Es el timo más sencillo del mundo y cualquier idiota puede hacerlo, incluso el que está sentado a mi lado.
Tendrá unos veinticinco años, lleva pantalones de algodón y camisa azul de hilo. Tiene las manos cuidadas y lleva gafas. Supongo que será uno de esos puntocom que ha pasado por la universidad. Seguramente, ha leído el timo en un libro, o en Internet, y quiere probar suerte. Será una historia para explicarles mañana a los amigos. Y aquí en el Blowfish ha encontrado el escenario perfecto: un bar tranquilo sin matones que puedan romperle los dedos, aunque lo suficientemente lejos de su casa como para no tener que pasar por delante nunca más.
Y ahí va. Está sentado a la barra y sólo nos separa un taburete vacío. Está hablando con el tipo que tiene al otro lado, un hombre fornido con un traje que no le queda nada bien. El tío fornido tiene una única ceja que le atraviesa la frente y lleva un enorme anillo de sello de oro en el dedo meñique. Seguro que se lo ha dejado grabado en la mejilla a más de uno que intentó jugársela. Puede que al final el chico puntocom no tenga tan buen ojo para escoger a sus víctimas como él cree.
Puntocom le dice a Monoceja:
—¿Sabe qué? Hoy me siento con suerte. ¿Quiere jugar a un juego muy sencillo?
Monoceja sostiene un vaso de Jack Daniels cerca de la boca. Tiene la mano tan grande que lo rodea por completo y más bien parece un vaso de licor. Mastica un trozo de hielo y mira al chico. Lo estudia en un segundo.
—Vale —dice.
Puntocom sigue hablando:
—Se llama el juego del bote. Los dos ponemos dinero en un bote… digamos, no sé, veinte pavos. —Saca un billete de veinte y lo deja en la barra—. Y después pujamos por él.
Monoceja se lo piensa un segundo. Sería un bote de cuarenta dólares. El chaval está dispuesto a pagar veinte. Todavía tiene margen de beneficio. Monoceja escupe el hielo en el vaso de Jack Daniels y lo menea como si fuera un dado.
—¿Ah, sí? —dice—. Te doy veinticinco dólares por el bote.
Aquí es donde el chaval debería plantarse. Debería levantar las manos a modo de rendición, coger los veinticinco dólares de Monoceja, entregarle el bote y largarse del bar con un beneficio de cinco dólares, y deprisa, antes de que Monoceja empiece a atar cabos. Pero el chico es avaricioso. Y no por dinero, porque seguramente tenga de sobras, quizá millones de dólares en acciones de alguna empresa que vende algo inútil en Internet. No, lo que él quiere es una historia mejor. Ya se lo imagina: queda con los amigos esta noche en algún bar de South Market, en San Francisco, y les explica cómo ha engañado a ese currante, porque utilizará esa palabra: «currante», y le ha quitado un fajo de dinero con el que puede pagar una ronda, así que: «Oye, ¿por qué no os invito yo, esta noche?».
Puntocom dice:
—Veinticinco dólares, ¿eh? —Se rasca la barbilla mientras finge pensárselo—. Es un hueso duro de roer, señor. Muy bien, le ofrezco veintiocho dólares.
Monoceja chasquea la lengua. Ya ha hecho los números, así que ni siquiera tiene que pensárselo. Cualquier apuesta por debajo de cuarenta dólares significa llevarse beneficios.
—Treinta pavos —le dice al chico.
El chaval finge estremecerse. Contiene la respiración, como si acabara de comerse algo muy picante. Dice:
—Vaya. Demasiado para mi bolsillo. Usted gana. Acepto su puja. Y usted se queda con el bote. —Alarga la mano. Monoceja le da un billete de veinte y otro de diez de su bolsillo. El chaval se los guarda y hace un gesto con la mano hacia el bote de cuarenta dólares—. Los cuarenta dólares son todos suyos.
Monoceja se queda con el bote y lo añade al fajo de billetes que lleva en el bolsillo. ¿Has visto lo que ha pasado? Monoceja puso veinte dólares en el bote para jugar, y luego ha pagado treinta dólares más para «ganar» ese bote. O sea, que, en total, ha pagado cincuenta dólares para ganar un bote de cuarenta. El chico le ha sacado diez dólares en dos minutos. Es el viejo timo del cambio. Existen cientos de versiones.
Ahora, sin embargo, el chaval está cometiendo un terrible error. Se ha quedado en el bar. La primera regla del timador es: jamás dejes que la víctima descubra que la han engañado. La segunda regla es: si rompes la primera regla, sal pitando. Sin embargo, el chico se queda tranquilamente tomándose una cerveza y viendo el partido de los Giants por el televisor del bar. Al final, se levanta y empieza a pagar la cuenta de una forma muy curiosa, dejando los billetes de un dólar en la barra de uno en uno. Dios, está perdido. Ya tienes que haber pagado la cuenta cuando empiezas a jugar. Tienes que poder marcharte tranquilamente cuando acabes el timo.
