In Monte Appennino, mansio ad Castaneam, pridie Id. Mart., prima vigilia.
Montes Apeninos, mansio El Castaño, 13 de marzo, primer turno de guardia, seis de la tarde.
Publio Sextio, tras alcanzar el Arno, se había detenido para descansar un par de horas hasta que oyó que el barquero se había despertado para trabajar. Entonces se embarcó con el caballo en el pontón de sirga y, tras llegar al otro lado, siguió avanzando durante todo el día siguiendo a no mucha distancia el trazado de la vía Cassia. Al oscurecer, se dirigió hacia una luz que divisaba en lontananza, en la linde de un bosque. Recorría un terreno impracticable por una pista accidentada y no veía la hora de llegar. Según el mapa debía de tratarse de una mansio, donde podría recuperarse y eventualmente cambiar de caballo.
A medida que se acercaba se daba cuenta de que la luz emanaba de los reflejos de un fuego de dentro del recinto de un edificio. No se veía otra cosa ni había señal de un servicio de guardia del estado.
Detuvo el caballo, se apeó y avanzó en silencio, cautelosamente, llevándolo por las bridas. Para hacerse menos visible, lo ató al tronco de un carrasco y prosiguió a pie.
Efectivamente, en el patio ardía un fuego, en torno al cual había sentados cuatro individuos sobre las bolsas de su equipaje. Le pareció reconocer a alguno que había visto anteriormente, un hombre con una capa gris, pálido y con cara de hurón. En un rincón había un carro con dos caballos aún enganchados a los varales.
El hombre del manto gris se levantó, siendo imitado por uno de sus tres compañeros. Los otros dos permanecieron, en cambio, sentados.
—Habría preferido que hubieseis ido por vuestro lado, pero, en vista de que me habéis alcanzado, mantened al menos los ojos bien abiertos —dijo—. Estad atentos a cualquiera que pueda acercarse. Dentro de dos horas nos turnaremos y luego volveremos a partir. Tenemos que adelantarle allí por donde ha de pasar por fuerza, confiando que lo tengamos aún detrás de nosotros.
—Tranquilo, Mustela —respondió uno de los dos—, de aquí no pasa nadie sin mi permiso.
El hombre llamado Mustela repuso:
—Estate atento sobre todo tú, Decio, que lo conoces, y atento a su báculo: es más mortífero que una espada. Es muy peligroso y…
—Sí, lo sé, lo sé todo. Pierde cuidado, te digo…
Publio Sextio se estremeció al oír estas palabras. En todo aquel lío de itinerarios, aquellos cuatro lo estaban esperando precisamente a él, y justamente allí. Tenía que actuar de inmediato, pero sin que lo descubriesen.
Los dos entraron en el alojamiento y poco después Publio Sextio vio encenderse en el piso superior una luz detrás de la ventana de una pared exterior y luego apagarse.
Penetró dentro del establo y se sentó sobre la paja. Un perro ladró y él sacó de la alforja un pedazo de carne salada y se la tiró. El perro la engulló al instante y se acercó meneando la cola esperando otro ofrecimiento. No debía de tener muchas ocasiones de disfrutar de semejante generosidad. Publio Sextio lo acarició y le dio alguna cosa más. Había hecho un amigo que no lo traicionaría.
Tranquilo por este lado, pasó al henil y de ahí de nuevo al exterior, por un portón recién entornado. Se encontró en la parte de atrás de la mansio. El gigantesco castaño que le daba nombre extendía sus ramas hacia la habitación que poco antes había visto iluminada. La luna apareció en un claro entre las nubes.
Publio Sextio comenzó a trepar subiendo primero a las ramas más bajas, luego utilizando las horcaduras como si fueran los peldaños de una escalera y llegando hasta la rama que se extendía más cerca de la ventana. Llegó sin mayores problemas a establecer contacto con los postigos entornados. Introdujo entre los dos batientes el cuchillo que llevaba al cinto, abrió con cautela y trató de penetrar en el interior sin hacer ruido. Pero el rayo de luna, destacando la abertura de la ventana, señaló al intruso. Uno de los dos huéspedes saltó en pie gritando: «¡Qué demonios…!».
Pero Sextio, tras aferrar el báculo que llevaba en la cintura, lo golpeó con violencia estampándolo contra el suelo.
