Soy yo —dice la señora Lauren Napier—. Siento lo de antes.

—Es usted muy atrevida.

—¿Quién se lo ha dicho?

—¿Puede hablar? —le pregunto.

—Quiero verle en persona —responde ella—. Tenemos que vernos. En algún lugar seguro. Un lugar adonde mi marido nunca vaya.

—Hay una iglesia en la esquina de mi calle —le digo, en broma.

—Perfecto —responde ella. Lo dice en serio.

—Vale. Saint Mary, en Homer Street, en Palo Alto. Es católica. Espero que no le moleste.

—Los católicos no me molestan —dice—. Sólo los italianos cabrones.

Sonrío. Otra señal de peligro: empieza a gustarme. Y ahí es donde el infierno se abre bajo mis pies: cuando empiezas a colarte por una mujer y eres incapaz de ver la verdad que tienes delante de tus narices.

Me cambio de ropa para quitarme de encima el olor a hospital. Puede que también porque recuerdo que Lauren Napier es una mujer atractiva, y porque nunca se sabe. Me pongo mi mejor camisa, una azul de cuadros, un par de pantalones de lino y los mocasines. Me lavo los dientes, me peino. Cuando me miro en el espejo, me enfado conmigo mismo. «¿Qué estás haciendo, Kip? Deberías ser más listo».

Voy en coche hasta la iglesia y aparco en la esquina. Saint Mary está hecha de madera blanca, con una única aguja que sujeta en el aire un delicado crucifijo. Parece más anglicana que católica. Eso es lo que sucede cuando pasas demasiado tiempo en el norte de California: independientemente de lo radical que seas cuando empiezas, acabas tranquilo, moderado y discreto. Conozco a un Pantera Negra que se instaló aquí en 1972, con un pelo afro del tamaño de un casco de astronauta; ahora, treinta años después, es un hombre blanco que va al mercado a comprar alimentos orgánicos.

Dentro de la iglesia hace frío y todo está muy oscuro. La busco por los bancos, pero todavía no ha llegado. No hay nadie.

Me siento en un banco en el pasillo central y observo el altar. Por encima de la tarima hay un gran Cristo agonizante. He venido cuatro veces a esta iglesia. La primera fue dos semanas después de salir de la cárcel. A partir de entonces, fui cada domingo durante tres semanas. Todo formaba parte de mi plan para convertirme en una persona diferente, una persona mejor. Al cabo de un mes me desmotivé. Sigo siendo el mismo, aunque menos ambicioso.

Oigo pasos a mis espaldas. Me vuelvo. Vuelve a llevar gafas de sol, aunque no de las de Jackie O. Hoy lleva unas gafas pequeñas con cristales azules. Como John Lennon. Con los moretones curados, no tiene nada que esconder.

No recordaba que fuera tan guapa. La última vez que la vi, en el bar de Sunnyvale, no me interesó. Primero, porque intentaba ocultar su rostro detrás de unas enormes gafas de sol. Y, segundo, porque parecía fuera de mi alcance: demasiado rica y demasiado guapa… de una clase distinta a la que suelo relacionarme.

Hoy está distinta. Va vestida con ropa informal: vaqueros y una camiseta amarilla. Parece unos cinco años más joven. Ahora es una más. Quizás ésta sea la verdadera: pelo rubio recogido en una cola de caballo, brazos tonificados y poco maquillaje.

Se sienta a mi lado.

—Veo que lo ha reconsiderado —me dice.

Por un momento, parece como si estuviera hablando de mis sentimientos hacia ella.

—Quizá —respondo.

—Es un trabajo sencillo.

—Estoy seguro de que, en algún momento, me dirá en qué consiste.

—Sólo tiene que hacer lo que se le da bien. Y se lleva cien mil dólares.

—¿Y qué es lo que se me da bien, exactamente?

Sonríe. Abre el bolso y saca dos hojas de papel fotocopiadas. Me las da.

Es la copia de un artículo de la revista San Francisco publicado hace seis años y que lleva por título: «El retorno de la Gran Estafa». Se publicó durante mi juicio. Era un artículo alarmista sobre mí y las estafas que había realizado: la falsa tienda de antigüedades en Cabo Cod, la ciénaga multipropiedad en Florida, el chanchullo de los fondos sin reclamar de Knoxville. De cualquier otro hombre de negocios se hubiera hecho un perfil brillante. Sin embargo, en mi negocio, es el beso de la muerte. Además, no ayuda a convencer al jurado de tu inocencia.

—Ni la mitad de lo que dice es verdad —protesto. Y es cierto. La autora no conocía ni la mitad de trabajos que había hecho antes de dar la campanada con la Baraja Dietética. Aunque había algunos detalles que sí que los tenía bien: que era hijo de un estafador, que crecí estafando a la gente, junto a él, con el timo de la estampita, que lo dejé todo a los veinte para matricularme en la universidad y ser abogado y convertirme en una persona legal, pero que, al final, con mi padre moribundo y mi madre sola, volví a la única carrera que tenía segura: separar a la gente de su dinero, utilizando todos los medios posibles.

