7

Volvieron a montar sobre sus sillas y descendieron al paso bajo la lluvia que volvía a caer. Alejandro cabalgaba en silencio al lado de su padre.

—Quería que supieses que todo tiene un precio. Y quería que supieses también qué clase de precio. Nuestra grandeza, nuestras conquistas, nuestros palacios y nuestras vestiduras… todo debe ser pagado.

—Pero ¿por qué ellos?

—No hay un porqué. El mundo está gobernado por el hado. Al nacer fue establecido que muriesen de ese modo, así como, al nacer, fue establecido también para nosotros un destino que nos es ocultado hasta el último instante.

»Sólo el hombre, de todos los seres vivos, puede ascender hasta casi tocar la morada de los dioses, o bien caer más bajo que los brutos. Tú ya has visto las moradas de los dioses, has vivido en la casa de un rey, pero consideraba justo que vieses también lo que puede reservar la suerte a un ser humano. Entre estos desdichados hay hombres que tal vez un día fueron caudillos o nobles y que el hado precipitó de repente en la miseria.

—Pero si éste es el destino que puede correspondernos a cada uno de nosotros, ¿por qué no ser clementes mientras la fortuna se nos muestra favorable?

—Esto es lo que quería oírte decir. Deberás ser clemente siempre que te sea posible, pero recuerda que no puede hacerse nada por cambiar la naturaleza de las cosas.

En aquel momento Alejandro vio a una niña algo más pequeña que él que subía por el sendero cargada con dos pesadas cestas llenas a rebosar de habas y garbanzos, destinadas probablemente a la comida de los vigilantes.

El joven se apeó del caballo y se detuvo delante de ella: era delgada, iba descalza, con los cabellos sucios, y tenía unos ojazos negros rebosantes de tristeza.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

La niña no respondió.

—Probablemente no sabe hablar —observó Filipo.

Alejandro se dirigió al padre:

—Yo puedo cambiar su suerte. Mejor dicho, quiero cambiarla.

Filipo asintió:

—Puedes hacerlo, si es eso lo que quieres, pero recuerda que el mundo no cambiará por eso.

Alejandro hizo subir a la pequeña sobre su caballo, detrás de él, y la cubrió con su capa.

Llegaron de nuevo a Anfípolis al anochecer y se hospedaron en la casa de un amigo del rey. Alejandro ordenó que la niña fuese lavada y vestida, y se quedó mirándola mientras comía.

Intentó hablarle, pero ella respondía con monosílabos y nada de lo que decía resultaba comprensible.

—Se trata de alguna lengua bárbara —le hizo notar Filipo—. Si quieres comunicarte con ella, deberías esperar a que aprenda el macedonio.

—Esperaré —replicó Alejandro.

El día siguiente amaneció con un tiempo espléndido y reanudaron el viaje de regreso volviendo a cruzar el puente de barcas sobre el Estrimón, pero, una vez llegados a Bromisco, se dirigieron hacia el sur por la península del monte Athos. Cabalgaron durante toda la jornada y a la hora del ocaso llegaron a un punto en el que se veía un enorme foso, semienterrado, que dividía la península en dos. Alejandro tiró de las riendas de su caballo y se quedó mirando estupefacto aquella obra ciclópea.

—¿Ves ese foso? —preguntó su padre—. Pues fue excavado hará casi ciento cincuenta años por Jerjes, el emperador de los persas, con objeto de permitir el paso de su flota y evitar de este modo correr el riesgo de un naufragio en los escollos de Athos. Trabajaron en ella diez mil hombres turnándose continuamente, día y noche. Y antes el Gran Rey había hecho construir un puente de barcas a través del estrecho del Bósforo, uniendo Asia con Europa.

»Dentro de pocos días recibiremos la visita de una embajada del Gran Rey. Quería que comprendieses el poderío del imperio con el que estamos negociando.

Alejandro asintió y observó largo rato sin hablar de aquella obra colosal; luego, viendo a su padre reanudar el viaje, dio un talonazo a su caballo y se fue detrás de él.

—Quisiera pedirte una cosa —dijo cuando llegó de nuevo a su lado.

—Te escucho.

—Hay un muchacho de Pella que frecuenta las lecciones de Leónidas, pero que no está nunca con nosotros. Las pocas veces que me encuentro con él evita hablar conmigo y tiene normalmente un aspecto triste, melancólico. Leónidas nunca ha querido explicarme quién es, pero estoy seguro de que tú lo sabes.

—Es tu primo Amintas —repuso Filipo sin volverse—. El hijo de mi hermano, muerto en combate, luchando contra los tesalios. Antes de que tú nacieras, era él el heredero del trono y yo gobernaba como regente.

—¿Tratas de decir que debería ser él el soberano?

—El trono es de quien es capaz de defenderlo —replicó Filipo—. Recuérdalo. Por eso, en nuestro país, cualquiera que ha tomado el poder ha eliminado a todos aquéllos que habrían podido urdir asechanzas contra él.

