20

Alejandro, tras haberlo consultado con sus oficiales, abandonó el campamento extramuros de Mileto, mientras que los hombres de Nearco empezaban a desmontar las máquinas de asedio para cargarlas en las naves y en las balsas fondeadas a escasa distancia de la playa. Había sido convenido que, tan pronto como se concluyera la operación, el almirante doblaría el cabo de Mileto para buscar a continuación un atracadero favorable lo más próximo posible a Halicarnaso. Se habían quedado con él dos capitanes atenienses, que comandaban las dos pequeñas escuadras de trirremes de combate.

La playa era un hervidero de soldados y retumbaba de gritos y ruidos: golpes de maza, llamadas, gritos acompasados de tripulaciones que desde las balsas tiraban de los grandes maderos desmontados para izarlos a bordo.

El rey echó una última mirada a cuanto le quedaba de la flota aliada y a la ciudad que se recostaba ahora tranquila sobre su promontorio y dio la señal de partida. Delante de él se abría un valle que se extendía entre las laderas cubiertas de olivos del monte Latmos al norte y del monte Gríos al sur. Al fondo discurría el camino polvoriento que conducía hacia la ciudad de Mílasa.

Hacía un tiempo cálido y sereno, la plata de los olivos resplandecía sobre las colinas, mientras que en los campos floridos de amapolas las blancas grullas picoteaban por los arroyos en busca de ranas y pececillos. Al paso del ejército, levantaban llenas de curiosidad la cabeza y el largo pico y a continuación se ponían a picotear de nuevo tranquilas.

—¿Tú crees en la historia de las grullas y de los pigmeos? —le preguntó Leonato a Calístenes, que cabalgaba a su lado.

—Bueno, habla de ella Homero y Homero está considerado por muchos digno de toda confianza —repuso Calístenes sin demasiada convicción.

—Será… Me acuerdo de las lecciones del viejo Leónidas. Hablaba de las continuas luchas entre las grullas, que intentaban llevarse con el pico a los hijos de los pigmeos, y los pigmeos que trataban de romper los huevos de las grullas. A mí me se me antojan historias para niños, pero si Alejandro tiene de verdad el propósito de llegar a las extremas regiones del imperio persa, acaso veamos también la tierra de los pigmeos.

—Tal vez —replicó Calístenes con un encogimiento de hombros—, pero yo de ti no me haría demasiadas ilusiones. Como puedes ver, se trata de cuentos populares. Parece que remontando la corriente del Nilo se encuentran verdaderamente enanos de piel negra, pero dudo que tengan la altura de un puño, como su nombre indica, y que abatan las espigas de trigo a hachazos. Las historias se deforman con el paso del tiempo y al pasar de boca en boca. Por ejemplo, si yo empezara a decir que las grullas raptan a los niños de los pigmeos para llevárselos a parejas sin hijos habría añadido un detalle fantasioso a una historia que ya de por sí lo es, pero sin faltar a una cierta verosimilitud. ¿Me explico?

Leonato estaba más bien perplejo. Miró hacia atrás para vigilar sus mulos cargados de pesados sacos.

—¿Qué contienen esos sacos? —preguntó Calístenes.

—Arena.

—¿Arena?

—Sí.

—Pero ¿para qué?

—Me sirve para ejercitarme en la lucha. Más adelante podemos encontrar un terreno rocoso y entonces no tendré la posibilidad de entrenarme. Por ello llevo conmigo la arena.

Calístenes sacudió la cabeza y dio un talonazo a su yegua. Al cabo de un rato fue adelantado por Seleuco, que avanzaba al galope hacia la cabeza de la columna. Se detuvo al lado de Alejandro e indicó algo sobre la cresta del Latmos.

—¿Has visto allá arriba?

El rey volvió la mirada en aquella dirección.

—¿Qué es?

—He mandado a un par de exploradores a echar un vistazo. Es una anciana dama que viene detrás de nosotros con su séquito desde esta mañana.

—¡Por Zeus! Me hubiera esperado todo en estas tierras, menos el verme seguido por una anciana dama.

—¡Tal vez anda a la pesca de algo! —dijo sarcásticamente Lisímaco, que cabalgaba algo distante y le había oído.

