7

Los dos guerreros agrianos se inclinaron sobre un grupo de cadáveres y comenzaron a despojarles de sus valiosas armas, que arrojaban acto seguido dentro de un carro: los yelmos de bronce, las espadas de hierro, las grebas.

De repente, a la débil e incierta luz del atardecer, uno de ellos vio en la muñeca de uno de los caídos un brazalete de oro en forma de serpiente y se acercó, mientras su amigo le daba la espalda, con la intención de coger nada más para él aquel pequeño tesoro. Pero cuando se inclinó para hacerlo, un puñal apareció como un relámpago de entre aquel revoltijo de cuerpos y le cortó la garganta de oreja a oreja.

El hombre se desplomó sin un gemido. Su compañero, ocupado en cargar las armas en el carro, hacía tanto ruido que no oyó siguiera el ruido de la caída. Al volverse, se encontró sólo en medio de la oscuridad y se puso a llamar a su amigo, pensando que se habría escondido para gastarle una broma.

—Vamos, sal, no hagas el tonto y mejor será que me ayudes, pues todo esto…

No le dio tiempo de acabar la frase: la misma arma que había degollado al otro guerrero se clavó entre la clavícula en la parte baja de su cuello, hundiéndose hasta la empuñadura.

El agriano se desplomó de rodillas llevándose las manos al mango del puñal, pero no tuvo bastantes fuerzas para arrancárselo y cayó de bruces.

Memnón entonces se levantó, liberándose de los cadáveres en medio de los cuales había estado escondido hasta aquel momento, tambaleándose sobre sus flojas piernas. Estaba debilísimo, ardiendo de la fiebre, y continuaba perdiendo sangre por una herida que tenía en el muslo izquierdo.

Le quitó el cinto a uno de los agrianos y se lo apretó por debajo de la ingle. Luego se desgarró un trozo de quitón para vendarse, reduciendo considerablemente la hemorragia. Cuando hubo terminado la sumaria cura, se arrastró como pudo hasta detrás de un árbol y esperó a que se hiciera completamente de noche.

Oía, amortiguados por la lejanía, los gritos de alegría procedentes del campamento macedonio y veía a su izquierda, a unos dos estadios de distancia, la reverberación de las llamas que quemaban el campamento persa, ya completamente sometido a pillaje por el enemigo.

Se hizo un bastón con la espada y se puso en camino renqueando, mientras de la oscuridad comenzaban a surgir multitud de perros vagabundos que venían a comerse la carne de los soldados del Gran Rey, entumecidos por la muerte. Avanzó apretando los dientes para resistir el fuerte dolor y para vencer el cansancio que le aturdía. A medida que avanzaba, sentía que la pierna herida se le volvía cada vez más pesada, casi un peso muerto.

De repente, apareció una silueta oscura delante de él: un caballo perdido que había vuelto hacia el campo de batalla en busca de su amo y que ahora, sorprendido por las tinieblas, no sabía qué hacer. Memnón se le acercó lentamente, le dijo una palabra para tranquilizarlo y alargó lentamente la mano para coger las bridas que colgaban de su cuello.

Se acercó de nuevo, lo acarició y luego, con enorme esfuerzo, se montó sobre él y lo acicateó suavemente con los talones. El caballo se puso al paso y Memnón, sosteniéndose de las crines, le guió hacia Zelea, hacia su casa. En varias ocasiones, en el curso de la noche, estuvo a punto de caer, vencido por la debilidad y medio desangrado, pero pensar en Barsine y en sus hijos le sostuvo, le dio las fuerzas necesarias para continuar hasta el último resto de energía.

A los primeros albores, cuando estaba a punto de desplomarse, vio aparecer de la oscuridad una partida de hombres armados que se arrastraban por la linde de un bosque. Oyó una voz que le llamaba:

—Comandante, somos nosotros.

Eran cuatro mercenarios de su guardia personal, todos ellos muy leales, que andaban en su busca. Reconoció a duras penas sus rostros cuando se acercaron; luego perdió el sentido.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró rodeado de un grupo de jinetes persas, un destacamento que trataba de ver hasta dónde había avanzado el enemigo.

