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La costa de Fócide se perfilaba ahora ya clara, saliendo de la oscuridad de la noche, y las nubes del cielo y las olas del mar se encendían de los colores del ocaso.

La barca navegaba empujada por un viento que soplaba, ligeramente contrario, desde el golfo de Egina. Aristóteles se acercó a la proa para observar la maniobras de atraque y poco después bajó al pequeño muelle de Itea, adonde se ajetreaban amarradores, descargadores y vendedores de objetos sacros.

—¿Quieres una oveja para hacer una ofrenda al dios? —preguntaba uno—. Aquí cuestan la mitad que en Delfos. Mira este corderillo. Son cuatro óbolos. ¿Una pareja de palomos, tal vez?

—Lo que necesito es un asno —repuso el filósofo.

—¿Un asno? —replicó estupefacto el vendedor—. Supongo que bromeas. Quién ofrecería nunca un asno al…

—No es mi intención inmolarlo, sino cabalgarlo.

—Ya, por supuesto. En ese caso, ven conmigo, pues tengo un amigo arriero que tiene unas bestias dóciles y tranquilas.

El mercader, en efecto, veía claramente que estaba ante un hombre de letras, un estudioso seguramente poco versado en equitación.

Pactaron la compensación por tres días de alquiler y un anticipo a cuenta y Aristóteles partió hacia el santuario de Apolo, solo. Era una hora ya tardía y la gente prefería normalmente subir por entre el bosque de olivos resplandecientes de plata por la mañana, a la luz del día, más que en la oscuridad, que transformaba los seculares troncos en formas amenazadoras e inquietantes. El paso tranquilo de su cabalgadura favorecía la meditación y la última tibieza del sol que descendía sobre el mar le calentaba los miembros un tanto helados por la travesía nocturna y por el viento que debía de haber acariciado las primeras nieves sobre el monte Citerón.

Pensaba en los largos años en que no había dejado nunca de indagar en la muerte del rey Filipo, de perseguir una verdad huidiza y engañosa.

Las noticias que le llegaban de Asia no le entusiasmaban desde hacía un tiempo: Alejandro parecía haber olvidado sus enseñanzas, al menos en lo que hacía a la política. Había puesto a los bárbaros en el mismo plano que a los griegos, vestía como un déspota persa, exigía la prosternación y daba crédito a las voces difundidas expresamente por su madre Olimpia acerca de su origen divino.

¡Pobre rey Filipo! Pero era una cuestión de destino, pues de todos los grandes hombres que se decía que eran los bastardos de algún dios o de alguna diosa, Heracles, Cástor y Pólux, Aquiles, Teseo…, Alejandro no podía ser una excepción. Comprensible. Es más, previsible. Y sin embargo, a pesar de esto le echaba de menos, habría dado cualquier cosa por poder verle de nuevo, por hablar con él. Quién sabe cómo era, si conservaba aquel modo suyo curioso de ladear la cabeza sobre el hombro derecho cuando escuchaba o decía palabras que llegaban al alma.

¿Y Calístenes? Bueno con la pluma, sin duda, aunque un poco acrítico, pero sin un excesivo buen sentido: ¿quién sabe cómo se las arreglaba en aquellas situaciones extremas, en aquellos lugares impracticables, entre aquellas gentes toscas y entre las intrigas de aquella corte andariega, inestable y por eso mismo aún más peligrosa? No tenía noticias de él desde hacía muchos meses, pero sin duda el correo tenía difícultades en atravesar regiones tan extensas, desiertos y mesetas, ríos llenos de remolinos, cadenas montañosas…

El filósofo acicateó a su asnillo con los talones porque quería llegar a lo alto antes de que oscureciera. Por supuesto, el asesino… Debía de tratarse de una mente diabólica si se había burlado hasta aquel momento de él y de cualquier otro. La primera pista llevaba a la reina Olimpia, pero se había revelado improbable: ¿por qué la mujer de Filipo había hecho el gesto plebeyo de coronar el cadáver del homicida? Quedaban muchos amigos del rey que habrían podido hacérselo pagar caro, tanto más cuanto que ella era extranjera y por tanto doblemente expuesta y débil en aquella situación. Luego había seguido la hipótesis del delito pasional: una historia de sexo masculino en la que Pausanias, el homicida, se vengaba en la persona de Filipo de un ultraje sufrido por el último y reciente suegro del rey, Átalo, padre de la jovencísima Eurídice. Pero Átalo estaba muerto y los muertos no hablan.

