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La vida en Mieza estaba regida por horarios extremadamente regulares. A Alejandro y a sus compañeros se les despertaba cada día antes de la salida del sol, desayunaban a base de huevos crudos, miel, vino y harina, una mezcla llamada «el bocado de Néstor» por ser una antigua receta descrita en la Ilíada; luego salían a caballo con el instructor durante un par de horas.

Una vez terminada la lección de equitación, los jóvenes pasaban bajo la tutela del maestro de armas que les adiestraba en la lucha, en la carrera, en la esgrima, en el tiro con arco, con la lanza y con la jabalina. A continuación, pasaban el resto del tiempo con Aristóteles y los demás.

A veces el maestro de armas, más que ejercitarles con los acostumbrados ejercicios, les llevaba a cazar junto con los huéspedes de su casa. En los bosques había jabalíes, ciervos, corzos, lobos, osos, linces y también leones.

Un día, de vuelta de una batida, Aristóteles les recibió en la puerta de entrada ataviado de un extraño modo: calzaba unas botas de piel curtida que le llegaban hasta media pierna y un mandil con peto. Miró a los animales muertos y eligió a una hembra de jabalí evidentemente preñada.

—¿Te importaría hacerla traer a mi laboratorio? —le dijo al montero mayor e hizo una seña a Alejandro de que le siguiera.

Ello significaba que iba a tener lugar una lección para él solo.

El muchacho dio algunas órdenes para que se hiciera lo que su preceptor pedía. La jabalina fue colocada sobre una gran mesa a cuyo lado Teofrasto había alineado una serie de instrumentos quirúrgicos todos ellos perfectamente afilados y relucientes.

Aristóteles pidió que le pasaran un bisturí y se dirigió al joven príncipe:

—Si no te encuentras muy cansado, quisiera que asistieses a esta operación. Aprenderás cosas importantes. Allí tienes el material para escribir —añadió señalando un cálamo, tinta y unas hojas de papiro encima de un pupitre—, así podrás tomar apuntes y anotar cuanto veas durante la disección.

Alejandro dejó en un rincón el arco y las flechas, tomó el cálamo y el papiro y se acercó a la mesa.

El filósofo sajó el vientre de la cerda y, en el interior del útero del animal, aparecieron enseguida seis jabatos. Los midió uno por uno.

—Faltaban dos semanas para el parto —observó—. Así pues, esto es el útero, o sea, la matriz donde se forman los fetos. Ésta bolsa interior es la placenta.

Alejandro, una vez superado un primer momento de repugnancia por el olor y la vista de aquellas vísceras sanguinolentas, se puso a tomar apuntes y luego también a dibujar.

—¿Ves? Los órganos de un cerdo o de un jabalí, que viene a ser lo mismo, se asemejan muchísimo a los de un ser humano. Mira, éstos son los pulmones, o sea, los fuelles que posibilitan la respiración, y esta membrana, que separa la parte superior de las vísceras, la más noble, de la inferior, es el fren: los antiguos creían que era la sede del alma. En nuestra lengua, todas las palabras que indican alguna actividad mental o de raciocinio o incluso de locura, que es la degeneración del pensamiento, derivan del término fren, membrana.

Alejandro hubiera querido preguntar qué movía el fren, qué regulaba su rítmico subir y bajar, pero ya conocía la respuesta: «No existen respuestas sencillas para los problemas complejos». Por lo que no dijo nada.

—Esto, en cambio, es el corazón: una bomba como la de vaciar el fondo de las naves, pero infinitamente más complicada y eficaz. Según los antiguos es la sede de los sentimientos y del intelecto porque su movimiento se acelera si un hombre es dominado por la ira o el amor, o simplemente por la lujuria. En realidad, el movimiento del corazón se acelera también si uno sube unas escaleras, y esto demuestra que es el centro de todas las funciones de la vida del hombre.

—Por supuesto —admitió Alejandro, mirando fijo y perplejo las manos ensangrentadas del maestro que hurgaban entre aquellas vísceras.

—Una hipótesis plausible podría ser que cuando aumenta la intensidad del vivir es necesario que la sangre circule más deprisa. Y existen dos sistemas de circulación: el que tiene su origen en el corazón y el que torna al corazón, completamente separados, como puedes ver. En esto —añadió depositando el bisturí en una bandeja— nosotros somos muy parecidos a los animales. Pero hay algo en lo que somos totalmente distintos —puntualizó—. El escalpelo y el martillo —pidió vuelto hacia Teofrasto, y con unos pocos golpes secos y expertos partió el cráneo de la bestia—. El cerebro. Nuestro cerebro es mucho más grande Siempre había pensado que todas sus circunvoluciones servían para dispersar el calor corporal, pero no parece que el hombre produzca más calor que los animales. Es una cuestión que debo considerar.

Aristóteles había terminado y pasó los intrumentos a Teofrasto para que los hiciera limpiar. Se lavó las manos y pidió a Alejandro que le entregara los apuntes y los esbozos.

—Excelente —comentó—. Yo no habría sabido hacerlo mejor. Ahora puedo entregar esta bestia al carnicero. A mí me gustan mucho las salchichas y las morcillas, pero por desgracia, desde hace algún tiempo, tengo problemas para digerirlas. Haz que me asen unas pocas costillas para la cena, si no te importa.

En otra ocasión Alejandro le encontró enfrascado en la misma operación, pero con un objeto mucho más diminuto: un huevo de gallina que había sido incubado únicamente dieciséis días.

