17

In Monte Appennino, Lux insomnis, pridie Id. Mart., tertia vigilia.

Montes Apeninos, Lux insomnis, 14 de marzo, tercer turno de guardia, una de la mañana.

Publio Sextio había tomado posesión manu militari de la estación. Se había impuesto por la fuerza al grupo de auxiliares del cuerpo de ingenieros mostrando el titulus y el persuasivo y nudoso signo de su grado, luego se había trasladado a la torre de señalización para transmitir la contraorden y salvar la vida de Rufo y Vibio a los que no conocía, pero que estaba seguro de que eran dos valientes jóvenes y valerosos servidores del estado. Encender el fuego para el faro no había sido una tarea baladí. El tiempo había empeorado, las nubes habían tapado la luna y haces de rayos descargaban sus llamas sobre las cimas de los montes azotadas por un viento impetuoso. Había empezado a llover intermitentemente. Estaba angustiado, la percepción del tiempo que transcurría le pesaba sobremanera en el ánimo y la mente calculaba continuamente el trecho de itinerario que habría podido recorrer en el ínterin de no haber interrumpido su carrera. Pero ¿para ir adónde? La única manera de detener a los sicarios era la luz, Lux insomnis, como el nombre en código de la estación. Pero cuando finalmente estuvo en condiciones de transmitir nadie respondió.

—Responde, bastardo borracho, responde —gruñía Publio Sextio entre dientes, pero ninguna luz se encendía en los Apeninos, más que la lívida de los relámpagos. Publio Sextio abandonó la azotea de señalización y bajó a la habitación donde desplegó sobre la mesa el itinerario que le había entregado Nebula. Apoyó en él una lucerna y con un dedo siguió el recorrido hasta el punto en que tendría que cruzar la vía Cassia.

—Demasiado lejos —murmuró—. No lo conseguiré nunca. Tengo que seguir adelante por mi camino. ¡Que la fortuna os sonría, muchachos!

Salió, montó a caballo y espoleó.

En realidad, allí arriba, en la estación, habían recibido sus señales, pero no podían hacer otra cosa que permanecer refugiados en su alojamiento porque el temporal que castigaba el edificio era de una violencia inusitada. Nubes hinchadas de tempestad, orladas de blanco, agitadas por los relámpagos y por los rayos descargaban sobre la torre de señalización una fuerte granizada. Los granos de hielo estallaban al impacto con las losas del suelo de piedra fragmentándose en mil pedazos que brillaban cual diamantes a la luz intermitente de los relámpagos y hacían retronar toda la construcción como si fuese el blanco de mil catapultas.

Habían comprendido mirando por las pequeñas ventanas con alféizar de la torrecilla y el jefe de puesto se preguntó qué sucedería en Roma si llegaban mensajes tan contradictorios. Pero la larga duración de las guerras civiles le había enseñado a no hacerse demasiadas preguntas y a cumplir las órdenes con tal de que el código fuese preciso. Ahora el mensaje decía anular la orden de interceptación de dos speculatores y debía ser inmediatamente cumplida. Se le ocurrió entonces la idea de destinar a un hombre, ante cualquier eventualidad, para detener la orden de matar. Era un muchacho delgado, casi esquelético con la mirada permanentemente perdida. No tenía un solo pelo en la barba, nada más que una leve pelusilla, como la de los pollitos. Por eso le llamaban Pullus.

No tenía ni padre ni madre, o mejor dicho, los tenía, como todos, pero nadie sabía quiénes eran.

En la práctica lo había criado el ejército y él, a fin de resultar útil, hacía cualquier cosa: de mozo de cuadras, de panadero, de cocinero, de pinche, pero lo que mejor se le daba era correr. Podía correr durante días y noches enteros, ligero como una pluma, animado por una energía que no se sabía de dónde sacaba. Cierto que no podía correr más que un caballo, pero cuando se trataba de moverse por unos lugares impracticables y escarpados Pullus no le iba a la zaga a nadie, triscaba como una cabra, trepaba como una gamuza, saltaba de una aspereza a otra con una ligereza y una elegancia que contrastaban con su aspecto grácil y falto de gracia.

El jefe de puesto le entregó un documento cifrado con su sello y le ordenó que no se detuviese ni un momento hasta haber interceptado la orden. Contaba con una ventaja: el mal tiempo y el conocimiento de cada depresión del territorio que le permitía acortar, atajar y simplificar cualquier itinerario.

