Alejandro fue presentado ante el ejército formado tres días después de su regreso a Pella; al lado de su padre, pasó revista a las tropas, revestido de su armadura y montado en Bucéfalo: primero, a la diestra, la caballería pesada de los hetairoi, los Compañeros del rey, los nobles macedonios de todas las tribus montañesas, luego la infantería de línea de los pezetairoi, los llamados «compañeros de a pie», compuesta por campesinos de la llanura encuadrados en la formidable falange.
Estaban dispuestos en cinco líneas; cada uno de ellos llevaba una sarisa de longitud distinta y progresiva, de modo que, cuando las bajaban, todas las puntas asomaban en primera línea.
Un oficial gritó a los hombres la orden de presentar armas y una selva de astas herradas se extendió para rendir honores al rey y también a su hijo.
—Acuérdate, hijo mío: la falange es el yunque y la caballería el martillo —dijo Filipo—. Cuando un ejército enemigo es empujado por nuestros jinetes contra esa barrera de puntas no tiene escapatoria.
Luego, en el ala izquierda, pasaron revista a La Punta, el escuadrón que encabezaba la caballería real y que era lanzado en el momento más crucial de la batalla para asestar el golpe mortal que desbarataba el orden de combate de las filas enemigas.
Los jinetes gritaron:
—¡Salve, Alejandro!
Y golpearon las jabalinas contra los escudos, un homenaje que reservaban únicamente a su caudillo.
—Tuyo es el mando —explicó Filipo—. Serás tú, de ahora en adelante, quien mande en la batalla a La Punta.
En aquel momento se separó de la formación el grupo de jinetes revestidos con magníficas armaduras y con la cabeza cubierta por resplandecientes yelmos adornados con altos morriones.
Montaban caballos de batalla con el bocado de plata y gualdrapas de lana de color púrpura y se distinguían en medio de todos los demás por lo imponente de su cabalgadura y por la nobleza de su porte. Se lanzaron al galope como en una carga furibunda y luego, a una señal, se exhibieron en una larga, imponente y perfecta conversión. El jinete que se encontraba dentro del amplio radio contenía a su caballo, mientras que los demás avanzaban a velocidad cada vez mayor, de modo que el último no debía disminuir lo más mínimo el paso.
Una vez realizada la espectacular maniobra lanzaron de nuevo al galope a sus cabalgaduras, hombro con hombro, cabeza con cabeza, dejando detrás una nube de polvo, y se detuvieron en un espacio muy exiguo delante del príncipe.
Un oficial gritó con voz estentórea:
—¡La cuadrilla de Alejandro!
Y luego fue llamándoles uno por uno:
—¡Hefestión! ¡Seleuco! ¡Lisímaco! ¡Tolomeo! ¡Crátero! ¡Pérdicas! ¡Leonato! ¡Filotas!
¡Sus amigos!
Una vez terminada la llamada alzaron las jabalinas y gritaron:
—¡Salve, Aléxandros!
Finalmente, rompiendo el protocolo, los jóvenes rodearon a Alejandro, casi le hicieron caer de su caballo y le estrecharon en un abrazo que no se acababa nunca, ante los ojos del rey y de sus soldados inmóviles en las filas.
Se apiñaron en torno a su príncipe gritando de alegría, lanzando al aire las armas, saltando y bailando como locos.
Cuando fue disuelta la parada, también se unió al grupo Eumenes que, siendo griego, no formaba parte del ejército, pero que se había convertido en aquel tiempo en el secretario personal de Filipo y tenía en la corte un papel de gran importancia.
Aquélla misma tarde Alejandro tuvo que hacer acto de presencia en el banquete que los amigos ofrecían en su honor en casa de Tolomeo. La sala había sido arreglada con suma pompa y esmero: los lechos y las mesas eran de madera taraceada decorada con aplicaciones de bronce dorado, los candelabros eran espectaculares bronces de Corinto en forma de muchachas que sustentaban velones, y del techo pendían otras linternas en forma de vasos trepados que proyectaban en las paredes un curioso juego de luces y sombras. Los platos de las viandas eran de plata maciza finamente cincelados en los bordes; los manjares habían sido preparados por cocineros de Esmirna y de Samos, de gusto griego pero refinados conocedores de la cocina asiática.
