Romae, in aedibus Ciceronis, Id. Mart., hora secunda.
Roma, casa de Cicerón, 15 de marzo, siete de la mañana.
Cicerón había desayunado y estaba ya vestido para la jornada, que se presentaba fresca, con su túnica invernal de lana. Leía tomando apuntes en una tablilla de cera. Otra invención de Tiro, que extendía dos capas de cera. La primera de color oscuro debajo, la segunda de color blanco natural encima. El estilo incidía la capa superior y la escritura aparecía oscura sobre el blanco como si uno escribiese en el pergamino con la tinta.
La llamada discreta en la puerta debía de ser la suya y Cicerón lo hizo entrar:
—Adelante.
Tiro entró llevando en la mano una carta:
—Es de Tito Pomponio —dijo—. Su siervo la ha entregado hace poco. Es urgente.
Cicerón la abrió.
Idus de marzo.
Tito Pomponio a Marco Tulio. Le desea salud.
Ayer no me sentí bien, un fuerte dolor de cabeza me atormentó durante todo el día y me impidió atender mis ocupaciones. La habitual poción de malva y romero no me fue de ayuda y tampoco hoy mi estado es que sea mejor. Así pues, no podré hacerte una visita y de veras que lo siento. El temporal me ha mantenido despierto durante una buena parte de la noche y estoy seguro de que si saliera el viento y la humedad no harían más que empeorar mi dolor de cabeza. Te exhorto también a ti para que no salgas de casa y tengas cuidado porque también hoy habrá tramontana. Cuídate.
Cicerón cerró la carta. «Malva y romero» era la expresión en código que indicaba un mensaje cifrado y la señal de gravedad era indicada por el contenido absolutamente corriente que contradecía la urgencia declarada por el mensajero.
El día preestablecido para la empresa había llegado. ¡Los idus de marzo!
—Te he hecho preparar la litera, amo —dijo Tiro—. La sesión de hoy es en la curia de Pompeyo.
Cicerón se levantó y volvió a guardar la carta en el estante que tenía a sus espaldas:
—No me siento muy bien —respondió sin volverse—. Mejor que no salga de casa.
Romae, in Domo Publica, Id. Mart., hora secunda.
Roma, residencia del pontífice máximo, 15 de marzo, siete de la mañana.
El temporal de la noche había dejado no pocos rastros en la ciudad: ramas secas rotas yacían un poco por todas partes junto con hojas muertas que habían quedado en los árboles durante todo el invierno, tejas caídas de los tejados y hechas trizas, postigos arrancados arrastrados por el viento a lo largo de las calles y abandonados contra los muros o en las aceras. En los rincones de los jardines o de los pórticos quedaban granos de granizo sin disolver aún. El aire, ahora, era limpio y frío.
Con la salida del sol el cielo se había iluminado; solo alguna nube deshilachada pasaba navegando por el azul intenso. En la lejanía, hacia oriente, las cimas de los montes estaban blancas de nieve.
César había desayunado y se preparaba para salir. Erguido en medio del atrio, revestido con una blanca toga senatorial larga hasta los pies. Observaba a los siervos que le ayudaban a completar su atuendo. Uno le abrochaba el cinturón en la cintura, otro le ataba un par de elegantes calcei, otros dos drapeaban la toga ribeteada de púrpura, sobre los hombros y en torno al brazo izquierdo.
Calpurnia, aparte, lo observaba preocupada. Apenas los siervos se hubieron ido retomó la conversación que había interrumpido a su llegada:
—He tenido pesadillas terribles, premoniciones inquietantes: primero tu estatua hecha pedazos, luego he soñado que te tenía entre los brazos, herido, moribundo…, no vayas, te lo ruego. No salgas de casa.
—Escúchame, Calpurnia: eres una mujer culta e inteligente. No puedes creer en los sueños. No son más que la consecuencia de nuestras angustias diurnas, de nuestros miedos o de nuestros deseos. El sueño nos presenta lo que ya hemos vivido, no lo que hemos de vivir. ¿Sabes por qué has tenido esos sueños? Porque prestas oídos a ciertas habladurías y porque yo mismo he tenido la mala idea de hablarte de Espurina y de su vaticinio. Eso es todo.
Calpurnia lo miraba con los mismos ojos desencajados y húmedos de lágrimas. Su mente estaba dominada por las pesadillas y las palabras de César no eran suficiente para disiparlas.
