La luz del ocaso era suficiente aún para poder darse cuenta de que no había nadie al otro lado del río. Hasta donde alcanzaba la vista, no se veía un alma viviente ni se descubrían fuegos u otros signos de presencia humana. No soplaba la menor brisa y algunas garzas planeaban indolentemente a lo largo de las orillas del río en busca de pececillos y ranas.
Alejandro dejó beber a Peritas y luego a Bucéfalo, pero de vez en cuando le tiraba de las riendas para que no se llenara demasiado el estómago. A continuación recogió con las manos un poco de agua y se la arrojó bajo el vientre y por las piernas para refrescarle. Poco después todos los batallones de caballería arriba y abajo del vado habían desmontado y cada soldado hacía beber a su animal en la corriente.
—No logro comprender —dijo Seleuco acercándose y mirando la otra orilla.
—Yo me esperaba verles formados en perfecto orden de batalla en esa orilla… —añadió Lisímaco quitándose el yelmo y comenzando a desatarse los espaldarones de la coraza.
También Tolomeo se había quitado el yelmo, lo había llenado de agua y se la echaba en la cabeza disfrutando de su frescura.
—¡Aaah! ¡Qué maravilla!
—¡Bueno, si tanto te gusta, pronto serás servido! —gritó Leonato, que llenó precisamente el yelmo de agua para arrojársela encima, pero de golpe se quedó inmóvil—. ¡Quietos, quietos! Está llegando el señor secretario general. Estad pendientes de una señal mía, ¿de acuerdo?
Eumenes se acercaba en aquel momento en uniforme de combate, tocado con un yelmo empenachado de plumas de avestruz.
—Alejandro —comenzó diciendo—, escúchame. Me han llegado noticias de que…
No pudo terminar la frase porque Leonato aulló:
—¡Una emboscada! ¡Una emboscada!
Y le arrojaron todos encima una cascada de agua con los yelmos, dejándole como una sopa de la cabeza a los pies.
—Lo siento, señor secretario general —dijo Alejandro conteniendo a duras penas la risa—, pero se ha tratado de una celada que nos ha cogido a todos por sorpresa y que ni siquiera yo he logrado prevenir.
Eumenes estaba calado hasta los huesos y daba pena ver las plumas de avestruz sobre el yelmo.
—Bonita broma —rezongó mirando desolado cuanto quedaba de su soberbio plumaje—. Panda de idiotas, jodidos bastardos…
—Debes perdonarles, señor secretario personal —intervino Alejandro para calmarle—. No son más que unos chavales. Pero ¿no tenías algo que decirme?
—No importa —refunfuñó Eumenes picado—. Ya te lo diré en otro momento.
—Vamos, no te lo tomes a mal. Te espero dentro de un rato en mi tienda. ¡Y os espero también a vosotros! —les gritó a todos los demás—. ¡Hefestión! Coge un escuadrón y ve a patrullar del otro lado. Antes de cenar, quiero saber dónde están los persas.
Se alejó seguido de Peritas hacia el lugar en el que sus ayudantes estaban levantando la tienda real, plantando las estacas a mazazos.
Eumenes llegó poco después con ropas secas y el rey le invitó a sentarse con él, mientras Leptina y las demás mujeres se afanaban preparando las mesas y los lechos para la cena.
—Entonces, ¿qué pasa con esas noticias?
—Eumolpo de Solos ha recibido un mensaje. El ejército del Gran Rey se encontraría a unas cinco parasangas de aquí en dirección sureste, más o menos por el camino que lleva a Babilonia, no lejos de un pueblo llamado Gaugamela.
—Extraño nombre…
—Quiere decir «la casa del camello». Y por causa de una vieja historia. Parece que Darío el Grande, huyendo de una emboscada a lomos de un camello, consiguió ponerse a salvo gracias a la extraordinaria velocidad de dicho animal. En agradecimiento, le hizo construir un establo que tenía grandes comodidades y le asignó como pensión vitalicia la renta de ese pueblo, que debido a ello tomó este extraño nombre.
—Una jornada de camino… Es extraño. Podría plantarse en la orilla del río y dejarnos bloqueados quién sabe por cuánto tiempo.
—Parece que lo haga a propósito. ¿Has observado cómo es el terreno tanto de esta parte como de la otra del Tigris?
—Ondulado, con socavones y algunas piedras.
