Alejandro regresó al campamento siendo noche cerrada, sucio de sangre y manchado de barro hasta el pelo, tras haber atravesado la llanura sembrada de fuegos, cadáveres y carroñas de animales. También Bucéfalo estaba cubierto de un lodo sanguinolento medio seco, que le daba el color espectral de una aparición de pesadilla.
Sus compañeros cabalgaban a su lado y detrás arrastraban, enganchado a los arreos de sus corceles, el carro de guerra del Gran Rey.
El campamento persa había sido ya completamente expoliado y sometido a pillaje por los soldados macedonios, pero los pabellones reales no habían sido tocados porque pertenecían por derecho a Alejandro.
La tienda de Darío era gigantesca, toda de cuero adamascado y decorado, con los cortinajes de púrpura y oro. Los palos de sujección eran de madera de cedro tallado y chapado en oro puro. El suelo estaba cubierto por las más preciosas alfombras que imaginarse pueda. En el interior, pesadas cortinas de biso blanco, rojo y azul separaban los diferentes ambientes, como si se tratase de un edificio estable, con la sala del trono para las audiencias, el comedor, el tálamo con un monumental lecho con baldaquino y la estancia del baño.
Alejandro miraba a su alrededor sin hacerse casi a la idea de que tanta riqueza y tan increíble lujo estaban a su entera disposición. La pila de baño, las ánforas, los cubos para el agua eran de oro macizo y las doncellas y los jóvenes eunucos de Darío, todos de una maravillosa belleza, habían preparado el baño para el nuevo amo y se disponían, temblando de miedo, a obedecer a cada una de sus indicaciones.
Dirigió una vez más su mirada estupefacta a su alrededor y murmuró, casi para sí:
—Así que esto, a lo que parece, significa ser rey.
Habituado a la austera sencillez de la residencia real de Pela, aquella tienda se le antojaba la residencia de un dios.
Se acercó, renqueando por el dolor de la pierna herida, e inmediatamente las mujeres se le mostraron solícitas, le desnudaron y le ayudaron a tenderse. Pero mientras tanto se había presentado a todo correr Filipo para visitarle y atenderle: fue el médico quien se encargó de instruir a las doncellas de cómo bañarle sin provocarle otra hemorragia. Luego hizo tumbarse al rey encima de una mesa y con la ayuda de sus ayudantes le operó. Limpió y drenó la herida, luego la cosió y la vendó con sumo cuidado. Alejandro no emitió un solo gemido, pero aquel enorme esfuerzo, sumado al sobrehumano cansancio de la jornada, le dejó completamente postrado y, apenas Filipo hubo terminado su intervención, el rey cayó en un sueño profundo.
Leptina mandó salir a todo el mundo, le hizo acostarse y se echó desnuda a su lado para darle calor en medio de la fría noche otoñal.
Le despertó al día siguiente un llanto desesperado procedente de la tienda vecina. Instintivamente puso el pie fuera de la cama y contrajo enseguida el rostro en una mueca de dolor. Tenía dolorida la pierna, pero el drenaje que Filipo le había aplicado con una cánula de plata impidió que se hinchara. El rey estaba débil pero, a pesar de ello, en condiciones de moverse y de transgredir la orden de su médico que le había prescrito no levantarse por espacio de una semana.
Se hizo vestir a toda prisa y sin siquiera probar la comida salió cojeando para descubrir el origen de aquellos lamentos. Hefestión, que había dormido en el vestíbulo juntamente con Peritas, se acercó a él para darle el brazo, pero Alejandro rehusó.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué son esos gemidos?
—En aquella tienda está la reina madre, la mujer de Darío y algunas de sus trescientas sesenta y cinco concubinas. Las otras se quedaron en Damasco. Al ver el carro de guerra de Darío, su manto y su aljaba, han creído que estaba muerto.
—Entonces vamos a tranquilizarlas.
Se hicieron anunciar por un eunuco para no ser causa de embarazo y entraron juntos. La reina madre, que tenía el rostro bañado en lágrimas y manchado de bistre, tuvo un momento de extravío y de vacilación y acto seguido se arrojó a los pies de Hefestión creyendo que el rey era él, ya que era el más alto y el más imponente de los dos. El eunuco, que había comprendido perfectamente la situación, palideció y le murmuró en persa que el soberano era el otro.
La reina sacudió la cabeza confusa y se postró ante Alejandro gimiendo más fuerte aún e implorándole que la excusara, pero el rey se inclinó, la ayudó a incorporarse y, mientras el eunuco traducía a su lengua, le dijo:
—No importa, señora mía, también él es Alejandro. —Y viendo que la señora recobraba un poco la presencia de ánimo, agregó—: No llores y no desesperes, te lo ruego. Darío está con vida. Abandonó su cuadriga y su manto real y escapó a caballo para ir más ligero y veloz. A estas horas está sin duda en lugar seguro.