Mustela, tras darse cuenta de que de cazador se había convertido en cazado, salió del cuarto y escapó a la galería hasta encontrar un pequeño balcón, desde el cual se descolgó hasta el suelo conteniendo a duras penas un grito de dolor por el impacto violento contra el pavimento.
Publio Sextio, que lo perseguía de cerca, se lanzó a su vez detrás de él. No estaba más que Decio Escauro vigilando al amor del fuego, porque su compañero había ido a por leña. Trató de cerrarle el paso, pero el centurión lo embistió de lleno derribándolo sobre el fuego.
Mustela saltó sobre el primer caballo que encontró y se lanzó al galope portón principal afuera.
Publio Sextio corrió en dirección contraria hasta encontrar el suyo, lo desató, montó de un salto y espoleó en persecución del fugitivo.
Se lanzó en una loca cabalgada bajo la luna, entre las sombras de los árboles que rayaban el suelo con retorcidas sombras, formas pavorosas. A cada recodo, los cantos rodados del camino se precipitaban escarpadura abajo.
De improviso un pájaro, espantado por el paso de Mustela, alzó el vuelo justo delante del caballo de Sextio, que, aterrado, se encabritó. El centurión, cogido por sorpresa, cayó y se precipitó por el despeñadero.
Mustela continuó corriendo hasta quedar sin aliento, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que ya no lo seguían y tiró de las bridas para retener al caballo. Lentamente volvió sobre sus pasos mirando alrededor con sospecha y tenso como el animal que recordaba en el aspecto y en el apodo que llevaba.
De golpe vio el caballo suelto de Publio Sextio y una mueca de complacencia deformó sus rasgos.
El caballo del centurión retrocedió relinchando y bufando, espantado aún por lo que había sucedido mientras Mustela desmontaba y se acercaba al borde de la escarpadura. Vio ramas rotas y un trozo de manto de su perseguidor colgado de un retoño seco que asomaba sobre el vacío.
—Adiós, Publio Sextio —murmuró en voz baja, como si temiera que le pudiese oír, luego montó de nuevo y se alejó.
Romae, in aedibus Bruto, pridie Id. Mart., secunda vigilia.
Roma, casa de Bruto, 13 de marzo, segundo turno de guardia, once de la noche.
Artemidoro, tumbado en la cama, miraba fijamente, atónito, las vigas del techo. Reflexionaba sobre qué hacer y de vez en cuando se levantaba para atisbar a los dos vigilantes que bloqueaban el corredor. Seguían estando allí, inmóviles y silenciosos.
A ratos notaba unos ruidos, pasos por el pasillo o a través del atrio. Los identificaba por el sonido. El mosaico, el mármol, la piedra, cada material le remitía uno distinto. Se había acostumbrado a reconocer también los pasos en la oscuridad en aquella casa de fantasmas: los de Bruto, los de Porcia y también los de Servilia cuando iba a hacer una visita al hijo y se quedaba para cenar o a dormir.
Artemidoro se puso otro vaso de agua y miró con aire triste las sobras de la cena que había servido en la habitación su joven criado. El muchacho se había entretenido un poco y le había dicho que el amo le había hecho extrañas preguntas, dándole a entender que si tenía noticias interesantes que referir sobre él, Artemidoro, le estaría agradecido. Ya, pero no le había dicho nada, porque no había nada que decir… Pero seguramente el amo volvería a la carga, quizá le presionase, insistiese, amenazase.
Artemidoro se había sentido más angustiado aún por aquellas palabras. Temía que el muchacho fuese sometido a tortura. Y en ese caso, ¿qué debía hacer? ¿Acaso se le podía pedir que resistiese al tormento para no revelar lo que sabía? El tiempo apremiaba. Si Bruto hacía al muchacho preguntas semejantes significaba que la acción era inminente y era necesario ser cauteloso ante cualquier peligro. Se habían separado con el acuerdo de que el muchacho volvería a recoger la vajilla para lavarla, pero hasta ese momento no había dado señales de vida.
El silencio y la angustia agudizaban sus sentidos hasta el espasmo y, aunque la temperatura de su habitación estuviese más bien fría, Artemidoro sudaba copiosamente. Y bebía, porque la lengua se le pegaba, seca como un pedazo de cuero, al paladar.