—Me pareció muy romántico —dice ella.

Todo el mundo cree que las estafas son románticas. Ven demasiadas películas. En la vida real, las estafas se basan en timar a las personas mayores, robarles las pensiones a los trabajadores y en enamorarte de la fea para obtener su número de cuenta corriente. Y eso no tiene nada de romántico. Excepto la maleta llena de dinero debajo de la cama.

Doblo el artículo por la mitad y me lo guardo en el bolsillo de la camisa.

—¿Qué quiere que haga?

—Mi marido —responde, como si eso lo explicara todo. Ve que necesito más información—. Quiero que le quite dinero. Quiero que le robe.

—¿Sabe? Por eso siempre bajaba la tapa del váter cuando estaba casado. Las mujeres son muy rencorosas.

—¿Sabe algo acerca de mi marido?

—Sólo que es la clase de hombre con el que no debes meterte.

—No —me corrige—. Es la clase de hombre con el no deben pillarte metiéndote.

Me encojo de hombros.

—Lo conocí hace cuatro años —dice—. Entonces yo tenía dieciocho y trabajaba de modelo. Sólo de pasarela, nada emocionante. Nos conocimos en un desfile de Galante. Él tenía cuarenta y seis años. Me llevaba entre algodones. Venía a recogerme en limusina. Me llevó de costa a costa en su avión privado. Íbamos a su hotel. A una suite enorme. Lo dejé todo por él. Todo. —Lo dice con los dientes apretados. Intento imaginarme qué cosas puede dejar una inocente chica de dieciocho años por un señor de cuarenta y seis. Cuando lo entiendo, decido que tendré que pegarme otra ducha en cuanto llegue a casa.

—Y ahora, ¿qué? —le pregunto.

—No es el hombre que creía.

Yo me digo: «Te pega. Pues mala suerte. Déjalo».

Como si me hubiera leído el pensamiento, me dice:

—Quiero dejarlo, pero no puedo.

—¿Por qué?

—Firmé un acuerdo. Si nos divorciamos, me iré con las manos vacías.

—Se casó con las manos vacías.

—Pero el motivo por el que no puedo dejarlo es por lo que dijo.

—¿Qué dijo?

—Me explicó lo que pasaría si lo dejaba.

—¿Y qué pasaría? —le pregunto, aunque sé la respuesta.

—Dijo que se gastaría hasta el último centavo en encontrarme. Y que…

Se detiene ante el ruido de pasos a nuestras espaldas. Me vuelvo y veo a una anciana, con bastón, que se acerca cojeando al ábside de la iglesia. Esperamos a que pase de largo. Llega al altar, se arrodilla y deja el bastón en el suelo. Inclina la cabeza para rezar.

Lauren continúa. Aunque en voz baja.

—Dijo que me encontraría y que me mataría.

—Y ahora quiere robarle todo su dinero.

Sonríe.

—No soy una santa. Jamás dije que lo fuera. Pero lo necesito. Para huir. No conoce a mi marido. Es un monstruo.

—¿Cómo es posible? La revista People lo nombró uno de los hombres vivos más sexys.

—Para mí no lo es —dice, recordando algunos de los momentos en que se había comportado de manera menos sexy—. Necesito el dinero para alejarme de él. Iré a cualquier sitio; quizá vuelva a la costa este. O me vaya a París. Empezaré de cero en otro sitio. Todavía tengo una vida muy larga por delante.

—¿Cuánto quiere que le robe?

—No sé. ¿Veinte millones?

—Sí, claro —le digo—. Me parece de lo más razonable.

—Pero si tiene miles de millones…

—Veamos. Le robo veinte millones. Y me quedo con cien mil dólares. Es increíblemente generosa.

Mueve la mano en el aire.

—De acuerdo. ¿Qué le parece a usted justo? Quiero decir, en su…

—No sabe cómo decirlo. —¿En su oficio?

—Imagínese que soy camarero. Ya sabe, el tipo ése que le sirve la cena en los restaurantes tan lujosos adonde va. ¿Cuánto le deja de propina?

—El diez por ciento.

—Venga ya. Al camarero del Evvia.

—El veinte por ciento.

—Ahora nos entendemos.

—De veinte millones de dólares…

—Exacto.

—Es mucho dinero.

—Es una cena deliciosa.

Sonríe. Tiene unos dientes grandes y blancos, perfectamente alineados. Se quita las gafas de sol y las pliega. Por fin le veo los ojos. Azules y amarillos, felinos.

—Sabe cómo conseguir lo que quiere.

—No siempre —le contesto—. Y ése ha sido siempre mi problema.

—¿Lo hará?

—Sabe que podría llevarme el dinero y no darle ni un centavo, ¿verdad?

—Sí, pero entonces no tendría ninguna posibilidad conmigo.

—¿Una posibilidad? ¿Para qué?

Nos miramos y, por primera vez, me doy cuenta de que estoy encaprichado con ella.