Durante su estancia en Babilonia, Alejandro se dedicó a la organización de las nuevas provincias y de la nueva administración, así como a la redacción de un nuevo plan de acción para el año siguiente. Una noche convocó a sus compañeros y al entero consejo de guerra en el «palacio de verano», donde el insoportable calor de aquellas tierras bajas se veía algo atenuado por alguna ráfaga de viento, sobre todo hacia el atardecer.
—Deseo comunicaros mis planes —comenzó diciendo—. En el primer año de nuestra campaña decidí conquistar todos los puertos para expulsar a la flota persa de nuestro mar e impedir una contrainvasión de Macedonia. Ahora ocuparemos todas las capitales del Imperio porque está claro que el reinado de Darío ha llegado a su fin y porque todas sus posesiones están en nuestras manos. Babilonia es ya nuestra. Ahora tomaremos Susa, Ecbatana, Pasargada y Persépolis. Lo único que podrá hacer Darío será buscar refugio en las regiones extremas orientales, pero nosotros le perseguiremos hasta allí, hasta que le capturemos.
»Y existe otra razón para tomar las capitales: el dinero. Los tesoros de Darío están todos acumulados en sus capitales. Con esas inmensas riquezas podremos ayudar al general Antípatro, que ha de combatir en Grecia contra los espartanos, aparte de tener que vérselas a diario con mi madre, lo que es quizá aún más comprometido.
Todos los compañeros se echaron a reír y también Peritas, que estaba presente, ladró ruidosamente.
—Además podremos enrolar a otros mercenarios y equipar a las nuevas levas que están a punto de llegar. El general Parmenión irá hacia el norte con los aliados griegos, tres batallones de la falange, un escuadrón de hetairoi, los pertrechos y las máquinas de asedio. Alcanzará el camino real y de allí avanzará hacia Persépolis. Nosotros, con el resto de las fuerzas, subiremos por las montañas para ocupar los pasos y limpiar el territorio de las últimas guarniciones persas. Será duro, pues en las montañas está empezando a nevar.
»Divertíos, por tanto, mientras os sea posible, pero recuperad también las fuerzas porque no será una empresa baladí.
Después de que hubieron salido todos, entró Eumolpo de Solos y Alejandro cogió inmediatamente por el collar a Peritas, que se había puesto a gruñir.
—Me he apresurado a actuar de acuerdo a tus deseos, mi rey —comenzó diciendo Eumolpo—. He creído conveniente mandar a un hombre de mi confianza a Susa para vigilar que el tesoro real no desaparezca. Por lo que yo sé, se trata de treinta mil talentos de plata en monedas y lingotes, aparte de todos los objetos preciosos que adornan el palacio. El joven enviado se llama Aristoxenos y sabe lo que tiene que hacer. Si tuviera que ponerse en contacto contigo empleará el acostumbrado santo y seña.
—Tordo a la parrilla —repitió Alejandro sacudiendo la cabeza—. Escucha, me parece que ha llegado el momento de cambiarlo. No existen ahora peligros tan amenazantes como para hacer necesario un santo y seña tan bobo.
—Demasiado tarde, mi rey. Aristoxenos está ya de viaje desde hace unos días. Será la próxima vez.
Alejandro soltó un suspiro y retuvo a Peritas mientras Eumolpo desaparecía con su paso silencioso por los intrincados corredores de palacio.
Poco antes de la partida, Eumenes retiró dinero de las arcas reales, pero dejó la custoria del tesoro a Hárpalo, uno de sus colaboradores, natural de Macedonia, que no había podido luchar nunca porque era patituerto. Durante toda la campaña se había ganado su aprecio así como también fama de ser persona muy ducha en la gestión económica. Además Alejandro le conocía bien porque había frecuentado el palacio de Pella de muchacho, aunque no había podido tomar nunca parte en sus ejercicios a causa de su disminución física.
—Supongo que hará un buen trabajo —dijo—. Me parece que conoce su oficio.
—Lo mismo creo yo —repuso Eumenes—. Siempre ha sido un buen muchacho.
