Romae, in insula Tiberis, Id. Mart., hora undecima.
Roma, isla Tiberina, 15 de marzo, cuatro de la tarde.
Lépido, parapetado en el cuartel general, celebraba consejo con su estado mayor acerca de lo que había que hacer cuando le fue anunciada la llegada de Marco Antonio.
Sucio y sudado, cubierto con un manto desgarrado, vestido como un pordiosero, el cónsul en funciones fue conducido a presencia de Lépido.
—Lo sabemos todo —dijo Lépido—. Esperaba que vinieras aquí. ¿Dónde has estado hasta ahora?
—Por ahí, escondido. He visto lo que ha sucedido después. Ésos locos creían que gritando.
«Libertad» el pueblo acudiría a su lado y les aclamaría como tiranicidas. Y, en cambio, en el foro por poco se juegan el pellejo en cuanto se han puesto a despotricar contra César. Han tenido que volver precipitadamente al Capitolio, y, por lo que sé, están aún allí, asediados por la multitud enfervorizada. De todas formas, he comprendido una cosa importante: no saben qué hacer. No tienen ni idea. Nadie se ha preocupado de pensar en lo que sucedería después. ¡Es increíble, pero es así!
—Muy bien —fue la respuesta de Lépido—. La Novena está acuartelada a escasa distancia de aquí, en equipo de combate y en estado de prealerta. A una orden se arrojarán sobre la ciudad. Los haremos salir de ahí uno por uno y los…
Antonio alzó la mano:
—Nada de eso, Marco Emilio, pues sería un grave error. El pueblo se sentiría aterrorizado, el Senado aún más. Volveríais al clima de la guerra civil con el que él quería acabar para siempre.
Refrenémonos.
—Pero ¡cómo! ¿Estás loco?
—Estoy en mis cabales y te digo que es lo único justo que cabe hacer. El pueblo está trastornado, y el Senado, aterrorizado y espantado, la situación es confusa. Hemos de ganar tiempo para hacer decantarse la situación en nuestro favor, por lo que no debemos hacer nada que haga derramar sangre o hacer cundir el terror y la desesperación. Hemos de hacerles comprender que la herencia de César sigue aún viva y será perpetuada. El ejército en la ciudad sería una pésima señal, porque significaría que las instituciones no están en condiciones de gobernar el estado. Mañana por la noche tú cenarás con Bruto y yo con Casio.
Lépido escuchaba incrédulo a Antonio, que le explicaba cómo y qué pedir a Bruto y qué conceder. Luego prosiguió, decidido:
—Hemos de hacer que se sientan cómodos, que crean que respetamos sus ideales de libertad y que también nosotros los compartimos. Solo cuando estemos seguros de que la ciudad está de nuestra parte comenzaremos el contraataque.
Lépido reflexionó en silencio ante la mirada de sus oficiales, seis tribunos militares en uniforme de combate y, finalmente, dijo: —¿cómo deberé yo dirigirme a mi invitado? «Salve, Bruto, ¿cómo ha ido esta semana por el Senado? Una sesión agitada por lo que he sabido. ¿Quieres lavarte las manos?»
—Nada de bromas. Si hacemos correr la voz de que los cabecillas de las dos formaciones políticas opuestas están cenando juntos y negocian por el bien del pueblo y del estado, las aguas volverán a su cauce y en el Senado aprobarán las medidas de César, las asignaciones para los veteranos y todo lo demás. Y cuando sea el momento, daremos nuestros pasos. No temas. Tú hazle comprender que podemos compartir en parte su punto de vista, pero que César era nuestro amigo y que tenemos deberes que cumplir para con el ejército y el pueblo. De lo demás ya me encargo yo.
Mañana volveré aquí y prepararemos los próximos movimientos.
Lépido asintió:
—Tú eres el cónsul en funciones. Se hará como dices, pero si por mí fuese…
—Muy bien —repuso Antonio—. Manda enseguida un manípulo de legionarios a defender la Regia. Nadie que no forme parte de la familia debe acercarse al cuerpo de César antes de los funerales. Y ahora dame unas ropas decentes y una decena de hombres de escolta, a caballo.
Lépido lo acomodó en el alojamiento de los oficiales y le proporcionó lo que precisaba.
Antonio salió con la escolta y se dirigió a la otra parte del Tíber, hacia la villa de César.
La encontró abandonada. También los siervos habían huido. Atravesó el atrio y luego el peristilo hasta las dependencias de la servidumbre y se detuvo delante de una puertecilla herrada cerrada por fuera. Cogió la llave de la sobrepuerta y abrió. Silio Salvidieno se adelantó, con mirada insegura y dubitativa.
