Viae Cassiae, ad X lapidem ab Ocriculo, Id. Mart., tertia vigilia.
Vía Cassia, décima milla desde Ocricoli, 15 de marzo, tercer turno de guardia, medianoche.
Lejos, en la vía Cassia desierta y azotada por el temporal, Rufo continuaba avanzando al galope bajo el crepitar de la lluvia, calado, con el pelo pegado a la frente. El resuello de su caballo, el repicar obsesivo de los cascos sobre el terreno, la misma luz de los rayos, le llenaban de una excitación creciente, de una poderosa energía. De golpe sintió que aquel ritmo se interrumpía, que la respiración del animal se transformaba en un estertor y tiró de las riendas hacia sí.
Un relámpago le descubrió delante durante un instante la piedra miliar que señalaba la distancia de la Urbe. Saltó a tierra y se quedó inmóvil bajo la ira del cielo acariciando el morro de su caballo que echaba espumarajos, humeante de vapor. Se emocionó a la vista de tamaño esfuerzo y le quitó las bridas para dejarlo libre y proseguir el último trecho con el otro.
—Adiós, amigo, y buena suerte —le dijo y, montando en el segundo caballo, espoleó, lanzándose a través de la cortina de agua que caía de lo alto. El animal, dejado libre, relinchó y lanzó unas coces al cielo, luego se detuvo y se quedó inmóvil con la cabeza gacha bajo el diluvio.
Romae, in Domo Publica, Id. Mart., tertia vigilia.
Roma, residencia del pontífice máximo, 15 de marzo, tercer turno de guardia, una de la mañana.
César volvió a su morada acompañado por Antonio. Estaba sombrío y taciturno.
—¿Algo te ha turbado, César? —preguntó Antonio.
—No. Pero no me siento bien. Estoy cansado, desde hace tiempo no consigo descansar lo suficiente. Las preocupaciones me agobian, las responsabilidades me pesan como nunca antes.
Temo no poder llevar a cabo mi tarea, perder mi dignidad.
—Eso también me ha pasado a mí. Durante mi consulado me vi varias veces en esa situación, cometí errores que no hubiera esperado… Quizá no estemos hechos para la política. Nuestro puesto está en el campo de batalla. Una vez a la cabeza de tus legiones recuperarás la fuerza y la confianza en ti mismo. Y yo contigo.
—Es posible —respondió César—. Pero el hecho es que ahora me siento así y no creo que las cosas vayan mejor mientras siga en Roma. Y la ausencia prolongada de Silio no me ayuda.
—No sabía que Silio estuviese ausente, ¿qué ha pasado?
—Ayer por la tarde, después de que os fuisteis, me pidió dejar la casa y me dio a entender que se trataba de un encuentro galante. No estoy preocupado por ello, pero desde entonces no se le ha vuelto a ver el pelo y no sé qué pensar.
—Ya verás como no tarda en aparecer, es un hombre que sabe lo que se hace. De todas formas, nos tienes a nosotros, César. Estamos a tu lado y sabes que puedes contar con nosotros. Mañana nos veremos en el Senado.
César lo miró y, durante un instante, la escena de las Lupercales le asaltó de un modo tan vívido y real que creyó ver en las manos de Antonio la corona de oro que este se disponía a ceñirle. Ya habían hablado de ello, el mismo día, en un enfrentamiento furibundo. Antonio se había excusado diciendo que no se había dado cuenta de la situación. César no dijo nada y entró.
Antistio le esperaba con la poción. Calpurnia le había hecho preparar un baño para que se relajase antes del descanso. Un trueno rugió sobre la ciudad.
Calpurnia se sentó al lado de la bañera. La luz de las lámparas difundía un reflejo dorado en sus mejillas. Calpurnia era dulce en esos momentos, una agradable compañera. César le rozó la mano.
—¿Sabes? Antistio ha traído consigo a un muchacho.
—¿Un muchacho? Es curioso. ¿Sabes quién es?
—No, ha dicho que se ha refugiado en su casa porque su amo lo molía a palos.
—Si Antistio ha pensado en tenerle con él, habrá una razón. Seguramente se pondrá en contacto con su amo para hacerle entender que no debe seguir haciendo más daño al muchacho.
Calpurnia se encogió de hombros:
—Así será. Pero yo lo encuentro extraño. Deberías de preguntarle.
César cambió bruscamente de tema:
—¿Conoces al augur Espurina? —le preguntó.
Calpurnia se mostró sorprendida:
—Sé quien es, pero nunca he hablado con él.