Oyó el gañir del perro en el patio trasero, el chirriar de la puerta exterior, el ruido de esta al volver a cerrarse, un pisotear de pies en la gravilla y luego en el suelo del atrio.
A continuación un ruido más cercano, los pasos de su muchacho por el pasillo: ¡por fin!
Esperó a que llamase:
—Adelante —dijo.
El muchacho entró.
—¿Sabes que no están ya esos dos en el pasillo?
—No es posible.
—Puedes comprobarlo tú mismo.
Artemidoro entreabrió la puerta y espió en el pasillo iluminado por una sola lucerna. No había nadie.
—No logro explicármelo. No me gustaría que fuese una trampa.
—Tal vez creen que duermes y no tienen nada más que hacer en este momento.
—Han llegado algunos de la compañía…
—Comprendo.
El muchacho levantó la bandeja con el plato y el cucharón y un pedazo de carne mordisqueado.
—Entonces voy yo.
—No, espera —dijo Artemidoro—. He reflexionado en estas horas que me he quedado solo y he llegado a una conclusión. Creo que deberías dejar esta casa mientras tengas libertad de movimiento, mientras no sospechen de ti. Cuidado, lo digo porque te quiero.
—Lo sé, Artemidoro —respondió el muchacho con una sonrisa—. Pero ¿adónde voy? ¿Sabes lo que les hacen a los esclavos fugitivos?
—Pero yo declararía que te he hecho un encargo… Soy un hombre libre y tengo mi reputación, además el pretor de los extranjeros es Décimo Bruto y me conoce. Escúchame: en cuanto se haga de día sal de la casa con una excusa. Di que vas a comprar una medicina para el vitíligo que me provoca un picor insoportable, que además es la pura verdad, sí, coge dinero. Luego dirígete a la isla Tiberina y busca allí el consultorio de Antistio, mi médico. Dile que te mando yo y que te tenga con él durante unos días. Estarás en lugar seguro porque vive en casa de César, en la Domus Publica. A nadie se le ocurriría buscarte allí. ¿Entendido?
—Sí, entendido. ¿Quieres también que le diga nombres?
—¡Chist!, ¿estás loco? Habla en voz baja. No, no debes decir nada bajo ningún concepto. Tú permanece al margen de este asunto. Ya me encargaré yo de ello.
—¿Quieres darme algo para que lo entregue?
—Menos aún. ¿Y si te pescan y lo descubren? Te harán pedazos poco a poco para estar seguros de que digas hasta la última palabra de verdad. Ya me encargaré yo de ello. No sé cómo, pero ya me encargaré yo. Antes o después tendrán algo más que hacer que vigilar. ¿Entendido?
—Sí —respondió el muchacho.
Artemidoro se dirigió hacia un armario, cogió un pedazo de pergamino y se lo entregó:
—Ésta es una receta de Antistio de un preparado contra el resfriado. La reconocerá y estará seguro de que soy yo quien te manda y si alguien te detiene y la lee no tendrá nada que decir o que indagar. Si Antistio te pregunta por mí, dile que no tengo libertad de movimiento, pero que en cuanto pueda me presentaré a él.
—Entonces me voy.
—Vete y buena suerte. Si todo va como espero, dentro de unos días volveremos a vernos.
El muchacho lo miró durante unos instantes a los ojos con una expresión curiosa, indescifrable, entre el afecto y la compasión, abrió la puerta y se alejó.
Artemidoro lo observó unos instantes desde el umbral y cuando se hubo convencido de que no había nadie dio unos pasos en la misma dirección para echar un vistazo alrededor. Pero cuando se disponía a ir hacia la izquierda hacia la zona del peristilo se encontró de frente con uno de sus vigilantes.
—¿Adónde vas, maestro? —le preguntó burlón. Artemidoro tuvo primero una reacción de miedo y luego una de irritación impotente:
—Al retrete —repuso.
Via Etrusca vetos, pridie Id. Mart., secunda vigilia.
Vía Etrusca vieja, 13 de marzo, segundo turno de guardia, once de la noche.
