19

La mujer dejó caer al suelo el alfiler y estalló en sollozos cubriéndose el rostro con las manos.

—Dime quién eres —insistió Alejandro—. No te haré ningún daño. No me ha pasado inadvertida la reacción de tu hijo al ver el retrato de Memnón sobre mi mesa. Es tu marido, ¿no es cierto? —repitió más fuerte aferrándola por las muñecas.

—Me llamo Barsine —repuso la mujer sin alzar los ojos, con voz apagada— y soy la mujer de Memnón. No les hagas ningún daño a mis hijos, te lo ruego, y si temes a los dioses no me deshonres. Mi marido pagará un rescate altísimo, cualquier precio, con tal de volver a ver a su familia.

Alejandro le hizo levantar el rostro, la miró de nuevo a los ojos y sintió que se encendía. Comprendió que, si la hubiera tenido a su lado, aquella mujer habría podido hacer de él cualquier cosa. Y también en la mirada de ella veía un extraño desasosiego, distinto del temor materno o de la angustia de una mujer sola y prisionera. Veía los relámpagos de una emoción arcana y poderosa, contenida y acaso reprimida por una voluntad que, aunque fuerte, comenzaba sin embargo a presentar fisuras. Le preguntó:

—¿Dónde está Leptina?

—En mi tienda, bajo la vigilancia de mis hijos.

—Y tú has cogido su manto…

—Sí.

—¿Le habéis hecho algún daño?

—No.

—Te dejaré ir y este secreto quedará entre nosotros. No hay necesidad de ningún rescate, yo no hago la guerra a las mujeres y a los niños. Cuando encuentre a tu esposo, me batiré con él en persona, y venceré, si sé que el premio es yacer a tu lado. Ahora puedes irte, y mándame a Leptina. Mañana haré que te escolten donde tú quieras.

Barsine le besó la mano murmurando en voz baja palabras incomprensibles en su lengua nativa, luego se encaminó hacia la salida, pero Alejandro la llamó de nuevo:

—Espera.

Se le acercó, mientras ella le miraba con ojos relucientes y trémulos, cogió su rostro entre las manos y la besó en los labios.

—Adiós. No me olvides.

La acompañó fuera de la tienda y se quedó mirándola mientras los dos pezetairoi de guardia se ponían tan firmes a la vista del rey como las astas que tenían empuñadas.

Leptina regresó poco después, enfadada y trastornada por haber sido secuestrada por dos muchachos, pero Alejandro la calmó:

—No hay motivo de preocupación, Leptina. Ésa mujer sólo temía sufrir alguna violencia. La he tranquilizado. Ahora vete a descansar, pues debes de estar fatigada.

Le dio un beso y volvió a dormir.

Al día siguiente dispuso que Barsine fuera escoltada hasta la orilla del Meandro con su salvoconducto personal y él mismo siguió al pequeño convoy durante una docena de estadios.

Cuando le vio pararse, Barsine se volvió para saludarle con un gesto de la mano.

—¿Quién es ese hombre? —pregunto Fraates, el más joven de sus hijos—. ¿Por qué tenía en la mesa el retrato de nuestro padre?

—Es un gran guerrero y un hombre justo —repuso Barsine—. No sé por qué tenía el retrato de vuestro padre. Quizá porque Memnón es el único hombre en el mundo que puede comparársele.

Se volvió de nuevo y vio que Alejandro seguía allí, inmóvil a caballo de Bucéfalo, en la cima de una colina azotada por el viento. Lo recordaría así.

Memnón se quedó diez días en las colinas que rodeaban Halicarnaso, esperando que todos sus soldados que se habían salvado de la batalla del Gránico, un millar en total, se reunieran de nuevo con él y rehicieran sus filas. Luego, una noche, entró en la ciudad a caballo, a solas, envuelto en su manto y con un turbante persa que le cubría casi por entero el rostro; se dirigió hacia la Casa del Consejo.

El gran salón de reuniones se alzaba en las cercanías del gigantesco Mausoleo, la monumental tumba del dinasta de Caria Mausolo, que había hecho de la ciudad la capital de su reino.