—No digas tonterías —rebatió Seleuco—. ¿Qué quieres, Alejandro, que hagamos?

—No representa ciertamente ningún peligro. Si tiene necesidad de nosotros, ya se adelantará. No creo que tengamos por qué preocuparnos.

Prosiguieron al paso, protegidos por grupos de exploradores a caballo que estaban llevando a cabo una batida, hasta que llegaron a una vasta explanada, en el punto en que el valle se abría en embudo en dirección a la ciudad.

Se dio la señal de parar y los «portadores de escudo» levantaron unos entoldados de tela para crear un poco de sombra para el rey y los comandantes.

Alejandro se apoyó en un olmo y bebió unos sorbos de agua de una jarra. Comenzaba ya a apretar el calor.

—Tenemos visita —observó Seleuco.

El rey se volvió hacia la colina y vio a un hombre que llevaba del ronzal a una mula blanca en la que iba sentada una mujer ricamente ataviada, pero de edad muy avanzada. Detrás, otro servidor sostenía un parasol, mientras que un tercero espantaba las moscas con un flabelo de crines.

En la cola, avanzaba un extenuado pelotón de hombres armados de aspecto nada agresivo, y cerraba el cortejo un pequeño séquito con carros de diverso tamaño y animales de carga.

La caravana, cuando se encontró a una distancia de medio estadio, se detuvo. Uno de los hombres de la escolta se acercó al lugar en el que Alejandro estaba descansando a la sombra del olmo y solicitó ser conducido a su presencia.

—Gran Rey, mi señora, Ada, la reina de Caria, solicita audiencia.

Alejandro hizo una señal a Leptina para que le arreglara el manto y los cabellos y le pusiera la diadema; luego respondió:

—Tu señora es bienvenida en cualquier momento.

—Entonces, ¿puede ser ahora? —preguntó el extranjero en un griego de marcado acento oriental.

—También ahora. Tenemos poco que ofrecer, pero nos sentiríamos muy honrados si quisiera compartir nuestra mesa.

Eumenes, aprovechando la situación, dio orden de levantar enseguida al menos la cobertura del pabellón real, de modo que los huéspedes pudieran sentarse a la sombra, e hizo colocar mesas y sillas en un tiempo increíblemente corto, tan corto que cuando vieron llegar a la reina ya estaba todo listo.

Un palafrenero se puso en el suelo a gatas y la gran dama descendió de su yegua apoyando el pie sobre su espalda como si de un escabel se tratara. Avanzó, por tanto, hacia Alejandro, que la recibía con una actitud de profundo respeto.

—Bienvenida, gran señora —le dijo en el más correcto griego—. ¿Hablas mi lengua?

—Desde luego que la hablo —repuso la dama, bajo la cual fue puesto un pequeño trono de madera tallada rápidamente descargado de uno de los carros de su séquito—. ¿Puedo sentarme?

—Por favor —la invitó el rey, y se sentó a su vez, rodeado de sus compañeros—. Éstos que ves son mis amigos, más que hermanos, y miembros de mi guardia personal: Hefestión, Seleuco, Tolomeo, Pérdicas, Crátero, Leonato, Lisímaco, Filotas. Éste otro que está a mi lado, de aspecto más guerrero —y no pudo reprimir una media sonrisa— es mi secretario, Eumenes de Cardia.

—Salve, secretario general —le saludó la dama haciendo graciosamente un gesto con la cabeza.

Alejandro la miró: tendría entre cincuenta y sesenta años, pero más cerca ya de esta edad. No se teñía los cabellos y no escondía las sienes que ya le griseaban, pero debía de haber sido una mujer fascinante. El traje cario de lana adamascada, a cuadros recamados cada uno con una escena mitológica, la ceñía destacando unas formas que sólo algunos años antes debían de haberla hecho muy atractiva.

Tenía los ojos de un bonito color ambarino, luminosos y serenos, perfilados por un ligero afeite, la nariz recta y los pómulos salientes, que le conferían una expresión de gran dignidad. Llevaba el cabello recogido en un moño, rematado por una ligera diadema de oro adornada de lapislázuli y turquesas, pero tanto su indumentaria como su porte dejaban traslucir algo de melancólico y en cierto modo anticuado, como si su vida no tuviera ya sentido.

