Al día siguiente, me levanto a las seis para ir a trabajar, para llegar a las siete. Mi trabajo es abrir la tienda para mi jefa, Imelda. La tintorería es un negocio bastante desagradable. La mitad de los clientes se presentan antes de las ocho de la mañana y, la otra mitad, durante la hora de la comida. Te pasas el resto del día sentado en una tienda vacía, aspirando vapores de almidón y preocupándote por los carteles gubernamentales que están colgados en la pared, y que alarmantemente advierten que «El estado de California cree que los gases de las tintorerías harán que te aparezca un tercer testículo en la frente». Sin embargo, no estoy seguro de lo que debo hacer con esa información.
Cuando por fin atiendes a algún cliente, no es nada amable. Todo el mundo tiene prisa. Ninguno se alegra de verte. Eres el tipo que se encarga de sus camisas con manchas en los sobacos, sus corbatas con manchas de salsa de tomate, etc. A nadie le gusta ver su ropa en ese estado. Eres un recordatorio andante y parlante de la suciedad y la imperfección del cliente.
Sin embargo, un exconvicto que hace once meses que salió de Lompoc no tiene muchas ofertas de trabajo encima de la mesa. Hice nueve entrevistas de trabajo antes de que Imelda me contratara. No me preguntó si había estado en la cárcel, así que se lo dije yo a los diez minutos de empezar la entrevista. Ella me respondió:
—Cariño, no te librarás tan fácilmente. Por mí, como si antes eras cura. Estás contratado.
Dios bendiga a Imelda, a pesar de que sólo me pague diez dólares la hora. Más propinas.
Esta mañana, el tráfico en la 85 es horrible. Llego a la tienda cinco minutos tarde. En el tiempo que tardo en abrir la puerta, ya se ha formado una cola de cuatro personas.
—Lo siento —digo, mientras me peleo con la cerradura. Abro la puerta, enciendo las luces, me coloco detrás del mostrador y, antes de que pueda soltar las llaves, un hombre me lanza a los brazos un montón de camisas. Gruñe su apellido.
Intento sonreír.
—El jueves a partir de la una —le digo. Le escribo el recibo y se lo doy. Sin darme las gracias, coge el papel y desaparece.
La siguiente clienta, una mujer de unos cuarenta años y vestida como una abogada, es todavía peor. Está enfadada por haberse tenido que esperar cinco minutos a que abriera la tienda. Su mirada dice: «Cobro trescientos dólares la hora. ¿Cuánto cobras tú?». Me entran ganas de decirle: «Diez dólares la hora, más propinas», y señalarle el bote donde pone: «Propinas, por favor». Deja una camisa arrugada y un traje pantalón encima del mostrador. Cuando le doy el recibo, ni siquiera me mira a los ojos. En pocas palabras, así es mi trabajo: resulto invisible para los clientes, soy como una máquina más de la tintorería, inanimada, como la rueda dentada o la cinta giratoria.
Atiendo a los otros dos clientes y paso la hora punta de la mañana. Imelda aparece a las nueve y media. Tiene unos cuarenta años y procede de algún lugar indeterminado de Asia. Yo diría que de las Filipinas. También diría que es un transexual. Mide casi metro ochenta, tiene la voz grave y una nuez del tamaño de una manzana. Y lo más importante: tiene unas manos enormes. Cuando levanta los colgadores de ropa envueltos en plástico con esos enormes bíceps y se los entrega a los clientes, es imposible no fijarse en sus brazos, que son como dos troncos.
Entra en la tienda y, con una voz terriblemente masculina, canturrea:
—¡Hola, cariño!
Lleva una peluca de color castaño rojizo o ha sido víctima de un macabro accidente con el tinte de pelo. Con la luz de la mañana que entra por la ventana, observo un rastro de vello facial oscuro.
—Buenos días, Imelda —respondo.
—¿Cómo está mi chico preferido?
Cuando Imelda intenta ligar conmigo, no puedo evitar fijarme en sus enormes manos y pies, y entonces me vienen todas las arcadas posibles.