Veo cómo se ponen en marcha los engranajes en la cabeza del tipo fornido. Obviamente, es un criminal; los criminales huelen un timo más deprisa que los civiles inofensivos. Son los años de engañar a los demás: si el hombre se hubiera pasado treinta años haciendo ballet, seguramente también sabría reconocer un buen plié cuando lo viera. Mientras tanto, Puntocom está mirando las noticias deportivas de Barry Bonds en la televisión. Se encuentra de pie, detrás del taburete, embobado con el televisor, sin otra preocupación en el mundo. Está a punto de perder la ilusión. Y deprisa.
—Espera un momento —le dice Monoceja. Parpadea como si tuviera la cara llena de sudor. Pero en el bar hace tanto frío como en una cámara frigorífica—. No me salen las cuentas.
Puntocom aparta la vista del televisor y se da cuenta de su error. Si se hubiera marchado a casa, habría podido ver las noticias de Barry Bonds por la noche y habría conservado los diez dólares de beneficio y la cara bonita. Pero ahora nadie le garantiza ninguna de las dos cosas.
Monoceja dice:
—¿Intentas tomarme el pelo, amiguito? —Se levanta del taburete. Está a unos escasos treinta centímetros de Puntocom, que se da cuenta de que, por unos miserables diez dólares, está a punto de recibir una paliza. O algo peor.
—¿Perdón? —dice. Y es lo correcto. Las tres reglas del timador: negarlo, negarlo, negarlo.
Monoceja ya está pegado a su cara. Es posible que el chico pueda oler los langostinos que el hombre se ha comido a mediodía. El tipo fornido dice:
—¡He pagado cincuenta dólares! Y tú me has dado cuarenta. Te crees muy listo, ¿verdad?
El chaval palidece al instante. Ahora sabe que la historia que les explicará a sus amigos no será tan genial como pensaba. Y puede que, en vez de explicársela en un bar y frente a una copa de vino, lo haga desde la cama de un hospital con una vía intravenosa en el brazo.
—No, escuche…
Demasiado tarde. El hombre le lanza un puñetazo a la barbilla. El chico agita los brazos en el aire mientras sale despedido hacia la barra. Arquea la espalda y se queda apoyado en ella, fláccido como el trapo del camarero, con los pies en el suelo. Monoceja alarga los brazos y cierra las manos alrededor del cuello del pobre chico. Lo aprieta contra la barra con fuerza. Las gafas del chaval sólo se le sujetan ya en una oreja, totalmente torcidas, y los ojos se le salen de las órbitas.
—Cabrón —dice Monoceja—. ¿Quieres jugar conmigo? Pues te has equivocado de hombre, amigo. —Mete la mano en uno de los bolsillos del traje dos tallas más pequeño y saca una pistola. La aprieta contra la mandíbula de Puntocom. Seguro que esto no es lo que el chico esperaba cuando leyó lo de este timo del cambio en Internet o cuando lo practicó anoche frente al espejo.
Un cliente con una pistola siempre llama la atención del camarero. Cuando el jaleo ha empezado, estaba al otro lado de la barra, removiendo una bebida con un palito. Es un chico joven, de unos veintipocos. Grita, aunque no demasiado alto:
—Eh, ustedes. —La indecisión de su voz confirma que no es el propietario. Sólo es un trabajador haciendo su turno de cuatro horas entre las clases en Santa Clara o Stanford. Claro que le gustaría que no hubiera líos en el bar mientras él está al frente, pero, claro, también preferiría que no le dispararan. Así que, si tiene que escoger, evitará que le disparen. Levanta las manos, como si lo estuvieran apuntando a él, y añade—: Calmémonos todos un poco. —Sí, buena idea. Vamos a calmarnos «todos», como si el chaval que está encima de la barra con la cara roja de la asfixia y los ojos fuera de órbita estuviera alterando el orden. Si Puntocom se tranquilizara y gorjeara en silencio, entonces aquí no pasaría nada.
Es un buen momento para intervenir. Estoy a escasos centímetros del chico, que hace esfuerzos sobrehumanos por seguir respirando, así que no tengo que levantar la voz.
—Ya basta —digo, en una acción que me resume a la perfección: siempre espero demasiado para todo y, cuando hago algo, siempre es poco y llega tarde. Celia, mi ex, estaría de acuerdo.
Monoceja me mira sin soltar al chico ni la pistola. Me mira como si estuviera de broma: no se cree que un cuarentón canoso, con barriga y los ojos cansados se le acerque en un bar de Sunnyvale mientras está «cargándose» a alguien. Me mira fijamente durante un segundo y luego se gira hacia el chico. Le dice:
—Ahora te vas a enterar. —Quita el seguro con el pulgar. Se escucha un «clic».
