—¡A caballo! —gritó el rey fuera de sí por la excitación apenas tuvo conocimiento de la noticia—. Nearco está en la costa y tiene todas las naves. ¡No falta ninguna! ¡Eumenes, haz preparar los carros: agua, vituallas, carne, dulces, miel, fruta y vino, por los dioses! Todo el vino que encuentres. ¡Y ven detrás de mí tan pronto como puedas!
—Pero eso nos llevará tiempo —trató de hacerle razonar el secretario.
—Antes de la noche estará muy bien. ¡Quiero que los hombres lo celebren, por Zeus! ¡Haremos un grandioso banquete en la playa! ¡Tenemos que festejarlo, tenemos que festejarlo!
Le relucían los ojos de la emoción y de la impaciencia. Parecía un niño.
—Y cuida de estos dos marinos. Trátales como a príncipes, como a huéspedes de gran respeto. Y la reina, quiero también a la reina conmigo.
Partió al galope con todos los compañeros seguido por dos escuadrones de caballería de los hetairoi, y llegó a la vista del campamento naval de Nearco a la puesta del sol del tercer día de viaje, cubierto de polvo y de sudor, pero con los ojos refulgentes. Las aguas resplandecían con un reflejo dorado cegador y las naves de Nearco se recortaban negras sobre el espejo reluciente del Océano, adornadas únicamente con sus gallardetes y estandartes.
Nearco salió a recibirle a la entrada del campamento y Alejandro, tan pronto como le vio, bajó del caballo y los dos hombres recorrieron a pie la distancia que les separaba entre dos alas de marinos y de jinetes en pleno delirio. Corrieron el uno hacia el otro al final, no pudiendo esperar más en volver a abrazarse, y podría decirse que su encuentro fue más una colisión que un abrazo: luego se separaron y no conseguían articular palabra. Por fin Alejandro estalló en una carcajada liberadora y gritó:
—¡Hueles a pescado pasado, Nearco!
—¡Y tú a sudor de caballo, Aléxandre! —dijo el almirante.
—Me cuesta aún creer que estéis todos con vida —dijo el rey mirando el rostro demacrado de su navarca.
—No ha sido fácil —replicó Nearco—. Hubo un momento en que creí que no la contaríamos. Hemos afrontado dos tempestades, pero sobre todo hemos sufrido hambre y sed.
Comenzaban a encaminarse hacia el campamento y era tal su curiosidad y las ganas de contarse mutuamente las aventuras vividas que ni el uno ni el otro habían reparado siquiera en que Tolomeo había formado a la caballería para rendirles honores.
Les hizo volver a la realidad el grito del comandante:
—¡Por el rey Alejandro y por el almirante Nearco, alalalài!
—Alalalài! —vociferaron los jinetes levantando las lanzas y lanzando su grito al infinito, mientras el último resplandor del sol se apagaba entre las olas encendidas del Océano.
—Permíteme recordar también a Onesícrito —añadió el almirante haciendo una señal a su piloto para que se adelantara—. Se ha comportado como un gran marino.
—Salve, Onesícrito —le saludó Alejandro—. Me alegro mucho de verte.
—Salve, rey —replicó el piloto—. También yo estoy muy contento de verte.
—Lo siento —prosiguió luego Nearco—. No tengo mucho que ofrecerte. Hemos pescado durante todo el día, pero el botín ha sido escaso. Sin embargo, un par de atunes bastante grandes sí que los tenemos y se están asando.
—No te preocupes por esto —repuso el rey—. Tengo una sorpresa para todos vosotros, aunque me temo que no llegue hasta mañana.
—¡Si es lo que me supongo, no veo la hora de que llegue! —exclamó Nearco—. Piensa que una vez, desesperados por la penuria de comida, intentamos una incursión en algunas aldeas de la costa. ¿Y sabes cuál fue el botín?
—No, pero creo poder adivinarlo.
—Harina de pescado. Costales y costales de harina de pescado. Ésos desgraciados no tenían nada más.
—También nosotros sabemos algo al respecto.
Entraron en la tienda de Nearco y, poco después, llegaron también Tolomeo, Hefestión, Seleuco y los demás.
—Mirad —dijo Nearco mostrando un rollo de papiro abierto sobre una mesa improvisada—. Éste es el mapa trazado por Onesícrito de todo el tramo desde Pátala hasta aquí.
—Magnífico —aprobó Alejandro recorriendo con el dedo la interminable costa desierta que el vicealmirante había marcado con la palabra «ictiófagos».
—Que se alimentan de peces —repitió Hefestión—. Bien puedes decirlo. Por esos pagos apestan a pescado hasta las cabras. Cada vez que pienso en ello, se me revuelven las tripas.
—No puedes imaginarte lo preocupados que hemos estado desde que perdimos todo contacto con vosotros los de la flota —dijo Alejandro.
—Y lo mismo podemos decir nosotros —replicó Nearco—. El hecho es que no era fácil aminorar la marcha para esperaros y cuando lo hicimos no os vimos ya. Tal vez estabais más adelante, o más atrás. ¿Quién puede saberlo?
—El pescado está listo —anunció uno de los marinos.
—Y el olor no está nada mal —comentó Seleuco.
—Creo que habrá que sentarse en la playa —dijo el almirante—. Los lechos de convite y las mesas escasean en mis naves.
—Nos adaptaremos —intervino Pérdicas—. El hambre es el hambre.
En aquel momento, mientras todos se disponían entre risas y bromas a sentarse para la cena, se oyó sonar las trompas tocando a alarma.
—¡Por Zeus! —exclamó Alejandro—. ¿Quién puede atreverse a atacarnos? —Desenvainó la espada y gritó—: ¡Hetairoi, a mí! ¡A caballo, a caballo!
En breve el campamento resonó de toques de trompa y de relinchos de caballo, la empalizada defensiva fue abierta y los escuadrones se aprestaron a lanzarse fuera para hacer frente a la incursión enemiga. Se veía, en efecto, avanzar una polvareda amenazante como una nube de temporal y se distinguían ahora ya las armas y los escudos de metal.
—¡Pero si son macedonios! —gritó un centinela.
—¿Macedonios? —exclamó Alejandro estupefacto, deteniendo la carga inmimente con un gesto de la mano.
Siguieron algunos instantes en los que se oyó tan sólo el ruido del galope que se acercaba. Luego la voz del centinela resonó de nuevo en el silencio cargado de tensión:
—¡Es el vino! —dijo exultante—. ¡Eumenes ha mandado el vino con un escuadrón de exploradores!
La tensión se resolvió en una risotada oceánica e inmediatamente después los exploradores desfilaron por el campamento entre los aplausos de sus compañeros, llevando cada uno dos odres pendientes a modo de alforjas de la grupa de los caballos.
—Entonces, ¿comemos? —preguntó Leonato, y desmontó y se quitó la coraza.
—Comamos, comamos —respondió Nearco.
—¡Y bebamos también, por Zeus! —rio Alejandro—. ¡Gracias a nuestro secretario general!
Se sentaron sobre la arena tibia mientras los marinos comenzaban a servir el pescado.
—¡Rodajas de atún a la manera chipriota! —anunció pomposamente un marino de Pafos—. Nuestra especialidad.
Todos se arrojaron sobre la comida y la conversación se animó de inmediato porque cada uno tenía su historia que contar: historias de penalidades y de peligros, de tempestades y de bonanzas, de acechos nocturnos y de monstruos marinos, historias de amigos que durante mucho tiempo habían temido no volver a verse nunca más.
—¿Dónde estará Crátero? —preguntó en un determinado momento Alejandro.
Y durante un instante los compañeros se miraron, en silencio.