—Pero tú has dejado vivir a Amintas.

—Era el hijo de mi hermano, y no podía acarrearme ningún daño.

—Fuiste… clemente.

—Si quieres llamarlo así…

—¿Padre?

Filipo se volvió: Alejandro le llamaba «padre» cuando estaba rabioso con él o cuando quería hacerle una pregunta muy seria.

—Si fueras a morir en combate, ¿quién sería el heredero del trono, Amintas o yo?

—El más digno.

El muchacho no preguntó nada más, pero aquella respuesta le causó una profunda impresión y no se borró jamás de su mente.

Regresaron a Pella tres días después y Alejandro confió a Artemisia la niña que había arrancado de los horrores del monte Pangeo.

—De ahora en adelante —afirmó, con cierta entonación infantil— estará a mi servicio. Y tú le enseñarás todo cuanto debe saber.

—Pero ¿tiene un nombre al menos? —preguntó Artemisia.

—No lo sé. Yo, de todas formas, la llamaré Leptina.

—Es bonito, y adecuado además para una niña.

Aquél día llegó la noticia de que, a muy avanzada edad, había fallecido Nicómaco. El soberano no dejó de sentir un cierto disgusto porque había sido un excelente médico y porque había ayudado a nacer a su hijo.

En cualquier caso, su consultorio no fue cerrado, aunque su hijo, Aristóteles, había seguido un camino muy distinto y se encontraba en aquellos momentos en Asia, en la ciudad de Atarnea, donde había fundado, tras la muerte de su maestro Platón, una nueva escuela filosófica.

El joven ayudante de Nicómaco, Filipo, había seguido trabajando en el consultorio del médico desaparecido y ejercía la profesión con suma pericia.

Mientras tanto también los chavales que vivían en la corte con Alejandro habían crecido, tanto física como espiritual y anímicamente, y las inclinaciones que habían demostrado de niños se habían visto en gran medida consolidadas; los compañeros que tenían una edad próxima a la de Alejandro, como Hefestión, que era ya su amigo inseparable, o bien Pérdicas y Seleuco, se habían convertido en sus íntimos y formaban un grupo sólido, tanto en el juego como en el estudio; Lisímaco y Leonato se habían acostumbrado, con el paso del tiempo, a la vida en comunidad y desahogaban su exuberancia con los ejercicios físicos y de destreza.

Leonato, en especial, era un apasionado de la lucha, y por dicho motivo seguía estando siempre impresentable, despeinado y cubierto de rasguños y moretones. Los mayores, como Tolomeo y Crátero, eran dos jovenzuelos y recibían ya desde hacía bastante tiempo un duro adiestramiento militar en la caballería.

En aquel período entró a formar parte del grupo un griego de nombre Eumenes, que trabajaba como ayudante en la cancillería del rey y era muy estimado por su inteligencia y sagacidad. Como Filipo había querido que frecuentase la misma escuela que los demás chicos, Leónidas le encontró un sitio en el dormitorio, pero inmediatamente Leonato le desafió a pelear.

—Si quieres ganarte el sitio tienes que batirte —afirmó despojándose de su quitón y quedándose con el torso desnudo.

Eumenes no se dignó ni a mirarle.

—¿Estás loco? Ni lo pienses.

Y se puso a arreglar sus ropas en el arcón que había a los pies de su cama.

Lisímaco se burló de él:

—Lo dije. Éste griego es un mierda.

También Alejandro se echó a reír.

Leonato le dio un empellón y le hizo rodar por los suelos.

—Entonces, ¿quieres batirte sí o no?

Eumenes se levantó con aire molesto, se arregló la ropa y dijo:

—Un momento, ahora vuelvo.

Se fue hacia la puerta dejando a todos patidifusos. No bien hubo salido se acercó a un soldado que montaba la guardia en la galería superior de palacio, un tracio corpulento como un oso. Se sacó algunas monedas y se las puso en la mano.

—Sígueme, tengo un trabajo para ti.

Entró en el dormitorio y señaló a Leonato.

—¿Ves a ese pelirrojo de las pecas?

El gigante asintió.

—Pues bien. Cógele y dale una buena tunda.

Leonato se lo olió inmediatamente, se escabulló por entre las piernas del tracio igual que Odiseo por entre las piernas de Polifemo y salió pitando escaleras abajo.

—¿Alguien más tiene algo que objetar? —preguntó Eumenes poniéndose de nuevo a arreglar sus efectos personales.

—Sí, yo —intervino Alejandro.

Eumenes se paró y se volvió hacia él.

—Te escucho —dijo en un tono de evidente respeto—, porque el señor de la casa aquí eres tú, pero ninguno de estos buscarruidos puede permitirse llamarme «un mierda».

Alejandro estalló a reír.

—Bienvenido entre nosotros, señor secretario general.

