Alejandro hizo construir dos puentes de barcas para hacer pasar al ejército a la orilla oriental del Nilo. Se volvió a reunir allí con los soldados y los oficiales que había dejado defendiendo el país y, tras comprobar que se habían comportado como es debido, les confirmó en sus cargos subdividiéndolos para que el poder sobre aquel riquísimo país no estuviera concentrado en manos de una única persona.
Pero estaba escrito que aquellos días en los que Egipto le acogía de vuelta del santuario de Amón, honrándole como a un dios y coronándole faraón, resultaran funestos por unos tristes acontecimientos. Tenía ante sus ojos casi a diario la desesperación de Barsine, pero una desgracia mayor aún les amenazaba. Parmenión tenía otros dos hijos aparte de Filotas: Nicanor, oficial en un escuadrón de hetairoi, y Héctor, un muchacho de diecinueve años muy querido por el general. Excitado al ver atravesar el río al ejército, Héctor decidió subir a una embarcación egipcia de papiro para disfrutar del espectáculo desde el centro de la corriente. También él, por una cierta vanidad juvenil, se había equipado con una pesada armadura y un llamativo manto de gala y se había erguido en popa, donde todos pudieran admirarle.
Pero de pronto la barca chocó contra algo, acaso contra el lomo de un hipopótamo que emergía en aquel momento a la superficie, y se desequilibró fuertemente. El muchacho cayó al agua y desapareció de inmediato, arrastrado bajo el peso de la armadura, de las ropas y del manto empapados.
Los remeros egipcios de la barca se zambulleron sin perder un instante y otro tanto hicieron no pocos jóvenes macedonios y su hermano Nicanor, que habían asistido al accidente, desafiando el peligro de los remolinos y las fauces de los cocodrilos, más bien numerosos por aquella parte, pero todo fue en vano. Parmenión asistió impotente a la tragedia desde la ribera oriental del río, en donde vigilaba el ordenado paso del ejército.
Alejandro le vio desaparecer poco después y dio al punto orden a los marinos fenicios y chipriotas de tratar de recuperar al menos el cadáver del joven, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Aquélla misma tarde, al cabo de horas y horas de afanosa búsqueda en la que tomó parte personalmente, el rey fue a visitar al viejo general petrificado por el dolor.
—¿Cómo está? —preguntó a Filotas, que estaba de pie fuera de la tienda como un guardián de la soledad de su padre.
El amigo sacudió la cabeza con desconsuelo.
Parmenión estaba sentado en el suelo, a oscuras, en silencio, y tan sólo su cabeza blanca destacaba en la oscuridad. Alejandro notó que le temblaban las piernas; sintió una profunda compasión por aquel hombre valeroso y leal que tantas veces le había irritado con sus exhortaciones a la prudencia, con el recuerdo insistente de la grandeza de su padre. En aquel momento le pareció semejante a un roble centenario que ha desafiado durante años y años las tempestades y los huracanes y que un rayo quiebra de pronto.
—Es una visita muy triste la que te hago, general —comenzó diciendo con voz insegura y, mientras le miraba, no podía evitar que resonase en su mente la cantinela que estaba acostumbrado a cantar cuando le veía llegar, con los cabellos ya canos, al Consejo de guerra de su padre:
¡El viejo soldado que va a la guerra
cae por tierra, cae por tierra!
Parmenión se puso en pie casi automáticamente al oír la voz de su rey y consiguió articular, con voz quebrada:
—Te agradezco que hayas venido, señor.