—Bien —digo.
—Ayer, después de marcharte, te llamaron. Un chico.
—¿Dijo quién era?
—No. —Me mira de arriba abajo, sonriendo, como si escondiera un secreto delicioso—. ¿Quieres contarme algo?
Imelda cree que todo el mundo es gay de tapadillo.
—No.
—Bueno, dijo que no era importante.
Ahora recuerdo la llamada de mi hijo. Y entonces estoy seguro. Está metido en algún lío. Como siempre.
Imelda desaparece detrás de los colgadores de la ropa y entra en el baño. Se produce un momento de silencio y, entonces, oigo cómo un duradero y masculino pedo resuena en la taza de cerámica. Me siento en mi taburete y miro por la ventana cómo los profesionales bien vestidos van a sus trabajos.
Por la tarde, llego a casa a las seis. El señor Santullo me está esperando en la entrada, con el albornoz y un periódico enrollado en la mano, como si quisiera darme unos azotes en el culo.
Cuando bajo del Honda, me dice:
—Mi nieto quiere hablar contigo. —Y se ríe.
—¿Ah, sí? —Miro a mi alrededor, pero no veo al nieto por ninguna parte.
Entonces, oigo su voz a mis espaldas. Aparece por detrás del lateral de la casa. Lleva una brocha, que va goteando pintura blanca, y un bote de esmalte blanco.
—Hola, Kevin —dice.
—Kip —lo corrijo.
—Ah, sí. —Deja el bote en el suelo y la brocha dentro. Le veo manchas frescas de pintura en la espalda. El nieto ha estado haciendo retoques. No es buena señal—. Mira —me dice el Árabe. Se me acerca un poco—, he estado hablando con mi abuelo. Quiere subirte el alquiler.
Miro al señor Santullo. Tiene una amplia sonrisa, como si estuviera encantado de haber podido reunir a dos de sus personas favoritas para charlar un rato.
—¿Es eso cierto, señor Santullo? —le pregunto.
El señor Santullo me responde a otra pregunta.
—Mi nieto es árabe.
El nieto dice:
—Claro que es cierto.
No tengo ningún contrato de arrendamiento firmado con el señor Santullo. Todo ha sido muy informal, mes a mes. Desde que salí de Lompoc, he vivido aquí y he pagado mensualmente cuatrocientos dólares.
Me vuelvo hacia el nieto. No tiene sentido fingir. El señor Santullo manda.
—¿Cuál es el nuevo alquiler?
—Mil doscientos —dice. Y luego agita la mano en el aire de forma magnánima—. Pero mi abuelo puede esperar un mes. ¿Por qué no empezamos con el nuevo alquiler en junio?
—De acuerdo —contesto.
Siento la urgente necesidad de subir a mi piso y comprobar las ventas de MrVitamin de hoy. Espero un milagro.
Antes de llegar a la puerta, sé que algo va mal. Los años de vigilarme constantemente las espaldas (primero, cuando era un hombre libre y me dedicaba a estafar a la gente y después, cuando estaba en la cárcel y tenía miedo de que alguien saliera de la nada y me clavara un puñetazo en las costillas) han aumentado mi sensibilidad frente a la amenaza. Y hoy la he sentido mientras pasaba junto a los rosales camino a mi piso. Los pelos del cuello se me erizan. Cuando llego a la puerta, veo algo extraño: la puerta no está pegada al marco, como la dejé esta mañana.
La empujo con el dedo, dispuesto a tirarme al suelo si me encuentro con una pistola en la cara.
Pero no veo ninguna. Entro. Las cortinas están cerradas. Todo está a oscuras. Apenas veo los bultos de las cajas de vitaminas en el recibidor. Al otro lado del salón, la vitamina del salvapantallas va de una punta a otra del tubo catódico. No puedo evitar fijarme en la cantidad total de ventas del día: 9,85 dólares. En algún lugar remoto de mi cabeza, tengo un deprimente pensamiento: si hay un intruso en mi piso que quiere matarme, lo último que veré en esta vida será una vitamina danzarina con una patética cifra de ventas en su interior.