A partir de aquel momento Eumenes entró a formar parte del grupo a todos los efectos y se convirtió en la fuente de inspiración de toda clase de burlas a costa de éste o del otro, pero sobre todo de su maestro, el viejo Leónidas: le metían lagartijas en la cama y ranas vivas en el potaje de lentejas para vengarse de los palmetazos que les propinaba cuando no se aplicaban al estudio con el debido ahínco.

Una noche Leónidas, que tenía mayor responsabilidad que los otros al preparar los programas de estudio, hizo saber con aire grave que al día siguiente el soberano recibiría la visita de una embajada persa y que también él formaría parte de la misión diplomática por sus conocimientos sobre Asia y sus costumbres; les informó que los mayores de ellos tendrían que prestar servicio en la guardia de honor del rey cubiertos con la armadura de gala, en tanto que los más jóvenes deberían desempeñar un cometido análogo al lado de Alejandro.

La noticia provocó una gran agitación entre los muchachos: ninguno de ellos había visto jamás a un persa y todo cuanto sabían de Persia era lo que habían leído en las obras de Heródoto y de Cresias o en el diario de la famosa «expedición de los diez mil» del ateniense Jenofonte. Todos, por tanto, se pusieron a bruñir las armas y a preparar sus ropas de ceremonia.

—Mi padre tuvo ocasión de hablar con uno que había tomado parte en la expedición de los diez mil —contó Hefestión— y que había tenido a los persas delante mismo en la batalla de Cunaxa.

—¿Qué os parece, muchachos? —intervino Seleuco—. ¡Un millón de hombres!

Y se ponía las manos delante abriéndolas en abanico como si quisiera representar el frente inmenso de los guerreros.

—¿Y los carros falcados? —añadió Lisímaco—. Corren raudos como el viento por sus llanuras, y tienen unas cuchillas que salen de debajo de la caja y fuera de los ejes para segar a los hombres como si se tratara de espigas de trigo. Yo no quisiera encontrármelos delante en el campo de batalla, la verdad.

—Simples trampas que hacen más ruido que daño —observó Alejandro que hasta aquel momento había estado callado escuchando los comentarios de sus amigos—. Eso mismo dice Jenofonte en su diario. En cualquier caso, todos tendremos ocasión de ver cómo se las apañan los persas con las armas. Mi padre el rey ha organizado para pasado mañana una batida para la caza del león en Eordea, en honor de los huéspedes.

—¿Dejarán ir también a los niños? —se carcajeó Tolomeo.

Alejandro se plantó delante de él:

—Yo tengo trece años y no le temo a nada ni a nadie. Repítelo y te haré tragar tus palabras.

Tolomeo se contuvo y también los demás jóvenes dejaron de reír. Desde hacía ya un tiempo habían aprendido a no provocar a Alejandro, por más que no fuese especialmente corpulento. Repetidas veces, en efecto, había dado prueba de una energía sorprendente y de una rapidez de reflejos fulgurante.

Eumenes propuso a todos jugar una partida de dados con la paga semanal en juego y la cosa no pasó de ahí. El dinero, finalmente, acabó en gran parte en sus bolsillos porque el griego sentía verdadera debilidad tanto por el juego como por el vil metal.

Aplacada la cólera, Alejandro dejó a sus compañeros con sus pasatiempos y fue a hacerle una visita a su madre antes de irse a la cama. Olimpia llevaba desde hacía tiempo una vida apartada, aunque seguía conservando un considerable poder en la corte como madre del heredero del trono, y sus encuentros con Filipo se limitaban casi exclusivamente a las ocasiones previstas por el protocolo.

El rey había tomado entretanto por esposas a otras mujeres por razones meramente políticas, pero seguía respetando a Olimpia y, de haber tenido la reina un carácter menos suspicaz y difícil, le habría demostrado tal vez que la pasión que había sentido por ella no estaba del todo muerta.

La soberana se hallaba sentada en un sillón de brazos cerca de un candelabro de bronce de cinco brazos y tenía un papiro abierto sobre las rodillas. Su habitación, fuera del rayo de aquella luz, estaba totalmente a oscuras.

Alejandro entró con paso ligero.

—¿Qué estás leyendo, mamá?

Olimpia levantó la cabeza.

—A Safo —repuso—. Sus versos son maravillosos y sus sentimientos de soledad están tan próximos a los míos…

Se acercó a la ventana mientras contemplaba el cielo estrellado y repitió con voz vibrante y melancólica los versos que había leído:

La noche está a mitad de su curso.

Ya se ha puesto la luna.

Y las Pléyades; mediada es

la noche, pasa la hora,

y yo duermo sola.

Fragmento 168b Voigt (Primer verso de Manfredi).

Alejandro se acercó y vio por un momento, a la incierta luz de la luna, temblar una lágrima en las pestañas de su madre y luego rodar lentamente, regándole la pálida mejilla.