Artemisia tomó al niño y lo puso sobre la cama al lado de la reina. Olimpia se incorporó ligeramente sobre los codos, apoyando la espalda en los almohadones, y le miró.
Era guapísimo. Tenía unos labios carnosos y la carita sonrosada y delicada. El cabello, de un color castaño claro, relucía de reflejos dorados y justo en el centro de la frente tenía lo que las parteras llamaban «la lamedura del becerro»: un mechoncito de pelos de punta y separados en dos.
Los ojos le parecían azules, pero el izquierdo tenía en el fondo una especie de sombra que le hacía semejar más oscuro con el cambio de la luz.
Olimpia le levantó, le estrechó contra ella y comenzó a acunarle hasta que dejó de llorar. Luego desnudó su pecho para darle de mamar, pero Artemisia se acercó y le dijo:
—Niña, para esto está la nodriza. No estropees tu pecho. El rey no tardará en volver de la guerra y tendrás que estar más hermosa y deseable que nunca.
Extendió los brazos para coger al niño, pero la reina no se lo dio, le acostó en su regazo y le dio su leche hasta que se durmió tranquilo.
Mientras tanto, el mensajero corría a rienda suelta en la oscuridad a fin de presentarse ante el rey lo más pronto posible. Llegó a medianoche a orillas del río Axios y espoleó a su caballo por el puente de barcas que unía ambas orillas. Cambió el caballo de batalla en Therma, que estaba aún a oscuras, y se adentró por la Calcídica.
El amanecer le sorprendió en el mar y el vasto golfo se incendió en el momento de aparecer el sol como un espejo delante del fuego. Trepó por el macizo montañoso del Calauro, en medio de un paisaje cada vez más áspero y agreste, entre inaccesibles riscos que a trechos caían a pico sobre el mar, orlados al fondo por el furioso rebullir de la espuma.
El rey estrechaba el cerco a la antigua ciudad de Potidea, que desde hacía medio siglo se hallaba bajo control de los atenienses, no porque quisiera enfrentarse con Atenas, sino porque la consideraba territorio macedonio y era su intención consolidar su propio dominio en toda la región que se extendía entre el golfo de Therma y el estrecho del Bósforo. En aquel momento, encerrado con sus guerreros en el interior de una torre de asalto, Filipo, armado, cubierto de polvo, sangre y sudor, se disponía a lanzar el asalto definitivo.
—¡Hombres! —gritó—, ¡si os tenéis en algo, éste es el momento de demostrarlo! Regalaré el más hermoso corcel de mis caballerizas al primero que tenga redaños de lanzarse conmigo sobre los muros enemigos, pero, por Zeus, si veo temblar a uno solo de vosotros en el momento decisivo, juro que la emprenderé con él a vergajos hasta dejarle sin pellejo. Y seré yo quien lo haga personalmente. ¿Me habéis oído bien?
—¡Te hemos oído, rey!
—¡Entonces vamos! —ordenó Filipo e hizo señal a los servidores de que quitaran el seguro a las árganas.
El puente se abatió sobre las murallas ya desmochadas y a medio demoler por las embestidas de los arietes y el rey se abalanzó dando gritos y grandes mandobles, tan rápido que resultaba difícil seguirle. Pero sus soldados sabían perfectamente que el soberano mantenía siempre sus promesas y se lanzaron en masa, empujándose unos a otros con los escudos, al tiempo que disparaban a los flancos y almenas abajo a los defensores ya extenuados por el esfuerzo, por la vigilia y el largo cansancio de meses y meses de continuos enfrentamientos. Detrás de Filipo y de su guardia se esparció el resto del ejército, entablando un durísimo combate con los últimos defensores que bloqueaban los caminos y las mismas entradas de las casas.
A la caída del sol Potidea, de rodillas, pedía una tregua.