Se pusieron de nuevo en camino hacia finales del verano y remontaron el Pasitigris, un afluente del Tigris que descendía de los montes del Elam, tras haber reconfirmado a Maceo como sátrapa de Babilonia y haber dejado una guarnición macedonia para garantizar la defensa y seguridad de la provincia. El paisaje era de gran belleza, rico en terrenos verdeantes en los que pacían rebaños de ovejas y manadas de vacas y de caballos. Crecían en aquella región, además, árboles que producían toda clase de frutos, entre ellos los maravillosos «pérsigos» de piel aterciopelada y de pulpa increíblemente jugosa y sabrosa. Por desgracia no pudieron probar ni uno al no ser ya la estación, pero había gran disponibilidad de fruta secada al sol, como higos y ciruelas.
En seis días de marcha, el ejército llegó a la vista de Susa y Alejandro se acordó de la descripcción entusiasta que el huésped persa le había hecho al ir de visita a Pella muchos años antes, cuando apenas era él un niño. La ciudad surgía en aquella zona llana, pero tenía como fondo la cadena de los montes del Elam, con las altas cimas ya cubiertas de nieve y las laderas cubiertas de bosques de abetos y de cedros. Era inmensa, rodeada de murallas y de torres todas ellas decoradas de azulejos relucientes y con las almenas adornadas de tachones de bronce sobredorado y de plata.
Tan pronto como el ejército comenzó a acercarse, las puertas se abrieron y apareció una tropilla de jinetes espléndidamente ataviados que escoltaban a un dignatario tocado con la mitra floja y la akinake al costado.
—Es sin duda Abulites —dijo Eumenes a Alejandro—. Es el sátrapa de Susiana y tiene intención de rendirse. Me lo ha hecho saber esta noche Aristoxenos, el hombre de Eumolpo. Y parece que el tesoro está intacto aún… o casi.
El sátrapa se acercó, desmontó de su caballo y dobló el espinazo delante de Alejandro en el tradicional homenaje persa.
—La ciudad de Susa te recibe pacíficamente y abre sus puertas al hombre que Ahura Mazda ha elegido como sucesor de Ciro el Grande.
Alejandro hizo un gesto de cortesía con la cabeza y le indicó que volviera subir a su caballo y avanzara a su lado.
—Éstos bárbaros no me gustan —dijo Leonato a Seleuco—. ¿Ves lo que hacen? Se rinden sin combatir, traicionando a su soberano, y Alejandro les deja a todos en el puesto que ocupaban antes. Han sido derrotados, pero ¿qué cambia para ellos? Nada, mientras que nosotros seguimos rompiéndonos el culo cabalgando día y noche. ¿Se acabará alguna vez este condenado país?
—Alejandro tiene razón —replicó Seleuco—. Deja en su puesto a los viejos gobernadores porque así la gente no tiene la impresión de ser gobernada por extranjeros, pero los recaudadores de tributos y los jefes militares son macedonios. Es algo muy distinto, créeme. Y además, ¿acaso no es mejor así? Las ciudades nos abren sus puertas y no hemos vuelto a montar las máquinas de asedio desde que dejamos la costa. ¿Acaso querrías volver a vomitar sangre como en Halicarnaso o en Tiro?
—Eso no, pero…
—Entonces, alégrate.
—Sí, pero… a mí no me gusta que estos bárbaros estén cerca de Alejandro, coman con él y todo lo demás. No me gusta, eso es todo.
—Tranquilo, que no pasa nada. Alejandro sabe lo que se hace.
La ciudad de Susa, inmensa, de casi tres mil años de antigüedad, tenía cuatro colinas en los cuatro ángulos y en una de ellas se alzaba el palacio real, herido de lleno, en aquellos precisos momentos, por los rayos del sol poniente. La entrada era un pronaos majestuoso, hecho de grandes columnas de piedra con los capiteles en forma de toros alados que sustentaban el techo. Seguía un atrio pavimentado con mármoles de diverso color y parcialmente cubierto de magníficas alfombras. El techo estaba sostenido por otras columnas, éstas de madera de cedro pintadas de rojo y amarillo. A través de un corredor y otro atrio, Alejandro fue introducido en la apadana, la gran sala de audiencias, mientras los dignatarios, los eunucos y los chambelanes, en los lados del inmenso salón, inclinaban la cabeza hasta el suelo.