Los dedos de Puntocom intentan aflojar, sin éxito, las enormes manos que tiene alrededor del cuello. Veo que el chico trata de decir algo, pero no puede respirar y la voz no le sale. Supongo que la idea general de lo que quiere decir es: «Lo siento».
Me levanto del taburete para que Monoceja no pueda seguir ignorándome. Tranquilamente, y sin rastro de amenaza en la voz, digo:
—Venga, si sólo es un crío. No pretendía hacerte daño.
—Métete en tus asuntos, tío —y, sin dejar de mirar al chico, añade—: Ha intentado timarme.
—Ya ha aprendido la lección. Mira, sólo te ha timado diez dólares. Para compensarte, yo te daré veinte. —Me meto la mano en el bolsillo trasero de los pantalones y cojo la cartera. La abro con la esperanza de llevar, efectivamente, los veinte dólares. Por desgracia, sólo llevo un billete de diez y seis míseros billetes de un dólar, mustios como una lechuga de ayer. Vaya—. Toma, coge todo lo que tengo. Dieciséis dólares. Sales ganando seis dólares. Además, el chico ya sabe que jamás debe volver a meterse contigo. Ya le has dado una buena lección.
El tipo fornido se vuelve hacia mí. Baja la pistola. No está claro si está cediendo o se está encarando bien para dispararme. Dice:
—¿Y tú quién coño eres? ¿Un ángel de la guarda?
—No, sólo un metomentodo que no sabe quedarse calladito —admito. Saco los billetes de la cartera y se los ofrezco. El hombre suelta al chico, que resbala por la barra y cae al suelo. Monoceja coge el dinero y lo cuenta. Se lo guarda en el bolsillo del pantalón. Devuelve la pistola al abrigo y se vuelve hacia el chico. Puntocom se está acariciando el sonrojado cuello. Tiene cinco moretones alrededor de la garganta, uno por dedo de aquella poderosa mano, como si fuera una hoja del libro de huellas de una comisaría.
—Es tu día de suerte —le dice Monoceja al chico. Está claro que es un profesional, porque conoce exactamente la lección que el chico no sabía: siempre que hayas conseguido beneficio, vete. No va a quedarse en el bar esperando a la policía, que seguro que ya está en camino. Y, pensándolo bien, yo tampoco me quedaré.
Monoceja le sonríe al chico con una cara que indica que nada, absolutamente nada de este mundo es gracioso. A mí me hace un gesto con la cabeza y se marcha. Los ojos del chaval lo siguen y después se quedan mirando fijamente la puerta durante unos diez segundos, para asegurarse de que Monoceja no ha cambiado de opinión y ha decidido volver. Cuando entiende que no lo hará, me mira y susurra:
—Gracias.
Me arrodillo a su lado. Tiene los ojos cristalinos, quizá por la asfixia o quizá por el llanto. Me parece que esta noche no quedará con sus amigos en South Market. Me vienen ganas de darle uno o dos consejos sobre cómo estafar a alguien. Enseñarle a largarse antes de que la víctima se dé cuenta de su juego. Pero luego pienso que sus días como timador han terminado y que mañana volverá a escribir críticas de teatro, o a negociar con inversores o a lo que sea realmente lo suyo. Pero el timo del cambio no es una de esas cosas.
Así que no le doy ningún consejo. Pero sí que tengo algo que decirle. Y lo hago en voz baja, para que nadie del bar me escuche.
Cuando el chico ve que voy a hablarle, pone el oído encantado, como si estuviera a punto de recibir una dosis de sabiduría dorada. Sin embargo, yo estoy pensando en mi cartera y en el hecho de que le he dado al mañoso mis últimos dieciséis dólares. Le digo:
—¿Te importaría reembolsarme los dieciséis dólares?
Cuando salgo del Blowfish, llevo cuarenta dólares encima. Era todo lo que el chico tenía, y se mostró encantado de dármelo a mí. En realidad, se ofreció incluso a extenderme un cheque por más —«Se me da bien», me aseguró, por si lo dudaba—, pero yo me negué. Porque soy un buen tipo y porque prefiero no dejar una prueba en papel que se pueda rastrear.
Quizá te preguntes si ayudé al chaval porque pensé que podría sacar algo. Entré en el bar con veinte dólares, me gasté cuatro en la cerveza y salí con cuarenta. Sin embargo, me enfrenté a un tío que tenía una pistola. Era un tío al que se le veía cómodo manejando armas, como si tuviera práctica. Así que hazte esta pregunta: ¿te enfrentarías a un tipo que tiene una pistola e intentarías detener una pelea por cuarenta dólares? Un hombre tendría que estar bastante desesperado para hacer eso por cuarenta dólares, ¿verdad? Entonces, ¿qué clase de tipo crees que soy?
Pero, vale, sí. La idea de un pequeño beneficio se me pasó por la cabeza. Aunque por un instante muy breve.