Cierro la puerta y digo:
—¿Hay alguien?
Oigo una respiración. Mi mente hace un rápido inventario de las armas potenciales de la casa. En la encimera de la cocina tengo los cuchillos. En la habitación hay un par de tijeras de manicura y, en el baño, debajo del lavamanos, un destornillador.
Doy un paso en la oscuridad. Pienso en mis opciones. ¿Puedo correr hasta la cocina y coger un cuchillo antes de que el intruso tenga tiempo de actuar? Es mi piso: me lo conozco mejor que el intruso. Si voy deprisa…
Se encienden las luces. Parpadeo ante la repentina luminosidad.
Veo a un chico joven sentado a la mesa de la cocina, reclinado en la silla y con los dedos jugando con el interruptor de la luz que hay en la pared.
—Hola, papá —dice.
Toby luce esa estúpida sonrisa de «¡Te pillé!», que uno tiene a los quince años. Por desgracia para ambos, ya ha cumplido los veinticinco. Es un chico guapo, con un pelo oscuro demasiado largo, un poco al estilo de un cantante de rock, y una amplia y brillante sonrisa.
—¿Te he asustado?
—Podría haberte matado.
—Sí, claro. —Se ríe—. Uuuy, ¡qué miedo! —Agita los dedos frente a la cara para escenificar lo asustado que está.
—Por Dios, Toby, ¿qué haces aquí?
—Nada. Es que hacía días que no te veía. He pensado que quizá me echabas de menos.
—Claro que te echo de menos.
La última vez que lo vi fue seis meses antes de salir de Lompoc, que fue la única vez que vino a verme a la cárcel. A los cinco minutos de llegar, me pidió dinero para abrir una cafetería en Seattle. Cuando le dije que mi encarcelación y la declaración de bancarrota complicaban mucho que pudiera ayudarlo con esa nueva aventura empresarial, me miró con aquella expresión suplicante que tanto conocía. Después de cinco minutos más de comentarios de cortesía, se marchó. Desde que salí, me ha llamado varias veces, bien cuando está enfadado con Celia, su madre, o bien cuando necesita dinero. Hago lo que puedo para ayudarlo, sin hacerle preguntas. Lo último que supe de él es que estaba viviendo en Aspen y trabajando como monitor de esquí.
—¿Todavía vives en Aspen?
—Ya no.
—¿Ya no? Y ahora ¿dónde vives?
—Aquí y allá.
—Me parece que tienes que escoger, aquí o allá.
—Bueno, estoy en casas de amigos. Pero, básicamente, vivo en San Francisco.
Trago saliva y finjo no estar enfadado.
—¿Quieres decir que vives aquí al lado? —San Francisco está a ochenta kilómetros. A media hora por carretera si no encuentras tráfico. Tengo ganas de demostrarle mi enfado porque haya estado viviendo tan cerca y ni se haya molestado en venir a verme, o en llamarme, o ni siquiera a decírmelo. Sin embargo, mostrarte herido con Toby no funciona. Por lo tanto, con la mayor alegría que puedo, digo:
—Eso es genial.
—Sí, ya, bueno.
Asiento. «Sí, bueno».
—¿Cómo va el negocio de las clases de esquí? —le pregunto.
Se encoge de hombros.
—Ya sabes, es… Bueno, lo he dejado.
—¿Lo has dejado? —Me imagino a mi hijo subiendo las colinas y descendiendo a ochenta kilómetros por hora con un crío aterrorizado detrás y un porro entre los labios.
—No funcionó —añade, a modo de explicación.
—Muy bien —digo como si tal cosa.
—Papá, ¿por qué siempre tienes que atacarme?
Levanto las manos, rindiéndome.
—No te ataco —le contesto—. Creo que estás genial.
—Y ahora estás siendo condescendiente.