El mensajero llegó cuando era casi de noche, tras haber reventado otros dos caballos. Al asomarse por las colinas que dominaban la ciudad vio un hormiguero de fuegos alrededor de las murallas y pudo oír el vocerío de los soldados macedonios que estaban de francachela.
Dio un espolazo a su caballo y en poco rato llegó al campamento. Pidió ser llevado a la tienda del rey.
—¿Qué te trae? —le preguntó el oficial de guardia, uno del norte a juzgar por su acento—. El rey se halla ocupado. La ciudad ha caído y hay una embajada del gobierno que está negociando.
—Ha nacido el príncipe —repuso el mensajero.
El oficial se estremeció.
—Sígueme.
El soberano, con armadura de combate, estaba sentado en su tienda, rodeado de sus generales. Detrás de él se hallaba su lugarteniente Antípatro. Alrededor, los representantes de Potidea, más que negociar, escuchaban a Filipo, que dictaba sus condiciones.
El oficial, sabedor de que su intrusión no iba a ser tolerada, pero que un retraso por su parte en anunciar tan importante noticia habría sido aún menos tolerado, dijo de un tirón:
—¡Rey, traigo una noticia de palacio: has tenido un hijo!
Los delegados de Potidea, pálidos y demacrados, se miraron a la cara y se hicieron a un lado levantándose de los escabeles en que les habían hecho sentarse. Antípatro se puso en pie con los brazos cruzados sobre el pecho como quien espera la orden o la palabra del soberano.
Filipo se quedó con la palabra en la boca:
—Vuestra ciudad tendrá que proporcionar un… —y concluyó, con voz totalmente demudada—: … hijo.
Los delegados, que no habían comprendido, se miraron de nuevo turbados, pero Filipo había derribado su asiento, tras empujar a un lado al oficial y coger por el hombro al mensajero.
Las llamas de los candeleros esculpían su rostro de luces y sombras cortantes, encendían su mirada.
—Dime cómo es —ordenó con el mismo tono con que ordenaba a sus guerreros que se dirigieran a la muerte por la grandeza de Macedonia.
El mensajero se sintió absolutamente incapaz de dar satisfacción a aquella pregunta, al darse cuenta de que no tenía más que cuatro palabras que referirle. Se rascó el gaznate y anunció con voz estentórea:
—¡Rey, tu hijo es un varón hermoso, sano y fuerte!
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso le has visto?
—Nunca hubiera osado, señor. Yo me encontraba en el corredor, tal como me habían ordenado, con el manto, la alforja en bandolera y las armas. Salió Nicómaco y dijo… dijo exactamente lo siguiente: «Ve corriendo al encuentro del rey y hazle saber que ha nacido un hijo suyo. Dile que es un varón hermoso, sano y fuerte».
—¿Te ha dicho si se me parece?
El hombre dudó, luego repuso:
—No me lo ha dicho, pero estoy seguro de que se te parece.
Filipo se volvió hacia Antípatro que se acercó a él para abrazarle y en aquel momento el mensajero recordó haber oído también otras palabras mientras bajaba corriendo la escalinata.
—El médico ha dicho también que…
Filipo se volvió de golpe.
—¿Qué?
—Que la reina se encuentra bien —concluyó el mensajero de un tirón.
—¿Cuándo ha ocurrido eso?
—La pasada noche, poco después de la puesta del Sol. Yo me lancé escaleras abajo y me puse en camino. No he parado un solo instante, no he comido nada, sólo he bebido de mi cantimplora, no me he bajado del caballo más que para cambiar de cabalgadura… No veía la hora de darte la noticia.
Filipo retrocedió y le golpeó con una mano en el hombro.
—Dad de comer y de beber a este buen amigo. Lo que quiera. Y dejadle dormir en una buena yacija porque me ha traído la mejor de las noticias.
Los embajadores se congratularon a su vez con el soberano y trataron de aprovechar el momento favorable para cerrar las negociaciones con un resultado más ventajoso, tras haber mejorado con mucho el humor de Filipo, pero el rey afirmó:
—Ahora no.