El ruido regular de los cascos del asno sobre el cascajo del camino acompañaba las reflexiones del filósofo, poco menos que marcaba el ritmo tranquilo de su pensamiento. Le vino a la mente la charla con la prometida de Pausanias, al lado de una tumba, un gélido atardecer de invierno. Y he aquí la tercera hipótesis: tan pronto como la última joven esposa de Filipo, Eurídice, había dado a luz un varón, el padre de ella, Átalo, abuelo del niño y suegro del rey, había concebido un plan audaz, el de dar muerte a Filipo y proclamarse regente en nombre del nieto, que reinaría cuando alcanzase la mayoría de edad. El plan tendría grandes posibilidades de éxito porque la madre del pequeño era macedonia de pura sangre, a diferencia de Olimpia, que era extranjera. Y habría tenido luego un remate perfecto con la muerte de Pausanias, único testigo de la conjura. Pero se trataba de una hipótesis indemostrable, porque Átalo no había hecho ningún intento desde la muerte de Filipo de tomar el poder, no había marchado sobre Pella con el ejército del que tenía el mando en Asia. ¿Tal vez por miedo a Parmenión? ¿O a Alejandro?

En cualquier caso, ¿cómo explicar las palabras de la prometida de Pausanias? Ella, que estaba sin duda bien informada, parecía creer que su amado había sido violado en una orgía por los guardas de caza de Átalo, lo que no tenía sentido, si él era su sicario. Había buscado de nuevo a la muchacha, pero le habían dicho que había desaparecido hacía mucho tiempo y que no se había vuelto a tener noticias de ella.

Quedaba una última pista, la que le llevaba al santuario de Delfos, el santuario que había emitido un vaticinio ambiguo pero verdadero sobre la muerte inminente de Filipo. Y a escasa distancia vivía, bajo nombre falso, el hombre que había dado muerte a Pausanias, el único testigo que habría podido conducir al instigador.

El filósofo se volvió hacia atrás: las últimas luces del ocaso teñían de color violáceo el espejo de agua del golfo, encerrado entre dos promontorios, y arriba, a su izquierda, el gran templo dórico de Apolo se iluminaba ya por la reverberación de los trípodes y de las lámparas. Un canto suavísimo se elevaba en el hondo silencio del anochecer.

¡Dios del arco de plata, esplendente Febo,

que traes la luz ahora a las tierras del Elíseo,

y a las Islas de los Bienaventurados en el voraginoso Océano,

vuelve, vuelve, oh divino! Tráenos mañana la aurora,

tu sonrisa luminosa, tras la oscura noche,

madre de pesadillas, hija del Caos

Había llegado. Ató el asno a una anilla cerca de la fuente y se encaminó a pie a lo largo de la vía sacra, pasando por entre los templetes votivos de los atenienses, de los sifnios, de los tebanos, de los espartanos. Todos estaban llenos de trofeos de victorias sobre la sangre fraterna, de griegos que habían dado muerte a griegos, y al contemplarlos le parecía oír lo que habría dicho Alejandro de haber podido hablar con él en aquellos momentos.

Los últimos peregrinos se alejaban y él guardián se disponía a cerrar las puertas del santuario desierto. Le rogó que esperase.

—He llegado aquí desde muy lejos y mañana antes del amanecer he de volver a irme. Te suplico que me concedas nada más que un momento, deja que dirija una plegaria al dios, una petición apremiante porque soy víctima de un terrible sortilegio, de una maldición que me persigue.