—César ha muerto —dijo Antonio—. El resto no cuenta ya nada.
Silio desencajó los ojos incrédulo.
—¿Qué?
—Le han asesinado esta mañana en la curia de Pompeyo. Una conjura urdida por Bruto y Casio.
Yo lo he entretenido fuera con un pretexto. No he podido hacer nada.
Silio inclinó la cabeza sin conseguir articular palabra. Sus ojos se inundaron de lágrimas.
—También yo lo quería —dijo Antonio—. Creas tú lo que creas. Y quien lo ha matado lo pagará, te lo aseguro. Ahora vuelve a su casa a rendirle el último adiós.
Silio lo miró fijamente durante unos instantes con ojos brillantes, llenos de espanto y se encaminó lentamente hacia la salida.
Antonio dejó a dos hombres de guardia y volvió con el resto de la patrulla al otro lado del Tíber, directo a casa.
Romae, Collis Capitolii, Id. Mart., hora duodecima.
Roma, colina del Capitolio, 15 de marzo, cinco de la tarde.
Gayo Casca, de guardia con algunos hombres armados, en el lado norte del Capitolio, no daba crédito a sus ojos cuando vio al cónsul superviviente Marco Antonio subir por la vía Sacra junto con sus hijos precedido por la bandera de tregua.
Casca volvió atrás a todo correr para reunirse con su hermano Publio:
—Antonio pide parlamentar, está al final del camino y tiene consigo a sus hijos.
—¿Qué sucede? —preguntó Bruto.
—Antonio quiere parlamentar y trae consigo a sus hijos —repitió Gayo Casca—. Es muy extraño.
—Id a ver qué es lo que quiere.
Los dos salieron a la explanada norte y comenzaron también a bajar, precedidos por la bandera de tregua y por un par de hombres armados. En poco rato se encontraron los unos enfrente de los otros. El primero en tomar la palabra fue Antonio:
—Cada uno de nosotros ha creído que actuaba como es debido en lo que ha hecho, pero ahora el estado se ve dominado por la confusión y es necesario evitar caer de nuevo en el desastre de la guerra civil. La República debe ser restaurada en sus plenos poderes y para que esto sea así debemos volver todos al Senado, y debatir lo que hay que hacer, en una sesión ordinaria. Por eso propongo que volváis al Senado a hablar sobre el futuro ordenamiento del estado. Tenemos una legión entera acuartelada extramuros y podremos hacer valer nuestra fuerza, pero preferimos una rápida vuelta a la normalidad y poner fin al derramamiento de sangre. Ésta misma tarde espero a Casio a cenar en mi casa y Bruto es invitado por Marco Emilio Lépido. En prenda y garantía estoy dispuesto a dejaros a mis hijos como rehenes.
Publio se volvió hacia su hermano:
—Ve a dar el parte. Yo te espero aquí con la respuesta.
Gayo Casca asintió y fue hacia lo alto de la colina. De vez en cuando se volvía para mirar a los dos pequeños grupos en mitad de la rampa que estaban enfrente el uno del otro inmóviles y en silencio. Los dos muchachos estaban sentados en un murete de al lado y hablaban entre sí.
Casio, Marco y Décimo Bruto, Trebonio y los otros aceptaron las condiciones y el mensajero se reunió de nuevo con los suyos para informar que se aceptaban las condiciones. Antonio se despidió de sus hijos abrazándolos y rogándoles un comportamiento digno hasta que pudieran reunirse de nuevo, luego montó a caballo y se alejó.
Romae, in Domo Publica, a. D. XVII Kalendas Apriles, prima vigilia.
Roma, residencia del pontífice máximo, 15 de marzo, primer turno de guardia, siete de la tarde.
Silio entró con paso vacilante como si pusiese el pie en el más allá. Las jambas de la puerta estaban recubiertas de negro. Desde el interior llegaban llantos y lamentos. Atravesó el atrio y llegó al salón de audiencias, donde yacía el cuerpo de César. Antistio lo había hecho lavar y recomponer y el rostro había sido compuesto por la destreza de los necróforos con la solemne gravedad de la muerte.
Calpurnia, vestida de negro, lloraba quedamente en un rincón. Tenía los ojos hinchados y las mejillas muy pálidas. También ella había sido derrotada por una muerte que sin embargo había sentido aproximarse y casi anunciarse.
No había sido escuchada, como Casandra, ni por los hombres ni por los dioses.
Antistio no dijo nada porque lo que veía en el rostro de Silio era demasiado duro para profanarlo con palabras. Se hizo a un lado y se sentó en un taburete pegado a la pared, con la cabeza gacha.