Los vinos procedían de Chipre, de Rodas, de Corinto y hasta de la lejana Sicilia, donde los agricultores coloniales estaban superando ya, por la calidad y excelencia de sus caldos, a sus colegas de la madre patria.
Éstos eran servidos de una gigantesca crátera ática, de casi un siglo de antigüedad, decorada con una danza de sátiros que perseguían a ménades semidesnudas. En cada mesa había una copa del mismo servicio decorada por el propio artista con escenas picantes de festín: tañedoras de flauta desnudas entre los brazos de jóvenes coronados de hiedra que brindaban, hubiérase dicho que anticipadamente, por lo que la velada reservaba.
Alejandro, al aparecer, fue recibido con una ovación y el dueño de la casa fue a su encuentro con una bellísima copa de dos asas, colmada de vino chipriota.
—¡Hola, Alejandro! Después de tres años de agua fresca habrás criado ranas en el estómago. ¡Al menos, nosotros nos marchamos antes! Bebe un poco de esto, que te dejará como nuevo.
—Bueno, dinos, ¿qué te enseñó Aristóteles en sus lecciones secretas? —preguntó Eumenes.
—¿Y de dónde has sacado ese caballo? —inquirió Hefestión—. Nunca he visto uno igual en mi vida.
—Lo creo —comentó Eumenes sin esperar la respuesta—. Ha costado trece talentos. Yo mismo firmé la orden de pago.
—Sí —confirmó Alejandro—. Fue un regalo de mi padre. Pero gané otros tantos apostando a que lo domaría. Hubierais tenido que verlo —prosiguió enfervorizado—. Lo sostenían entre cinco y la pobre bestia estaba aterrorizada, le tiraban del bocado y le hacían daño.
—¿Y tú? —preguntó Pérdicas.
—¿Yo? Nada. Les ordené a esos desgraciados que lo dejaran irse y luego fui corriendo detrás de él…
—¡Basta de hablar de caballos! —gritó Tolomeo para dominar el alboroto que armaban sus amigos agolpándose en torno a Alejandro—. ¡Hablemos de mujeres! Y tomad asiento, que la cena está lista.
—¿Y de mujeres qué? —gritó más fuerte Seleuco—. ¿Sabes que Pérdicas está enamorado de tu hermana?
Pérdicas se puso colorado como un tomate y le dio un empellón haciéndole rodar por los suelos.
—¡De veras! —insistió Seleuco—. Yo le he visto guiñándole el ojo durante una ceremonia oficial. ¡Un guardia personal con los ojos tiernos! ¡Ja, ja! —se rio burlonamente.
—Y no sabéis ésta —añadió Tolomeo—. Mañana tiene que estar al mando de la escolta que conducirá a la princesa a ofrecer el sacrificio de iniciación a la diosa Artemisa. Yo en tu lugar no me fiaría ni un pelo de él.
Alejandro, viendo a Pérdicas rojo como un pavo, trató de cambiar de tema y pidió un poco de silencio.
—¡Eh, hombres! Sólo una cosa. ¡Quiero deciros que me alegra volver a estar con vosotros y que me siento orgulloso de que mis amigos y compañeros constituyan la cuadrilla de Alejandro!
Levantó la copa y se la bebió de un trago.
—¡Vino! —ordenó Tolomeo—. Poned vino a todo el mundo.
Luego dio unas palmadas y, mientras los huéspedes ocupaban sus puestos en sus lechos para comer, algunos siervos escanciaban el vino sacándolo de la crátera y otros comenzaban a servir los manjares: asados de perdiz, tordos, urogallos, patos y, por último, rarísimos y exquisitos faisanes.
Alejandro había querido que a su diestra estuviera su más querido amigo, Hefestión, y a la siniestra Tolomeo, que era el dueño de la casa.
Después de los platos de caza vino un cuarto de ternera asado que el jefe de mesa trinchó poniendo una porción delante de cada uno, mientras los sirvientes traían cestas de oloroso pan recién salido del horno, nueces descascaradas y huevos de pato hervidos.