Y le ofreció una moneda.

El guardián se la metió en la bolsa diciendo:

—Está bien, pero date prisa.

Y se puso a barrer las gradas del podio.

Aristóteles entró y se deslizó acto seguido en la penumbra de la nave lateral de la izquierda recorriéndola a pequeños pasos y observando los mil objetos votivos que colgaban de la pared. Le guiaba una intuición, la sombra de un recuerdo de muchos años antes cuando, niño aún, había hecho una visita al templo que estaba a cargo de su propio padre, Nicómaco. Y un objeto votivo había llamado su atención. Aquél recuerdo, junto con la sospecha, le habían llevado entre aquellos sagrados muros.

Llegó al fondo de la nave y pasó al otro lado, bajo la mirada de madreperla del dios sentado en el trono. Prosiguió su inspección descendiendo a la largo de la otra nave y mirando atentamente. Pero no conseguía distinguir nada que viniese a confirmar aquella imagen descolorida, aquel recuerdo remoto. Estaba demasiado oscuro. Tomó entonces un velón que colgaba de una columna, lo acercó a la pared y en su rostro se pintó una expresión de victoria: ¡no se había equivocado! Delante de él se entreveía apenas, descolorida por el tiempo, la impronta de un objeto que había permanecido colgado allí durante muchos años.

Miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie, luego levantó con una mano la lámpara y con la otra extrajo de la alforja la espada celta que había matado al rey Filipo aquel día en Egas. La acercó lentamente, casi con temor, a la impronta de la pared: ¡coincidía perfectamente!

Estaban aún los dos clavos con los que se correspondían las curvaturas de la empuñadura de la espada de antenas de mariposa y Aristóteles la volvió a colgar en su sitio.

—¿Qué, has terminado ya con tus plegarias? —resonó la voz del guardián desde el exterior—. He de cerrar.

—Ya voy —repuso el filósofo y salió apresuradamente dándole las gracias.

Pasó la noche bajo el pórtico, envuelto en su manto como el resto de los peregrinos, pero durmió bastante poco. ¡La anfictionía! ¿Era posible? ¿Era posible que el santuario más venerado del mundo griego hubiera provocado la muerte del rey Filipo? Tal vez aquella sombra en el muro fuese tan sólo una extraña coincidencia, tal vez quería ver a toda costa una solución al enigma que había desafiado durante años su inteligencia. Y sin embargo aquella hipótesis era la única para la cual existía una prueba objetiva: ¡la espada que había servido para dar muerte al rey provenía del templo! Y a fin de cuentas la hipótesis era también plausible: ¿podía la más alta autoridad de toda la Grecia ecuménica estar sujeta para siempre a la voluntad de un único hombre? ¿Y no era una muestra de inteligencia divina dar muerte a un gran rey en el momento en que casi todos podían ser inculpados de su asesinato?

Los atenienses que veían en él a un opresor y al usurpador de su primacía, los supervivientes tebanos que le odiaban ferozmente por la matanza de Queronea, los persas que temían su invasión de Asia, la reina Olimpia que le odiaba por haberla humillado y haber preferido a Eurídice, el príncipe Amintas, al que Filipo había privado de su legítima sucesión. Hasta el mismo Alejandro, de llevar las cosas al extremo, resultaba sospechoso. Todos. Y por tanto nadie. Sublime. Y el móvil era de aquellos que justifican cualquier crimen: el poder sobre las mentes de los hombres, mucho más fuerte y más importante que cualquier otro poder en el mundo, semejante, más que cualquier otro, al poder de los dioses.

Pero quedaba una última comprobación: el hombre que había matado a Pausanias y que vivía, según sus informadores, cultivando una heredad propiedad del santuario.

Se levantó cuando estaba aún oscuro, albardó su asno y reanudó viaje. Bajó cerca de unos diez estadios por el camino que conducía al mar; luego se desvió por un camino de herradura que se alejaba por la derecha y que se adentrada en un pequeño llano con bancales para el cultivo de la vid.