Pullus partió al instante, bajo la lluvia y el granizo, protegiéndose con un escudo que mantenía sobre su cabeza. La granizada descargó furibunda sobre su elemento protector durante un rato y cuando cesó Pullus escondió el escudo dentro de un matorral, volviendo a partir más rápido aún. No tenía ninguna duda ni incertidumbre, corría por los senderos inundados de agua levantando salpicaduras que le mojaban hasta los ojos. Corría a través de los campos todavía desnudos, por debajo de los árboles sin hojas, a través de los caseríos adormecidos. Los perros ladraban al resonar de sus pasos rápidos y ligeros, como los del dios de los ladrones, y luego enmudecían inmediatamente porque los pasos se habían desvanecido en la nada tal como habían llegado.

Mientras corría el joven e infatigable corredor pensaba, pensaba en cómo podría salvar a dos de ellos o, si tenía que elegir, dejar morir a uno, pero ¿a cuál de ellos?, y salvar al otro. Ante todo pensó en quiénes podían ser los dos speculatores y, tras descartar algunas hipótesis, llegó a circunscribir dos nombres, los más probables, dos rostros, dos voces, dos amigos, entre los pocos que tenía. Incluidos el perro de la estación y la cabritilla que ordeñaba cada mañana.

¿Vibio y Rufo? Apostaría por la cabritilla. Y si eran ellos no tendría que elegir porque conocía su modo de moverse: la moneda decidía quién iba y adónde. Hacía también cálculos: habían partido sin duda de Lux fidelis a lo largo del curso alto del Reno hacía más de cinco días, dos de ellos de mal tiempo. El que bajaba hacia el este había tenido primero un viaje fácil y luego más difícil, el que afrontaba directamente la montaña se había encontrado primero un camino casi intransitable y luego más rápido. Se propuso interceptar al primero, ya fuese el uno o el otro, y empezó a correr más deprisa todavía a través de los campos y de los bosques, atajando por la dirección más corta, siguiendo su innato sentido de la orientación en la oscuridad, como un ciego que se mueve guiado por el instinto. Llegó por la mañana al camino a pocas millas de una importante estación y se detuvo a esperar. Si no andaba errado en sus suposiciones, uno de los dos tenía que llegar antes de la tarde. Entró en la mansio y presentó el código que anulaba la primera orden y exigía transmitir la contraorden a las siguientes estaciones hasta Roma. Un mensajero partió casi de inmediato.

Una vez que hubo cumplido con su deber habría podido regresar a Lux insomnis, pero no se veía con ánimos, y en caso de que se tratase de sus amigos prefería esperar a ver si se había salvado al menos uno o si su aviso había llegado demasiado tarde. Había dejado de llover, pero Pullus estaba calado hasta los huesos y temblaba de frío. De vez en cuando se ponía a correr de nuevo en círculo para calentarse y oteaba el horizonte, el camino mojado por la lluvia que bajaba desde septentrión.

Pasó un carro tirado por un mulo y el carretero echó una mirada distraída al extraño personaje que corría en torno a una piedra miliar, pasó luego un pastor con un rebaño de ovejas y un campesino que acicateaba a una vaquilla por el costado izquierdo. El trasiego de gente fue en aumento con el paso de las horas, pero no se veía aparecer aún a nadie de los que esperaba. Hasta por la tarde no apareció un jinete y luego otro, a escasa distancia. El segundo avanzaba con dificultad.

El primero se detuvo a esperar y Pullus lo reconoció: ¡Rufo!

—¡Rufo! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Rufo! —El jinete saltó al suelo y fue a su encuentro:

—¡Pulle! Sabía que te encontraría.

Lo abrazó, y habría podido contarle todas las costillas y todas las vértebras, flaco y agotado como estaba.

De pronto llegó también el segundo jinete: Vibio. Llevaba grabadas en el cuerpo las señales de un enfrentamiento violento y su caballo estaba muy fatigado, debía de haber galopado quién sabe durante cuánto tiempo.

—¿Cómo es que vais los dos juntos? —preguntó Pullus.

—Ayer por la mañana —respondió Vibio—, mientras me acercaba a la quinta mansio por mi itinerario dos individuos armados trataron de pararme y, aunque yo opuse resistencia, eran demasiado fuertes, por lo que me largué y corrí hasta quedar sin aliento y dejarlos atrás. En ese momento, como otras veces, traté de alcanzar a Rufo: siempre preparamos un plan de reserva y una segunda cita. Pero cúbrete o te dará algo.

