47

Alejandro contemplaba la tienda solitaria apenas visible en la oscuridad en medio de la pradera mientras llegaba a sus oídos el llanto quedo de Leptina y le dominaba una profunda emoción de pensar en el doble prodigio que aquella tierra misteriosa había obrado: la aparición de un grupo de amazonas en un lugar tan lejano del río Termodonte que corría, según la leyenda, en el confín de su territorio, y el reconocimiento de Leptina, el repentino emerger en su mente de su lengua nativa. Pensaba en cuántas cosas había que descubrir, cuántos misterios que desvelar, cuántas tierras que explorar, y en la brevedad de la vida humana.

Hubiera querido ayudar a Leptina, que combatía contra la íntima agitación y los sentimientos de dos vidas tan distintas y lejanas que de repente se enfrentaban en su ánimo, pero le dominaba la curiosidad de conocer a aquella mujer misteriosa que le esperaba en medio de la estepa cubierta por la sombra de la noche. Montó a caballo y se dirigió hacia la tienda solitaria, armado tan sólo de su espada. Hefestión le vio e hizo una seña a algunos hombres de La Punta para que se acercaran.

—Colocaos alrededor de esa tienda sin que se os vea —les ordenó— y, a la mínima señal sospechosa, corred inmediatamente en ayuda del rey. Llevaos también a Peritas, que en caso de peligro es mucho más rápido que nadie.

Los hombres obedecieron y se alejaron en la oscuridad, abriéndose en abanico en torno a la tienda. Uno de ellos, el que sostenía la traílla de Peritas, se acercó más que los demás y se agazapó en la hierba al lado del moloso, pero la noche transcurrió tranquila y Peritas dormitó durante todo el tiempo aguzando las orejas y el hocico tan sólo cuando oía el olor de algún animal salvaje que pasaba por la estepa silenciosa.

Nadie supo nunca qué sucedió aquella noche ni si un hijo de Alejandro fue sembrado en el vientre de aquella reina de desmesuradas soledades para crecer como un caballo salvaje, para correr, pobre y libre, en un territorio sin límites, ante la mirada del sol y en las alas del viento.

El rey volvió antes del alba con una luz intensa y febril en los ojos, como si hubiera descendido del Olimpo.

Reanudó la marcha hacia poniente hasta que encontraron un río; Alejandro quiso descenderlo para ver hasta donde llegaba y si conducía hacia el Océano septentrional, pero después de tres días de camino la estepa se transformó en desierto y el río se secó entre las arenas encendidas. Avanzaron entonces nuevamente hacia poniente durante cuatro etapas de cinco parasangas hasta encontrar otro curso de agua y empezaron a descender también aquél, pero vieron que era igualmente tragado por las hendiduras de la reseca tierra.

Tolomeo se acercó al rey que escrutaba ansioso el horizonte ofuscado por el reflejo del sol abrasador y le apoyó una mano sobre el hombro.

—Volvamos atrás, Alejandro, allí no hay nada más que pesadillas meridianas. Si la tierra se traga los ríos antes de que lleguen al mar, seguramente existe una terrible razón que a nosotros se nos escapa. Porque ¿es posible que una madre devore a un hijo después de haberle dado a luz?

También Calístenes observaba desconcertado aquel fenómeno. Su física y su filosofía sugerían respuestas que venían enseguida a borrar miedos que surgían de lo más profundo de su ánimo.

—Es a estos interrogantes a los que quisiera encontrar respuesta, Tolomeo —replicó el rey sin volverse—. Quisiera perseguir, si las fuerzas nos bastasen, las formas engañosas de las pesadillas meridianas, los fantasmas que pueblan el horizonte. Grande fue la fortuna de Odiseo, que pudo oír el canto de las sirenas, atado al mástil de su nave; pero él no reveló nunca a nadie qué decía ese canto. El secreto murió con él en un lugar lejano y escondido, allí donde le llevó el vaticinio de Tiresias, la meta largamente perseguida del último viaje…

