A finales del invierno el nuevo muelle estuvo ya listo y su parte superior fue nivelada con mantillo apisonado, de modo que permitiera el paso a las dos nuevas torres de asalto que Diadés había preparado en un tiempo increíblemente corto. En los pisos correspondientes al nivel de las murallas había situado baterías de catapultas con resortes de torsión que disparaban en sentido horizontal pesados dardos de acero y en lo alto, en posición dominante, había montado unas balistas que lanzaban pedruscos en sentido parabólico y proyectiles incendiarios impregnados de pez, aceite y petróleo.
Otras dos plataformas montadas sobre parejas de trirremes y rematadas por torres con arietes se arrimaron a los muros para abrir una brecha y unas naves se acercaron a la orilla desembarcando algunos miles de atacantes que debían establecer una cabeza de puente delante de una de las puertas de la ciudad.
La reacción de los defensores fue de rabia; los adarves hervían de combatientes, como la parte superior de un hormiguero que un niño hubiera revuelto con su palo: también ellos habían montado en los parapetos docenas de catapultas y respondían golpe por golpe. Cuando vieron a los que trataban de quemar la puerta, lanzaron desde lo alto arena que habían puesto incandescente sobre el fuego dentro de escudos de bronce.
La arena ardiente se introducía entre las ropas y bajo las corazas haciendo enloquecer de dolor a los atacantes y obligándoles a arrojarse al mar entre aullidos a causa del insoportable tormento. Otros se despojaban de sus corazas y eran inmediatamente traspasados por los arqueros, y otros eran asidos por garfios y ganchos lanzados desde las murallas por medio de máquinas nunca vistas antes y luego arrastrados hacia arriba para quedar colgados dando gritos hasta morir. Sus desgarradores alaridos atormentaban al rey, que no podía descansar ni de día ni de noche y daba vueltas como un león hambriento en torno a un aprisco. Los soldados se mostraban cada vez más feroces al ver aquellos horrores.
Pero Alejandro era reacio a lanzar el ataque final, que concluiría con una matanza, y pensaba otras soluciones menos drásticas que salvasen su honor y dejaran una salida a los habitantes de Tiro, cuyo valor y extraordinario tesón le provocaba admiración.
Pidió consejó a Nearco, el hombre más adecuado para comprender la situación y la mentalidad de una ciudad de navegantes.
—Escucha —le dijo el almirante—. Hemos perdido ya casi siete meses aquí y sufrido pérdidas de consideración. Yo creo que deberías partir con el ejército y dejarme a mí manteniendo el bloqueo. Ahora cuento con cien naves de guerra y llegarán otras de Macedonia. No dejaré entrar ni salir a nadie hasta que no se rindan, y entonces les ofreceré unas condiciones de paz honorables.
»Tiro es una ciudad maravillosa desde cualquier punto de vista; sus marinos han navegado hasta las columnas de Hércules y más allá incluso. Se dice que han visitado tierras que ningún ser humano ha visto jamás y que conocen hasta la ruta que conduce a las islas de los Bienaventurados situadas allende el Océano. Reflexiona, Alejandro. Desde el momento que esta ciudad forme parte de tu imperio, ¿no es mejor para ti conservarla que destruirla?
El rey meditó sobre aquellas palabras, pero luego se acordó de otras noticias que había recibido en los días precedentes.
—Eumolpo de Solos me ha hecho saber que los cartagineses han ofrecido ayuda a Tiro y que la llegada de una flota suya podría ser inminente. Y no olvidemos que los persas merodean también por el Egeo y podrían caer sobre ti en el momento menos pensado si yo partiera. No, tienen que rendirse. Pero les dejaré una última posibilidad.
Decidió, así pues, enviar una embajada y eligió a los más ancianos y prudentes de sus consejeros. Habiendo oído hablar de esta embajada, el viejo Leónidas se presentó ante el rey.
—Mi querido muchacho, deja que vaya yo también. Tú no lo sabes, pero tu padre Filipo me confió muchas veces misiones secretas y extremadamente delicadas que yo siempre desempeñé, permíteme que lo diga, con gran pericia.
Alejandro sacudió la cabeza.
—Ni hablar de ello, didáskale. Éste es un asunto muy arriesgado y no quiero exponerte inútilmente a…
Leónidas se puso en jarras.
—¿Inútilmente? —rebatió—. No sabes lo que dices, hijo. Ésta misión no tiene ninguna posibilidad de éxito sin tu viejo Leónidas. Yo soy el hombre más experto y capaz que tienes a tu disposición, y deja que te diga que mojabas aún tu cama cuando yo encabecé una embajada por orden de tu padre, cuyo nombre viva eternamente, entre los feroces y bárbaros tribalos y logré bajarles los humos sin necesidad de combate. ¿Lees aún la Ilíada?