—Soy el comandante Memnón —dijo en su lengua— y he sobrevivido a la batalla del Gránico juntamente con estos valerosos amigos míos. Llevadnos a casa.

El responsable del destacamento saltó a tierra, se le acercó e hizo una señal a sus hombres de que le ayudaran. Le colocaron a la sombra de un árbol y le dieron de beber de un frasco: tenía los labios agrietados por la fiebre, el cuerpo y el rostro sucios de sangre coagulada, polvo y sudor, el pelo apelmazado sobre la frente.

—Ha perdido mucha sangre —explicó al mayor de sus compañeros.

—Haz venir un carro lo más deprisa posible —ordenó el oficial persa a uno de sus soldados—, y al médico egipcio, si está también en casa del noble Arsites. Y manda decir a la familia del comandante Memnón que le hemos encontrado y que está vivo.

El hombre saltó sobre el caballo y desapareció en pocos instantes.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el oficial a los mercenarios—. Los mensajes que hemos recibido se contradicen unos con otros.

Los hombres pidieron agua, calmaron su sed y se pusieron a contar:

—Cruzaron el río cuando estaba aún oscuro y nos lanzaron encima a la caballería. Espitrídates tuvo que contratacar con filas reducidas porque muchos de los suyos no estaban todavía listos. Nosotros combatimos hasta el último aliento, pero nos vimos superados. En un determinado momento teníamos delante a la falange macedonia y a la caballería a nuestras espaldas.

—He perdido a gran parte de mis hombres —hubo de admitir Memnón bajando la mirada—. Veteranos hechos a todas las fatigas y a todos los peligros, soldados valerosos a los que me sentía muy unido. Éstos que ves son tres de los pocos que me quedan. Alejandro no nos dejó siquiera la posibilidad de negociar la rendición. Era evidente que los suyos tenían ordenes de golpear para matar y nada más. Nuestra aniquilación tendría que servir de ejemplo para todos los griegos que se atrevan a oponerse a sus planes.

—¿Y cuáles crees que son sus planes? —preguntó el oficial persa.

—Según lo que va diciendo, la liberación de las ciudades griegas de Asia, pero yo no lo creo. Su ejército es una máquina formidable, preparada desde hace tiempo para una empresa más grande.

—¿Cuál?

Memnón sacudió la cabeza.

—No lo sé.

Sus ojos reflejaban un cansancio mortal, su rostro tenía un color terroso, a pesar de la fiebre alta. Temblaba y le castañeteaban los dientes.

—Ahora descansa —dijo el oficial tapándole con un manto—. Dentro de no mucho llegará el médico y te llevaremos a casa.

Memnón cerró los ojos y se durmió, vencido por el agotamiento: un sueño agitado, alterado por el dolor y visiones de pesadilla. Cuando finalmente llegó el egipcio, deliraba y gritaba palabras sin sentido presa de espantosas alucinaciones.

El médico le hizo acomodar en el carro, le lavó la herida con vinagre y vino puro, la cosió y le fajó el muslo con vendas limpias. Le hizo ingerir una bebida amarga que aliviaba el sufrimiento e inducía a un sueño reparador. En aquel momento, el oficial persa dio la orden de partida y el carro se puso en marcha, haciendo eses y chirriando, tirado por una pareja de mulos.

Llegaron entrada la noche al palacio de Zelea. Barsine, tan pronto como le vio al fondo del sendero, acudió a su encuentro entre lágrimas; los muchachos, en cambio, recordando la educación que habían recibido del padre, permanecieron en silencio al lado de la puerta mientras los soldados transportaban en brazos a Memnón a su lecho.

Toda la casa estaba iluminada y había tres médicos griegos en la antecámara esperando al comandante para atenderle. El que parecía el maestro era tambien el mayor de los tres. Venía de Adramyttion y se llamaba Aristón.