—No es cierto. Te quiero. —Cosa que es verdad. ¿Quién no quiere a su hijo? Independientemente de lo que haga. Y si Toby está un poco perdido y desorientado en la vida, ¿de quién es la culpa si no mía? Cuando tenía catorce años, su madre y yo nos divorciamos porque ella me pilló engañándola con su mejor amiga, Lana Cantrell. Al cabo de cinco años, me enviaron a la cárcel por fraude. El padre de Toby es un criminal infiel, mujeriego y corrupto. ¿Qué clase de hijo podía esperarse?—. Me alegro mucho de verte, Toby —le digo. Me acerco a él y lo abrazo. Noto cómo todo su cuerpo se tensa en la silla. Mientras lo abrazo, le miro el cuero cabelludo. Se está quedando calvo. Incluso más que yo. Ahora, además de sentirme herido y rechazado, me siento casi muerto.
Cruzamos la calle y vamos al Blue Chalk Café a tomar unas cervezas. Toby escoge una mesa en el balcón del segundo piso, desde donde se ve todo el piso de abajo. Mucho me temo que la ha escogido para comerse con los ojos a las estudiantes de Stanford que hay abajo.
La camarera nos trae una caña a cada uno. Brindamos y le digo:
—Me alegro de verte, Toby.
—Yo también me alegro, papá.
Bebo un sorbo de cerveza.
Toby se la bebe. Y no de forma delicada. Traga sonoramente una y otra vez hasta que se ha bebido tres cuartos de la caña. Deja el vaso en la mesa y exclama:
—Ahhh.
—¿Te quedas esta noche? —le pregunto.
Toby ladea la cabeza y me mira con socarronería. Por un momento, creo que he ido demasiado lejos y lo estoy agobiando. Sin embargo, responde:
—Ah. Bueno, esperaba poder quedarme. Una temporada.
—¿Una temporada? —repito—. Genial. —Levanto la cerveza. Intento beber. No quiero que tenga la sensación de que lo ataco. Tengo que relajarme. Hacer una pausa. Para mis adentros, cuento: uno, dos, tres. Vale. Ya está—. ¿Cuánto tiempo quieres quedarte?
—No lo sé. Hasta que las cosas… bueno, se tranquilicen.
—Ya. —Sonrío con amabilidad. Espero a que me ofrezca, de forma voluntaria, una explicación sobre esas cosas que tienen que tranquilizarse. Pero no dice nada, se dedica a beber y a observar una mesa llena de universitarias del piso de abajo. Se termina el líquido dorado y empuja el vaso hasta el centro de la mesa.
—Venga —me dice—. Bebe.
Lo hago. Cuando decido que Toby no me dirá nada más acerca de la crisis en su vida, le pregunto:
—¿Qué pasa? ¿De qué necesitas huir?
—No es nada grave. No quiero marearte con todo esto.
Tengo una visión de los próximos seis meses: Toby en un saco de dormir en medio de mi salón, botellas de cerveza vacías por el suelo y yo pasando de puntillas por su lado intentando no despertarlo las tres veces que me levanto a orinar cada noche. Le digo:
—No me mareas, Toby.
—Bueno, pues mira: creo que he cometido un pequeño error.
Asiento. Espero. Uno, dos, tres… Vale.
—¿Qué clase de error?
—¿Sabes que últimamente me ha ido muy bien en los deportes? Te lo juro, lo he ganado todo. Debo de haber ganado diez de los grandes durante la temporada de fútbol americano.
—No lo sabía.
—Bueno, porque no hablamos nunca. —Agita la mano para llamar la atención de la camarera. Cuando ella lo mira, él levanta el vaso vacío y dos dedos. Y, por si no lo había entendido, mueve la mano hacia delante y hacia atrás, hacia mí y hacia él.
Me mira y dice:
—Pero bueno, todo me iba genial. Como si estuviera en racha, ¿sabes? Así que hice un par de apuestas gordas.
—¿Cómo de gordas?
Él responde a otra pregunta.
—Lo mejor es que no tuve que poner el dinero. Sabían que lo tenía. —Me mira, como si tuviera que estar impresionado.
—¿Cuánto perdiste?