Cogió de la alforja una manta seca y se la echó sobre los hombros. Pullus recuperó un poco de color. Y también parte de la voz.

—Hemos recibido dos mensajes en la estación; el primero decía que interceptásemos a dos speculatores a toda costa. Y no ha hecho falta mucho para pensar en vosotros. El segundo, esta noche, trataba de anular el primero y comenzaba con el código del ejército. No hemos podido responder debido al mal tiempo, pero he partido enseguida y no me he detenido hasta llegar aquí. El mensajero con la contraorden partió esta misma mañana, y no deberíais de tener más problemas.

—Yo siempre supe que podíamos contar contigo —dijo Rufo—. Pero ¿quién puede haber dado la contraorden?

—No lo sé, no me dejaron tiempo siquiera de preguntarlo. —Luego añadió—: ¿Ahora qué haréis?

Vibio se dirigió a su compañero:

—Sigue tú. Te dejo también mi caballo. Descargado se cansará menos. Y así podrás alternar uno y otro recorriendo más camino.

Rufo ató el caballo de su compañero a los arreos del suyo, mientras Vibio descargaba la alforja de los víveres y la cantimplora del agua. Luego se despidieron.

—Quién sabe si no nos hemos dado esta paliza en balde —dijo Vibio.

—No pediría nada mejor —respondió Rufo.

—Buena suerte, amigo.

—Buena suerte a vosotros. Sed prudentes.

—Nadie se preocupará de dos que van a pie —respondió Pullus con una sonrisa cansina.

Rufo saltó sobre el caballo y partió llevando consigo la cabalgadura descargada de su compañero.

Vibio y Pullus se pusieron en camino.

Caupona Fabulli ad flumen Tiberim, pridie Id. Mart., hora nona.

Posada de Fábulo junto al río Tíber, 14 de marzo, dos de la tarde.

Publio Sextio reconoció la posada de lejos y se detuvo. El tiempo había mejorado, pero no del todo, y si el aspecto del cielo no le engañaba empeoraría de nuevo por la noche. Debía acercarse lo máximo posible a la meta para no perder otro día. Quizá un día más o menos no cambiase nada, pero su experiencia en los campos de batalla y por las vías del imperio le había enseñado que en muchos casos una sola hora más o menos podía decidir la suerte de una batalla, e incluso de una guerra, y que en cualquier caso era preferible adelantarse a cualquier acontecimiento que el destino le tuviese preparado. Si el acontecimiento era favorable nada cambiaría. Si era desfavorable o catastrófico, habría más tiempo para evitarlo, o al menos para limitar sus daños.

Lo que más habría deseado en aquel momento era tumbarse en una cama y relajar los miembros torturados por el cansancio y las interminables cabalgadas, comer algo y tomarse un vaso de vino tinto y fuerte, pero decidió tumbarse en el suelo sobre la manta a la sombra de un olivo secular, comerse un pedazo de queso y ablandar el pan con agua. Mejor no exponerse a desagradables encuentros tras el que había tenido ya.

Durmió como se solía hacer en esas situaciones, sin perder nunca del todo la conciencia y el sentido del tiempo que pasaba. Había dejado al caballo libre de pastar, convencido de que no se alejaría. Cuando se sintió algo recuperado, llamó a su animal con un silbido y reanudó el camino.

Tomó por la misma dirección durante un rato, para no acercarse demasiado a los lugares frecuentados, pero luego volvió a las inmediaciones de la vía Cassia para evitar encontrarse de nuevo frente a cursos de agua imposibles de cruzar. Los puentes de piedra, después de todo, no se hundían nunca.

El terreno se hacía cada vez más accidentado y se vio obligado a volver por la calzada, avanzando por los desmontes del lado de la parte pavimentada de piedra. Por aquel trayecto al menos podía ir más rápido y volver a ganar parte del tiempo perdido. La fortuna parecía sonreírle y consiguió cambiar de caballo en una alquería cerca de Sutri, con lo que evitar entrar en un lugar frecuentado. El criador aceptó la diferencia de precio entre el caballo que dejaba y el que adquiría y Publio Sextio empezó a correr. Iba directo a la orilla del Tíber, pasada la vía Cassia, donde finalmente se embarcaría.