—¿Qué debería hacer, según tú? ¿Mandar a decir al Senado que no puedo ir a la sesión que yo mismo he convocado porque mi mujer ha tenido unos malos sueños?
—No estás bien —replicó Calpurnia—. Tienes fiebre y tampoco tú has dormido lo suficiente. Se te nota.
—Ni hablar de ello. ¿Qué pensarían de mí? ¿Quiero que aprueben ingentes asignaciones de fondos para mis veteranos y no me presento porque no estoy muy bien?
Calpurnia se retorcía las manos, trataba de secarse las lágrimas que le corrían por las mejillas:
—¿Qué puedo hacer para que no salgas de esta casa? ¿Recordarte que me debes el ser rey? ¿Que no he dicho nunca una palabra ni modificado mi conducta cuando todos sabían que me traicionabas? ¿He de recordarte que siempre he custodiado tu casa con devoción incluso cuando la reina de Egipto te ha dado un hijo, incluso ahora que, estoy segura, sigue mandándote apasionados mensajes de amor?
César se volvió hacia ella de golpe, la cólera se encendía en su mirada, pero Calpurnia no dejó de acosarlo:
—¡Sí, puedes maldecirme, imprecar, despreciarme, pero haz una cosa por mí, una sola! No dejes estos sagrados muros en un día tan infausto. Nunca te he pedido nada, no te pediré nunca nada más.
Te dejaré ir sin derramar una lágrima cuando sea el momento. Hazlo por tu esposa legítima, no te pido más.
No consiguió contener las lágrimas.
César se quedó mirándola en silencio, turbado. Al fin cedió:
—Sea. Trataré de encontrar un pretexto que no me ridiculice. Y ahora te ruego que me dejes solo.
Calpurnia salió llorando y César llamó al médico:
—¡Antistio!
—Sí, César —respondió acudiendo a toda prisa.
—Manda un correo al Senado, haz anunciar que no puedo ir a la sesión. Invéntate una excusa plausible.
—Estás mal, César. ¿Es que no basta?
—No. Pero no te faltarán argumentos más serios.
—Naturalmente. Y no tengo necesidad de inventarlos.
—Ahora ve. No puedo hacer esperar a los senadores. —Antistio se echó un manto sobre los hombros y se dirigió hacia el Campo de Marte. Mientras atravesaba el foro vio pasar por el borde norte de la plaza a Casio Longino, Tilio Cimbro, Publio Servilio Casca y a otros que no conocía.
Caminaban expeditos, en grupo. Casio llevaba consigo a un jovencito, probablemente su hijo, que aquel día vestiría la toga viril.
Soplaba un viento frío de tramontana, pero el cielo estaba casi despejado y el sol lucía sobre la ciudad. A medida que se acercaba a la curia de Pompeyo, donde se iba a celebrar la sesión, Antistio veía las literas de varios nobles senadores que había aprendido a reconocer. Otros, entre los más tradicionalistas, iban a pie caminando a buen paso, otros también, fatigados por la edad, se apoyaban en un bastón o eran sostenidos por sus hijos.
Vio a Licinio Céler, Aurelio Cota, Publio Cornelio Dolabela, reconoció a un anciano senador amigo de Cicerón, Popilio Lenate, y luego a Gayo Trebonio y a otros más. Apretó el paso para llegar antes que la mayor parte de ellos y cuando llegó a su destino miró a su alrededor dándose cuenta de que los senadores estaban prácticamente presentes casi todos. No consiguió ver a Cicerón, pero sí vio a Décimo Bruto y, poco después, a Marco Junio Bruto. Torvo.
Se acercó a la mesa del senador encargado de redactar el acta de la sesión y le comunicó el mensaje:
—César no podrá venir hoy. Está indispuesto y con fiebre y ha pasado una noche agitada. Te ruega que presentes sus disculpas a la Asamblea.
Estaba aún hablando cuando se acercó Décimo Bruto:
—¿Qué pasa, Antistio?
—César está mal, no podrá venir al Senado esta mañana.
—¿Qué le pasa? No es posible.
—Es como te digo. Ha pasado una mala noche, tiene fiebre. Ha pedido que se posponga la sesión.
Décimo Bruto se dirigió al actuario:
—No informes de nada hasta que yo no vuelva.
Antistio se quedó turbado por la frialdad de Décimo Bruto, que no había preguntado siquiera qué tipo de indisposición tenía el comandante y amigo. Volvió atrás para ver qué pasaría.