—Claro que la leo, didáskale —respondió el rey—. Todas las noches.
—¿Y entonces? ¿Quién mandó Aquiles en embajada a los jefes de los aqueos? ¿No mandó acaso a su viejo maestro Fénix? Y en vista de que tú eres el nuevo Aquiles, ni que decir tiene que yo soy el nuevo Fénix. Déjame ir, te digo, y te garantizo que haré razonar a esos malditos testarudos.
Leónidas estaba tan decidido que Alejandro no se vio con valor de negarle aquel momento de gloria y le confirió el encargo. Mandó, por tanto, al grupo de embajadores, en una nave con las enseñas de la tregua, al objeto de negociar la rendición de la ciudad, y se encerró en su tienda, en el extremo del muelle, a esperar, presa de la ansiedad, el resultado de la misión. Pero las horas pasaban sin que nada sucediese.
Hacia mediodía entró Tolomeo con expresión sombría.
—¿Qué hay? —preguntó Alejandro—. ¿Qué han respondido?
Tolomeo le hizo una señal de que le siguiera al exterior y señaló las torres más altas que dominaban el recinto amurallado de Tiro: en las torres, cinco cruces con cinco cuerpos clavados y cubiertos de sangre. El de Leónidas se distinguía claramente por la cabeza calva y los miembros esqueléticos.
—Les han torturado y crucificado —dijo.
Alejandro se quedó pálido y paralizado al ver aquello. Mientras el cielo se adensaba de negros nubarrones, su mirada se ensombreció cada vez más y su ojo izquierdo se volvió un abismo de tinieblas.
Luego, de repente, soltó un grito, un alarido no humano que parecía salido de las mismísimas entrañas. La cólera furibunda de Filipo y la ferocidad bárbara de Olimpia estallaron en el mismo instante en su espíritu liberando una ciega furia de desvastación, pero el rey se recobró poco después y adoptó una calma sombría e inquietante, como la del cielo antes de una tempestad.
Llamó a su lado a Hefestión y a Tolomeo.
—¡Mis armas! —ordenó, y Tolomeo hizo un gesto a sus ayudantes que respondieron:
—¡A tus órdenes, rey!
Y acudieron a revestirle con su más reluciente armadura, mientras que otro llevaba el estandarte real con la estrella argéada.
—¡Trompas! —ordenó también Alejandro—. Tocad para que todas las torres ataquen.
Las trompas sonaron y poco después el fragor de los arietes que martilleaban las murallas y el silbido de los proyectiles arrojados por las catapultas y las balistas hicieron resonar la bahía entera. Alejandro se volvió acto seguido hacia su almirante:
—¡Nearco!
—¡A tus órdenes, rey!
Alejandro indicó una de las torres de asalto, la más cercana a las murallas.
—Llévame a aquella plataforma, pero mientras tanto haz salir a la flota, entra en todos los puertos y manda a pique a todas las naves que encuentres.
Nearco miró el cielo cada vez más negro, pero obedeció y se hizo llevar juntamente con el rey y sus compañeros a la nave capitana quinquerreme. Transmitió al punto la orden de arriar todas las velas y desarbolar todas las naves, luego izó el estandarte de combate y levó anclas. Desde las cien naves de la flota ascendió el estruendo de los tambores que marcaban el compás de la boga al unísono y el mar rebulló de espuma bajo la fuerza del viento y el empuje de miles de remos.
La nave capitana alcanzó la plataforma bajo una lluvia de proyectiles lanzados desde lo alto de las murallas. Alejandro saltó del parapeto seguido por sus compañeros y todos se introdujeron en la torre, trepando deprisa las escaleras entre piso y piso en medio de un infierno de polvo y gritos, del fragor ensordecedor de los arietes que batían las murallas, de la llamada alta, estridente, continua, acompasada de los hombres que se tomaban su tiempo para el impulso.
De repente apareció en lo alto de la torre, mientras el cielo, negro como la pez, era asaeteado por un rayo cegador que iluminó por un instante la palidez espectral de los crucificados, la armadura dorada de Alejandro y la mancha bermeja de su estandarte.