Cuando salgo del bar ha llegado la hora de volver a casa. Son las seis; tengo un sentido de la oportunidad perfecto: pillaré la hora punta en la autopista. Me pasaré una hora en el coche para recorrer los poco más de quince kilómetros que hay hasta mi piso en Palo Alto. Si me hubiera ido de Sunnyvale una hora antes, o una hora después, habría tardado la mitad. Sin embargo, eso habría sido una muestra de sentido común, algo de lo que carezco.
Voy hasta el coche y lo abro con el mando a distancia. Las luces del Honda parpadean. Oigo pasos que corren hacia mí. Sin darme la vuelta, ya sé que son zapatos de tacón.
Me vuelvo. La veo que viene con un paso acelerado. La recuerdo del bar. Estaba en una mesa del fondo, apenas visible en la oscuridad. La única razón por la que me fijé en ella fueron las enormes gafas de sol tipo Jackie Onassis. No hay mucha gente que lleve gafas de sol en la oscuridad.
Es rubia, tiene veintipocos años, está delgada como un palo y tiene unos enormes pechos que es imposible que sean auténticos. Lleva unos pantalones de cuadros escoceses oscuros, con las perneras anchas pero ajustados en los muslos y el trasero, y un jersey de canalé de color crema. Está claro que intenta vestir de forma discreta y pasar desapercibida, pero es preciosa al estilo modelo de revista. Es imposible que una mujer como ella pase desapercibida.
A modo de introducción, dice:
—Ha sido muy amable, ahí dentro.
Supongo que no me ha visto guardarme los cuarenta dólares del chico. O quizá sí lo ha visto y tiene unos valores morales muy bajos. Le respondo:
—Gracias.
—Se ha marchado tan deprisa que casi no llego a tiempo.
Le sonrío, un poco. Una sonrisa educada aunque no demasiado interesada.
Dice:
—¿Me permite que le invite a una copa?
Aquí tenéis otra lección, hombres. Jamás en la historia del mundo entero una mujer se ha ofrecido a invitar a un hombre. A menos que quiera algo. Así que no os emocionéis. No sois tan guapos, ni tan ricos, ni tan divertidos o lo que sea que os creáis. Si una mujer se ofrece a invitaros a una copa, sólo sois una cosa: un imbécil al que están a punto de desplumar.
—De acuerdo —le contesto. No puedo evitarlo. Es guapa. Quizás un poco joven para mí, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿Quedarme atrapado en la caravana de la autopista? ¿Beber solo en mi piso?—. Pero no en ese bar.
—Podemos ir a otro sitio.
—Usted elige.
Caminamos por la misma acera hasta otro bar, el McMurphy’s Irish Pub. Aunque lo único irlandés del local es el «Mc» del cartel. E incluso eso se intuye falso, puesto que está pintado de otro color que el resto de las letras, una idea de último momento del propietario, seguramente motivada por el hecho de que ya existe un bar Murphy en el lado este de la ciudad. El local está lleno de chicos jóvenes que acaban de salir del trabajo. Visten ropa informal: vaqueros y camiseta. Puesto que estamos en el centro del universo de Internet, en el momento álgido de la explosión de la red, supongo que estos chavales serán programadores y que cada uno de ellos tendrá más de lo que yo tuve jamás, ni siquiera cuando estaba en la cima del Boom Kip Largo. ¿No te acuerdas del Boom Kip Largo? Fue un breve pero glorioso periodo en la vida de Kip Largo, o sea, yo, antes de ir a la cárcel. Debía de tener unos veinte millones de dólares. Ahora ya no. ¿Quieres saber toda la historia? Ten paciencia; enseguida te la explicaré.
Jackie O y yo nos sentamos a una de las mesas del fondo, lejos de los programadores. Ella se acerca a la barra y pide dos copas. Al cabo de un minuto vuelve con mi whisky con hielo. Para ella, un martini seco. No se ha quitado las gafas de sol. Me temo que detrás de los cristales oscuros descubriré dos cosas: una cara bonita y unos cuantos moretones. Como he dicho, la mayoría de las mujeres no llevan gafas de sol en los bares.
Cuando se sienta, me dice:
—¿Qué es, policía?
Me río.
—¿De qué se ríe?
—Porque soy lo más opuesto a un policía.
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso es un criminal?
—Lo fui —le respondo. He aprendido a saldar esta parte de la conversación lo antes posible. Cuanto más esperas, más engañada se siente la otra persona. Si confiesas el hecho de que eres un exconvicto más de un día después de conocer a alguien, esa persona se siente ofendida. Lo mejor es crear unas expectativas bajas y luego sobrepasarlas—. Pasé una temporada en la cárcel. Salí hace un año.
—¿Qué hizo para que lo encerraran?
A juzgar por su cara, sé que quiere saber si maté a alguien. Si soy peligroso.