Un murmullo confuso recorrió los grupos de senadores que quizá se consultaban ya acerca de los asuntos que había que tratar durante la jornada. Ahora había otra cosa que discutir. Vio muchas caras de preocupación, a algunos dejar un grupo para juntarse a otro, a otros musitar alguna cosa al oído de alguien que asentía gravemente o mostraba sorpresa, preocupación, turbación.
Salió atravesando el gran pórtico y corrió hacia casa, pero evitó acompañar a Décimo Bruto que le precedía unas decenas de pasos. Al final entró en la Regia poco después que él. E inmediatamente oyó su voz y la de César:
—César, el Senado te espera, ¿qué sucede?
César estaba tumbado en un lecho, con el rostro sombrío. Antistio entró en ese momento:
—Creo haber ya respondido —dijo—. ¿No ves que está mal? Décimo Bruto, sin siquiera volverse, se acercó a César y lo miró:
—No me parece tan grave…
—Soy yo quien decido si está grave o no —replicó Antistio—. Ha tenido también un ataque de asma —mintió—. Tiene que descansar.
Décimo Bruto dominó a duras penas su indignación contra el pequeño griego que se atrevía a llevarle la contraria. No le hizo caso y se dirigió a César:
—Has convocado al Senado, faltar sería interpretado como un insulto y un desprecio para su dignidad. En nombre de los dioses, no lo hagas. Ya tenemos bastantes problemas.
Calpurnia entró en ese momento:
—Está enfermo. Di al Senado que César no está en condiciones de presidir la sesión. Está mal, lo vería hasta un ciego.
—No presentarse sería peor que este pequeño esfuerzo. Irá en litera. Y además debe hacer solo acto de presencia: saludar al Senado, manifestar su respeto, luego disculparse por su estado de salud y volver a casa. En una hora estarás de vuelta. No presentarse sería un error político garrafal.
Alimentaría habladurías, chismes, malignidades y calumnias de todo tipo.
César se levantó para sentarse y se dirigió a Calpurnia:
—Décimo tiene razón. Me presentaré y volveré. El tiempo justo de dejarme ver y cambiar algunas palabras con los presentes y estaré enseguida de nuevo aquí. Dentro de poco comeremos juntos, Calpurnia, pierde cuidado.
Se le acercó y con tono afectuoso le dijo:
—No tienes motivo para preocuparte. Créeme.
Calpurnia lo miró destrozada y resignada. Comprendía que había perdido, tenía los ojos llenos de lágrimas sin saber el porqué. Antistio no se movió. Se quedó en el umbral mirando a César que se alejaba, acompañado por Décimo Bruto, hacia la curia de Pompeyo.
Romae, in aedibus Bruti, Id. Mart., hora tercia.
Roma, casa de Bruto, 15 de marzo, ocho de la mañana.
El muchacho llegó sin ser visto al alojamiento de Artemidoro comprobando que no había ya nadie vigilando.
—Amo —le dijo—. ¿Qué haces aquí?
—Eso mismo digo yo —respondió Artemidoro.
—Me manda Antistio. He venido a avisarte de que César ha salido de casa. Había decidido no ir porque su mujer no quería, pero luego ha venido un personaje importante que se llama como tu amo.
—¿Bruto?
—Sí. Le ha convencido, es más, casi le ha forzado a ir al Senado. En estos momentos están a punto de llegar, Antistio está preocupado, pregunta si tienes alguna noticia para él.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Artemidoro—. Rápido, llévame por donde podernos salir sin problemas.
Mientras el muchacho salía al pasillo, Artemidoro fue a su escondite, extrajo el pequeño rollo de pergamino con su relación e hizo rápidamente una copia, luego le siguió hasta una salida secundaria.
—Toma esto —le dijo alargándole el billete—. Trata de correr lo más que puedas y dáselo a César antes de que llegue a la curia. Yo le precederé en la entrada con esta otra. Uno de nosotros debe conseguirlo. Si por alguna razón no lo consigues, ve a ver a Antistio a la Domus y entrégasela nada más que a él. Dile que yo me voy directo al Senado para encontrarme con César y entregarle el mismo mensaje.