—Mi vista ya no es la de otro tiempo y por eso he de pedirle ayuda a Teofrasto. Presta mucha atención porque luego deberás ayudarme tú.

Teofrasto manejaba con precisión increíble una hoja finísima y afilada, que mantenía entre el pulgar y el índice. Había quitado la clara de huevo y separado el feto en el interior de la yema.

—A los diez días del comienzo de la incubación ya es posible reconocer el corazón y los pulmones del polluelo. ¿Los ves? Tú que tienes buena vista, ¿los ves?

Teofrasto indicó los pequeños grumos sanguinolentos a los que se refería su maestro.

—Sí, los veo —afirmó Alejandro.

—Bien, pues el mismo mecanismo hace que una semilla se desarrolle en una planta.

Alejandro se quedó mirando sus ojillos grises y vivacísimos.

—¿Lo has hecho alguna vez con un ser humano? —le preguntó.

—En más de una ocasión. He seccionado fetos de pocas semanas. Daba dinero a una partera que practicaba abortos a las prostitutas de un burdel de la zona del Cerámico, en Atenas.

El joven palideció.

—No hay que tener miedo de la naturaleza —observó Aristóteles—. ¿Sabes una cosa? Cuanto más próximos están los seres humanos al momento de la concepción, más se parecen entre sí.

—¿Significa ello que todas las formas de vida tienen un mismo origen?

—Tal vez, pero no necesariamente. El hecho es, muchacho, que la materia es mucha, el tiempo de la vida humana breve, los medios de investigación escasos. ¿Comprendes por qué es difícil dar respuestas? Hace falta humildad. Es preciso estudiar, describir, catalogar, dar un paso tras otro, alcanzar grados cada vez mayores de conocimiento. Como cuando uno sube una escalera: un peldaño tras otro.

—Es verdad —confirmó Alejandro, pero en la expresión de su rostro podía leerse una ansiedad que contrastaba con sus palabras, como si su deseo de conocer el mundo no pudiera conciliarse con la paciente disciplina que le proponía su maestro.

Durante bastante tiempo Lisipo se limitó a dejarse ver durante las lecciones, y mientras Aristóteles hablaba o practicaba alguno de sus experimentos, él trazaba esbozos y dibujos del rostro de Alejandro, tanto en las hojas de papiro como en las mesas de madera blanqueadas con escayola o albayalde. Luego, un día, se acercó a él y le dijo:

—Estoy listo.

Desde ese momento Alejandro estuvo ocupado diariamente por lo menos durante una hora en el estudio de Lisipo para las sesiones definitivas. El artista había puesto un bloque de greda sobre un sustentáculo y modelaba un retrato. Sus dedos corrían inquietos sobre la húmeda arcilla, buscando, persiguiendo formas que le venían a la mente, formas reconocidas por un momento en el rostro del modelo o sugeridas por la repentina luz de su mirada.

Luego la mano destruía lo que había plasmado, volvía a llevar la materia a su estado informe para recomenzar inmediatamente después, con prontitud y obstinación, a reconstruir una expresión, una emoción, el destello de una intuición.

Aristóteles le miraba fascinado, seguía la danza de sus dedos sobre la greda, la sensibilidad misteriosa de aquellas manos enormes de artesano que creaban, instante tras instante, la imitación casi perfecta de la vida.

«No es él —pensaba en aquellos momentos el filósofo—. No es Alejandro… Lisipo está modelando al joven dios que imagina ante sí, un dios que tiene los ojos, los labios, la nariz, los cabellos de Alejandro, pero que es otro, es más y menos, al mismo tiempo».

El científico observaba al artista, estudiaba la mirada atenta y febril, espejo mágico que absorbía lo verdadero y lo reflejaba transformado, recreado por su mente antes que por sus manos.

El modelo en greda fue terminado al cabo de sólo tres sesiones de posar durante las cuales Lisipo había plasmado una y mil veces los rasgos del rostro del muchacho. Luego pasó al modelo en cera que había de transferir su forma efímera a la eternidad del bronce.

La luz del sol que comenzaba a descender hacia las crestas del monte Bermión difundía una dorada claridad en la estancia cuando el artista hizo girar el basamento móvil del sustentáculo, mostrando a Alejandro su retrato.

El joven se quedó maravillado a la vista de su propia efigie prodigiosamente imitada por la diáfana tonalidad de la cera y sintió que una oleada de emoción le subía del corazón. También Aristóteles se acercó a la obra.

Había mucho más que un retrato en aquellas formas soberbias y fatigadas al mismo tiempo, en el caos estremecido de aquella cabellera que cubría y casi enmarcaba el rostro de sobrehumana belleza, la frente majestuosa y serena, los ojos almendrados, teñidos de una misteriosa melancolía, la boca sensual e imperiosa en el… el contorno sinuoso y limpio de los labios.

Había un gran silencio en aquel momento, una gran paz en la estancia impregnada de la luz líquida y suave del atardecer y en la mente de Alejandro resonaban las palabras de su maestro que hablaban de la forma que plasma la materia, del intelecto que regula el caos, del alma que imprime el propio sello en la carne perecedera y efímera.

Se volvió hacia Aristóteles, que estaba contemplando con sus ojillos grises de gavilán un milagro que escapaba a las categorías de su genio y preguntó:

—¿Qué piensas?

El filósofo se despertó y volvió la mirada hacia el artista que se había sentado en una banqueta, como si las energías hasta aquel momento derrochadas con loca prodigalidad se hubiesen agotado de golpe.

—Que si Dios existe —dijo—, tiene las manos de Lisipo.