—Cosas administrativas —le explico, sin entrar en detalles. Tal como lo digo, parece como si me hubiera llevado unas cuantas cajas de chinchetas del almacén de la oficina—. Nada demasiado espectacular. —Cosa que no es exactamente cierta. Estuve cinco años en una prisión federal por falsedad en documento mercantil y fraude postal. En el momento en que me cogieron, sí que fue bastante espectacular.
—Ya —dice. Está intentando conciliar esta información con lo que acaba de pasar en el Blowfish, donde era el Buen Samaritano que ha salvado a un chico de que un matón le rompiera la cara, o algo peor. ¿Cómo le explico que soy un estafador, que siempre me han apasionado las estafas, que si veo que alguien hace una mal, siempre quiero intervenir y darle consejos? Es lo mismo que haría Renoir si entrara en una de esas escuelas de arte que anuncian detrás de los libritos de cerillas. Vería a un chaval dibujando a Dumbo y se horrorizaría. Se echaría las manos a la cabeza y gritaría con acento francés: «¡No, no, no! ¡Así no se hase!».
Digo:
—Pero eso es agua pasada. Ahora soy un hombre normal que intenta seguir adelante con su vida.
Se me queda mirando. Hay algo que la inquieta.
—Su cara me resulta familiar.
Ya estamos. Ahora es cuando intentan recordar mi cara. La mayoría se pasan unos minutos pensando. Y entonces, cuando se dan por vencidos y se lo digo, respiran tranquilos y me miran con alivio. «Claro —dicen—. Lo sabía». Luego se me quedan mirando un buen rato, comparando mi cara actual con la que recuerdan de entonces. Veo cómo su expresión se va entristeciendo. Soy la imagen publicitaria perfecta para el lema «El tiempo no pasa en balde para nadie». Solía aparecer en la televisión cada semana, normalmente a altas horas de la madrugada, en los anuncios comerciales, vendiendo una dieta en forma de baraja de cartas. Se llamaba la Baraja Dietética. A lo mejor te acuerdas. Consistía en sacar una carta cualquiera y si te salía la imagen de un bistec, tenías que comerte un bistec. Si sacabas la imagen del brócoli hervido, tenías que comerte un plato de brócoli. No había mucha ciencia detrás de ese proyecto, aunque en cada baraja de cincuenta y dos cartas, sólo había un bistec y, en cambio, había cinco brócolis y cinco manzanas. Me temo que cuando una persona obesa sacaba la carta del brócoli, se decía que no había valido y sacaba otra carta, y otra, hasta que cogía la que quería: la de las palomitas o la del chocolate.
Para sacarla de dudas, le digo:
—Salía en televisión. ¿Le suena la Baraja Dietética?
—Ah —dice—. ¿Ése era usted? —Y ahora empiezan las comparaciones. Estaba en el ala de baja seguridad de Lompoc. Sin embargo, baja seguridad no es lo que te imaginas. No es un club de campo. No, a menos que seas de un club de campo donde los profesionales del golf realizan inspecciones rectales con frecuencia, donde las pistas de tenis se cierran dos veces al día para hacer recuento de socios o donde te pegan una paliza por haber cogido la pastilla de jabón de otro por accidente. Cinco años fuera de control, siguiendo el horario de otros, cinco años de cagar sólo cuando te dicen que puedes cagar, de estar visible para los guardias las veinticuatro horas del día, de comer lonchas de carne con unas extrañas marcas arteriales en los extremos, cinco años de todo esto me han hecho pasar de Actor guapo de serie B a Uno que fue pero que ya hemos olvidado. Cuando sales, jamás vuelves a ser el mismo. Pregúntaselo a cualquier expresidiario. Él te lo dirá.
—Pero mis días de televisión ya son historia —le explico—. Como le he dicho, sólo soy un hombre honesto que intenta llevar una vida honesta.
—¿En serio? —dice—. Pues es una lástima.
Sonrío. La frase es tan buena, tan sorprendente, que no puedo evitar morder el anzuelo.
—¿Por qué?
—Porque tengo un trabajo para usted.
—No me interesa —respondo.
—Ni siquiera sabe de qué se trata.
—No me hace falta. Mire, señora, quería invitarme a una copa. Y jamás rechazo una invitación así. Muchas gracias. —Levanto el vaso para demostrarle lo mucho que se lo agradezco y también para comprobar cuánto whisky queda. Me sorprende ver que todavía queda un poco. Me lo bebo de golpe y dejo el vaso en la mesa—. Pero ya tengo un trabajo. Y estoy muy feliz así.
Trabajo en Economy Cleaners, una lavandería-tintorería, en Sunnyvale. Me pagan diez dólares la hora, más las propinas. ¿Alguna vez dejas propina en la tintorería? Justo lo que yo pensaba. En el año que llevo trabajando ahí, sólo me han dejado tres propinas. Y en dos ocasiones fueron las monedas del cambio que se les cayeron de los pantalones a los clientes.