El médico egipcio hablaba sólo persa y Barsine tuvo que hacer de intérprete para la consulta que siguió a la cabecera de la cama de su marido.

—Cuando llegué, estaba ya medio desangrado y había caminado toda la noche. No tiene ningún hueso roto, orina normalmente y el pulso es débil pero regular, y eso es ya algo. ¿Qué intervención pensáis hacerle?

—Compresas de malvavisco en la herida y drenaje, si empieza a supurar —repuso Aristón.

El colega egipcio asintió.

—Estoy de acuerdo, pero haz que beba todo lo posible. Yo le daría también caldo de carne. Hace sangre.

Cuando hubo terminado de traducir sus palabras, Barsine le acompañó a la puerta y le puso en la mano una bolsa de dinero.

—Te estoy enormemente agradecida por lo que has hecho por mi esposo. Sin ti, hubiera muerto.

El egipcio aceptó la compensación con una reverencia.

—He hecho muy poca cosa, mi señora. Es él quien es fuerte como un toro, créeme. Se quedó oculto en medio de los cadáveres durante un día entero perdiendo sangre por la herida y luego estuvo caminando durante casi toda la noche soportando un dolor terrible. Pocos hombres tienen un temple semejante.

—¿Vivirá? —le preguntó Barsine con ansiedad; también en los ojos de los soldados que le miraban mudos podía leerse la misma pregunta.

—No lo sé. Cada vez que un hombre recibe una herida tan grave, los humores vitales fluyen de su cuerpo y se llevan consigo una parte de su alma. Es por lo que su vida está en serio peligro. Ahora bien, nadie sabe cuánta sangre ha perdido Memnón y cuánta le queda en el corazón, pero tú asegúrate de que beba lo más posible. Hasta una sangre aguada es mejor que nada.

Se alejó y Barsine volvió al aposento donde los médicos griegos se atareaban ya alrededor del paciente, preparando hierbas e infusiones y disponiendo el instrumental quirúrgico por si fuera necesario para drenar la herida. Entretanto las doncellas le habían desnudado y le limpiaban el cuerpo y el rostro con paños empapados en agua caliente perfumada con esencia de mastranzo.

Los chicos, que habían permanecido hasta aquel momento en silencio, se acercaron a preguntar por su padre.

—Podéis venir —dijo uno de los médicos—, pero no le molestéis, pues necesita descansar.

Eteocles, el mayor, fue el primero en adelantarse y le miró esperando que abriera los ojos. Luego, al ver que no se movía, se volvió hacia su hermano y sacudió la cabeza.

—Id a dormir —trató de tranquilizarles Barsine—. Mañana vuestro padre estará mejor y podréis saludarle.

Los muchachos le besaron la mano que pendía inerte fuera de la cama y salieron con su preceptor.

Antes de retirarse a su habitación, Eteocles se volvió hacia Fraates y dijo:

—Si mi padre muere, encontraré a ese Alejandro allí donde se esconda y le daré muerte. Lo juro.

—También yo lo juro —repitió su hermano.

Barsine veló a su marido toda la noche, aunque los tres médicos se relevaron como si fueran centinelas en los turnos de guardia. De vez en cuando, le cambiaba las compresas de agua fría en la frente. Hacia el amanecer, Aristón descubrió la pierna del paciente y se dio cuenta de que estaba muy hinchada y enrojecida. Despertó a uno de sus asistentes.

—Es preciso aplicarle sanguijuelas para aliviar la presión de los líquidos interiores. Ve a mi habitación a coger lo que necesites.

Barsine intervino:

—Perdóname, pero cuando lo consultaste con el otro médico nadie habló de aplicar sanguijuelas. Sólo en caso de supuración prescribisteis el drenaje.

—Señora, tienes que confiar en mí. El médico soy yo.

—El egipcio era el médico personal de Espitrídates y curó al Gran Darío en persona. Yo confío también en él, por tanto no aplicaréis las sanguijuelas antes de que le haya mandado llamar.

—Pero ¿no querrás escuchar a ese bárbaro? —dejó escapar Aristón.