Sentía que su misión estaba a punto ya de tocar a su fin, que pronto podría entregar el mensaje e inmediatamente después se presentaría a César para comunicárselo también a él.

Pero de pronto, mientras el sol se ponía tras las colinas, en medio de la calle apareció un jinete que le cerraba el paso empuñando una espada desenvainada.

Al principio pensó en echarse atrás, pero dos cosas se lo impidieron: no lo había hecho nunca en su vida, nunca había vuelto la espalda, y estaba lleno de curiosidad. De curiosidad de ver quién se atrevía a presentarle cara a solas a Publio Sextio. Traidor o enemigo, cualquiera que fuese merecía enfrentarse a él. Llevó el caballo al paso, desenvainó la espada y avanzó por el centro del camino.

El otro hizo lo mismo. Cuando estuvieron a unos cincuenta pies de distancia Publio detuvo su cabalgadura y fue el primero en hablar:

—Quién eres? ¿Y qué quieres?

—¿De qué te sirve saber quién soy cuando estás a punto de morir?

—Pura curiosidad.

—Sergio Quintiliano. ¿Te dice algo este nombre?

Su adversario ahora se había detenido, y con la izquierda trataba de retener al caballo que resoplaba y coceaba a la vista del otro semental que se le oponía.

El jinete siguió avanzando hasta escasa distancia de él.

—Farsalia —añadió—. ¿No te refresca esto la memoria? —Publio lo reconoció.

—Sí —respondió—. Ahora recuerdo. Te perdoné la vida en el campo de batalla.

—Después de haber dado muerte a mi hijo, que se había situado enfrente de ti para defender a su padre herido.

—Imposible detener el ardor del combate, en la guerra no se pueden hacer distinciones, pero cuando me di cuenta no quise hacer ningún daño. Así que déjame pasar, pues cada uno de nosotros tiene sus pesadillas.

—Deberías haberme matado. Dejándome con vida me infligiste una herida incurable y me humillaste doblemente.

—Habrías podido suicidarte. No te faltaban las armas para hacerlo.

—Y a punto estuve, Publio Sextio, pero en ese breve momento de reflexión se impuso la fuerza del odio. Viviría y te buscaría para matarte. Al cabo de tanto tiempo la fortuna ha recompensado mi espera.

Señaló al sol que casi tocaba, en poniente, la línea de las colinas:

—Antes de que se haya puesto, tu sangre habrá aplacado a los manes de mi hijo.

—He de llegar a Roma, y si tratas de impedírmelo, tendré que matarte.

—¡Entonces usa la espada que empuñas! —gritó Sergio Quintiliano espoleando hacia delante a su caballo.

Publio, que esperaba el asalto, no se dejó sorprender y espoleó a su vez. Se enfrentaron con gran violencia. Las espadas se cruzaron arriba y abajo con un ruido ensordecedor, haciendo saltar chispas mientras se deslizaba la una contra el filo de la otra. Sergio tiró uno, dos, tres a fondo, buscando el corazón del adversario, pero sin conseguir alcanzarlo, por lo que desistió y volvió atrás para reanudar la carga con todas sus fuerzas. Publio lo esquivó hasta el último momento, pero con el báculo le golpeó en el lado izquierdo de la cintura, donde no se lo esperaba.

Sergio acusó el golpe, se detuvo jadeando, con el tórax contraído por el dolor. Era una presa fácil en aquel momento. Pero el centurión no se vio con ánimos de golpearlo y paró al caballo. Sergio Quintiliano volvió al asalto, fingió un golpe en la ingle y en cambio dirigió la espada más arriba, hacia el esternón. Publio Sextio la esquivó por poco, pero la hoja de su adversario le reabrió la herida abierta que se había hecho al caer en el barranco. Sintió un dolor agudo, abrasador.

La punzada despertó en él la ferocidad del campo de batalla y reaccionó con la espada y el báculo lanzando una serie de golpes insistentes, con una potencia devastadora. Sergio Quintiliano se batió con toda la furia y el odio que ardían en su sangre e intentó un nuevo ataque tomando otra vez carrerilla, pero Publio Sextio previó su mandoble directo al cuello, se agachó, lo dejó pasar y, girando sobre su torso, lo golpeó causándole una profunda herida en el costado antes de que hubiese pasado de largo. Sergio Quintiliano se desplomó al suelo y el caballo continuó su carrera, encabritado. Publio Sextio desmontó y se le acercó. Su adversario jadeaba penosamente apretándose la herida con la mano que se enrojecía.