Inmediatamente hicieron su entrada las tañedoras de flauta con sus instrumentos y se pusieron a tocar. Eran todas ellas hermosísimas y exóticas: misias, carias, tracias, bitinias; llevaban el cabello recogido con cintas de color o con tocados orlados de plata y oro e iban vestidas a imitación de las amazonas, con cortas túnicas y arcos y aljabas en bandolera, objetos de escena de uso en los teatros.
Tras la primera canción, algunas de ellas dejaron los arcos y, tras la segunda, las aljabas y a continuación el calzado y las túnicas, quedando completamente desnudas, con sus jóvenes cuerpos resplandecientes de ungüentos perfumados a la luz de las lámparas. Comenzaron a danzar al son de la música de las flautas y de los tímpanos, moviéndose por delante de las mesas y entre los lechos de los comensales.
Los amigos habían dejado de comer, pero seguían bebiendo y estaban ya en el culmen de la excitación. Algunos se levantaron, se despojaron de sus vestiduras y se unieron a la danza, que el ritmo cada vez más acelerado de los tímpanos y de los tamboriles llevaba poco a poco al paroxismo.
De repente Tolomeo cogió a una muchacha de una mano deteniendo su movimiento vertiginoso y le hizo darse la vuelta de modo que se mostrase a Alejandro.
—Es la más hermosa de todas —afirmó—. La he cogido para ti.
—¿Y para mí? —preguntó Hefestión.
—¿Te gusta ésta? —preguntó Alejandro parando a otra muchacha maravillosa, pelirroja ésta.
Tolomeo había dado orden a los siervos de que alimentasen las lámparas de modo que algunas se apagaran en un determinado momento dejando la sala en un especie de penumbra.
Los jóvenes se abrazaron sobre los lechos, las alfombras y las pieles que cubrían parte del suelo, mientras la música de las tañedoras de flauta seguía sonando entre las cuatro paredes llenas de frescos como marcando el ritmo a sus excitados jadeos y al movimiento de sus cuerpos relucientes a la incierta luz de las escasas lámparas que ardían aún en los rincones de la gran sala.
Alejandro se fue ya avanzada la noche, preso de la ebriedad y de una excitación incontrolable. Era como si una fuerza largo tiempo reprimida se hubiera desencadenado de repente y le dominase por completo.
Para recuperar la lucidez mental se detuvo en una terraza del palacio azotada por el Bóreas y se quedó agarrado a la baranda hasta que vio ponerse la luna tras los montes de Eordea.
Allí, oculto en la oscuridad, se hallaba el tranquilo retiro de Mieza, donde tal vez Aristóteles velaba entrada la noche siguiendo el hilo sutil de sus pensamientos. Le pareció que habían pasado años desde que le había dejado.
Fue despertado por un guardián poco antes del amanecer y se sentó sobre el lecho aguantándose la cabeza, que estaba a punto de estallarle.
—Espero que tengas una buena razón para despertarme, porque de lo contrario…
—La razón no es otra que la llamada del rey, Alejandro. Quiere que vayas enseguida a verle.
El joven se puso en pie a duras penas, llegó como pudo hasta la palangana para las abluciones y sumergió varias veces la cabeza en ella, luego se echó una clámide sobre los desnudos hombros, se ató las sandalias y siguió a su guía.
Filipo le recibió en una estancia de la armería real y enseguida vio que estaba de pésimo humor.
—Ha sucedido una cosa muy grave —dijo—. Antes de que volvieras de Mieza le pedí a tu madre que me ayudara en un delicada misión: una embajada a Atenas para tratar de bloquear un plan de Demóstenes que podía resultar perjudicial para nuestra política. Pensaba yo que un enviado de la reina contaría con mayores posibilidades de ser escuchado y de obtener algo provechoso. Por desgracia estaba equivocado. El enviado ha sido acusado de ser un espía y torturado hasta la muerte. ¿Sabes qué significa esto?
—Que hemos de entrar en guerra con Atenas —repuso Alejandro, que había recuperado al ver a su padre parte de su lucidez.
—La cosa no es tan sencilla. Demóstenes está tratando de constituir una liga panhelénica y de llevarla a la guerra contra nosotros.
—Les derrotaremos.