—Bueno, no se trata sólo de cuánto pierdes. —De repente, habla con una voz más relajada. Se inclina sobre la mesa. Su mirada se fija en mis ojos. Su rostro y su postura adquieren una novedosa seriedad. Es tan… adulto. Si no estuviéramos hablando de sus cuantiosas deudas de juego, puede que incluso estuviera orgulloso de él—. Cuando no puedes pagar lo que debes en la primera apuesta, te prestan el dinero y te lo juegas en la segunda. La idea es ganar y devolver todo lo que debes.
—Pero las cosas no salieron bien.
—No. —Mueve la cabeza—. No salieron bien.
—¿Cuánto dinero debes?
En ese momento, aparece la camarera y deja dos cervezas más encima de la mesa. Yo todavía tengo la primera casi entera. La chica deja la segunda junto a la primera y se lleva el vaso de Toby. Muy alegre, nos pregunta:
—¿Les apetecen algunos de los platos especiales de la casa? ¡Tenemos un pollo rebozado delicioso!
—Pollo rebozado —exclama Toby con un repentino ataque de entusiasmo infantil—. Qué bueno.
La camarera dice:
—¿Le traigo un plato?
Toby me mira.
—Estoy muerto de hambre. ¿Te importa, papá? —No me está preguntando si quiero compartirlo con él, me está pidiendo que me encargue de la cuenta.
—Claro, adelante —le respondo.
—¿Algo más? —pregunta la camarera.
—Por ahora no, gracias —le digo.
La chica asiente y se marcha. Espero a que Toby siga hablando de su deuda de juego. Sin embargo, él está echando un vistazo al restaurante, repasando a todas las mujeres.
Le digo:
—Toby, ¿cuánto dinero debes?
Por un momento, me mira como si no supiera de qué le estoy hablando. Entonces, se acuerda. Se concentra y se acomoda en la silla.
—Sesenta.
—¿Sesenta mil dólares?
Se encoge de hombros y me dedica una sonrisa como queriendo decir «¿Puedes ayudarme?».
Le pregunto:
—¿A quién se los debes?
—Nada, a unos tíos. Ya te he dicho que confiaban en mí.
—Toby…
—Creo que son de la mafia. Con el que he tratado directamente se llama Sergei Rock.
—¿Sergei la Roca?
—Sin el «la».
—Jamás he oído hablar de él.
—¿Y por qué ibas a hacerlo? —Finge darse cuenta de algo—. Ah, claro. Porque eres un maestro del crimen. Un estafador que se convirtió en estrella de la televisión y, luego, otra vez en estafador.
Le ignoro.
—¿Para quién trabaja ese Sergei Rock?
—Para Andre Sustevich.
—Ah. —De Andre Sustevich sí que había oído hablar. Después de que La Cosa Nostra se viera diezmada por el RICO y los procesos federales, los rusos de Brighton Beach se trasladaron a California. Ahora son los dueños de los negocios de prostitución y apuestas del estado. Son más listos y ambiciosos que los italianos, y miles de veces más crueles. Después de todo, Italia era el corazón del Imperio romano. Algo de aquella civilización quedó, incluso en los sinvergüenzas. Sí, los italianos son duros, pero al menos tienen normas. Los rusos vienen de las frías y brutales estepas, una tierra donde la civilización nunca arraigó, donde el demonio es una estación larga y oscura, donde te pueden matar sencillamente por mirar a la persona equivocada en el momento equivocado, donde tu hijo, y su hijo, y el hijo de éste pueden estar sentenciados a muerte por un simple comentario duro o un gesto irrespetuoso.
El líder de los armenios, o jan, del norte de California es Andre Sustevich. Es mitad ruso, mitad armenio y, por lo tanto, capaz de congregar la lealtad de ambos grupos. Lo conocen como el Profesor, bien por su doctorado en económicas por la Universidad de Budapest o bien por su labor de toda una vida estudiando los efectos de la tortura en el cuerpo humano. Aunque me inclinaría más por la segunda opción.
Le pregunto a Toby:
—¿Te han amenazado?
Agita la mano como si nada. Sonríe ampliamente.