El rey, seguido por sus compañeros y generales, llegó delante del trono de los emperadores aqueménidas y se sentó en él, pero no tardó en sentirse incómodo: debido a su no muy alta estatura sus pies no tocaban el suelo, mejor dicho, le bamboleban de modo no muy regio. Leonato, que tenía una sensibilidad militar para este tipo de cosas, vio allí al lado un mueble de cedro de cuatro patas y lo empujó debajo de él de modo que Alejandro pudo apoyar los pies como sobre un escabel y se puso a hablar a los presentes.
—Amigos, lo que hace sólo poco tiempo parecía un sueño imposible se ha hecho ahora realidad. Dos de las más grandes capitales del mundo, Babilonia y Susa, están en nuestras manos y muy pronto nos apoderaremos también de las demás.
Pero apenas había comenzado su discurso cuando se interrumpió, al haber oído un llanto quedo no muy lejano. Volvió los ojos a su alrededor y, mientras en la gran sala se hacía un silencio absoluto, aquel llanto resonó más claro aún: era uno de los eunucos de palacio que sollozaba con la cabeza vuelta contra la pared. Todos se hicieron a un lado porque se daban cuenta de que el rey le quería ver y el pobre se vio aislado y lloriqueante ante la mirada del soberano que estaba sentado en el trono.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Alejandro. El hombre hizo gesto de esconderse al tiempo que se secaba las lágrimas—. Puedes hablar libremente.
—Éstos castrados —murmuró Leonato al oído de Seleuco— lloriquean por nada como mujeres, pero dicen que en la cama son mejores que las mujeres.
—Eso dependerá de los castrados —replicó Seleuco impasible—. Éste, por ejemplo, no me parece nada del otro mundo.
—Vamos, habla —insistió Alejandro.
El eunuco entonces se adelantó y se veía a las claras que miraba con gran intensidad el escabel que estaba debajo de los pies del rey.
—Soy un eunuco —comenzo diciendo— y por mi propia naturaleza le soy fiel a mi amo y señor, cualquiera que éste sea. Primero fui fiel a mi señor, el rey Darío, y ahora te soy fiel a ti que eres mi nuevo rey. Pero ello no obstante, no puedo dejar de llorar al pensar en lo rápido que puede mudar la humana fortuna. Eso que usas como escabel —y Alejandro comenzó a darse cuenta del motivo de aquel llanto— era la mesa de Darío, la mesa en que el Gran Rey tomaba su comida, y por tanto para nosotros era un objeto sagrado y digno de veneración. Ahora tú apoyas los pies sobre ella…
Alejandro se ruborizó e hizo ademán de levantarse al sentir que había cometido un acto de imperdonable grosería, pero Aristandro, que estaba presente, afirmó:
—No quites tus pies de este apoyo. ¿Crees que no hay un mensaje en este acontecimiento aparentemente casual? Los dioses han querido que ello sucediera para que todos sepamos que has puesto bajo tus pies el poderío del imperio de los persas.
La mesa de Darío quedó por tanto en su lugar, como escabel para los pies del nuevo rey.
Una vez terminada la audiencia en el salón del trono, se dispersaron en todas direcciones, al objeto de visitar el inmenso palacio. El chambelán, también eunuco, hizo entrar a Alejandro, solo, en el harén imperial, donde había decenas de muchachas encantadoras por su belleza y porte, todas ataviadas con sus trajes nacionales, que le acogieron con risitas de complacencia. Algunas eran de tez atezada, otras de piel clara y ojos azules; una era incluso etíope y le pareció al rey, en su soberbio encanto, una estatua de bronce de Lisipo.
—Si quieres jugar con ellas —dijo el eunuco—, estarán encantadas de recibirte incluso esta misma noche.
—Dales las gracias de mi parte y diles que vendré pronto a disfrutar de su compañía.
Pasó luego a otras estancias de la vasta residencia real y de pronto observó que el grupo de sus amigos se había agolpado para contemplar un monumento y tambien él se detuvo a mirarlo: era un grupo escultórico en bronce que representaba a un hombre y un joven que alargaban sus puñales para golpear a alguien.