—Alejandro, ya es hora de que sepas que las armas no son la solución a todos los problemas. Yo he hecho lo imposible por ser reconocido como cabeza de una liga panhelénica, no como su enemigo. Tengo un proyecto ambicioso: llevar la guerra a Asia contra los persas. Derrotar y rechazar lejos de las costas del Egeo al secular enemigo de los griegos y hacerme con el control de todas las vías comerciales que llegan desde Oriente hasta nuestras costas. Para hacer realidad este proyecto, he de imponerme como el jefe indiscutido de una gran coalición que reúna todas las fuerzas de los estados griegos, y tengo que hacerlo de forma que en todas las ciudades importantes se consolide el partido que me apoya, no el que me quiere muerto. ¿Comprendes?
Alejandro asintió.
—¿Qué piensas hacer?
—Por ahora esperar. En la última campaña he sufrido considerables bajas y he de reconstruir las secciones de nuestro ejército segadas por la guerra en el Helesponto y en Tracia. No temo batirme, pero prefiero hacerlo cuando las posibilidades de victoria sean mayores.
»Mandaré avisar a todos nuestros informadores en Atenas, en Tebas y en las demás ciudades de Grecia, de manera que tenga continuamente noticias sobre la evolución de la situación política y militar. Demóstenes necesita Tebas si quiere tener un mínimo de esperanzas en un enfrentamiento con nosotros, porque Tebas cuenta con el ejército de tierra más poderoso después del nuestro. Así, debemos estar al tanto del momento oportuno para tratar de impedir que esta alianza se consolide. Ello no debería de ser difícil, pues atenienses y tebanos siempre se han odiado. De todos modos, si a pesar de todo se fundase la alianza, entonces deberíamos atacar con la fuerza y la celeridad del rayo.
»El tiempo de tu educación ha concluido, Alejandro. De ahora en adelante serás puesto al corriente de todo cuanto suceda que nos afecte de cerca. Tanto de día como de noche, haga buen tiempo o malo. Ahora te pido que vayas a contarle a tu madre la noticia de la muerte de su enviado. Ella le tenía en gran aprecio, pero no le ahorres los detalles: quiero que sepa todo cuanto ha sucedido.
»Y tú estáte preparado: la próxima vez que mandes a tus compañeros no será en una cacería del león o del oso. Será en la guerra.
Alejandro salió para dirigirse a las habitaciones de su madre y encontró en la galería a Cleopatra, vestida con un hermosísimo peplo jónico recamado, que descendía la escalinata seguida de un par de doncellas con una voluminosa cesta.
—Así que es cierto que te vas —le dijo.
—Sí, me voy al santuario de Artemisa a ofrendar a la diosa todos mis juguetes de niña y mis muñecas —repuso su hermana señalando la cesta.
—Ya, estás hecha una mujer. El tiempo pasa rápido. ¿Piensas ofrendárselos todos?
Cleopatra sonrió.
—Todos exactamente no… ¿Te acuerdas de la muñequita egipcia de brazos y piernas móviles y con su cajita con todo lo preciso para maquillar que me regaló papá para mi cumpleaños?
—Sí, me parece que sí —replicó Alejandro haciendo un esfuerzo de memoria.
—Pues ésa me la guardo para mí. Que la diosa me perdone, ¿qué dices tú?
—Oh, no me cabe ninguna duda de que haces bien. Buen viaje, hermana querida.
Cleopatra le dio un beso en una mejilla y luego bajó rápidamente las escaleras seguida por las doncellas hasta el cuerpo de guardia, donde la aguardaba un carruaje y la escolta mandada por Pérdicas.
—Pero yo no quiero ir en carruaje —se quejó—. ¿No puedo montar a caballo?
Pérdicas sacudió la cabeza.
—He recibido ordenes de… y además, ¿con ese vestido, princesa?
Cleopatra levantó el borde del peplo hasta la barbilla y mostró que debajo llevaba un quitón cortísimo.
—¿Lo ves? ¿Acaso no parezco la reina de las amazonas?
Pérdicas se puso rojo como una amapola.
—Bien lo veo, princesa —hubo de admitir tragando saliva.
—¿Entonces? —Cleopatra dejó caer el peplo sobre los tobillos.