—Hemos hecho lo imposible, general, para encontrar el cuerpo de tu hijo. Le habría rendido los más grandes honores, habría… habría dado cualquier cosa con tal de…
—Lo sé —repuso Parmenión—. Dice el proverbio que en tiempo de paz los hijos entierran a sus padres, mientras que en tiempo de guerra son los padres los que entierran a sus hijos, pero yo siempre había esperado que esta angustia me fuera ahorrada. Siempre esperé que me tocara a mí la primera flecha o el primer mandoble. Y en cambio…
—Ha sido una terrible fatalidad, general —dijo Alejandro. Mientras tanto sus ojos se habían habituado a la oscuridad de la tienda y pudo distinguir el semblante de Parmenión desfigurado a causa del dolor. Parecía haber envejecido diez años en un solo instante: los ojos enrojecidos, la piel reseca y arrugada, el cabello revuelto; ni siquiera después de las más duras batallas le había visto así.
—Si hubiese caído… —dijo—, si hubiese caído combatiendo con la espada en la mano me habría dicho al menos que somos soldados. Pero así… así… ¡Ahogado en ese río fangoso, despedazado y devorado por esos monstruos! ¡Oh dioses, dioses del cielo!, ¿por qué? ¿Por qué?
Se tapó la cara con las manos y estalló en un llanto largo y lúgubre que rompía el corazón.
Ante aquel sufrimiento, Alejandro no encontró ya palabras. Únicamente consiguió murmurar:
—Estoy desolado… estoy desolado.
Y salió saludando a Filotas con una mirada llena de espanto. También el otro hermano, Nicanor, llegaba en aquel momento, desfigurado asimismo por el dolor y la fatiga, empapado y sucio aún de barro.
Al día siguiente, el rey hizo erigir un cenotafio en honor del joven y celebró en persona unas exequias solemnes. Los soldados, en prietas filas, vitorearon diez veces su nombre para que su memoria no se perdiera, pero no fue como cuando habían gritado los nombres de los compañeros caídos en los montes de Tracia e Iliria, entre las nevadas cimas, bajo el cielo de zafiro. En aquel clima pesado y turbio, en aquellas aguas cenagosas, el nombre de Héctor se lo tragó enseguida el silencio.
Aquélla misma noche, el rey volvió a las habitaciones de Barsine. La encontró tumbada en el lecho llorando. Su nodriza le contó que desde hacía días no comía casi nada.
—No debes abandonarte así a la desesperación —le dijo Alejandro—. No le sucederá nada a tu chico. Le he hecho seguir por dos de mis hombres para que no le ocurra nada malo.
Barsine se levantó para sentarse en el borde de la cama.
—Te lo agradezco. Me has quitado un gran peso de encima… aunque la vergüenza subsista. Mis hijos me han juzgado y condenado.
—Te equivocas —replicó Alejandro—. ¿Sabes qué le ha dicho tu hijo a su hermano más pequeño? Me lo han contado los soldados de la guardia. Le ha dicho: «Tienes que quedarte con mamá». Esto significa que te quiere y que lo que hace lo hace porque cree que es justo. Tienes que estar orgullosa de él.
Barsine se secó los ojos.
—Lamento que haya sucedido todo esto. Hubiera querido ser para ti un motivo de alegría, hubiera querido… hubiera querido estar cerca de ti en el momento de tu triunfo, y en cambio sólo tengo ganas de llorar.
—Llanto que se añade al llanto —replicó Alejandro—. Parmenión ha perdido a su hijo más joven. Todo el ejército está de luto y yo no he podido evitar que ello sucediera. No me es de gran provecho el haberme convertido en un dios… Pero ahora siéntate, te lo ruego, y come conmigo. Tenemos que reconquistar juntos la felicidad que la envidia del destino trata de arrebatarnos.
El almirante Nearco recibió órdenes de poner vela hacia Fenicia, mientras el ejército volvía sobre sus pasos por tierra, a lo largo del camino que pasaba entre el mar y el desierto. Cuando llegaron cerca de Gaza, se presentó un mensajero de Sidón con una mala noticia.
—Rey —dijo saltando del caballo y sin siquiera recuperar el aliento—, los samaritanos han quemado vivo a tu gobernador de Siria, el comandante Andrómaco, tras haberle torturado prolongadamente.
Alejandro, contristado ya por los últimos acontecimientos, montó en cólera.