—Le pagaré cien —me dice.
—¿Dólares?
—No.
—¿Cien mil?
—Sí.
—Muy tentador —admito—, pero no.
—¿No quiere saber en qué consiste el trabajo?
—No.
—¿Sabe quién es mi marido?
—No.
Como para responder a su propia pregunta, se quita las gafas de sol. Tal y como yo sospechaba, tiene un moretón en el ojo del tamaño de una pelota de golf.
—Se llama Edward Napier. ¿Lo conoce?
Claro que sí. Es un magnate de Las Vegas. Lo que los medios de comunicación denominan un «empresario». Supongo que porque resulta impresionante. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Es el propietario del casino Las Nubes. Es alto y atractivo. Tendrá una fortuna de unos mil millones de dólares. No exagero. Y también tiene contactos con la mafia. Aunque nadie jamás ha podido demostrarlo, claro. Sólo es que la gente que lo aprieta un poco demasiado en las negociaciones tiende a desaparecer. O sea, que consigue los tratos que quiere.
Ahora que ya ha conquistado Las Vegas, Ed Napier ha venido a Silicon Valley. Hace poco, presumió de haberse convertido en capitalista inversor. Ha estado repartiendo dinero e invirtiendo decenas de millones de dólares en empresas de Internet. El Wall Street Journal reprodujo sus palabras según las cuales, cuando despejara la niebla, iba a ser el propietario de un pequeño porcentaje de la Nueva Economía. No hay muchos que duden de su palabra. Al menos, en voz alta.
—No —digo—. ¿Quién es?
Ella sonríe.
—Es un trabajo sencillo.
No existe un trabajo sencillo por el que te paguen cien de los grandes. A menos que seas presentador de noticias o senador.
—Como le he dicho, no gracias. —Me levanto.
—¿Se va?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no la creo. No me creo que hayamos coincidido en el mismo bar por casualidad. Creo que sabe quién soy y que me ha tendido una trampa.
—Pero, se lo juro…
—Ah, ¿me lo jura? En tal caso… —Me vuelvo a sentar.
Me mira sorprendida.
—Era una broma —le digo. Me vuelvo a levantar—. Ultima oportunidad. ¿Quién la envía?
—Nadie.
—Adiós.
Me doy la vuelta para marcharme.
—Espere. —Me agarra de la pernera del pantalón—. Tome.
Me entrega una tarjeta. Leo «Lauren Napier». Y un número de teléfono. Ningún cargo. Ninguna dirección.
—Es mi móvil personal —me dice—. Puede llamarme cuando quiera.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Quizá cambie de opinión.
—Espere sentada —le respondo—. Muchas gracias por la copa.
—Dejo a la señora Lauren Napier en la mesa y salgo directo hacia mi Honda. Si tengo suerte, el camino a casa consistirá en una hora metido en la autopista 85 bajo un sol de justicia.
Llego a casa a las siete. Es verano y todavía hay luz.
Vivo en un bloque de cuatro pisos en el centro de Palo Alto. El edificio no es que esté en ruinas, pero tampoco está a la altura del barrio. Está rodeado de preciosos bloques donde un piso de una habitación cuesta medio millón de dólares. El mío es viejo, con un estucado barato, un porche abierto en la parte delantera, como la úlcera del barrio. Mi casero, que vive en el piso de arriba, tiene noventa años. Compró el edificio en 1958, mucho antes de que todo esto fuera conocido como Silicon Valley. Durante los diez primeros años, vivió aquí solo y tenía un gallinero en el patio trasero. Me pide un alquiler de cuatrocientos dólares por el piso de una habitación, cuando el mercado recomendaría pedir mil doscientos dólares al mes. No sé si su política es fruto de la testaruda decencia o de la senilidad.
A cambio del alquiler bajo, le ayudo. No hay mucho que hacer: cortar los setos, bajar la basura de reciclaje cada martes, llamar al técnico de Sears cuando la lavadora comunitaria se estropea.
Hoy, el señor Santullo me espera en la entrada. Lleva una camiseta de tirantes y el albornoz. Se acerca a mi coche y me dice:
—Kip, ¿puedes cambiar la bombilla del piso de arriba?
Es un hombre menudo, arrugado y viejo como un juguete de perro gastado. Habla con acento italiano. He escuchado su historia cientos de veces: vino de Italia durante la Gran Depresión, trabajó en la planta empaquetadora de carne de Swift en San Francisco, se sacó bastante dinero con los sindicatos y empezó a comprar propiedades mientras el resto de su familia se reía de él por pagar demasiado por unos terrenos en medio de la nada: Palo Alto. Ahora, el terreno sobre el que se levanta el edificio donde vivo, en el centro, en el epicentro de la mayor explosión económica de la historia del capitalismo, valdrá un millón de dólares cuando decida venderlo. Aunque seguramente no lo hará. Así que sus herederos se quedarán con el dinero. De hecho, ya han empezado a revolotear por aquí y a visitarlo con más frecuencia, como si presintieran su inminente muerte. Nada como el dinero para inspirar amor.