El muchacho tomó por otra calle y echó a correr para alcanzar a César antes de que llegara a su destino. Artemidoro se dirigió lo más deprisa posible hacia la curia. El muchacho interceptó al cortejo de César cuando estaba a punto de entrar en el Campo de Marte y trató de acercársele, pero el gentío era enorme. Todos querían hablarle, todos trataban de confiarle una petición. Aunque intentaba con todas sus fuerzas abrirse paso, el muchacho fue empujado hacia atrás y a un lado y casi arrojado al suelo. Lo intentó otra vez, pero tenía ya delante una barrera humana impenetrable.
Jadeante y humillado volvió hacia la Domus. Cuando llegó preguntó dónde estaba Antistio a uno de los siervos, que le respondió que se había ido. Entonces se sentó en un rincón de la cocina:
—Esperaré aquí hasta que vuelva —dijo—. He de decirle una cosa personalmente.
Artemidoro se abría paso entre la multitud que ya atestaba las calles y las plazas, sin saber siquiera por qué se tomaba tantas molestias. Tal vez pensaba que el destino le había brindado la oportunidad de cambiar el curso de los acontecimientos y que no convenía dejarla escapar.
Romae, ad Pontem Sublicium, Id. Mart., hora tercia.
Roma, puente Sublício, 15 de marzo, ocho de la mañana.
La barca se acercó al muelle, detrás del puente, y el barquero bajó debajo de cubierta:
—¡Hemos llegado, mi comandante! —exclamó—. Te has echado un buen sueñecito.
Publio Sextio abrió los ojos e inmediatamente se los tapó con la mano para protegerse de la luz fulgurante del sol, luego subió lentamente a cubierta mientras el barquero terminaba de amarrar y echaba la pasarela. El centurión desató el caballo y lo hizo bajar con cautela.
—Espera aquí —dijo—, mandaré a alguien para que te pague. Necesito el caballo.
—No te preocupes —respondió el barquero—, sé reconocer a un hombre de palabra a simple vista. Esperaré.
Publio Sextio montó a caballo y se dirigió hacia los jardines de César.
Romae, Curiae Pompeii, Id. Mart., hora quarta.
Roma, curia de Pompeyo, 15 de marzo, nueve de la mañana.
César bajó de la litera poco antes de acercarse a la curia, prefería llegar a pie como siempre. Pero había otra multitud de personas que lo esperaba en la entrada. Antonio lo vio desde las graderías y fue a su encuentro para abrirle paso, mientras Décimo Bruto lo flanqueaba para protegerlo de los gritos de la multitud. Había quien le cogía de la túnica, quien trataba de dirigirle una súplica, quien una petición, quien quería simplemente tocarlo porque él era todo lo que cada uno hubiera querido ser.
De pronto César se detuvo porque había descubierto, entre la gente que lo asediaba, a un personaje que conocía.
Espurina. El vidente.
Lo llamó:
—¡Espurina!
El hombre se volvió y los que se agolpaban a su alrededor se hicieron a un lado intuyendo que nadie podía interferir en el cruce de miradas entre aquellos dos hombres.
—Espurina —siguió diciendo César con una sonrisa irónica—. Pues bien, hoy son los idus de marzo y no ha pasado nada.
El augur lo miró intensamente como queriendo decir: «Pero ¿es que no comprendes?».
Respondió:
—Sí, pero no han pasado aún.
Luego se dio la vuelta y desapareció entre la multitud.
Artemidoro llegaba en aquel momento, sin aliento, con el corazón a punto de estallarle. No había corrido nunca así desde que, de chico, frecuentaba el gimnasio en Cnido.
Antonio se estaba acercando a César.
Décimo Bruto lo saludaba. La multitud se engrosaba a su paso. Artemidoro calculó el punto al que llegaría César al cabo de unos pocos pasos y se dirigió hacia allí; empleando los codos, logró llegar a primera fila y cuando lo vio cerca le puso en la mano el rollo casi a la fuerza diciendo:
—¡Léelo ahora!
E inmediatamente se fue, asustado por su propio gesto.
El gentío aumentó hasta tal punto que César se vio empujado casi en el aire hacia la entrada de la curia. Trató de abrir varias veces el rollo, pero la multitud de postulantes, los empujones, el gentío se lo impidieron. Otros senadores se adelantaron creando una especie de pasillo a través del cual pudiese caminar tranquilamente hasta la sala. Antonio se mantuvo detrás mientras que Décimo Bruto parecía que quisiese cambiar algunas palabras con él. En ese momento apareció Gayo Trebonio y lo cogió por un brazo, reteniéndolo en el exterior para decirle algo urgente.
César pasó muy cerca de ellos. Habrían podido tocarlo.