Todos sus intentos se habían visto frustrados. Antistio tenía entre las manos, ensangrentado, el rollo de pergamino de Artemidoro que contenía la denuncia de la conjura y la lista completa de los conjurados, el mensaje que no había llegado a ser abierto, que no había salvado la vida de César por una broma amarga de la fortuna, por un instante más que habría cambiado los destinos del mundo.
Encima del taburete estaba la tablilla con sus apuntes y el otro mensaje, el que había traído el muchacho de Artemidoro. En vano. En la tablilla había anotado con diligencia, como era su costumbre, la descripción de cada herida. Eran muchas, pero los golpes propinados en su cuerpo, los que habían drenado hasta la última gota de sangre, eran veintitrés.
Solo uno mortal.
En el corazón.
¿Quién había sido? ¿Quién había roto el corazón de Cayo Julio César?
Pensamientos que se le pasaban por la mente de continuo. Inasibles, indefinibles, inútiles: «Si hubiese hecho…, si hubiese dicho…».
Al menos se había habituado a verlo muerto, a considerarlo ausente para siempre. Pero Silio no.
Silio lo veía ahora por primera vez en aquel estado. Los rasgos intactos y compuestos conferían un absurdo total a su silencio e inmovilidad. No podía aceptar ni creer, Silio Salvidieno, que no se levantase el brazo, que el ojo no se abriese encendido con la expresión de dominio. No podía creer que la forma y lo reconocible del rostro no bastasen para devolver la vida a los miembros.
Tuvo que aceptarlo como extrema, ineluctable violencia, y entonces las lágrimas brotaron ardientes en su rostro de color terroso, de ojos apagados y de mirada perdida.
Permaneció de pie, inmóvil y en silencio durante largo rato delante del féretro y luego, con expresión trastornada, se puso firme en la postura del saludo militar, la voz le salió con un tono metálico de entre los dientes apretados.
—¡Centurión de primera línea Silio Salvidieno, segunda centuria, tercer manípulo, Décima legión, salve, mi comandante! —Luego se volvió y se alejó.
Hubiera querido tener un caballo y galopar lejos, a otro mundo, atravesar unas llanuras interminables llevado por el viento como una hoja secada por un largo invierno. En cambio, se detuvo, al cabo de unos pocos pasos, incapaz de seguir avanzando. Se sentó en los escalones de la Regia que daban a la vía Sacra y al cabo de un rato vio a dos personas salir de la casa de las vestales justo a su derecha. Gente a la que conocía bien: Marco Antonio y Calpurnio Pisón, el suegro de César. ¿Qué hacían a aquella hora y en semejante situación en la casa de las vestales?
Se detuvieron delante de la entrada durante un rato y he aquí que llegó un siervo con un asno que arrastraba un carro con una caja dentro. Entonces se pusieron en camino y todos juntos desaparecieron en la oscuridad.
Silio se dio cuenta de que también Antistio había salido y asistido a la escena. Dijo:
—Han ido en busca del testamento de César, no cabe duda, Pisón es su ejecutor testamentario y el documento es custodiado por la virgen vestal máxima.
—¿Y Antonio? ¿Qué tiene que ver Antonio con su testamento?
Antistio reflexionó unos instantes antes de responder:
—No es la herencia de los bienes lo que le interesa, sino la herencia política. Bruto y Casio son unos ilusos: César ha demostrado que un hombre solo puede dominar el mundo. Nunca nadie había demostrado poseer un poder ilimitado semejante. Otros querrán lo que él ha tenido. Muchos tratarán de sucederle. La República está muerta, en cualquier caso.
Romae, in aedibus Antonii, a. D. XVII Kal. Apr., secunda vigilia.
Roma, casa de Antonio, 15 de marzo, segundo turno de guardia, nueve de la noche.
Tal como habían acordado, Antonio recibió a Casio, mientras sus hijos eran mantenidos como rehenes en el Capitolio. Al mismo tiempo Bruto cenaría en la isla Tiberina, en el cuartel general de Marco Emilio Lépido. Todo se había preparado hasta en sus mínimos detalles.
Casio, el vencedor, estaba más pálido que de costumbre. Su rostro demacrado solo expresaba noches insomnes y lúgubres pensamientos.
Los dos estaban recostados en los triclinios exactamente el uno enfrente del otro, separados solamente por las dos mesas, puestas con sobriedad: pan, huevos, queso y legumbres. Antonio había elegido un vino espeso del color de la sangre y lo escanciaba personalmente a su invitado con una parsimoniosa complacencia, sin derramar ni una gota.