La luna ahora ya alta en el cielo iluminaba la grandiosa estructura: un cubo de piedra coronado por un pórtico de columnas jónicas, rematadas a su vez por una pirámide escalonada que sostenía la imponente cuadriga de bronce con la imagen del difunto.

Las superficies esculpidas, obra de los más grandes escultores de la generación anterior, Escopas, Briaxis, Leocares, representaban episodios de la mitología griega, cuyo patrimonio había entrado desde hacía tiempo a formar parte de la cultura autóctona, en especial aquellas historias que estaban tradicionalmente ambientadas en Asia, como la lucha entre los griegos y las amazonas.

Memnón se paró un instante a observar un bajorrelieve en el que un guerrero griego tenía cogida de los cabellos a una amazona, con un pie sobre su espalda. Siempre se había preguntado por qué el arte griego, tan sublime en sí, reproducía tantas escenas de violencia contra las mujeres. Y había llegado a la conclusión de que tenía que tratarse simplemente de miedo, de aquel mismo miedo por el que tenían a sus mujeres marginadas en los gineceos, de modo que para todas las ocasiones sociales tenían que recurrir a la presencia de las hetairas.

Pensó en Barsine, que debía de estar ya en lugar seguro por el camino real, de verjas doradas, y se sintió dominado por una amarga nostalgia. Recordaba sus piernas de gacela, su tez morena, el perfume a violeta de sus cabellos, el timbre sensual de su voz, su aristocrático orgullo.

Golpeó con los talones los ijares de su caballo y siguió más lejos, tratando de ahuyentar de sí la melancolía, pero en aquel momento los poderes extraordinarios conferidos por el Gran Rey en persona no le eran de ninguna satisfacción.

Pasó por delante de la estatua de bronce del más ilustre de los ciudadanos de Halicarnaso, el gran Heródoto, el autor de las monumentales Historias, el primero en narrar el titánico enfrentamiento entre griegos y bárbaros durante las guerras persas, el único acaso que había comprendido sus razones profundas, siendo él mismo hijo de padre griego y de madre asiática.

Una vez que hubo llegado delante del edificio del Consejo, desmontó del caballo, subió la escalinata iluminada por dos filas de trípodes a guisa de velones gigantescos y llamó repetidamente al portalón, hasta que vinieron a abrirle.

—Soy Memnón —dijo descubriéndose la cabeza—. He llegado hace poco.

Le condujeron al interior de la sala donde estaban reunidas todas las autoridades civiles y militares de la ciudad: los comandantes persas de la guarnición, los generales atenienses Efialtes y Trasíbulo, que estaban al mando de las tropas mercenarias, y el sátrapa de Caria Orontóbates, un persa corpulento que se distinguía de inmediato por su llamativo ropaje, los pendientes, el precioso anillo y la brillante akinake de oro macizo que le colgaba de un costado.

Estaba presente también el representante de la dinastía local, el rey de Caria Pixódaro, un hombre que frisaría en la cuarentena con una barba negrísima y el cabello ligeramente entrecano en las sienes. Dos años antes había ofrecido su propia hija como esposa a uno de los príncipes de Macedonia, pero el matrimonio se había ido al traste y se había sometido por ello al nuevo sátrapa persa de Caria, Orontóbates, que era ahora yerno suyo.

Había tres asientos preparados para la presidencia de la asamblea: dos estaban ya ocupados por Pixódaro y por Orontóbates, mientras que a Memnón se le hizo sentar en el tercero, a la diestra del sátrapa persa. Era evidente que todos esperaban su intervención.

—Hombres de Halicarnaso y hombres de Caria —comenzó diciendo—, el Gran Rey me ha encargado una enorme responsabilidad, la de detener la invasión del soberano macedonio, y es mi intención desempeñar este cometido al precio que sea.

»Soy el único de los presentes que ha visto cara a cara a Alejandro y que se ha enfrentado a su ejército con la lanza y la espada, y os aseguro que se trata de un enemigo harto temible. No es sólo valeroso hasta la temeridad en el campo de batalla, sino que es también hábil e imprevisible. Por el modo en que tomó Mileto podemos deducir de lo que es capaz, aun en condiciones de absoluta inferioridad en el mar.