—Ésta vez mátame —le dijo—. Soy un soldado como tú. No me dejes debilitarme lentamente en medio de mi sangre.

Publio Sextio se le acercó, también él ensangrentado, con el aliento entrecortado por el esfuerzo y el ardor del combate:

—Aún puedes salvarte —le dijo—. Mandaré a alguien para que te recoja. Se puede vivir sin odio, rencor y ferocidad. Hay que olvidar lo sucedido o moriremos todos…

Pero su adversario había tomado ya una decisión. Se lanzó fulminante hacia delante con un puñal en la mano izquierda. Publio había leído sus intenciones en su mirada antes de que la mano se moviese y le hundió la espada en el corazón.

Sergio Quintiliano se desplomó sin vida y en su postrer mirada, tantas veces derrotado por los enemigos y por el destino y esta vez para siempre, pareció brillar por un momento una doliente serenidad.

El sol se puso tras las colinas, la noche lo recubrió.

Romae, in Domo Publica, pridie Id. Mart., hora undecima.

Roma, residencia del pontífice máximo, 14 de marzo, cuatro de la tarde.

El comandante de la tercera cohorte de los vigilantes entró en la Domus con semblante sombrío y fue introducido inmediatamente a presencia de César:

—Nada —dijo—. No hemos encontrado ni rastro por ninguna parte.

César dejó escapar un largo suspiro:

—Me parece extraño que no haya dado señales de vida de un modo u otro…

—Has dicho que se fue anoche después de vuestra reunión para dirigirse a un agradable encuentro, ¿no es así?

—Así es, tribuno.

—Yo no me preocuparía tanto. Has dicho que ya otras veces se había ausentado, que siempre le has dejado libertad de movimiento.

—Es cierto, pero estoy habituado a tenerle siempre a mi lado. Si no lo veo, me siento…

—Te comprendo. Pero ten la seguridad de que aparecerá: quizá mañana, o pasado mañana.

Precisamente porque lo tienes siempre a tu lado con encargos importantes puede haber sentido la necesidad de tomarse un respiro y, si se trata de una bonita mujer, no es difícil imaginar que pueda entretenerse un poco más. Si le hubiera sucedido algo, a estas horas lo sabríamos.

—Sí, es posible —respondió César—. Pero seguid buscándolo. No estoy tranquilo. Necesito tenerlo aquí.

—No hace falta que lo pidas, César. La búsqueda continuará hasta que lo hayamos encontrado.

—Está bien. Y tenedme informado. Tanto si es una buena noticia como si es mala, quiero saberlo.

El tribuno se despidió y volvió a sus quehaceres. César se quedó solo en su escritorio reflexionando y haciendo mil suposiciones sobre el extraño comportamiento de Silio Salvidieno. No era persona de desaparecer de aquel modo sin mandarle al menos un mensaje. Las palabras que le había dicho al despedirse se referían con toda seguridad a una ausencia de unas pocas horas, como máximo de una noche.

Tampoco se creía que hubiese sido sorprendido por el marido de una bella señora en una situación embarazosa, puesto que no era propio de él. Por otra parte, todos lo conocían. ¿Quién se atrevería a tocarle un pelo? En aquel momento esperaba con ansiedad a Antonio, quien le había mandado decir que pasaría a recogerlo para ir a cenar a casa de Marco Emilio Lépido, en la isla. Al menos se distraería de sus preocupaciones. La falta de noticias desde hacía varios días de Publio Sextio y ahora de Silio Salvidieno lo perturbaba. Como si alguien hubiese querido privarle de sus hombres más fieles, aquellos en los que podía confiar en cualquier momento.

Cuando le anunciaron que Marco Antonio le esperaba en el patio, César se levantó para salir.

Caminaron el uno al lado del otro con paso expedito hablando de cosas insustanciales y de la sesión del día siguiente en el Senado.

En un momento dado, mientras recorrían el Vico Jugario en dirección al templo de Portuno, César dijo:

—Mañana nos espera una sesión peliaguda en el Senado, por lo que tratemos de no retirarnos demasiado tarde esta noche. Lépido tiende siempre a excederse cuando invita a cenar. Por lo menos en esta estación no hay mosquitos. Ya es algo.

