El timo de la estampita funciona así.
Sales del supermercado y te diriges a tu coche. Te cruzas con una chica joven y guapa e intercambiáis una sonrisa. Cuando pasas por su lado, ella baja la mirada. De repente, se para y dice:
—Vaya, fíjese en esto.
Tú también bajas la mirada. Se trata de una bolsa de papel marrón. Sin abrirla, ya ves que está llena de billetes de veinte dólares.
La chica se agacha y coge la bolsa. Saca un fajo de billetes de veinte grueso como el periódico del domingo y lo ojea.
—Dios mío —dice.
Mira dentro de la bolsa y encuentra una nota doblada. Te la da y te dice:
—Señor, léala. Yo contaré el dinero.
Mientras la chica cuenta el dinero, tú abres la nota y la lees. Dice algo como: «Tyrone, aquí tienes tu parte del trato. Ya he pagado a los polis. Tú encárgate de pagar al fiscal del distrito, como quedamos. Nos vemos en Cabo Juan».
Después de leer esto lo entiendes todo. Dices:
—Este dinero debe provenir del tráfico de droga.
La timadora ya ha acabado de contar el dinero. En un susurro, te comunica:
—¡Aquí hay más de cinco mil dólares! ¿Qué hacemos con todo esto?
Antes de que puedas responder, se os acerca un hombre muy bien vestido. Es el cómplice, el segundo timador. Dice:
—Oigan, no quisiera entrometerme, pero quiero advertirles que no es el barrio más seguro para llevar tanto dinero encima y a la vista.
La chica dice:
—De hecho, nos lo acabamos de encontrar. No sabemos qué hacer con él. —Se vuelve hacia ti y te dice—: Enséñele la nota.
Le das la nota al hombre trajeado. Él la lee y dice:
—Es dinero ilegal del tráfico de drogas.
—¿Deberíamos devolverlo? —pregunta la chica—. Quizá deberíamos dejarlo en el supermercado por si alguien viene a reclamarlo.
El hombre se ríe ante tanta inocencia.
—Señora —le dice—. No creo que haya muchos traficantes que vayan a volver a reclamar este dinero.
—Y entonces, ¿qué? —pregunta ella—. ¿Nos lo quedamos?
El hombre se encoge de hombros.
—No lo sé. —Se lo piensa unos segundos—. Pero les propongo una cosa. Soy asesor legal. Trabajo para un abogado bastante importante. Él sabrá qué hacer. El despacho está tres edificios más abajo, en esta misma calle. Si quieren, puedo ir a preguntarle qué pueden hacer con el dinero.
—De acuerdo —responde la chica.
El cómplice se va, teóricamente para hablar con su jefe pero, en realidad, entra en una cafetería y se pide un café y un donut. Mientras estáis los dos solos, la chica se vuelve hacia ti y dice:
—Mire, señor, no quiero que piense mal de mí. Me educaron para tratar a la gente de forma justa y equitativa. Usted estaba delante cuando he encontrado el dinero, así que la mitad es suya, ¿le parece bien?
Le das las gracias por su sentido de la decencia.
Al cabo de unos minutos, el cómplice vuelve al aparcamiento del supermercado.
—Les traigo buenas noticias, amigos. He hablado con mi jefe y dice que se pueden quedar con el dinero. Si quieren ser absolutamente legales, tendrán que declararlo a finales de año. Pero, si no lo hacen, no pasa nada. Es todo suyo.
Mientras piensas en si te tomarás la molestia de declarar tu mitad de los cinco mil dólares, el hombre joven os da otro dato más:
—Sólo hay un problema —dice—. Tendrán que esperar treinta días para que el dinero sea legalmente suyo. O sea, que no se podrán gastar ni un céntimo de ese dinero hasta dentro de un mes.
—Perfecto —dice la chica—. Este caballero —se refiere a ti— y yo nos quedaremos el dinero un mes. —Se para un momento a pensar—. Oiga —te dice—, soy nueva en la ciudad. Ni siquiera tengo una cuenta bancaria. ¿Por qué no lo guarda usted? —Te ofrece la bolsa llena de dinero.