—Claro, Delfino —le digo.
Él va delante, arrastrando las zapatillas por el cemento. Lo sigo mientras va hacia el fondo del primer piso y sube las escaleras. En esa primera planta hay dos pisos, el mío y el de una joven divorciada, y en la segunda planta hay otros dos, el de Delfino y el de un profesor de Stanford. Delfino tarda un minuto en subir los trece escalones. Al final, llega al rellano de la segunda planta. Señala una lámpara colgada del techo.
—Toma —me dice. Se mete la mano en el bolsillo del albornoz y, casi por arte de magia, saca una bombilla. Me la da.
Observo la instalación. Quizá de puntillas pueda llegar. Me estiro y levanto los brazos por encima de la cabeza para destornillar la tapa de cristal. Estoy peligrosamente cerca del final de las escaleras de cemento. Consigo destornillar la tapa. Me duele todo el cuerpo.
Del pie de las escaleras, llegan unos gritos:
—¡Delfino, no!
Del susto, casi se me cae la tapa de cristal. Miro hacia abajo. Es el nieto del señor Santullo, que sube las escaleras directo hacia mí.
A pesar de que Santullo lo llama nieto, en realidad no son familia. El chico es el marido de la nieta del señor Santullo. Es decir, se apuntó a la familia de Delfino justo a tiempo. Durante años, apenas he visto a la nieta venir a visitar a su abuelo. Sin embargo, ahora que la muerte del señor Santullo se acerca, y sus activos están a punto de repartirse, el nieto viene cada dos por tres. Quizás espera rascar algo de la herencia.
El nieto es originario de algún lugar de Oriente Próximo, puede que Egipto. Tiene el pelo negro y ondulado y la tez morena. Habla a la perfección, ni rastro de acento. Es un comercial inmobiliario. Siempre parece que valore con la mirada qué costaría lo que tiene a su alrededor.
Hace poco, Delfino me dijo que su nieto le ha estado ayudando con el papeleo de casa: facturas, comprobantes del banco, impuestos. No pienso mal sólo porque sea un exconvicto. No me extrañaría que modificaran el testamento del señor Santullo, incluso puede que sin su consentimiento.
Sin embargo, igual que todas las víctimas de la tercera edad, el señor Santullo no sospecha nada. Cariñosamente, llama a su nieto su «Árabe», como si el chico fuera un caballo. Me da que al chaval no le hace mucha gracia, pero lo disimula muy bien. «Sólo uno o dos años más», debe decirse.
El Árabe sube volando las escaleras para asegurarse de que dejo de ayudar al abuelo. Nadie puede adentrarse en el círculo próximo al señor Santullo ahora, cuando las propiedades están en juego. Se une a nosotros en el rellano.
—Delfino, ¿cuántas veces te lo he dicho? —le dice, furioso, como si hablara con un niño pequeño—. No puedes pedirle a los inquilinos que hagan estas cosas.
—No es ningún problema, de verd… —empiezo a decir.
Me ignora. Y, como si yo no existiera, sigue hablando con el señor Santullo:
—La próxima vez, llámame a mí.
El señor Santullo se ríe de buena gana. No oye demasiado bien, así que no me queda claro si ha entendido algo de lo que el Árabe le ha dicho. Se vuelve hacia mí.
—Es mi nieto —me explica—. Mi Árabe.
—Sí —respondo, con amabilidad—. Ya lo sé.
El nieto abre la mano ante mí. Tardo unos segundos en comprender que me está pidiendo la bombilla. Se la doy.
—Ya me encargo yo —dice. Lo que no sé es si se refiere a la bombilla o a la propiedad que tenemos bajo los pies.
—Claro. —Me vuelvo hacia el señor Santullo—. Cuídese, señor Santullo.
El hombre chasquea la lengua. Quizá sabe lo que está pasando; quizá no. Sin más, me dirijo hacia mi piso.
Mi piso está compuesto por una habitación, una cocina americana, una encimera eléctrica de cuyas cuatro placas originales todavía funcionan tres, una moqueta verde que se colocó cuando Eisenhower era presidente y dos ventanas rotas arregladas con plástico de cocina y celo. También hay un baño con un ventilador tan viejo que suena como la sala de máquinas del Queen Elizabeth II. Cuando algo se rompe, no molesto al señor Santullo. Como he dicho, sólo me cobra cuatrocientos dólares al mes.
En el salón tengo un ordenador y un montón de envases de cartón llenos de vitaminas. Tengo un negocio de venta de suplementos nutricionales por Internet. La página se llama MrVitamin.com. Es totalmente legal. Por desgracia.
Gano unos veinte dólares al mes.