—¿Quiénes son —preguntó— esos samaritanos?
—Son bárbaros que habitan en las montañas que hay entre Judea y el monte Carmelo y tienen una ciudad que se llama Samaria —repuso el mensajero.
—¿Y no saben quién es Alejandro?
—Tal vez lo sepan —intervino Lisímaco—, pero no les preocupa. Creen poder desafiar impunemente tu cólera.
—Entonces no estará de más que me conozcan —replicó el rey—. Y dio orden de reanudar inmediatamente la marcha. Avanzaron sin descanso hasta Acre y desde allí se dirigieron hacia levante en dirección al interior, con la caballería ligera de los tribalos y de los agrianos y con La Punta en perfecto orden de batalla. El rey les mandaba personalmente, acompañado por sus amigos, mientras que la infantería pesada, los auxiliares y la caballería de los hetairoi se quedaron en la costa a las órdenes de Parmenión.
Llegaron al caer la tarde sin ser en absoluto esperados: los samaritanos eran, en efecto, un pueblo de pastores y los hombres estaban dispersos por los montes y las colinas llevando a pacer a sus rebaños. En tres días, todas las aldeas fueron pasto de las llamas; la capital, que era una aldea algo mayor que las demás rodeada de murallas, fue arrasada y su templo, un santuario bastante pobre que ni siquiera tenía una estatua o una imagen, fue reducida a cenizas.
Cuando la incursión hubo terminado, descendían ya las sombras de la tercera noche y el rey decidió acampar con sus hombres en las montañas y esperar al día siguiente antes de retomar el viaje hacia la orilla del mar. Fueron redobladas las guardias en todos los pasos de montaña para evitar ataques por sorpresa, se encendieron fuegos para iluminar los puestos de guardia y la noche transcurrió tranquila. Poco antes del amanecer, el rey fue despertado por el oficial al mando del último turno, un tesalio de Larisa de nombre Euríalo:
—Señor, ven a ver.
—¿Qué sucede? —preguntó Alejandro poniéndose en pie.
—Ha llegado un grupo de gente del sur. Se diría que una embajada.
—¿Una embajada? ¿De quién puede tratarse?
—No lo sé.
—Al sur no hay más que una ciudad —observó Eumenes, que estaba despierto desde hacía un rato y había hecho ya una primera ronda de inspección.
—Jerusalén.
—Es la capital de un pequeño reino sin rey. El reino de los judíos. Está resguardada por una montaña y rodeada de murallas que caen a pico.
Mientras Eumenes hablaba, el pequeño grupo había llegado ante el primer puesto de guardia y solicitaba pasar.
—Dejadles que vengan —ordenó Alejandro—. Les recibiré delante de mi tienda.
Se cubrió los hombros con el manto y se sentó en un escabel de campaña.
Entretanto, uno de los hombres de la embajada, que sin duda hablaba el griego, estaba intercambiando unas palabras con Euríalo y preguntaba si el joven sentado delante de la tienda con el manto rojo sobre los hombros era el rey Alejandro. Tras recibir una respuesta afirmativa, se acercó a él acompañado del resto de su séquito. Saltaba a la vista que era el personaje más importante de todos ellos: un anciano, de estatura media, de larga y bien cuidada barba, la cabeza cubierta por una mitra rígida y con un pectoral adornado con doce piedras de vario color. Fue el primero en tomar la palabra y su lengua, gutural y armoniosa al propio tiempo, sincopada y con fuertes aspiraciones, sonó al oído de Alejandro muy semejante a la de los fenicios.
—Que el Señor te proteja, gran rey —tradujo el intérprete.
—¿De qué señor hablas? —preguntó Alejandro lleno de curiosidad por aquellas palabras.
—Del Señor nuestro Dios, Dios de Israel.
—¿Y por qué vuestro dios debería protegerme?
—Ya lo ha hecho —repuso el anciano—, permitiéndote salir indemne de tantas batallas para llegar hasta aquí a fin de poner fin a la blasfemia de los samaritanos.