Pérdicas suspiró.
—Sabes que soy incapaz de negarte nada. Pero hagamos lo siguiente. Tú entra en el carruaje ahora. Luego, cuando nos hayamos alejado un poco y ya no nos vea nadie, podrás montar a caballo. Haré subir al coche… a uno de mis guardias. No irá muy mal con tus doncellas, que digamos.
—¡Magnífico! —exclamó exultante la muchacha.
Se pusieron en marcha cuando el sol comenzaba a asomar por detrás del monte Ródope y tomaron el camino que conducía al norte hacia Europos. El templo de Artemisa surgía a medio camino en un istmo que dividía dos lagos gemelos. Un lugar de una maravillosa belleza.
Apenas estuvieron fuera del alcance de la vista, Cleopatra pidió a gritos parar, se quitó el peplo ante la mirada perpleja de la escolta y cogió el caballo de uno de los miembros de la guardia haciéndole ocupar a éste su sitio en el carruaje. Reanudaron el viaje acompañados por los grititos de las doncellas.
—¿Ves? —observó Cleopatra—. Así nos divertiremos todos mucho más.
Pérdicas asintió, tratando de mantener la mirada fija delante de él, pero sus ojos no hacían sino volverse hacia las piernas desnudas de la princesa y el contoneo de sus caderas, que le producían vértigo.
—Siento haberte creado tantos problemas —se excusó la muchacha.
—Problemas ninguno —replicó Pérdicas—. Es más… He sido yo quien ha pedido llevar a cabo esta tarea.
—¿De veras? —preguntó Cleopatra mirándole de reojo.
Pérdicas asintió, cada vez más incómodo.
—Te estoy agradecida. También a mí me gusta que seas tú quien me acompañe. Sé que eres muy valiente.
El joven sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero trató de refrenarse, entre otras cosas porque se sentía observado por sus hombres.
Cuando el sol estuvo en lo alto del cielo, se detuvieron para almorzar a la sombra de un árbol y Pérdicas pidió a Cleopatra que se cambiara y dejara de cabalgar: ya faltaba poco para el santuario.
—Tienes razón —hubo de admitir la muchacha.
Hizo salir al miembro de la guardia del carruaje y ella se puso el peplo de ceremonia.
Llegaron al templo a primeras horas de la tarde. Cleopatra entró, seguida de las doncellas con la cesta, caminó hasta los pies de la estatua de Artemisa, hermosísima y muy antigua, de madera tallada y policromada, y depositó los juguetes, las muñecas, las ánforas y las copas en miniatura. Luego la invocó:
—Virgen diosa, deposito a tus pies los recuerdos de mi niñez y te ruego que me compadezcas si carezco de la fuerza de voluntad suficiente para permanecer virgen como tú. Alégrate, te lo suplico, por estos presentes, y no me envidies si mi deseo es disfrutar de las alegrías del amor.
Hizo una generosa ofrenda a los sacerdotes del santuario y salió.
El lugar era de una increíble belleza: el templete, rodeado de rosales, se alzaba en un prado verdísimo y se reflejaba en los dos lagos gemelos que se abrían a derecha e izquierda, azules cual dos ojos que reflejaban el cielo.
Pérdicas se acercó.
—He hecho preparar el alojamiento para ti y tus doncellas, aquí en la hospedería del santuario, para pasar la noche.
—¿Y tú?
—Yo velaré tu sueño, señora mía.
La muchacha agachó la cabeza.
—¿Toda la noche?
—Así es. Toda la noche. Yo soy responsable de…
Cleopatra alzó los ojos y sonrió.
—Sé que eres muy valiente, Pérdicas, pero siento que tengas que quedarte despierto toda la noche. Pensaba que…
—¿Qué pensabas, señora mía? —preguntó el joven con ansiedad creciente.
—Que… si fueras a aburrirte… podrías subir a verme para hablar un poco conmigo.
—Oh, sería un gran placer y un honor y…
—Entonces dejaré la puerta abierta.
Sonrió también, guiñándole un ojo, y corrió a reunirse con sus doncellas que estaban jugando a la pelota en el prado, en medio de las rosas floridas.