Le habría gustado añadir que aquel hombre inquietante formaba parte del círculo de otra mujer, su rival. O bien habría preferido callar, pero sintió que César deseaba hablar y prosiguió:
—Dicen que es un vidente. Conozco a personas que le consultan. ¿Por qué me lo preguntas?
César dudó, como si tuviese que vencer un freno:
—El otro día me lo encontré —dijo por fin.
Y la escena se reprodujo nítida en su mente. El efecto terrible de su enfermedad le representaba el pasado con imprevista intensidad. Se sentía inmerso en el acontecimiento que le volvía a la memoria y su misma voz le llegaba lejana, como si fuese la de otra persona ocupada en describir lo que veía en ese momento:
—Tiene un aspecto espantoso, ojeras profundas, oscuras, un rostro demacrado, macilento.
Luego no oyó nada más, solo veía los labios de Espurina moverse sin emitir sonido alguno.
Meneó la cabeza como para ahuyentar la visión y en aquel instante oyó la voz de Calpurnia que pronunciaba con angustia unas pocas palabras:
—Los idus de marzo son hoy.
César no había comprendido. Respondió con voz opaca:
—Efectivamente.
Ninguno de los dos dijo nada más. Solo se oía el gorgoteo del agua que manaba de una boca de sátiro de mármol dentro de la tina.
Calpurnia rompió el insoportable silencio:
—Los videntes y los oráculos son ambiguos por naturaleza, de modo que cualquier cosa que suceda puedan decir siempre que la previeron.
—Es cierto —respondió César—, pero ¿por qué los idus de marzo?
—¿Por qué no? —replicó Calpurnia—. Habría podido decir cualquier otra fecha.
Pero su voz delataba preocupación.
—Yo no lo creo —respondió César—. Pensaba en algo concreto: se lo leí en los ojos. Yo sé leer en los ojos de los hombres. Lo he hecho muchas veces: los ojos de mis soldados, de mis oficiales.
Tensión, miedo mal disimulado, malhumor, resignación. Un comandante debe saber leer en los ojos de los hombres.
Calpurnia trató de defender su hipótesis:
—Tal vez ha visto una enfermedad, o la pérdida de una persona querida, o…
—… la pérdida de todo —concluyó César, taciturno.
Los ojos de Calpurnia se llenaron de lágrimas:
—Ya sabes que no puedo soportar esta clase de conversaciones. Yo no tengo ese tipo de fuerza.
He soportado muchas cosas…, lo sabes, sin faltar a mi dignidad de esposa de César. He soportado hasta la falta de hijos, no haber podido darte un heredero. Pero esto no.
Rompió a llorar.
César salió del baño y se envolvió con un paño de lino. Rozó con la mano la cabeza de Calpurnia:
—No llores, te lo ruego. Estamos todos muy cansados y yo me siento solo. Silio no vuelve. De Publio Sextio no tengo noticias desde hace días. Ven, tratemos de descansar.
Estalló un trueno encima de la Regia y el cielo abrió sus esclusas. Un chaparrón, mezcla de granizo, crepitó sobre el tejado del edificio e inmediatamente después se oyó el ruido de los vierteaguas. Cada antefija en el tejado vomitó por la boca un chorro de agua turbia sobre el suelo, los relámpagos iluminaron de gélida luz la mueca de las máscaras satíricas.
En el lecho nupcial, Calpurnia se acercó a su esposo y le pasó un brazo sobre el pecho, apoyó una de sus mejillas en el hombro. Lo mantuvo así hasta que sintió que su respiración se hacía más profunda y regular y que Julio César dormía. Entonces también ella se abandonó al sueño, acunada por el ruido del agua sobre el tejado.
Romae, in Domo Publica, Id. Mart., tertia vigilia.
Roma, residencia del pontífice máximo, 15 de marzo, tercer turno de guardia, dos de la mañana.
La estatua de mármol de Julio César a la entrada de la Regia relucía bajo el crepitar de la lluvia. El dictador perpetuo mantenía el brazo alzado en el gesto alocutorio y la coraza que llevaba, esculpida en un mármol gris, parecía verdadero metal. Un relámpago la iluminó e inmediatamente después un rayo le dio de lleno, desintegrándola. Los pedazos cayeron al suelo rodando ruidosamente por la gradería de la entrada. En el pedestal quedaron solo las piernas truncadas debajo de las rodillas y los pies envueltos por las tiras de las sandalias militares.
Despertada de sobresalto por el estallido del rayo, Calpurnia saltó de la cama y vio que los batientes de la ventana se habían desgoznado y golpeaban ruidosamente contra el muro exterior.
Vio la estatua hecha pedazos y gritó aterrada. Un grito agudo y prolongado que César interrumpió estrechándola contra sí en la cama.