—Precisamente. No adecuado para los carros falcados. El Gran Rey nos espera en un terreno perfectamente llano —dijo, y pasó la palma de su mano por la madera pulida de la mesa que tenía delante—. Ha hecho rellenar los socavones y allanar los resaltes del terreno, de modo que los carros puedan llegar a la máxima velocidad.
—Todo puede ser. El hecho es que nadie nos ha molestado en nuestra marcha de aproximación, que nos hemos podido abastecer tranquilamente en los pueblos y ahora podremos pasar el Tigris sin problemas.
—Aparte de la corriente del río.
—Aparte de la corriente del río —hubo de admitir Alejandro—. Debe de haber llovido en la montaña.
Llegaron en aquel momento los otros amigos; y Nearco estaba con ellos.
—Veo que el señor secretario ha vuelto a adquirir un aspecto presentable —observó Leonato haciendo su entrada—. ¡Qué metamorfosis! Hace apenas unos instantes parecía un pollito mojado.
—¡Déjate de historias! —cortó tajante Alejandro—. Y sentaos. Hay cosas importantes de las que hablar.
Todos se acomodaron y también Peritas fue a acurrucarse a los pies del rey, mordisqueándole las sandalias como estaba acostumbrado a hacer desde que era un cachorro.
—El Gran Rey, por lo que parece, nos espera en una planicie llana como una mesa a una jornada de camino de aquí.
—¡Bien! —exclamó Pérdicas—. Movámonos entonces, no quisiera que se aburriese.
—La noticia, que nos ha sido comunicada por Eumolpo de Solos, viene sin embargo del bando persa. No podemos excluir que se trate de una trampa.
—Por supuesto, no hay que olvidar Issos —murmuró Leonato—. ¡Ése hijo de perra estaba dispuesto a jodernos a todos sólo por salvar su ojete!
—¡Déjalo estar! —le hizo callar Pérdicas—. Ya me hubiera gustado verte a ti. ¿Qué motivos tiene para traicionarnos? Yo me fío de Eumolpo.
—También yo —aprobó Alejandro—. Pero esto no quiere decir nada. Es la noticia la que puede haber sido difundida expresamente para atraernos a una situación sin salida.
—¿Qué intenciones tienes, entonces? —preguntó Lisímaco escanciando un poco de vino en las copas de sus compañeros.
—Ésta noche sabremos por Hefestión si efectivamente están tan lejos del río. Mañana cruzaremos el vado, avanzaremos en dirección al ejército enemigo y, después de dos o tres parasangas de marcha, mandaremos un grupo de exploradores para ver cómo están las cosas. En ese momento, celebraremos un consejo de guerra y atacaremos.
—¿Y los carros falcados?
—Los inutilizaremos y luego nos arrojaremos sobre el centro con todos nuestros efectivos. Igual que en Issos.
—Vencemos nosotros, pierden ellos. Asia es nuestra —comentó lacónico Nearco.
—Es fácil de decir —intervino Seleuco—, pero tratad de imaginaros cuando lancen por el llano esas máquinas espantosas. El polvo que levantarán, el fragor de las llantas, las cuchillas que resplandecerán al sol girando vertiginosamente. En mi opinión, tratarán de desbaratar nuestras unidades centrales mientras su caballería nos rodea por los flancos.
—Seleuco no anda equivocado del todo —dijo Alejandro—, pero no se trata ahora de anticipar un plan de batalla; por lo que se refiere a los carros, haremos como los Diez Mil en Cunaxa. ¿Recordáis? La infantería pesada se abría, creando pasillos por los que los hacían pasar sin daño alguno, mientras los arqueros se daban la vuelta y disparaban por la espalda a los aurigas y guerreros esedarios. Lo que más bien me preocupa es el polvo. Si no sopla un poco de viento, apenas se inicie la batalla se levantará tal polvareda que no veremos a un palmo de nuestras narices. Tendremos que confiar en las trompas para mantener los enlaces entre las unidades. Pero ahora comamos y estemos alegres, pues no hay motivo para atormentarnos. Siempre hemos vencido, y también esta vez venceremos.
—¿De veras crees que son un millón de hombres los que nos aguardan en ese pedazo de desierto? —preguntó Leonato visiblemente preocupado—. ¡Por Heracles, no consigo siguiera imaginármelo! Pero ¿cuántos son un millón de hombres?
—Yo te lo diré —explicó Eumenes—. Significa que cada uno de nosotros debería dar muerte a veinte para vencer, y me quedó corto.