Para recibir un descuento razonable por parte del mayorista, tuve que pedirle ochocientos botes de vitaminas. Mi salón parece un almacén, lleno de botes de vitamina E, betacaroteno, pastillas multivitamínicas y comprimidos de selenio. En el improbable caso de que el mundo se convierta alguna vez en una economía basada en el selenio, me haré rico.
Mientras tanto, la cosa va despacio. Controlo las ventas de vitaminas por ordenador. Está encima de una desvencijada mesa. Le pedí a mi programador que creara un programa que mostrara los resultados de las ventas actualizados. Creó un salvapantallas donde hay un comprimido de vitaminas que va de un lado a otro de la pantalla. Dentro de la vitamina se lee la cantidad de dinero vendido ese día. Según mi vitamina danzarina, mientras estaba en el trabajo, hoy he vendido 56,23 dólares de vitaminas. Mi beneficio es del siete por ciento, así que hoy he ganado 3,94 dólares. Mantener la página web me cuesta unos diez dólares. Como dice el viejo chiste: con cada venta, pierdo, pero por suerte vendo mucho.
En la cocina, le doy al botón del contestador automático. Tengo dos mensajes. El primero es de Peter Room, mi programador. Conocí a Peter en los tiempos de la Baraja Dietética. Cuando las ventas empezaron a despegar, recibía cientos de solicitudes cada día. Los operadores de teléfono escribían los pedidos a mano en tarjetas. Entonces me di cuenta de que necesitaba una base de datos informática profesional para guardar los nombres y direcciones de los gordos que llamaban y para mantener los pedidos en orden. La empresa Anderson Consulting se ofreció a crearme un programa hecho a medida y a instalado por setenta y cinco mil dólares de entrada, más una cuota mensual de mantenimiento de diez mil dólares. Me pareció una pequeña barbaridad, así que me acerqué al campus de la Universidad de Stanford y colgué una nota escrita a mano en un árbol que decía: «Se necesita programador informático. 10 dólares/hora». Recibí veinte respuestas. Una era de Peter Room. Cuando me enviaron a Lompoc, le había pagado unos veinte mil dólares, de los cuales estoy seguro que diecinueve mil fueron a parar al traficante de maría de Peter. Si hubiera podido crear una especie de depósito directo con Miguel, eso nos habría facilitado la vida a todos.
En el mensaje, Peter me anuncia que ya ha terminado el nuevo programa que le pedí para la página web: pedidos automáticos. La idea es la siguiente: la gente toma vitaminas cada día, con lo que un bote de treinta pastillas debería durarles un mes exacto. ¿Por qué tienen que entrar cada mes en MrVitamin.com para hacer el mismo pedido? Le pedí a Peter que permitiera que los clientes pudieran pedir de forma automática una entrega mensual de las vitaminas. Cada mes, le cargamos el importe en la tarjeta de crédito y enviamos un bote de vitaminas. Todo de forma automática.
Sé lo que estás pensando. En mi época pre-Lompoc, quizá no le habría dicho a los clientes que estaban contratando este servicio y puede que el cobro hubiera sido más frecuente que la entrega del producto. Pero ése era el viejo Kip. Ahora soy un hombre nuevo. Honesto y claro.
En el mensaje, Peter me da la buena noticia: que los pedidos automáticos ya están disponibles en la página web, y luego se aclara la garganta y añade: «Bueno, oye… ¿Sería posible arreglar lo de la factura pronto?».
Peter es un buen chico. No le he pagado un céntimo desde que salí de la cárcel. Supongo que su generosidad está llegando al límite. Seguramente le debo unos cuantos miles de dólares. A unos 3,94 dólares de beneficio neto al día, creo que tardaría unos dos años y medio en saldar mi deuda. Y, a juzgar por la desesperación en su voz, creo que él también ha hecho los mismos cálculos.
El contestador pita y reproduce el segundo mensaje. Me sorprende mucho escuchar esa voz. Hacía seis meses que no la oía, desde Navidad. Parece que Toby siempre aparece cuando hay algún regalo que repartir.
«Hola, papá —dice Toby—. Sólo quería hablar contigo. —Parece muy relajado… demasiado relajado. Quiere algo—… para ver cómo estabas. Nada importante. —Hace una pausa y piensa si deja más detalles en el mensaje. Al final, decide no hacerlo—. Bueno, pues ya hablaremos».
Me preparo la cena habitual: espaguetis Ronzoni (1,19 dólares en Safeway) y salsa de tomate Ragú (2,30 dólares el bote). Mientras como, pienso en cómo ha ido el día; en la sorprendente oferta de Lauren Napier de contratarme para un misterioso trabajo que me reportaría cien mil dólares, y el alarmantemente vago mensaje de mi hijo.
Los tipos como yo tenemos un sexto sentido para estas cosas. Y mi sexto sentido me dice que esta historia acaba de empezar.