Retomaron el camino que conducía al sur y volvieron a encontrar, día tras día, a medida que se acercaban a las alturas de Margiana, agua y vegetación, plantas y animales. A orillas de un río, el rey fundó otra ciudad y la llamó Alejandría de Margiana, instalando en ella a las gentes seminómadas que vivían en los contornos y parte de los hombres y de las mujeres de su séquito. Dejó de guarnición a quinientos entre macedonios, griegos y tesalios, aquellos que habían creado una familia con las mujeres asiátias que caminaban con increíble constancia y resistencia tras los pasos del ejército. Hizo establecerse allí a los hombres que parecían haber olvidado a la familia que dejaran en la patria tanto tiempo antes, un tiempo que parecía ya infinitamente más largo que los años transcurridos en realidad.

Llegó a Bactra hacia finales del otoño para pasar el invierno y allí mandó que se celebrase el proceso al usurpador Beso, según el rito persa. Oxatres reunió al consejo de los jueces ancianos e hizo traer ante ellos al prisionero. Las mutilaciones que le había infligido aquella noche en la oscuridad del campo habían cicatrizado, pero conferían a su rostro devastado un aspecto más inquietante aún si cabe, de calavera viviente.

El proceso se desarrolló en un tiempo bastante corto, y cuando se le preguntó si quería disculparse, Beso no dijo palabra. Se irguió mudo delante de sus enemigos mostrando la dignidad de quien había querido redimir el honor del imperio de los persas, humillado por la cobardía de Darío, que por dos veces había huido del campo de batalla. La dignidad de quien había intentado encabezar el desquite contra el invasor.

Se dictó sentencia condenatoria: la más terrible, la que se infligía a quien asesinaba a la sagrada persona del rey y a quien usurpaba el trono de los Aqueménidas. El descuartizamiento.

Beso fue desnudado y conducido a un lugar al aire libre, ya preparado desde hacia tiempo para la ejecución de la sentencia. Dos sauces, esbeltos y delgados y bastante próximos el uno del otro, habían sido doblados hasta el suelo de modo que se entrecruzasen y la copa de cada árbol había sido asegurada con una cuerda atada a una estaca hincada en el suelo. Ambos troncos doblados formaban una especie de arco ojival. El prisionero fue conducido hasta allí y atado a los dos montantes en su parte más alta de las muñecas y los tobillos, de manera tal que quedaba elevado del suelo unos cinco codos. Asistían a aquel bárbaro rito no sólo los persas y los habitantes del lugar, sino también no pocos macedonios y griegos. Y había venido expresamente de Zadracarta la princesa Estatira, impaciente por ver vengado a su padre, al que había dado sepultura y llorado largo tiempo en la necrópolis real de Persépolis, ahora ya abandonada. Estaba sentada, pálida e inmóvil, al lado de Alejandro.

A una señal del juez supremo, los verdugos se acercaron a las cuerdas y blandieron un hacha. A una segunda señal, descargaron en perfecta sincronía un seco golpe que cortó limpiamente las cuerdas. Los dos troncos se enderezaron al punto: por un instante la poderosa musculatura de Beso se tensó en el imposible esfuerzo del impacto, luego su cuerpo fue desmembrado. La parte de la izquierda, desde el hombro hasta la ingle, quedó sujeta a uno de los troncos, mientras que la otra, con la cabeza y las entrañas, quedó colgando del otro árbol. Aún había una sombra de vida en sus ojos cuando las aves de presa, siempre a la espera en aquel lugar de suplicios, se abatieron para banquetear sobre sus desgarradas carnes.

Alejandro se quedó en Bactra con Estatira y la corte durante todo el invierno. Pasó mucho tiempo con Eumenes escribiendo a los sátrapas de sus provincias: a Antígono, llamado El Bizco, que gobernaba Anatolia, a Maceo en Babilonia y también a Artabazo en Panfilia. Les preguntó cómo estaba Phraates, si se había recuperado del dolor por la pérdida de sus seres queridos y si llevaba una vida tranquila en su palacio junto al mar. Había dado órdenes a sus herreros de construir un pequeño carruaje y se lo pensaba mandar de regalo junto con dos potros escitas.