—También yo soy una bárbara —le recordó Barsine— y te digo que no pondrás esos bichejos sobre la piel de mi marido si el médico egipcio no está de acuerdo.

—Si es así, me voy —afirmó despechado Aristón.

—Pues vete… —repitió en ese momento como un eco una voz que parecía provenir del Más Allá— y que te zurzan.

—¡Memnón! —exclamó Barsine volviéndose hacia el lecho. Luego se dirigió a Aristón—: Mi marido está mejor, podéis retiraros. Mañana os haré llegar vuestros honorarios.

Aristón no se lo hizo repetir dos veces y llamó a sus asistentes.

—No podrás decir que no te he avisado —dijo al salir—. Sin las sanguijuelas, la presión se volverá insoportable y…

—Yo asumo toda la responsabilidad —replicó Barsine—. No te preocupes.

Cuando los griegos se hubieron alejado, mandó a un criado a llamar al médico egipcio, el cual llegó a toda prisa, con un carruaje del palacio del sátrapa Espitrídates.

—¿Qué sucede, mi señora? —preguntó apenas hubo puesto pie en tierra.

—Los médicos yauna querían aplicarle las sanguijuelas, pero yo me he opuesto. Prefiero oír tu parecer. Ellos se han ofendido y se han largado.

—Has hecho bien, señora mía, pues las sanguijuelas no habrían hecho sino empeorar su estado. ¿Cómo está ahora?

—Tiene en todo momento una fiebre muy alta, pero se ha despertado y habla.

—Llévame hasta él.

Entraron en la habitación de Memnón y le encontraron despierto: a pesar de las súplicas de las doncellas y las maldiciones de sus hombres que habían velado toda la noche fuera de la puerta, él trataba de bajar del lecho.

—Pon en el suelo esa pierna y tendré que amputártela —amenazó el médico.

Memnón se quedó un momento indeciso y luego se tumbó refunfuñando. Barsine le descubrió el muslo herido para la visita y el egipcio comenzó a examinarla: estaba hinchada, inflamada y dolorida, pero no presentaba aún signos claros de supuración. Abrió a continuación su bolsa y derramó el contenido sobre la mesita.

—¿Qué es? —preguntó Barsine.

—Es una variedad de almizcle. He visto a los guerreros oxianos curarse las heridas con esto y conseguir en muchos casos una rápida cicatrización. No sé cómo sucede, pero lo importante para un médico es obtener la curación, no verse confirmado en sus convicciones. Y en cualquier caso mucho me temo que las compresas de malvavisco, por sí solas, no bastarían.

Se acercó a Memnón y aplicó el almizcle envolviéndolo con una venda.

—Si mañana nota un fuerte picor, casi insoportable, ello querrá decir que se está curando. Pero no le dejéis que se rasque, aunque haya que atarle las manos. En cambio, si sintiera dolor y la pierna se le hinchara de nuevo, llamadme, porque en ese caso habría que amputar. Ahora tengo que irme. Hay muchos heridos que curar en Zelea.

Se alejó en su carruaje tirado por una pareja de mulos. Barsine permitió a los soldados de su marido que le vieran unos instantes y luego subió a la torre más alta del palacio, en donde había construido un pequeño santuario consagrado al fuego. Un sacerdote la esperaba orando, con la mirada fija en la sagrada llama.

Barsine se arrodilló sobre el pavimento en silencio, observó las lenguas de fuego danzar en el viento ligero que soplaba de las cimas de los montes y esperó la respuesta. Por último, el sacerdote habló:

—No será ésta la herida que acabe con él.

—¿No puedes decirme nada más? —le preguntó ansiosa la mujer.

El sacerdote siguió mirando de hito en hito las llamas que cobraban fuerza con el soplo más brioso del viento.

—Veo grandes honores para Memnón, pero con ellos también un grave peligro. No te separes de él, mi señora, y procura que tenga también a sus hijos a su lado. Les quedan muchas cosas aún que aprender de él.