Romae, in aedibus Bruto, Id. Mart., hora quarta.
Roma, casa de Bruto, 15 de marzo, nueve de la mañana.
Porcia no conseguía sosegarse, la ansiedad la torturaba, trataba de calcular el tiempo de la acción que se estaba preparando, de contar los pasos de su marido y de los otros que se preparaban para la empresa, pero no podía resistir la angustia creciente que la destrozaba. Tras volver una sierva del foro, adonde había ido de compras, le preguntó si había oído noticias de Bruto. Pero al no haber obtenido ninguna respuesta que la satisficiera, llamó a un siervo y le pidió que fuera corriendo a la curia para ver si había ocurrido algo y luego, viendo que no volvía, mandó a un segundo.
La espera espasmódica dilataba para ella el tiempo en desmesura y le hacía pensar que la falta de noticias era debida al hecho de que todo estaba perdido, que la empresa había fracasado, que Bruto y sus amigos habían sido apresados y expuestos al ludibrio.
En realidad los siervos no volvían porque todavía no habían llegado.
La ansiedad se le hizo insoportable, caminaba adelante y atrás por el atrio retorciéndose las manos, sentía que le faltaba la respiración, el corazón le latía en la garganta. Trató de llegar a su aposento para tumbarse en la cama, pero el latido del corazón se volvió tan fuerte y frecuente que no podía respirar. Los bellísimos labios palidecieron, el colorido del rostro se volvió terroso, las piernas se le doblaron y se desplomó al suelo, exánime.
Las siervas acudieron gritando aterradas, trataron de reanimarla, pero todo intento fue inútil. Los gritos alarmaron a los vecinos que llegaron y vieron a Porcia inmóvil y pálida, sin signos de vida.
Se extendió la voz de que había muerto y alguien se fue corriendo a la curia a avisar a Bruto de lo sucedido.
Porcia se recuperó no mucho después y se puso de nuevo en pie. Pero ninguno de los presentes sabía que la noticia de su muerte había ya partido hacia la curia, donde Bruto apretaba el puñal y se disponía a golpear.
Romae, in Hortis Caesaris, Id. Mart., hora quarta.
Roma, jardines de César, 15 de marzo, nueve de la mañana.
Publio Sextio detuvo su caballo delante de la entrada de la villa y se dirigió al portero mostrando el titulus:
—Anúnciame a la reina. Soy el centurión Publio Sextio. Me está esperando. Luego manda a alguien a pagar al barquero que espera en el amarre del puente Sublicio.
El portero lo reconoció, le hizo seña de que lo siguiera y lo llevó al interior, a los aposentos de Cleopatra. La reina lo recibió inmediatamente:
—Estás herido —dijo viéndolo tambalearse, mortalmente pálido—. Haré que mis médicos te curen.
—No —respondió Publio Sextio—. No, no hay tiempo. Escucha, reina, he cumplido con el cometido que me asignaste: cuento con indicios importantes para creer que hay en marcha una conjura para matar a César. Y el hecho de que por todos los medios se haya tratado de impedirme que llegara a la ciudad e incluso matarme me hace pensar que la cosa es inminente. Ahora permíteme reunirme con él y avisarle personalmente.
Cleopatra pareció dudar:
—¿Estás seguro?
—No, reina. Seguro no, pero es altamente probable. ¿Dónde está él ahora? He de estar a su lado.
—Está en la sesión del Senado —respondió Cleopatra.
—Toma todas las precauciones posibles para asegurar que estés a salvo. Yo tengo que ir. Luego explicaré todo lo que he conseguido saber.
—Espera —dijo la reina.
Pero Publio Sextio se había ido ya. Ella entonces llamó al ayo del niño:
—Prepara al príncipe —ordenó—. Y haz que tengan lista mi nave. Hemos de estar preparados para partir en cualquier momento.
El ayo, un eunuco de piel cetrina, se alejó solícito.
Romae, Curiae Pompei, Id. Mart., hora quinta.
Roma, curia de Pompeyo, 15 de marzo, diez de la mañana.
Marco Junio Bruto trataba de dominar el latido del corazón y buscaba en todo momento la mirada tranquilizadora de Casio. Los otros conjurados no estaban en una situación mejor que la suya. Cada movimiento, cada palabra inesperada los hacía estremecerse.