Recibió también cartas de su madre Olimpia y de Cleopatra, que le contaba cosas de su vida en el palacio de Butroto y de su nostalgia:

Las noticias de tus gestas me llegan amortiguadas y como deformadas por la distancia y me parece imposible que yo, tu hermana, no pueda verte, no pueda saber cuándo volverás, cuándo pondrás fin a esa interminable empresa tuya.

Sufro por tu lejanía y sufro por mi soledad. Te ruego que me dejes acercarme hasta donde estás y pueda ver personalmente las maravillas que has llevado a cabo, los esplendores de las ciudades que has conquistado.

Te estoy agradecida por los regalos que continuamente me haces llegar y de los que me siento orgullosa, pero el regalo mayor sería poder volver a abrazarte, no importa en qué lugar, si en las heladas extensiones de Escitia o en los desiertos de Libia. Te ruego que me llames a tu lado, Aléxandre, y yo volaré sin demora desafiando también las olas del mar tempestuoso y los vientos adversos. Cuídate.

Alejandro dictó la respuesta, afectuosa pero inflexible, y concluyó diciendo:

Mi imperio no está aún enteramente pacificado, mi queridísima hermana, y debo pedirte que tengas paciencia por un tiempo. En cuanto todo haya concluido, te llamaré a milado a fin de que participes de la alegría de todos y puedas asistir al nacimiento de un mundo nuevo.

Luego se volvió hacia Eumenes.

—La prosa de Cleopatra mejora cada vez. Seguramente recibe costosas lecciones de un excelente maestro de retórica.

—Es cierto —hubo de admitir Eumenes—. Y sin embargo, también detrás de sus imágenes floridas, detrás de los adornos retóricos, hay un afecto sincero. Cleopatra siempre te ha querido, hizo siempre de escudo contra la cólera de tu padre. ¿No la echas tal vez de menos?

—Terriblemente —respondió Alejandro—, y echo de menos también aquellos días. Pero no me está permitido abandonarme a los recuerdos. La tarea que me propuse me vuelve implacable, como un imperativo al que todo debe ser sacrificado y al que no puedo sustraerme.

—Al que no quieres sustraerte —replicó Eumenes.

—¿Crees acaso que podría, aunque quisiera? Los dioses ponen en el corazón de los hombres sueños, deseos, aspiraciones a menudo más grandes que ellos mismos. La grandeza de un hombre corresponde a la desproporción dolorosa entre la meta que se propone y las fuerzas que la naturaleza le ha concedido en el momento de nacer.

—Como le ha sucedido a Beso.

—Y a Filipo.

—Y a Filipo —hubo de admitir Eumenes bajando la mirada.

Guardaron silencio ambos, como si la sombra del gran rey muerto aletease en aquel lugar evocada de repente por el silencio y el olvido.

Otras veces Alejandro se dedicaba a mantener los contactos con las ciudades que había fundado por doquier en las más lejanas provincias del Imperio y que llevaban su nombre. Escribía personalmente a los jefes militares y a los magistrados de aquellas modestas comunidades, acampadas en las márgenes de territorios inaccesibles y desconocidos. Y le escribía a Aristóteles describiendo sus ordenamientos políticos, las constituciones que habían de enriquecer su colección.

A veces recibía también misivas de aquellas perdidas avanzadillas, unas misivas redactadas en un griego bastante tosco o en dialecto macedonio: casi siempre se trataba peticiones de ayuda y de socorro contra ataques externos, contra el asedio de poblaciones extranjeras, ferozmente celosas de su identidad. La rebelión de Espitámenes se propagaba por doquier. La entrega de Beso se había producido nada más que para allanar el camino al nuevo caudillo encastillado en las laderas nevadas del Paropámiso.

A todos les respondía Alejandro: «Resistid. Estamos reuniendo más tropas, esperamos nuevos refuerzos para ayudaros, para pacificar las tierras en las que veréis crecer a vuestros hijos».