—Yo no lo creo —dijo Alejandro—. Dar de comer a un millón de hombres en constante movimiento es casi imposible, por no hablar del agua necesaria para los caballos y todo lo demás. Yo creo… creo que podrían ser quizá la mitad, un poco más numerosos que en Issos. De todos modos, ya os lo he dicho. Esperemos a ver cómo son verdaderamente las cosas una vez que hayamos establecido contacto directo con el enemigo.
Los siervos comenzaron a traer la comida a la mesa y Alejandro hizo entrar también a unas hetairas llegadas hacía poco de Grecia para esparcimiento de sus amigos. Destacaba entre ellas una muchacha ateniense de extraordinaria belleza, una morena de ojos ardientes y firmes carnes, con un cuerpo de diosa.
—¡Mirad qué maravilla! —exclamó Alejandro no bien hubo entrado—. ¿No es estupenda? ¿Sabíais que ha posado desnuda para el gran Protógenes para una estatua de Afrodita? Se llama Tais y en Atenas, este año, ha sido declarada la calipigia, la de bellas nalgas.
—Las mejores nalgas de toda la ciudad, ¿no es cierto? —dijo sarcásticamente Leonato—. Pero ¿pueden verse?
—Cada cosa a su debido tiempo, mi fogoso macho cabrío —respondió la muchacha con una sonrisita maliciosa.
Leonato se volvió perplejo hacia Eumenes:
—Ninguna mujer me ha llamado jamás «fogoso macho cabrío». No sabría decir si es un cumplido o una ofensa.
—No pienses tanto, que puedes enfermar —replicó Eumenes—. De todos modos, «fogoso macho cabrío» no me parece tan mal. En mi opinión, le has causado buena impresión.
Entraron otras hetairas, todas ellas muy graciosas, y fueron a recostarse cerca de los comensales mientras era servida la cena. Tolomeo, en calidad de maestro del festín, había establecido que el vino sería mezclado en proporción de uno a uno: una decisión que recibió una aprobación unánime.
Una vez que todos hubieron comido y comenzaban a estar bastante achispados, la muchacha se puso a danzar. Vestía tan sólo un corto quitón, sin nada debajo: a cada vuelta descubría generosamente aquello por lo cual había sido premiada en Atenas y reproducida como Afrodita por Protógenes. De repente, tras coger de una mesa una flauta, comenzó a acompañar su danza con el sonido del instrumento y aquella música pareció revestir su cuerpo, que seguía evolucionando cada vez más rápido para luego detenerse de repente en una cascada de agudas notas, casi estridentes. Tais se combó hacia el suelo, como una fiera inmediatamente antes de dar el salto, jadeante y reluciente de sudor, luego reanudó la música y la melodía llegó hasta los soldados que velaban inmóviles en los puestos de guardia. Una melodía dulcísima que era acompañada por los movimientos más suaves y flexibles y los gestos de la lujuria más ardiente.
Los hombres dejaron de reír y el mismo rey pareció mirar encantado aquellas evoluciones, que se reanudaron para seguir el ritmo cada vez más rápido de la música, cada vez más intenso y apremiante, hasta el paroxismo. El limitado espacio de la tienda parecía completamente invadido por la presencia de Tais, impregnado del olor de su piel y de sus cabellos de reflejos azulados. Se sentía que aquella danza liberaba una energía irresistible, una poderosa fascinación, y Alejandro recordó por un instante otro momento de su vida pasada: las notas de la flauta que su madre Olimpia tocaba en lo más recóndito de un bosque de Eordea, llamando en la noche a una danza orgiástica, el komos de la ebriedad dionisíaca.
Cuando Tais se dejó caer exhausta y jadeante, los ojos de todos ardían de un deseo ardiente, de una lujuria desenfrenada, pero ninguno osaba moverse, a la espera de lo que hiciera el rey. El relincho de un caballo y el ruido de un galope rompieron de repente la tensión espasmódica de aquel momento e inmediatamente después entró Hefestión, sudoroso y cubierto de polvo.
—El ejército de Darío está a media jornada de camino de aquí —dijo entre jadeos—. Son cientos de miles, sus fuegos resplandecen en la oscuridad como las estrellas del cielo, sus cuernos de guerra se lanzan llamadas en la noche de un extremo al otro de la llanura.
Alejandro se puso en pie y miró alrededor como si se hubiera despertado de sobresalto de un sueño, y a continuación dijo:
—Id a dormir. Mañana pasaremos el vado y por la noche, al atardecer, celebraremos un consejo de guerra a la vista del ejército persa.