—Harmodio y Aristogitón —explicó Tolomeo—. Mira, el monumento a los asesinos del tirano Hiparco, hermano de Hipias, amigo de los persas y traidor de la causa griega. El rey Jerjes se apoderó de él en Atenas como botín de guerra antes de prender fuego a la ciudad. Lleva aquí ciento cincuenta años como testimonio de esa humillación.
—Yo he oído decir que éstos no dieron muerte a Hiparco para liberar la ciudad de un tirano, sino que se trató de una cuestión de celos por Harmodio, de quien tanto Hiparco como Aristogitón estaban enamorados —intervino Leonato.
—Ello no cambia nada —observó Calístenes que contemplaba el monumento con gran admiración—. Fuera como fuese, estos dos hombres devolvieron la democracia a Atenas.
Se pudo percibir entre los presentes un cierto embarazo por aquellas palabras: todos se acordaron de los vehementes discursos de Demóstenes en favor de la libertad de Atenas contra el «tirano». Filipo y todos tenían la sensación de que Alejandro estaba olvidando, cada día que pasaba, la educación en la democracia que había recibido de Aristóteles y acaso también las cartas con sus recomendaciones que recibía de vez en cuando, y que su espíritu propendía cada vez más hacia el fasto imperial que le fascinaba.
—Arregláoslas para que el monumento sea inmediatamente devuelto a Atenas como regalo personal mío a la ciudad —dijo Alejandro, que había percibido en el aire lo que todos pensaban y que nadie se atrevía a decir—. Espero que comprendan que las espadas macedonias han obtenido un resultado que mil discursos de sus oradores no habrían podido siquiera describir.
La reina madre Sisigambis con las concubinas del rey y sus hijos fueron albergadas nuevamente en sus habitaciones, de las que habían estado ausentes desde hacía mucho tiempo, y a todas las dominó la emoción al reencontrar los objetos que durante tanto tiempo consideraron familiares. Bañaban de lágrimas los lechos en los que habían sido amadas y en los que habían dado a luz, las jambas de las puertas que limitaban el acceso a sus tálamos consagrados por la presencia del Gran Rey, pero nada era ya como antes: en los pasillos y salones de la residencia real habían quedado los mismos objetos, pero en el palacio resonaba un lenguaje hostil e incomprensible y el futuro se les aparecía como oscuro e inquietante. Sólo la reina madre parecía tranquila, sumida en la misteriosa serenidad de su prudencia: había pedido y obtenido ocuparse de la educación de Phraates, el hijo más pequeño de Barsine y el único superviviente de la familia, en el caso de que le sucediera algo a su abuelo, el sátrapa Artabazo.
Alejandro visitó con frecuencia el harén imperial, a veces solo y otras con Hefestión, y las muchachas que en él habitaban se habituaron a amar al rey y a su amigo del mismo modo, satisfaciéndoles en todos sus deseos y yaciendo con ellos en el mismo lecho en las noches perfumadas de aquel cálido verano, escuchando el canto y la música de su tierra y las voces de la inmensa metrópoli, otrora alegres y ahora acalladas por el temor a un incierto futuro.
Y visitó todos los días las habitaciones de la reina madre durante todo el tiempo que permaneció en la ciudad, quedándose a conversar con ella largo y tendido, con la ayuda de un intérprete. La víspera de su partida, le habló de nuevo como el día antes de la batalla de Gaugamela.
—Madre —le dijo—, mañana partiré para perseguir a tu hijo hasta los más remotos confines de su imperio. Yo creo en mi destino y creo que mi conquista se ha producido con la ayuda de los dioses; por ello no dejaré mi obra inacabada, pero te prometo que, en la medida en esté en mis manos, no haré ningún daño a Darío y trataré de salvarle la vida. He dispuesto asimismo que te enseñen mi lengua los mejores maestros, porque quisiera un día oírla resonar en tus labios y escucharte sin que haya nadie entre nosotros para interpretar nuestros pensamientos.
La reina madre le miró a los ojos murmurando algo que el intérprete no consiguió traducir, porque se había expresado en una lengua misteriosa y secreta, aquella que sólo su dios podía comprender.