Alejandro sacudió la cabeza como si las palabras del intérprete carecieran por completo de sentido para él.
—¿Qué es eso de blasfemar? —preguntó.
Pero en aquel momento sintió una mano apoyarse en su hombro. Se volvió y vio a Aristandro envuelto en su manto blanco y con una extraña expresión en la mirada.
—Respeta a este hombre —le susurró al oído—. Su dios es ciertamente un dios poderoso.
—La blasfemia —prosiguió el intérprete— es un insulto a Dios. Y los samaritanos habían construido un templo en el monte Garicim. El que tú acabas de destruir, con la ayuda del Señor.
—¿Y ésa era la… blasfemia?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no puede haber más que un solo templo.
—¿Un sólo templo? —preguntó el rey estupefacto—. En mi país hay cientos de ellos.
Aristandro pidió licencia para hablar con el anciano de la barba blanca.
—¿Cómo es ese templo? —le preguntó.
El anciano se puso a hablar con voz inspirada y el intérprete tradujo:
—El templo es la morada de nuestro Dios, el único que existe, el creador del cielo y de la tierra, de lo visible y de lo invisible. Él liberó a nuestro padres, esclavos en Egipto, y les concedió la Tierra Prometida. Durante muchos años Él habitó en una tienda en la ciudad de Silo hasta que el rey Salomón le construyó un templo resplandeciente de oro y de bronce sobre la roca de Sión, nuestra ciudad…
—¿Y cómo es de aspecto? —preguntó Aristandro—. ¿Tienes alguna imagen de él que puedas mostrarnos?
El anciano, apenas oyó la pregunta, hizo un mohín de desagrado y respondió secamente:
—Nuestro Señor no tiene ningún aspecto y nos está terminantemente prohibido hacer uso de imágenes. La imagen de nuestro Señor está por doquier, en las nubes del cielo y en las flores del campo, en el canto de los pájaros y en el susurro del viento entre el follaje de los árboles.
—Pero, entonces, ¿qué hay en vuestro templo?
—Nada que el ojo humano pueda ver.
—¿Y tú, así pues, quién eres?
—Soy el sumo sacerdote. Yo presento al Señor la plegaria de su pueblo y sólo a mí me está permitido pronunciar su nombre, una vez al año, en el más íntimo penetral del santuario. ¿Y tú quién eres, si me está permitido preguntarlo?
El rey miró a la cara primero a uno y luego al otro de sus dos interlocutores y dijo:
—Quiero ver el templo de tu dios.
El viejo sacerdote, apenas hubo entendido las palabras del rey, se postró de hinojos con la frente en tierra suplicándole que no lo hiciera:
—Te lo ruego, no profanes nuestro santuario. Ningún no circunciso, nadie que no forme parte del Pueblo Elegido por Dios puede entrar en el templo y yo tengo el deber de impedírtelo, aunque sea a costa de mi vida.
El rey estaba a punto de montar en cólera, como siempre que recibía una negativa, pero Aristandro le hizo una señal de que controlara su ira y le bisbiseó de nuevo al oído:
—Respeta a este hombre que está dispuesto a dar su vida por un dios sin rostro, que no está dispuesto a mentir o a adularte.
Alejandro reflexionó en silencio durante unos instantes, luego se dirigió de nuevo al viejo de la barba blanca:
—Respetaré tu deseo, pero a cambio quiero una respuesta.
—¿Cuál? —preguntó el anciano.
—Has dicho que el aspecto del único dios está en las nubes del cielo, en las flores del campo, en el canto de los pájaros, en el susurro del viento, pero ¿qué hay de tu dios en el ser humano?
El anciano respondió:
—Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero en algunos hombres la imagen de Dios está como obnubilada y confusa por su conducta. En otros resplandece como el sol a mediodía. Tú eres de estos hombres, gran rey.
Tras decir esto se dio media vuelta y se alejó.