Sí, la casa debía de estar allí abajo, una vez pasada la viña, una casita baja cubierta de tejas de barro cocido, precedida por un pequeño pórtico de columnas de madera de olivo, cerca de una vieja encina centenaria.

Entró en la era, donde un grupito de cerdos hozaban y comían bellotas esparcidas al pie de la encina y preguntó:

—¿Hay alguien? Eh, ¿hay alguien?

No hubo respuesta. Bajó del asno y llamó a la puerta, que se abrió dejando entrar un rayo de luz en su interior.

Era él. Y colgaba de una cuerda atada a las vigas del techo.

Aristóteles retrocedió espantado, llegó hasta su asno y lo puso al trote, alejándose lo más deprisa posible.

Llegó a Atenas tan pronto como pudo y durante un día no quiso recibir a nadie. Destruyó sus apuntes y las copias de las cartas que había enviado a su sobrino sobre aquel particular. En el expediente de las indagaciones dejó tan sólo unas anotaciones vagas y genéricas, y comenzó a escribir una conclusión: «La causa del crimen hay que buscarla probablemente en una sórdida historia de relaciones sexuales entre hombres…».

Hacia finales de mes, un correo llamó a su puerta y le hizo entrega de un voluminoso paquete sellado. Aristóteles lo abrió y vio que contenía algunos objetos personales de Calístenes así como todas las cartas que le había escrito. Aparte había un rollo con el sello de Tolomeo, hijo de Lago, guardia personal del rey Alejandro, comandante de cuerpo de ejército de la milicia macedonia. Lo abrió con las manos temblorosas y leyó:

Tolomeo a Aristóteles, ¡salve!

El cuarto día del mes de Elafebolión del tercer año de la centésimo décimo cuarta Olimpíada, tu sobrino Calístenes, historiador oficial de la expedición de Alejandro, fue encontrado muerto en su tienda; Filipo, el médico del rey, ha verificado que el deceso tuvo lugar como consecuencia de la ingestión de un poderoso tósigo. Un grupo de jóvenes pajes había tramado la muerte del rey y, aunque ninguno de los acusados durante la declaración hiciera mención de nombre de Calístenes, había ya quien le atribuía una especie de responsabilidad moral en aquel delictivo plan. Parecía extraño, en efecto, que unos muchachos tan jóvenes llegasen al punto de tratar de asesinar a su rey si alguien no les hubiera inspirado para hacerlo. Hay razones para creer que tu sobrino ha querido prevenir con el suicidio una condena mucho más penosa.

El rey no se ha visto con fuerzas para escribirte, al estar su ánimo turbado por muchos y encontrados sentimientos, y he decidido hacerlo yo en su lugar.

Sé que esta noticia te llegará con un gran retraso porque ahora atravesamos un territorio extremadamente impracticable para emprender la invasión de la India. He querido, además, enviarte la copia de la Historia de la expedición de Alejandro que el propio Calístenes había hecho realizar a su escribano a fin de que puedas leerla. Por desgracia el lamentable suceso de su muerte deja su obra inconclusa. He pensado, de todos modos, transmitirte las noticias de los hechos acaecidos hasta este momento, así como los episodios sobresalientes de la expedición india, por si quisieras llevar a su término la obra de tu sobrino del modo que consideres más oportuno.

Quisiera además contarte una historia que tal vez encuentres interesante. Vivía en el campamento desde hacía mucho tiempo un hombre de Hélide de nombre Pirrón. Había comenzado su carrera como pintor pobre y casi desconocido y había seguido la expedición con la esperanzas de hacer un poco de fortuna. Pero durante estos años ha tratado con los magos en Persia y posteriormente con los sabios indios, tras haber frecuentado largo tiempo a Calístenes. Está extrayendo de todas estas experiencias una nueva filosofía, con que quizá, por lo que yo puedo comprender, ganará no pequeña fama.

Espero que a la recepción de mi carta te encuentres bien de salud. Cuídate.