Publio Servilio Casca se sobresaltó cuando un senador lo cogió por el brazo y se sintió aún peor cuando, tras aferrarle la mano, le susurró:
—¿Sabes? Bruto me ha contado el secreto que escondes… Casca se vio perdido, estuvo a punto de no controlarse y comenzó a balbucear:
—No es posible, él no…
Pero el hombre prosiguió:
—Sé que quieres presentarte a candidato para ser edil. Y Bruto me ha dicho cómo te las has arreglado para conseguir todo el dinero con el que financiar tu campaña electoral.
Casca soltó un suspiro de alivio y recuperó el control de sí mismo, lo suficiente para despedirle bruscamente:
—No acepto insinuaciones de este tipo, mi comportamiento ha sido siempre intachable.
Bruto se había acercado a Casio y estaba conversando en voz baja con él cuando se les aproximó con expresión cordial el viejo Popilio Lenate, uno de los ancianos del augusto consejo, e hizo un aparte con ellos musitando:
—Os deseo que llevéis a cabo vuestro plan. Pero hacedlo pronto, pues una cosa así no puede permanecer por mucho tiempo oculta.
Dicho esto se alejó deprisa dejando a Bruto y a Casio consternados.
¿Tal vez Popilio lo sabía? ¿Y cuántos más como él? Entre tanto César había llegado casi al umbral de la sala. Popilio fue a su encuentro y Bruto lo vio:
—¡Mira! —dijo—. Se está acercando a César… Se acabó, amigo mío, estad preparados para darnos una muerte honorable. ¡Que nuestra sangre caiga sobre el tirano! Pasa la palabra a los demás.
Blandió el mango del puñal bajo la toga. Casio pasó la palabra a Poncio Aquila, al que tenía a su lado, quien se dirigió a su vez a Rubrio Ruga y este a Gayo Casca.
Popilio Lenate comenzó a charlar con César con actitud desenvuelta y los dos conversaron durante un rato sin prestar atención a nada más. Nadie conseguía captar sus palabras.
Los conjurados, avisados por la voz que había corrido, apretaron el puñal y se acercaron cada uno al compañero con el que tendría que intercambiar dentro de poco el golpe letal.
Pero no sucedió nada.
Popilio tenía aspecto de preguntar y no revelar nada. Besó la mano de César, que pareció responderle con palabras tranquilizadoras.
Bruto miró entonces a los otros con una expresión alentadora, asintiendo con la cabeza como queriendo decir que no había peligro. Todos se calmaron.
En aquel momento llegó un mensajero sin aliento preguntando por Bruto. Le vio y se acercó jadeando. Conteniendo a duras penas la emoción dijo:
—Señor, tu mujer, Porcia…
—Habla, ¿qué ha pasado?
—Está muy mal, o quizá…
—¿Qué? —insistió Bruto aferrándole por las ropas.
—… quizá ha muerto —respondió el criado y salió a escape.
Bruto inclinó la cabeza destrozado. Hubiera querido correr al lado de Porcia, pero no podía abandonar a sus amigos en aquel momento. Para él, fuera como fuese, la jornada sería funesta.
Casio apoyó una mano sobre su hombro.
César fue a sentarse.
Un breve cruce de miradas entre Casio y Tilio Cimbro desencadenó la acción siguiente.
Cimbro se acercó a César.
—¿Qué pasa, Cimbro? —le preguntó éste—. No me pidas de nuevo que mande llamar del exilio a tu hermano. Ya sabes lo que pienso acerca de ello y no he cambiado de idea.
—Pero César —replicó Cimbro—. Te ruego…
Y diciendo esto se agarró a la toga, que se resbaló de los hombros.
Era la segunda y definitiva señal. Casca, que se había colocado detrás de César, asestó el golpe.
César dio un grito.
El rugido del león herido retumbó en la sala y en el exterior.
Gritó: «¡Es un ataque!» y antes de que el puñal lo golpeara torció el busto empuñando el estilo para traspasar el brazo del atacante. La mano de Casca tembló y el segundo golpe le hirió solo de refilón. Pero no tenía ya escapatoria: hacia dondequiera que César se volviese veía un puñal esgrimido contra él.
Todo el Senado se encendió de gritos. Alguien vociferó el nombre de Cicerón.
Ausente.
Fuera, Antonio se volvió instintivamente hacia la sala, pero la mano de Gayo Trebonio le clavó contra la pared:
—Déjalo estar. Ahora ya está hecho.
Antonio, aterrado, huyó.