La reina madre se inclinó de nuevo para tomarle la mano y no paraba de besársela. También la mujer del Gran Rey se acercó a rendirle el mismo homenaje y el soberano quedó deslumbrado por su increíble belleza. Pero luego, volviendo la mirada a su alrededor, se dio cuenta de que también las restantes mujeres estaban de muy buen ver, tanto que le susurró al oído a Hefestión:
—¡Por Zeus, estas mujeres son un tormento para los ojos!
Pero se veía perfectamente que buscaba con la mirada un rostro en especial.
—¿No hay otras mujeres en el campamento? —preguntó.
—No —respondió Hefestión.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente seguro. —Y luego, creyendo intuir en el amigo un impulso de desilusión, agregó—: Pero en Damasco está el séquito entero del rey. Tal vez encuentres allí lo que andas buscando.
—Yo no ando buscando nada —replicó Alejandro bruscamente. Se volvió acto seguido hacia el eunuco—: Dile a la reina madre, a la esposa de Darío y todas las demás que serán tratadas con todo miramiento y que no tienen nada que temer. Que pidan libremente lo que necesiten y, dentro de nuestras posibilidades, se las complacerá.
—La reina y la reina madre te dan las gracias, señor —tradujo el eunuco—, y por tu piedad y bondad de espíritu invocan sobre ti la bendición de Ahura Mazda.
Alejandro hizo un gesto con la cabeza; después salió, seguido por Hefestión, y dio orden de recoger a los caídos y de celebrar para ellos unas solemnes exequias.
Aquélla noche Calístenes escribió en su relación que habían muerto tan sólo trescientos nueve macedonios, pero el balance fue bastante más amargo. El rey se arrastró cojeando por entre los cuerpos exánimes horriblemente desgarrados y mutilados y se dio cuenta de que eran miles. El mayor número de bajas se había producido en el centro, en el punto en que estaba formado el contigente de los mercenarios griegos.
Fueron taladas docenas de árboles en las colinas y levantadas piras gigantescas sobre las cuales fueron quemados los cadáveres, delante de todo el ejército formado. Una vez concluidas las exequias, Alejandro pasó revista a sus soldados, precedido por el estandarte rojo y con el muslo vistosamente vendado y manchado también de color rojo. Para todas las secciones tuvo una palabra de elogio y de estímulo, así como para todos los hombres que él mismo había visto luchar con valor. A muchos les hizo un regalo personal, un objeto que pudieran conservar como recuerdo.
Al final gritó:
—¡Estoy orgulloso de vosotros, soldados! Habéis derrotado al más poderoso ejército de la tierra. ¡Ningún griego o macedonio había conquistado nunca hasta ahora un territorio tan vasto! ¡Sois los mejores, sois invencibles! ¡No hay fuerza en el mundo que se os resista!
Los soldados respondieron con un coro de vítores frenéticos, mientras el viento dispersaba las cenizas de sus compañeros caídos y arrastraba miles de pavesas hacia el cielo gris de otoño.
Cuando cayó la tarde, Alejandro se hizo conducir adonde estaba retenido prisionero el guerrero persa al que había ordenado perdonar la vida en el campo de batalla. El hombre estaba sentado en el suelo, atado de pies y manos, pero apenas el rey le vio se arrodilló a su lado y desató personalmente sus ataduras. Luego le preguntó, ayudándose de gestos:
—¿Te acuerdas de mí?
El hombre comprendió y asintió.
—Me salvaste la vida.
El guerrero sonrió e indicó que había otro muchacho, en aquel tiempo, que cazaba el león.
—Hefestión —explicó Alejandro—. Está por ahí en algún sitio. Es el mismo.
El hombre sonrió de nuevo.
—Estás libre —dijo Alejandro, y acompañó las palabras con un gesto elocuente—. Puedes volver con tu pueblo y con tu rey.
El guerrero parecía no haber comprendido, pero lo que el rey hizo traer un caballo y le puso las bridas en la mano.
—Puedes irte. Seguro que tienes a alguien esperándote en casa. ¿Tienes niños? —preguntó indicando con la mano hacia abajo la altura de un niño.
El hombre levantó la palma a la altura de un adulto y Alejandro sonrió.
—Por supuesto, cómo pasa el tiempo…
El persa le miró de hito en hito con una expresión grave e intensa y sus ojos negrísimos relucieron de emoción mientras se llevaba una mano al corazón y luego tocaba el pecho de Alejandro.
—Vete —le incitó el soberano—, antes de que sea noche cerrada.
El guerrero murmuró algo en su lengua; luego saltó sobre el caballo y desapareció en lontananza.
Aquélla misma noche fue encontrado en el campamento persa el egipcio Sisine, que el año anterior había hecho encarcelar con su testimonio al príncipe Amintas de Lincéstide haciendo creer que podía haber sido corrompido por Darío con el fin de dar muerte a Alejandro y sustituirle en el trono. Tolomeo instruyó un breve proceso que le reconoció sin ninguna duda como espía persa, pero antes de pasarle por las armas mandó llamar a Calístenes, porque sin duda tendría preguntas que hacerle.
El egipcio, tan pronto como le vio, se arrojó a sus pies.