Y salió seguido de su ayuda de campo.
Hizo llamar inmediatamente a todos los comandantes de la unidades territoriales de su ejército, hizo traer vino y quiso que todos bebieran con él. Luego ordenó:
—Que las trompas llamen a reunión. Quiero a mi ejército formado en perfecto orden, tanto a la infantería como a la caballería. Quiero convocarlo para la asamblea.
En el campamento se oyó el resonar de las trompas y los hombres, en parte ya ebrios o semidesnudos, acompañados de prostitutas en sus tiendas, se volvieron a poner en pie, se equiparon con la armadura, empuñaron la lanza y fueron, lo más deprisa posible, a formar filas porque el toque de las trompas era como la voz del rey que gritaba en medio de la noche.
Filipo estaba ya en pie sobre un podio, rodeado de sus oficiales, y cuando las filas estuvieron formadas el soldado más veterano, como era costumbre, gritó:
—¿Para qué nos has llamado, rey? ¿Qué quieres de tus soldados?
Filipo se adelantó. Lucía la armadura de gala de hierro y oro así como un manto de color blanco; sus piernas estaban enfundadas en unas botas de media caña de plata repujada.
El silencio fue roto por el bufido de los caballos y la llamada de los animales nocturnos atraídos por los fuegos del campamento. Los generales que estaban al lado del soberano podían ver que éste tenía el rostro enrojecido, como cuando se sentaba en el vivaque, y los ojos relucientes.
—¡Hombres de Macedonia! —gritó—. En mi palacio de Pella la reina me ha dado un hijo. Yo declaro en presencia vuestra que él es mi legítimo heredero y os lo confío. ¡Su nombre es
ALÉXANDROS!
Los oficiales ordenaron presentar armas: la infantería levantó las sarisas, enormes lanzas de combate de unos diez pies de largo, y la caballería alzó hacia el cielo un verdadero bosque de jabalinas, mientras los caballos piafaban y relinchaban mordiendo el freno.
A continuación comenzaron todos a cantar rítmicamente el nombre del príncipe: ¡Aléxandros! ¡Aléxandros! ¡Aléxandros!, mientras golpeaban las empuñaduras de las lanzas contra los escudos haciendo ascender su fragor hasta las estrellas.
Pensaban que así también la gloria del hijo de Filipo ascendería, como sus voces, como el estruendo de sus armas, hasta las moradas de los dioses, entre las constelaciones del firmamento.
Una vez disuelta la asamblea, el soberano volvió con Antípatro y sus ayudas de campo a la tienda donde los delegados de Potidea le esperaban aún, pacientes y tranquilos. Filipo confesó:
—Siento enormemente que Parmenio no se encuentre aquí con nosotros para disfrutar de este momento.
El general Parmenio, en efecto, se hallaba en aquel momento acampado con su ejército en los montes de Iliria, no lejos del lago de Lychnitis, a fin de asegurar también en aquella parte las fronteras de Macedonia. Más adelante hubo quien dijo que, el mismo día en que había sido anunciado el nacimiento de su hijo, Filipo se había apoderado de la ciudad de Potidea y había tenido noticia de otras dos victorias: la de Parmenio contra los ilirios y la de su tiro de cuatro caballos en la carrera de carros en Olimpia. Por eso los adivinos afirmaron que aquel niño, nacido en un día de tres victorias, sería invencible.
En realidad, Parmenio derrotó a los ilirios a comienzos del verano y poco después se celebraron los Juegos Olímpicos y las carreras de carros, pero puede decirse, de todos modos, que Alejandro nació en un año de maravillosos auspicios y que todo hacía presagiar que le aguardaba un futuro más semejante al de un dios que al de un simple mortal.