Antes de que puedas cogerla, el hombre trajeado se la devuelve a la chica.
—Eh, eh —dice—. Un segundo. —Mira a la chica como si fuera la persona más estúpida del mundo—. Ni siquiera conoce a este hombre. ¿Cómo sabe que no se lo quedará todo para él?
La chica se enfada.
—Mire, señor, le agradezco su ayuda. Incluso le daré dinero de mi mitad para compensarle por su tiempo y su ayuda, pero me da mucha pena que hable de esa forma del caballero. Me ha ayudado a encontrar el dinero. Y resulta que confío plenamente en él.
El cómplice parece arrepentido.
—De acuerdo, lo siento. Es su dinero. Haga lo que quiera con él. —Hace una pausa—. Es que… si va a darle a un tipo varios miles de dólares en efectivo, debería saber si es de confianza. Debería de mostrar un poco de buena fe, eso es todo.
Tú no apartas la mirada de la bolsa. La tienes a escasos centímetros y la chica está a nada de dártela para que la guardes, así que dices:
—¿Qué quiere decir con eso de «buena fe»?
—Mire —responde el cómplice—. Usted parece muy buen hombre, pero ¿cómo sabe la chica que usted no se dedica a chanchullos raros? Sí, lleva un traje muy bonito, pero igual no tiene ni un dólar en el banco. Quizá sea un pobre desgraciado y vaya a gastarse todo el dinero…
—Tengo dinero —respondes.
—Pero ¿ella cómo lo sabe? ¿Puede demostrar que se puede confiar en usted? ¿Qué tiene dinero?
En ese momento pueden suceder dos cosas: o te ofreces a demostrarles que tienes dinero o te quedas callado. En este último caso, la chica empezará a pensar como el cómplice:
—Sí —dirá—. Seguramente tenga razón. No sé si este tipo tiene dinero. Creo que debería guardar la bolsa yo…
En cualquier caso, enseguida te convencerás de la necesidad de demostrarles tus recursos financieros.
Así que vas con tus dos nuevos amigos hasta el cajero más cercano o, si los estafadores deciden que el límite del cajero es demasiado bajo, te convencerán para que vayas personalmente a una sucursal de tu banco. Para «demostrar» que tienes recursos, sacarás cinco mil dólares de tu cuenta.
Vuelves con el dinero y se lo enseñas a la chica y a su desconfiado nuevo amigo. La chica escarmienta enseguida y dice:
—De acuerdo, me ha convencido.
—Sí —admite el cómplice, avergonzado—. A mí también. Siento mucho haber dudado de su palabra.
Tú dices que lo entiendes y que, en su lugar, posiblemente hubieras hecho lo mismo.
La chica coge tu dinero y lo mete en la bolsa de papel, junto con el dinero de la droga. A continuación, los tres intercambiáis nombres, teléfonos y direcciones. Aceptas guardar la bolsa durante treinta días y llamarlos cuando haya pasado ese mes.
Lo que no sabes es que, mientras os intercambiabais los números de teléfono, la chica ha cambiado la bolsa de papel por una idéntica llena de papel de periódico. Antes de despediros, te la da y te dice:
—Guárdela bien. Confío en usted.
El hombre mira a su alrededor, siempre con recelo.
—Sea listo y manténgala cerrada —te advierte—. No vaya presumiendo del dinero. Ciérrela y escóndala hasta que llegue a casa. Prométamelo.
—Claro —respondes—. Lo prometo.
Puede que, dependiendo de tu nivel de avaricia, les hayas dado un nombre y unos datos falsos. Puede que ya hayas decidido cómo vas a gastarte los cinco mil dólares.
O puede que seas un hombre honesto, pero estúpido. Puede que realmente tengas la intención de dividir el dinero al cabo de treinta días a partes iguales.
No importa porque, cuando llegas a casa, abres la bolsa y descubres que, a consecuencia de tu estupidez y tu avaricia, te han timado.