—¿Quién? ¿Tíos como Sergei Rock y Andre Sustevich? ¿Amenazar? ¿Porque les debo sesenta mil dólares? ¡Venga ya, papá, despierta! ¿Qué clase de tíos crees que son? —Por si no he captado su sarcasmo, aprieta los dientes y añade—: Claro que me han amenazado. Pensaba que iban a venir por mí. Me he ido de la ciudad justo a tiempo.
—Pero si sólo estás a ochenta kilómetros. No te has ido de la ciudad.
—Pero ellos no saben que estoy aquí.
Meneo la cabeza. Conozco a mi hijo. Dentro de veinticuatro horas, todo el mundo, incluso aquellos que no tienen ni idea de quién es, sabrán que está aquí.
—¿Y qué plan tienes? —le pregunto.
—¿Plan? He acudido a ti.
—¿Ése es tu plan?
—Necesito tu ayuda, papá. Por favor.
Suspiro.
—Toby, no tengo sesenta mil dólares.
—Mamá dice que sí. Que lo tienes escondido.
Celia está convencida que tengo una fortuna en bancos suizos, que tengo una mansión secreta en Florida y yates fantasma en la Riviera francesa. Ojalá tuviera la mitad de lo que ella cree que tengo. Quizá si fuera a mi piso y entrara en el baño, con el váter lleno de mierda incrustada, o viera que a mi mando a distancia le falta el botón para bajar el volumen y que tengo que escucharlo todo a un volumen ensordecedor, o si se pasara unas eternas horas conmigo en la tintorería, empaquetando en plástico camisas y pantalones, puede que así se convenciera que no tengo nada, que no soy más que lo que parezco: un hombre honesto que intenta seguir adelante. Y no lo consigue.
Y desearía que dejara de decirle a Toby lo contrario. El pobre chico está haciendo acrobacias en un alambre colgado en el aire y contando con una red de seguridad que no existe.
Le digo:
—Tu madre alucina. No tengo nada para darte, Toby.
—Y entonces, ¿qué hago?
Sólo hay una cosa que Toby puede hacer para que los matones de la mafia rusa no le arranquen el cerebro de la cabeza. Construir una máquina del tiempo en mi garaje. Cuando lo haya hecho, debe retroceder en el tiempo y eliminar la primera apuesta gorda que hizo con los corredores que trabajan para Andre Sustevich, el Profesor.
Si descartamos ésa más que improbable opción, Toby tiene que salir pitando.
—Tienes que irte —digo.
—¿Adónde?
—No lo sé. A algún sitio lejos de aquí.
—Papá, no puedo marcharme. Mamá y tú vivís aquí.
Por un momento, me emociono. Sin embargo, enseguida recuerdo que, hace diez segundos, Toby me estaba pidiendo sesenta mil dólares. Su amor por mí es errático.
—Toby, si te quedas, te encontrarán.
—He pensado que quizá tú podrías hablar con ellos.
—¿Con quién?
—Con Andre Sustevich. Con El Profesor.
—¿Y qué le digo?
—Ya sabes, que tengo el dinero.
—¿Lo tienes?
Me mira como si quisiera preguntarme: «¿Y tú?».
—No conozco demasiado bien a Sustevich —le respondo.
—Pero él a ti sí.
—¿Ah, sí?
—Dice que eras un clásico.
—¿Has hablado con él?
—En realidad, no —añade enseguida Toby—. Lo escuché. Pero lo importante es que necesito tu ayuda.
—Quiero ayudarte, Toby. Pero no sé cómo.
—Al menos, deja que me quede en tu piso.
—Claro que puedes quedarte —respondo. Pero, para mis adentros, me pregunto: «¿Por cuánto tiempo?».
Espero algún tipo de agradecimiento, pero mi hijo ya está buscando a la camarera con la mirada.
—¿Te apetece otra? —me pregunta.
Me sorprende ver que ya se ha bebido la segunda cerveza. Antes de que pueda responder, ha establecido contacto visual con la chica y empieza a mover las manos como un agente en el parqué de la Bolsa de Chicago. A los pocos segundos, llega la tercera ronda.