Los cumplidos y las presentaciones llevaron un buen rato. Alejandro observó que Eumenes garrapateaba apresuradamente algo en una tablilla y la dejaba delante de él sobre la mesa. Con el rabillo del ojo, leyó:

La persona que tienes frente a ti es Ada, la reina de Caria. Ha estado casada con dos de sus hermanos, uno de los cuales era unos veinte años más joven que ella, ambos muertos. El último hermano es Pixódaro, que habría podido ser tu suegro y que la ha apartado del poder. Éste encuentro resultará ciertamente de sumo interés. No dejes de aprovechar la ocasión.

Apenas había leído de corrido aquellas pocas líneas cuando la dama sentada enfrente de él afirmó:

—Soy Ada, reina de Caria, y vivo ahora marginada en mi fortaleza de Alinda. Estoy convencida de que mi hermano me expulsaría también de allí, de tener alguna posibilididad de hacerlo. La vida y el destino no me han concedido hijos, y ahora me encamino hacia la vejez con una cierta tristeza en el corazón, pero sobre todo apenada por el trato que me ha reservado el último y más despreciable de mis hermanos, Pixódaro.

—Pero ¿cómo te las has arreglado? —bisbiseó Alejandro a Eumenes, al que tenía a su lado.

—Es mi trabajo —susurró en respuesta el secretario—. Y además ya te evité preocupaciones en otra ocasión con esta gente, ¿te has olvidado?

Alejandro recordó el exabrupto de su padre el día en que había mandado al traste el matrimonio entre su hermanastro Arrideo y la hija de Pixódaro y sonrió para sus adentros, reflexionando sobre lo extraño del destino: aquella señora de aspecto y porte tan especiales, completamente desconocida para él, habría podido convertirse en pariente suyo.

—¿Puedo invitarte a mi modesta mesa? —preguntó.

La dama inclinó graciosamente la cabeza.

—Te lo agradezco mucho y acepto gustosamente. No obstante, conociendo la cocina de los ejércitos, me he permitido traer algo de palacio que espero sepas apreciar.

Dio unas palmadas y sus servidores cogieron de los carros unas hogazas aún fragantes, rosquillas con uva pasa, pasteles de mermelada, hojaldres de miel, panecillos rellenos de huevo batido, harina, mosto cocido y un buen número de otras golosinas.

Hefestión se quedó boquiabierto y una gota de saliva le cayó sobre la coraza; Leonato habría alargado enseguida las manos de no haberle dado Eumenes un pisotón.

—Por favor —les exhortó la dama—, servíos libremente, pues tenemos en abundancia.

Todos se abalanzaron sobre aquellos manjares que les recordaban sus comidas de infancia preparadas por las expertas manos de sus madres y nodrizas. Alejandro probó únicamente una galleta, luego se acercó a la reina y se sentó sobre un escabel.

—¿Cuál es la razón que te ha hecho venir a verme, señora, si me está permitido preguntártelo?

—Como te he dicho, soy la reina de Caria, hija de Mausolo, el que se halla sepultado en el gran monumento de Halicarnaso. Mi hermano Pixódaro ha usurpado el trono y ahora es dueño de la ciudad, tras haberse emparentado con el sátrapa persa Orontóbates, al que le ha dado por esposa a su hija. Yo he sido despojada no sólo del poder, sino también de mis emolumentos, de mis rentas y de la mayor parte de mis moradas.

»Todo esto es injusto y deber ser castigado. He venido aquí por ti, joven rey de los macedonios, para ofrecerte la fortaleza y la ciudad de Alinda, que te permitirán controlar toda la parte interior del país, sin la cual Halicarnaso no podrá vivir.

Pronunció este discurso con la más absoluta naturalidad, como si hablara de un juego de sociedad. Alejandro se la quedó mirando fijamente, estupefacto, haciendo esfuerzos por creer lo que estaba oyendo.

La reina Ada hizo una señal a un servidor de que se acercara con una bandeja de dulces, de modo que el rey pudiera servirse.

—¿Otra galletita, muchacho mío?