Los delegados de Potidea trataron de reanudar su discurso en el punto en que lo habían dejado, pero Filipo indicó a su lugarteniente:
—El general Antípatro conoce perfectamente lo que yo pienso, hablad con él.
—Pero, señor —intervino Antípatro—, es absolutamente necesario que el rey…
No le dio tiempo a acabar la frase cuando ya Filipo se había echado el manto sobre los hombros y con un silbido había llamado a su caballo. Antípatro fue tras él.
—Señor, se han requerido meses de asedio y arduos combates para llegar a este momento y no puedes…
—¡Claro que puedo! —exclamó el rey saltando sobre su caballo y dando un espolazo.
Antípatro sacudió la cabeza y se disponía a volver al pabellón real cuando la voz de Filipo le llamó.
—¡Toma! —dijo sacándose el anillo del dedo y arrojándoselo—. Esto te servirá. ¡Firma un buen tratado, Antípatro, pues esta guerra ha costado un ojo de la cara!
El general cogió al vuelo el anillo real con el sello y se quedó durante unos instantes mirando a su rey, que se iba volando a través del campamento y salía por la puerta sur. Gritó a los hombres de la guardia:
—¡Seguidle, idiotas! ¿Le dejáis irse solo? ¡Moveos, demonios!
Y mientras aquéllos se lanzaban al galope en su persecución logró ver aún durante un momento el blanco del manto de Filipo al lado de la montaña bajo la luz lunar y luego ya nada. Volvió a entrar en la tienda, hizo sentarse a los delegados de Potidea, cada vez más perplejos, y preguntó, sentándose a su vez:
—Bien, ¿dónde nos habíamos quedado?
Filipo cabalgó toda la noche y todo el día siguiente deteniéndose tan sólo para cambiar de caballo y para beber, al tiempo que lo hacía su animal, en los torrentes o en las fuentes. Llegó a la vista de Pella tras el crepúsculo, cuando las últimas luces del sol teñían ya de púrpura las cúspides lejanas del monte Bermión, cubiertas todavía de nieve. En el llano galopaban rebaños de caballos cual oleadas marinas y millares de pájaros bajaban a dormir sobre las plácidas aguas del lago Borboros.
La estrella vespertina comenzaba a brillar tan fúlgida como para rivalizar en esplendor con la luna que se elevaba lentamente sobre la superficie del mar. Era aquélla la estrella de los Argéadas, la dinastía reinante desde los tiempos de Heracles en aquellas tierras, estrella inmortal, más hermosa que cualquier otra en el firmamento.
Filipo detuvo el caballo para contemplarla e invocarla.
—Asiste a mi hijo —le dijo de corazón—, hazle reinar después de mí y haz reinar después de él a sus hijos y a los hijos de sus hijos.
Luego subió al palacio real, donde no le esperaban, extenuado y bañado en sudor. Le recibió un alboroto, un susurro de vestidos de mujeres ajetreadas por los corredores, un tintineo de armas que resonaban en los cuerpos de guardia.
Cuando se asomó a la puerta del aposento, la reina se hallaba sentada sobre un escaño, el cuerpo desnudo apenas velado por una enagua jónica fruncida en mil finísimos plieguecillos; la estancia estaba perfumada con rosas de Pieria y la nodriza Artemisia sostenía en sus brazos al niño.
Dos ayudantes le liberaron de la coraza y le desciñeron la espada para que el rey pudiese sentir el contacto con la piel del niño. Le tomó en brazos y le sostuvo a lo largo de su espalda, con la cabeza apoyada entre el cuello y el húmero. Sentía los labios del pequeño apoyados contra la cicatriz que le ponía algo rígido el hombro, sentía el calor y el perfume de su piel de lirio.
Cerró los ojos y se quedó derecho e inmóvil en medio de la habitación silenciosa. Olvidó en aquel momento el fragor de la batalla, el ruido estridente de las máquinas de asedio, el galope furibundo de los caballos. Escuchaba respirar a su hijo.