Comenzó Antonio:
—César fue demasiado lejos y ha sido castigado por ello. Yo… comprendo el significado de vuestro gesto. No habéis querido golpear al amigo, al benefactor, al que os perdonó la vida por magnanimidad, sino al tirano, al hombre que vióló la ley, que redujo la República a un fantasma sin cuerpo. Os comprendo, pues, y os reconozco como hombres de honor.
Casio asintió gravemente con la cabeza y esbozó con los labios exangües una leve y enigmática sonrisa. Antonio prosiguió:
—Pero yo soy incapaz de separar al amigo del tirano. Soy un hombre sencillo y debéis tratar de comprenderme. César sigue siendo para mí ante todo un amigo. Es más, ahora que está muerto, ahora que yace frío y blanco como el mármol en su féretro, solo un amigo.
—Cada uno es lo que es —respondió Casio gélido—. Continúa.
—Mañana el Senado se reunirá en el templo de Tellus. La curia de Pompeyo está aún… en desorden.
—Continúa —insistió Casio controlando su irritación.
—Todo debe arreglarse. Todo debe volver a la normalidad. Propondré para vosotros una amnistía y os serán asignados cargos de gobierno en las provincias. Si el Senado quiere rendiros honores será muy libre de hacerlo. ¿Qué dices tú a ello?
—Me parecen unas propuestas sensatas —respondió Casio.
—Para mí únicamente pido una cosa.
Casio le clavó los ojos con una mirada cargada de sospecha.
—Dejad que celebre su funeral. Dejad que se le entierre con honor. Se equivocó, es cierto, pero agrandó en desmesura el dominio del pueblo romano, ensanchó las fronteras de Roma hasta las riberas del océano y era el pontífice máximo. Además… quería a Bruto. Ha muerto y basta.
Dejémosle que descanse. El castigo ha sido adecuado al error.
Casio se mordió el labio inferior y permaneció un largo rato sin decir una palabra. Antonio lo observaba tranquilo con mirada interrogadora.
—Esto no está en mi poder concederlo.
—Lo sé, pero puedes convencer a los tuyos y estoy seguro de que harás lo posible. Yo he cumplido con mi deber, he demostrado mi buena fe. Ahora os toca a vosotros. No pido más.
Casio se levantó y se fue tras haberse despedido con un gesto de la cabeza. La comida estaba aún sobre la mesa. No había tocado nada.
Portus Ostiae, a. D. XVII Kal. Apr, ad finem secundae vigiliae.
Puerto de Ostia, 15 de marzo, al final del segundo turno de guardia, medianoche.
Antonio llegó al puerto escoltado por un par de gladiadores que se mantenían a distancia.
Desde la nave descendieron una pasarela y él comenzó a subir. El olor del mar inmóvil de la dársena del puerto tenía un tufo como a descomposición que le produjo una sensación de náusea. La nave que estaba a punto de zarpar, la reina que huía. Un mundo que se resquebrajaba.
Ella salió de improviso de la cabina de popa.
Estaba regia también en aquella situación, soberbia, iba envuelta en un traje de lino plisado y transparente, con la frente ceñida por una fina diadema de lámina dorada, los brazos desnudos. Los labios rojos, los ojos alargados por el bistre hasta casi las sienes.
—Te doy las gracias por haber venido a despedirte de mí —le dijo.
Habló quedamente, pero en el gran silencio de la noche su voz resonó igualmente clara.
Estaban solos. No se veía a nadie más en la toldilla. Y, sin embargo, la nave estaba lista para zarpar.
—¿Dónde está él ahora?
—En su casa —respondió Antonio—. Velado por sus amigos.
—¿Amigos? César no tenía amigos.
—Nos cogió por sorpresa. Nadie podía pensar que fuera a suceder ese día y de ese modo.
—Pero tú fuiste prudente, como te pedí. —La voz de la reina sonaba moderada, pero irónica, como la de todos los poderosos cuando se complacen de haber corrompido o sometido a un hombre—. ¿Qué sucederá ahora?
—Tienen ya problemas, pues carecen de un plan, de un proyecto, son unos ilusos incapaces. Yo soy el cónsul superviviente. He convocado al Senado para mañana y les he inducido a presentarse.
Antes de que las cenizas de César sean depositadas en la urna, ellos serán reducidos a la impotencia.
Habrá un nuevo César, reina.
—Cuando esto suceda, ven a verme, Antonio, y tendrás todo cuanto siempre has deseado.
Se dio media vuelta y desapareció, ligera como un sueño. Antonio bajó a tierra.
La nave se apartó del muelle y pronto se la tragó la oscuridad. Durante un poco se vio su vela subir por el mástil, fluctuando en el aire oscuro como un fantasma.