Antonio sonrió:

—Bastará una seña y encontraré una excusa para irme —respondió.

Mansio ad Tiberim, pridie Id. Mart., hora duodecima.

Mansio En el Tíber, 14 de marzo, cinco de la tarde.

El centurión Publio Sextio llegó a la mansio recorriendo cerca de tres millas hacia oriente, entró por el portón principal y se apeó no sin esfuerzo. Se tambaleó por un momento, pero se recuperó. El complejo, no lejos ya de Roma, estaba vigilado por una guardia armada y algún oficial del ejército.

Publio se acercó a un miembro de la guardia mostrando el titulus:

—Manda llamar a tu comandante. Estoy en misión y he de tomar la barcaza, pero no tengo ni un as. Si fuera posible además, comería algo; no me aguanto de pie.

—Puedes mirar dentro de esa artesa. El posadero aún no ha despertado de la borrachera que cogió ayer por la noche y no creo que quiera ponerse a cocinar.

Mientras Publio Sextio rebuscaba entre los trozos de pan duro y alguna corteza de queso, el soldado de la guardia se alejó para presentarse al oficial de puesto:

—Ha llegado un centurión de la Duodécima que tiene mucha prisa y necesita dinero para el pasaje. Todo parece indicar que es el que estamos esperando, ¿no?

—Sí, seguro que es él. Dile que lo espero. Hazle venir aquí.

El soldado encontró a Publio Sextio que mordisqueaba un pedazo de pan con un poco de queso, deglutiendo las duras costras con algún sorbo de agua.

—El responsable dice que quiere verte enseguida, centurión. Sígueme.

La actitud, el tono de la voz, la expresión hicieron que una simple invitación resonase en los oídos de Publio como una orden tajante. Se olió una trampa.

—El comandante quiere verte enseguida —repitió el miembro de la guardia—. Es importante.

Publio no tuvo ninguna duda de que alguien lo esperaba para detenerlo, quizá para matarlo. Se volvió hacia el henil de los caballos, vio uno con bocado, bridas y arreos y saltó encima.

El soldado de guardia gritó:

—Eh, pero ¿qué haces? ¡Cerrad la puerta, rápido! —Atraído por lo gritos, el oficial se asomó a la puerta del puesto de mando. A su vez gritó:

—¡No, detenerlo!

Dos sirvientes trataron de cerrar el portón, pero era evidente que no lo conseguirían. El oficial gritó de nuevo:

—¡Espera, tengo que hablar contigo!

Publio Sextio no lo oyó, pues el ruido de los cascos del caballo sobre el enlosado era mucho más fuerte que cualquier palabra.

Un arquero de guardia en la torrecilla que dominaba la puerta de entrada pensó que se trataba de un ladrón de caballos en fuga, vio al jinete alejarse por el camino, empulgó la flecha y apuntó. El oficial de mando lo vio y gritó: «¡No, no dispares!», pero la flecha había salido ya y se clavó en un hombro de Publio. El centurión pareció a punto de desplomarse al suelo, pero se recuperó, e incitó de nuevo al caballo al galope.

El oficial de la mansio imprecó contra su torpe subordinado que había herido a un hombre de Julio César y mandó salir a un grupo para traerlo y curarlo. Pero Publio Sextio, aprovechando la oscuridad de la hora, tomó por un sendero lateral, se adentró en un bosque y se escondió en un espeso matorral de tejos, zarzas y pinos rodenos, permaneciendo inmóvil y en silencio. Sintió en medio de la lluvia pasar el galope de sus perseguidores a no mucha distancia y enseguida perderse en la lejanía.

Quedó, agudo, el dolor.

La flecha le había penetrado en el músculo y le había traspasado de parte a parte. Se sacó el puñal y cortó el asta que llevaba la punta del dardo hasta truncarla. Luego desenvainó la espada, la apoyó de plano contra el fragmento, apretó los dientes y soltó un golpe con una gruesa piedra empujando hacia dentro la pequeña asta hasta hacerla salir por el otro lado. Se hizo un prieto vendaje con un pedazo de manto y continuó, con los dientes apretados, su camino tratando de dirigirse hacia el río. Avanzó a pie con cautela deteniéndose de vez en cuando para oír si alguien lo seguía. Finalmente salió a un lugar abierto, un claro herboso que terminaba en la orilla del río. A escasa distancia a su izquierda había una ensenada con una barcaza de sirga que cabeceaba sobre las olas y algunas barcas amarradas. Una era lo bastante grande como para transportarlo junto con su caballo y se acercó al barquero.