»Pero no es mi intención dejar que me sorprendan sin la preparación necesaria. Halicarnaso no caerá. Le obligaremos a desgastar sus fuerzas bajo nuestras murallas hasta desangrarse. Nosotros continuaremos recibiendo vituallas por mar, donde domina nuestra flota, y así podremos resistir a ultranza. Cuando llegue el momento oportuno, finalmente, haremos una salida y aplastaremos a sus exhaustos guerreros.

»Mi plan es el siguiente. En primer lugar les dejaremos acercarse con las máquinas de guerra, artefactos de gran poder y eficacia, diseñados expresamente para el rey Filipo por los mejores ingenieros de Grecia. Emplearemos, por tanto, contra él sus mismas armas. El macedonio ha impedido a nuestra flota aprovisionarse de agua y de víveres ocupando los puntos de atraque, y nosotros haremos otro tanto, no permitiéndole descargar las máquinas de sus naves en las proximidades de nuestra ciudad. Mandaremos secciones de caballería y tropas de asalto a cada enseñada que diste menos de treinta estadios de Halicarnaso.

»Y no sólo eso. El único punto por el cual cabe esperar que nos ataque es el sector nordoriental de nuestras murallas. Haremos abrir allí una trinchera de unos cuarenta pies de largo y dieciocho de ancho, de modo que, aun cuando consiga desembarcar sus máquinas, no pueda luego acercarse al recinto amurallado.

»Esto es todo, por ahora. Arregláoslas para que los trabajos den comienzo mañana mismo al amanecer, y que prosigan sin descanso, día y noche.

Todos aprobaron aquel plan que parecía verdaderamente impecable y poco a poco fueron saliendo de la sala y se dispersaron por las calles de la ciudad, blancas bajo la luna llena. Se quedaron sólo los dos atenienses: Trasíbulo y Efialtes.

—¿Tenéis algo que decirme? —preguntó Memnón.

—Sí —repuso Trasíbulo—. Efialtes y yo desearíamos saber hasta qué punto podemos contar contigo y con tus hombres.

—La misma pregunta podría hacérosla yo —observó Memnón.

—Lo que queremos decir —intervino Efialtes, un mocetón de por lo menos seis pies de altura y de complexión hercúlea— es que nosotros estamos animados por el odio contra los macedonios que han humillado a nuestra patria y la han obligado a aceptar unas condiciones de paz vergonzosas. Nos hemos hecho mercenarios porque era el único modo de combatir contra el enemigo sin acarrear ningún daño a nuestra ciudad. Pero ¿y tú? ¿Qué motivaciones te mueven a ti? ¿Quién nos garantiza que permanecerás leal a la causa incluso cuando ya no te convenga? En el fondo eres un…

—¿Mercenario profesional? —le interrumpió Memnón—. Sí, es cierto. Como lo son vuestros hombres, desde el primero hasta el último. Hoy en día en los mercados sólo abundan las espadas mercenarias. Vosotros afirmáis que vuestro odio es una garantía. ¿Debo creeros? En muchas situaciones he visto el miedo predominar sobre el odio, y bien podría sucederos también a vosotros.

»Yo no tengo otra patria que mi honor y mi palabra, y de ella deberéis fiaros. Nada es más importante para mí, juntamente con mi familia.

—¿Es cierto que el Gran Rey ha invitado a Susa a tu mujer y a tus hijos? Y si ello es cierto, ¿no significa acaso que tampoco él se fía y que los ha querido tener de rehenes?

Memnón le miró fijamente con gélida mirada.

—Para derrotar a Alejandro tendré necesidad de lealtad y de una obediencia ciega por vuestra parte. Si ponéis en duda mi palabra, no os quiero conmigo. Idos, os libero de vuestro compromiso. Idos, mientras estéis a tiempo.

Los dos generales atenienses parecieron consultarse con una mirada; luego Efialtes habló:

—Sólo queríamos cerciorarnos de si lo que dicen de ti es cierto. Ahora lo sabemos. Cuenta con nosotros hasta el final.

Salieron y Memnón se quedó sólo en la gran sala vacía.