Gayo Trebonio blandió a su vez el puñal y entró.
César trataba aún de defenderse, pero los tenía a todos encima. Le golpeó Poncio Aquila y Casio Longino y de nuevo Casca y Cimbro, Ruga y el mismo Trebonio…
Todos querían hundir el puñal en el cuerpo de César y se enredaban unos con otros o incluso se herían. César se debatía furiosamente gritando y echando sangre por cada herida. La ropa se había teñido de rojo y un charco encarnado se ensanchaba en el suelo. A cada movimiento suyo los conjurados lo acorralaban, lo acosaban como a una fiera en una trampa, sin dejar de golpear tanto más duramente cuanto la víctima era más incapaz de defenderse o incluso de moverse.
El último, Marco Junio Bruto.
En la ingle.
César murmuró algo, mirándolo fijamente a los ojos, y se dejó caer.
Se echó la toga encima de la cabeza como un sudario en un postrer intento de salvar su dignidad y se desplomó a los pies de la estatua de Pompeyo.
Los conjurados levantaron los puñales ensangrentados gritando:
—¡El tirano está muerto! ¡Sois libres!
Pero los senadores huyeron abandonando precipitadamente los escaños y desaparecieron en el exterior.
Los poquísimos que se habían quedado, casi todos partidarios de la conjura, siguieron a Casio y a Bruto, que cruzaron la ciudad en dirección al Capitolio gritando a los pocos viandantes espantados:
—¡Sois libres! ¡Romanos, ahora sois libres!
Nadie se atrevía a unirse a ellos. Atrancaron puertas y ventanas, cerraron las tiendas, el terror y el espanto cundían por doquier.
Un viejo mendigo con la piel sonrosada por la sarna apenas si se dignó dirigirles una mirada.
Para él no cambiaba nada.
Romae, Curiae Pompeii, Id. Mart., hora quinta.
Roma, curia de Pompeyo, 15 de marzo, diez de la mañana.
Publio Sextio se presentó de improviso al galope y saltó a tierra delante de la gradería de la curia sobre la que goteaba sangre desde la sala.
El corazón se le encogió en el pecho.
Subió los escalones uno a uno seguro ya de lo que había sucedido, embargado por una infinita desesperación. Todo su esfuerzo había sido inútil.
Ante sí apareció de golpe la escena: el cuerpo desfigurado, las ropas manchadas de sangre. La expresión impasible de la estatua de Pompeyo.
El silencio. También este ensangrentado.
De detrás del pedestal apareció Antistio que lo había reconocido, los ojos llenos de terror y de lágrimas.
—Ayúdame —le dijo.
En aquel momento entraron tres de los cuatro siervos de la litera llevando la camilla plegable que siempre tenían preparada con la litera, siguiendo instrucciones de Antistio. La depositaron en el suelo.
Publio Sextio cogió el cuerpo por los hombros y lo acomodó sobre la camilla, mientras que Antistio lo levantaba por los pies. Lo recubrieron lo mejor posible con la toga empapada de sangre.
Los camilleros levantaron el pequeño féretro y se dirigieron hacia la salida.
Publio Sextio desenvainó la espada y la alzó, firme en el último saludo a su comandante que era levantado y conducido fuera de la sala. En ese mismo instante, el brazo de César resbaló fuera de la camilla balanceándose a cada movimiento de los porteadores. Y aquella fue la última imagen que se grabó en la mente de Publio Sextio llamado el Báculo: el brazo que había domado a los celtas y a los germanos, a los hispanos, a los pónticos, a los africanos y a los egipcios, que colgaba en el aire, apéndice inerte de un cuerpo sin vida.
Viae Cassiae, ad VIII lapidem, Id. Mart., hora decima.
Octava milla de la vía Cassia, 15 de marzo, tres de la tarde.
Rufo llegó a la carrera a la estación de la octava milla, meta anhelada, incitando a su caballo al último esfuerzo. Saltó a tierra pasando por entre dos centinelas con su distintivo de speculator bien a la vista.
—¿Dónde está el oficial jefe? —preguntó mientras se acercaba al cuerpo de guardia.
—Dentro —respondió uno de los centinelas.
Rufo entró y se presentó al joven decurión de servicio:
—Mensaje del servicio de la República. Prioridad absoluta y máxima urgencia…
El decurión se puso en pie:
—… el mensaje es: «El águila está en peligro».
El decurión lo miró sombrío.
—El águila está muerta —respondió.