—¡Ten piedad! Los persas me hicieron prisionero para obligarme a dar información sobre vuestro ejército, pero yo no he dicho ni media palabra, no he…
Calístenes le detuvo con un gesto de la mano.
—No cabe duda de que los persas tratan muy bien a los prisioneros, toda vez que tenías una tienda lujosa, dos esclavos y tres doncellas. ¿Y dónde están las señales de las sevicias a que te sometieron? Tienes, sin duda, un aspecto muy lozano.
—Pero yo…
—La única posibilidad que tienes de salvarte es hablar —le instó el historiador—. Quiero saberlo todo, sobre todo acerca del asunto del príncipe Amintas, de la carta de Darío, del dinero que le había prometido por dar muerte a Alejandro y demás.
Sisine recobró un poco los colores.
—Ilustre amigo —comenzó diciendo—, mi intención era no revelar aspectos reservados y muy delicados de mi trabajo, pero estando en juego mi vida he de decidirme muy a pesar mío… —Calístenes le hizo una señal de que no estaba para perder el tiempo—. Decía, así pues, que puedo demostrarte que no he hecho más que servir fielmente al trono macedonio. Fue por orden de la reina madre Olimpia por lo que concebí toda esta historia.
Calístenes volvió a pensar en el sabor que le había encontrado a la tinta de aquella carta, un sabor bastante familiar.
—Prosigue —le ordenó.
—Pues bien, la reina madre Olimpia estaba muy preocupada porque Amintas se volviera más pronto o más tarde una amenaza para su hijo Alejandro. Sabe que está lejos, en tierras extranjeras, expuesto a mil riesgos. ¿Qué habría sucedido de haber sido derrotado Alejandro? Las tropas habrían podido proclamar rey a Amintas y obtener a cambio el regreso a la patria y una vida menos dura. Mandó, pues, escribir la carta a un esclavo persa que Filipo le había regalado, para reproducir las fórmulas de la fiplomacia persa, haciendo imitar perfectamente los sellos de los bárbaros de misivas archivadas en la cancillería de palacio, y me honró a mí con su confianza a fin de que…
—Ya entiendo —cortó tajante Calístenes—. Pero… ¿y el mensajero persa?
Sisine se aclaró la voz.
—Mi delicada misión me ha obligado a menudo a frecuentar los ambientes persas, donde tengo amistades influyentes. No resultó demasiado difícil convencer al gobernador de Nisibis para que me confiara un mensajero persa y le encargara la entrega del documento.
—Y luego quitarle de en medio con el veneno cuando temías que pudiera hablar.
—Es siempre mejor asegurarse —replicó impasible el egipcio—. Aunque ese pobre hombre no habría tenido gran cosa que decir.
«De este modo —pensó para sus adentros Calístenes— tú sigues siendo el unico depositario de la verdad. Pero ¿cuál?».
Dijo al poco:
—Todo ello explica muchas cosas, pero no tu presencia aquí, rodeado de lujos y atenciones. En realidad nada impide pensar que la carta fuera auténtica.
—Estoy de acuerdo contigo de que podría tratarse de una eventualidad digna de ser tenida en cuenta.
El historiador calló nuevamente absorto en sus pensamientos: quedaba, en cualquier caso, una posibilidad de que el Gran Rey hubiera querido corromper a Amintas, pero no había ningún indicio que probara que el príncipe estaba en connivencia con él, aparte de la insinuación de Sisine. Decidió que asumiría él la responsabilidad de tomar una decisión. Miró a su interlocutor directamente a la cara:
—Es mejor que me digas la verdad. Eres un informador del reino macedonio encontrado en un campamento persa y en una situación comprometida. Tolomeo no tiene la menor duda de que eres un espía.
—Mi noble señor —repuso el egipcio—, doy gracias a los dioses de que me hayan mandado a un hombre inteligente y razonable con el que poder discutir. Dispongo de una notable cantidad de dinero depositada en Sidón y, si pudiéramos ponernos de acuerdo, te proporcionaría una versión de los hechos aceptable que podrías acreditar ante el comandante Tolomeo.
—Es mejor que me digas la verdad —repitió Calístenes sin prestar oídos.
—Digamos que he querido llevar la cosa personalmente y, dadas mis relaciones, el Gran Rey pensaba que podría volver a Anatolia para convencer a los gobiernos de algunas ciudades de volver a abrir sus puertos a su flota y…
—Y cortar nuestras comunicaciones con Macedonia.
—¿Serían suficientes quince talentos para convencerte de mi inocencia?
El historiador le miró fijamente con una mirada ambigua.
—¿Y otros veinte para el comandante Tolomeo?
Calístenes dudó un poco antes de responder.
—Creo que bastarán.
Luego salió de la tienda y fue a ver a Tolomeo.
—Cuanto antes lo hagas, mejor —le dijo—. Aparte de ser un espía, guarda también secretos más bien embarazosos que implican a la reina y…
—Ni una palabra más. Además los egipcios nunca me han gustado.
—Espera a decirlo —replicó Calístenes—. Dentro de algún tiempo conocerás a muchos. Corre el rumor de que Alejandro desea apoderarse de Egipto.