Un puente descendió sobre el adarve y el rey, seguido por sus compañeros, se lanzó al asalto flanqueado por Leonato armado con su hacha, por Hefestión con la espada desenvainada, por Pérdicas que manejaba una lanza enorme, y por Tolomeo y Crátero, cubiertos de esplendente acero. Inmediatamente reconocible por el fulgor de la armadura, los blancos penachos sobre el yelmo, el estandarte rojo y dorado, Alejandro se convirtió de inmediato en el blanco de los disparos de los arqueros y del asalto compacto de los defensores. Uno de los atacantes, un lincéstida de nombre Admetos, se arrojó hacia delante deseoso de demostrar su valor a los ojos del rey, y su vida quedó segada, pero Alejandro le reemplazó haciendo molinetes con la espada y abatiendo a los enemigos con el empuje del escudo, en tanto Leonato creaba el vacío en su flanco derecho con los golpes devastadores de su hacha.
El soberano, ya en el adarve, arrojaba murallas abajo a un defensor, abría en canal a otro, precipitaba a un tercero desde los glacis sobre los tejados de las casas de abajo, mientras Pérdicas ensartaba a un cuarto en la punta de su lanza, alzándole como un pez arponeado y lo estampaba contra los adversarios. Alejandro gritaba, cada vez más fuerte, arrastrando tras él al río creciente de sus soldados, y su furia alcanzaba el culmen, como si se viera alimentada por la fuerza de los ríos y por el retumbar de los truenos, que hacían estremecerse cielo y tierra hasta los mismos abismos. Avanzaba por el adarve, imparable; corría ahora, sin preocuparse de la lluvia de flechas y de los dardos de acero disparados por las catapultas, corría hacia la cruz de Leónidas, ya a escasa distancia. Los defensores formaron una barrera para rechazarle, pero él los derribó como si de muñecos se tratara, uno tras otro, mientras Leonato, con una increíble energía, golpeaba a la masa con el hacha, haciendo saltar cascadas de chispas de los escudos y de los yelmos, haciendo pedazos espadas y lanzas.
Finalmente el rey pudo llegar al pie de la cruz donde había emplazada una catapulta con unos servidores. Gritó:
—¡Tomad el control de la catapulta y volvedla contra las demás! ¡Descolgad a este hombre! Descolgadle.
Y mientras sus compañeros tomaban la plazoleta, vio también una caja de utensilios junto a la máquina y cogió un par de tenazas dejando caer el escudo al suelo.
Uno de los enemigos le apuntó con el arco desde veinte pasos y tensó la cuerda, pero en ese mismo instante resonó una voz en los oídos del rey: era la voz de su madre, llena de angustia, que le llamaba:
Aléxandre!
El soberano se dio cuenta, casi milagrosamente, del peligro que le amenazaba: a la velocidad del rayo sacó su puñal del cinto y lo lanzó contra el arquero clavándoselo entre las clavículas.
Mientras sus compañeros formaban un valladar con los escudos, él arrancó los clavos, uno tras otro, de los martirizados miembros de su maestro. Tomó en brazos el cuerpo desnudo y esquelético y lo acomodó en el suelo. Volvió a ver en aquel momento los miembros desnudos de otro anciano en una tarde dorada en Corinto, Diógenes, el sabio de mirada serena, y la congoja que sentía en el pecho se liberó. Murmuró:
—Didáskale…
Y a aquella palabra, la débil vida de Leónidas, ya apagada, tuvo un último y breve despertar y el maestro abrió los ojos.
—Mi querido muchacho, no lo conseguí…
Luego se distendió en sus brazos, exánime.
El cielo descargó sobre la ciudad y fustigó el mar, la tierra y la pequeña isla llena de gritos y de sangre con una lluvia repentina, con una tempestad de viento y granizo. Pero la furia guerrera no se apagó por ello: si fuera del puerto, entre las encrespadas olas, la flota tiria hacía frente en desesperado duelo a los poderosos quinquerremes de Nearco, en el interior de la ciudad los defensores se defendían casa por casa, calle por calle, para combatir ante las mismas puertas de sus hogares hasta su último aliento de vida.
Por la tarde, cuando el sol asomó por un jirón de las nubes iluminando las lívidas aguas, las murallas desmochadas, los restos de las naves a la deriva y los cuerpos de los ahogados, los últimos reductos de resistencia fueron aniquilados.
Muchos de los supervivientes buscaron refugio en los santuarios aferrándose a las imágenes de sus divinidades y el rey ordenó perdonarles la vida. Pero no fue posible frenar la sed de venganza del ejército sobre aquellos que fueron apresados por la vía pública. Dos mil prisioneros fueron crucificados a lo largo del muelle. El cuerpo de Leónidas fue colocado sobre una pira y sus cenizas enviadas a la patria para que fueran sepultadas bajo el plátano a la sombra del cual, en la época del buen tiempo, acostumbraba a impartir sus enseñanzas a sus discípulos.