Transcurrió así todo el invierno. Al retorno de la primavera, llegaron tropas de refresco de Macedonia y de Anatolia y el ejército se volvió a poner en marcha. Una vez llegado a Bactriana, Alejandro se dio cuenta de que los rebeldes estaban dispersos en un gran numero de fortalezas y de castillos y decidió dividir las fuerzas para lanzar una serie de ataques con la mira puesta en cada centro de resistencia, pero cuando comunicó a sus generales y a sus compañeros su decisión, casi ninguno se mostró de acuerdo.

—¡Nunca hay que dividir las fuerzas! —exclamó El Negro—. Por lo que hemos sabido, el rey Alejandro de Epiro, tu tío y cuñado, fue superado por los bárbaros en Italia precisamente porque había tenido que dividir sus fuerzas. Y hacerlo expresamente… me parece una locura.

—En mi opinión, sería mejor permanecer todos unidos —replicó Pérdicas—. Atacarlos uno por uno y aplastarlos como si fueran piojos.

Leonato asintió con la cabeza, queriendo decir que aprobaba aquellas palabras, que no había ni que discutirlo.

—Si puedo decir lo que yo pienso… —comenzó diciendo Eumenes, pero Alejandro le dejó con la palabra en la boca:

—Entonces, entendidos. Crátero se quedará en el sur en la zona de Bactra, y nosotros iremos al norte y al éste, a Sogdiana, a desalojar a los rebeldes de los montes, y en un determinado punto nos abriremos en abanico. Cinco destacamentos, uno por cada uno de vosotros, uno por cada una de las fortalezas que hay que tomar. Diadés ha proyectado nueve catapultas de larga distancia, que lanzan saetas más pequeñas pero igualmente eficaces.

Leonato dejó de asentir al darse cuenta de que la situación había cambiado y Alejandro, que le estaba mirando, le preguntó:

—Pero ¿no estás de acuerdo?

—Yo, la verdad, estaba de acuerdo con… —trató de replicar, pero ahora ya todos se habían levantado porque no había nada más que decir y Alejandro les acompañó a la salida.

En pocos días, se puso en práctica el plan: el rey y los compañeros, con más de la mitad del ejército, se dirigieron hacia la entrada de los valles en los que esperaban los rebeldes alzados en armas. Combatieron durante todo el verano expugnando algunas fortalezas, pero luego las operaciones quedaron interrumpidas debido a lo impracticable del terreno y de la táctica equívoca del enemigo, que había empezado a atacar de repente y a retirarse.

Cuando comenzó a empeorar el tiempo y los víveres a escasear, Alejandro recondujo al ejército hacia Maracanda.

Las cosas para Crátero fueron de muy distinto tenor. Habiéndose quedado atrás, no le había dado tiempo de alcanzar la capital de la provincia cuando vino a su encuentro un correo enviado por el comandante de la guarnición.

—Espitámenes ha invadido los alrededores de Bactra y saqueado los campos y las aldeas. Nuestra guarnición ha hecho una primera salida y ha sido derrotada, luego ha intentado una segunda en estos días para perseguirle, pero tenemos necesidad urgente de refuerzos.

Crátero fue presa de un sombrío presentimiento. Conocía la astucia de Espitámenes y estaba casi convencido de que la incursión en los alrededores de Bactra era nada más que una provocación para atraer a campo abierto a la guarnición de la capital y aniquilarla.

—¿Por qué lado se han ido? —preguntó al correo.

—Por ahí —respondió señalando la pista que llevaba hacia el desierto.

—También nosotros iremos hacia allí —decidió el comandante macedonio—. Después de haber descansado el mínimo indispensable. Es inútil que pasemos por la capital.

Reanudaron la marcha antes del alba, vadearon un torrente y comenzaron a acercarse a un desfiladero flanqueado por matorrales de acacias y tamariscos: el lugar ideal para una celada. De golpe, se le acercó Koinos, el comandante del segundo escuadrón de los hetairoi.

—Mira allí —dijo señalando con el dedo hacia el cielo.

—¿Qué sucede? —preguntó Crátero haciendo visera con la mano.

—Buitres —repuso sombrío el oficial.