—Cálmate, no es más que una ventana que bate el viento.
—¡No! —respondió Calpurnia—. ¡Mira, un rayo ha caído sobre tu estatua y la ha hecho pedazos! Es un presagio terrible…
Se levantó y fue corriendo hasta el antepecho, seguida por César, que había tratado en vano de detenerla.
César miró abajo. La estatua estaba en su sitio.
—No ha sido más que un sueño —dijo—. No ha pasado nada. La estatua está intacta.
Calpurnia se acercó dubitativa como si temiese mirar. César tenía razón: la estatua, erecta sobre el pedestal, brillaba por la lluvia a cada relámpago.
—Ahora vuelve a dormir —dijo César—. Trata de calmarte.
Y mientras pronunciaba aquellas palabras sentía crecer el terror por un ataque de su mal. Notaba que un sudor frío le bañaba la frente. Fue a la planta baja con la excusa de ir a por un vaso de agua y se acercó a la habitación de Antistio para despertarlo, pero al final desistió.
Había sido una impresión. Tal vez una pesadilla, como la de Calpurnia.
Entró en su escritorio donde ardían aún las lucernas de aceite colgadas de un gran candelabro de bronce. Su mirada se posó sobre la mesa donde en un atril había extendido el rollo de sus Comentarios a la guerra de las Galias. Le puso la mano encima y lo hizo correr, desenrollándolo por una parte y enrollándolo por la otra. Como por casualidad, se detuvo en el capítulo de la gran batalla contra los nervios y vio la escena, tan intensa y física, que le pareció oír los gritos y sentir el olor acre de la sangre.
Él luchaba en primera línea, un galo gigantesco lo golpeaba con el hacha, le rompía el escudo. Él se defendía con la espada, pero resbalaba en el terreno viscoso de sangre, se caía de rodillas, sí, estaba a punto de caer muerto cuando Publio Sextio, herido varias veces, se lanzaba sobre el enemigo traspasándolo de parte a parte con la espada. Luego le daba la mano y lo ayudaba a levantarse.
—¡Lo conseguiremos, mi comandante!
—¡Lo conseguiremos, centurión!
Una voz resonó a sus espaldas:
—César…, ¿qué haces aquí? He oído ruidos… ¿Por qué no tratas de descansar? ¿Te preparo un poco más de tu poción?
—Antistio… No, he bajado a tomar un vaso de agua y me he detenido… a apagar las lámparas.
—¿Cómo te sientes?
—Creo que estaba a punto de sufrir un ataque, pero no, estoy bien.
—¿Noticias de Silio?
—No, lamentablemente.
—¿Y de Publio Sextio?
—Tampoco. Pensaba mandar un mensaje al punto de enlace, por si lo veían…
—Ya lo ha hecho Silio, me lo ha dicho él. Si llega, lo detendrán para decirle que venga inmediatamente a donde tú estés.
—Bien…, bien… —asintió César meditabundo—. Entonces me vuelvo a la cama.
Apagó las lucernas, una tras otra murmurando para sí:
—¿Dónde estás?, ¿dónde estás, Publio Sextio?
Romae, in Domo Publica, Id. Mart., ad finem quartae vigiliae.
Roma, residencia del pontífice máximo, 15 de marzo, final del cuarto turno de guardia, seis de la mañana.
César estaba ya en pie, pues, turbado por la pesadilla de Calpurnia, había dormido unas pocas horas.
Antistio lo oyó, se puso una camisa de noche y fue a la cocina a preparar una poción caliente de hierbas aromáticas y se la llevó a su escritorio. Se oía de occidente el sonido de la bocina anunciando el último turno de guardia.
—Sale el último turno de guardia.
—Sí. Hoy será una jornada larga y fatigosa, primero la sesión en el Senado, luego la reunión restringida con tu estado mayor, la ceremonia en el Capitolio al final de la tarde. Y tienes otra invitación a cenar…
—Tráeme un manto —respondió César—. Tengo frío.
—¿No te sientes bien?
—Siento estremecimientos y me duele la cabeza. —Antistio trató de bromear:
—El vino de Lépido no tiene fama de ser de los mejores.
—No creo que sea culpa del vino. Hace tiempo que no consigo descansar.
Antistio le tocó la frente:
—Tienes fiebre. Ahora échate y trata de relajarte. Te haré preparar algo que te haga sudar.
César se tumbó en un lecho y se llevó una mano a la frente. Hubiera querido pedir noticias de Silio y de Publio Sextio, pero tenía el convencimiento de que no podía albergar esperanzas.