—Amigo —le dijo—, necesito que me lleves a Roma lo más rápidamente posible, pero no tengo un as con que pagarte. Soy un centurión de la Duodécima y te juro que a la llegada se te pagará el doble del precio normal por la travesía. Si no fuese así, podrías quedarte con mi caballo. ¿Qué me dices?

El barquero descolgó el farol de la proa y lo alzó delante de su cara:

—Lo que te digo es que estás tan hecho polvo que asustas y que alguien debe de cuidarte o no lo contarás.

—Llévame a Roma, amigo, y no te arrepentirás.

—¿Un centurión de la Duodécima has dicho? Te llevaría de balde si no fuese porque tengo una familia a la que mantener… Sube, que nos vamos.

Publio Sextio no esperó que se lo repitiera: llevó por las bridas a su caballo por la pasarela y lo instaló a bordo atando con cuerdas los arreos al mástil y a las barandillas. El barquero retiró la pasarela, soltó los amarres y la barca tomó la dirección de la corriente. Publio Sextio bajó a la bodega tambaleándose agotado por la fiebre y el cansancio; se tumbó sobre un montón de redes cubriéndose con el manto y se durmió como un tronco.

En la mansio, el oficial de mando vio volver a los suyos con las manos vacías y se enfureció:

—Pero ¿os dais cuenta? Ése era un hombre de confianza de Julio César y no solo lo habéis matado, sino que ni siquiera habéis conseguido encontrarlo, a un hombre extenuado y herido. Y ahora ¿qué hacemos, eh? Decidme, ¿qué hacemos?

Los integrantes del grupo estaban mudos y confusos:

—Lo cierto, mi comandante, es que… no es fácil encontrar a un hombre en el bosque.

—¡Idiotas! Dijo que necesitaba dinero para la barcaza. Es allí donde deberíais haberle buscado.

Encontradlo, pues de lo contrario nos veremos todos en serios problemas, ¿entendido? Si lo veis, habladle de lejos. Hacedle entender que ha sido un error, que tenemos una comunicación importante para él. ¡Vamos, demonios, moveos!

Los hombres volvieron a partir veloces hacia la orilla del río, pero tampoco allí encontraron ni rastro del hombre que estaban buscando: no les quedó más remedio que regresar a dar cuenta del infeliz resultado de su última tentativa. Nubes negras cubrieron la luna y el trueno retumbó en los mares lejanos.

Romae, in insula Tiberis, Idibus Martiis, prima vigilia.

Roma, isla Tiberina, 14 de marzo, primer turno de guardia, siete de la tarde.

En la isla, César fue recibido por ocho redobles de tambor y por el piquete de honor que le presentó armas. Llegó el intendente de Lépido para recibirlo y lo llevó a la sala en la que ya los invitados esperaban charlando. Lépido fue a su encuentro con una copa de vino y lo introdujo en el comedor, donde esperaban los invitados: unos treinta. César se tranquilizó a la vista de aquel número moderado, pues significaba que su duración sería tolerable. Y también la cena fue tranquila: ninguna excentricidad, ningún exceso y la conversación resultó hasta grata. Filosófica, principalmente. Charlaron sobre si los dioses existían y eran los mismos en todo el mundo, si eran aspectos distintos de un único dios o distintas personas la expresión de los aspectos multiformes de la naturaleza. Si había un más allá en el que las buenas acciones eran premiadas y las malas castigadas como sostienen algunos o si la mente humana estaba destinada a extinguirse sin tener ninguna revelación, ninguna visión de la verdad hundiéndose en la oscuridad infinita y en el silencio.

Poco a poco la conversación se concentró en un tema más inquietante aún: la muerte. Y cada uno de los presentes disertaba sobre un argumento tan grave no sin elegancia y ligereza.

Lépido se volvió en un momento dado hacia César preguntándole:

—Según tú, ¿cuál sería la muerte mejor?

César captó en sus ojos una expresión que no supo descifrar. Volvió la mirada hacia los otros comensales que esperaban en silencio la respuesta. Luego volvió a mirar a Lépido y respondió:

—Rápida. Y de improviso.