Publio Sextio, colgado con una mano del tronco de un espino, trataba con la otra de agarrarse a un saliente de la roca sin conseguirlo. Perdía sangre por una herida superficial, pero extremadamente dolorosa y la sentía correr tibia por su costado izquierdo. De golpe oyó bufar a su caballo. Lo había oído moverse y se estaba acercando.
—Ven aquí, hermoso, aquí, acércate…, vamos, ven… —le dijo.
El caballo pareció comprender la petición de su amo, se acercó y asomó toda la cabeza más allá del borde de la escarpadura. Al hacerlo las bridas fueron casi a rozar la mano con la que Publio se mantenía agarrado al espino. Trató entonces de mecerse y de coger suficiente inercia para alcanzar con la otra las bridas y agarrarse a ellas.
Apenas sintió que tiraban de él hacia abajo, el caballo, espantado, se plantó sobre las patas delanteras y comenzó a retroceder con todas sus fuerzas. Publio fue izado en el aire sobre el borde de la escarpadura e inmediatamente se soltó de la presa para no ser arrastrado por el animal aterrorizado.
Trató de vendar lo mejor posible la desolladura que se había hecho en un costado al caer, luego esperó a que el caballo recuperase la confianza y se acercase de nuevo, atraído por su voz y por la mano tendida con un puñado de hierba fresca. Cuando finalmente el animal estuvo al alcance de su mano, Publio cogió de nuevo las bridas y saltó sobre su lomo retomando su camino y tratando de recuperar el tiempo perdido.
Mientras avanzaba a buen paso por el camino a la luz de la luna volvía a pensar en la extraña coincidencia que casi le cuesta la vida. ¿Cómo habían podido aquellos cuatro esperarle en la mansio como si le hubiesen dado una cita? Había reconocido al hombre del manto gris y la cara de garduña por haberlo visto en la estación de la vía Emilia algunos días antes. Pero para adelantarle de aquel modo debía de haberse movido sobre seguro.
Si alguien lo hubiera visto en aquel momento habría descubierto una sonrisa sarcástica en el rostro de Publio Sextio, de satisfacción y de victoria por haber resuelto un enigma. El arma empleada contra él —el itinerario de Nebula— se volvería contra sus enemigos. Así como Mustela había sabido dónde lo encontraría, ahora Publio Sextio sabía dónde cogería por sorpresa a su adversario.
El camino se hizo más ancho y la vegetación menos tupida con árboles de hoja caduca más que perenne, que dejaban filtrar mejor la claridad de la luna.
¿Cuánto faltaba para la meta? Publio Sextio hubiera querido volar, aunque el cansancio se hacía cada vez más pesado, aunque no recordaba ya cuándo había dormido por última vez suficientemente, cuándo había tomado una comida normal sentado a una mesa y con una jarra de vino delante. Tenía que correr y correr, reventar un caballo tras otro sin ceder nunca, sin recuperar el aliento. Pero lo conseguiría. Él era Publio Sextio, centurión veterano de primera línea, llamado el Báculo.
El águila está en peligro.
El mensaje que tenía que transmitir, que recordar, que hacer resonar en la mente mil veces cada día y cada noche.
Llegó exhausto a una posada a la entrada de un callejón de unas pocas decenas de casas de piedra y de ladrillo rodeadas de apriscos para ovejas y cabras. La posada hacía las veces de base para quien viajaba y para quien traía mensajes por cuenta del estado.
El posadero era un hombre que frisaría los sesenta años, con el pelo ralo peinado hacia atrás, de robusta complexión y más ancho de hombros que de vientre, cosa insólita para su oficio.
—Soy un centurión —le dijo Publio mostrando el titulus que llevaba colgado del cuello—. Ando buscando a un hombre que se ha escapado de una mansio allí arriba de la montaña no solo sin pagar la cuenta, sino aligerando a un buen número de clientes de su dinero y al mozo de cuadras de un buen caballo. Un tipo con cara de garduña o de ratón, como prefieras, con unos pocos pelos amarillos sobre el labio superior, y cabello de estopa. Lleva una capa gris, de día y de noche. ¿Lo has visto por casualidad?
El posadero asintió.
—El hombre que buscas ha pasado por aquí.
—¿Y dónde está ahora?
—Se fue.
—¿Por dónde?
El posadero dudó. Su información no coincidía con la de Publio Sextio.
—¿Qué pasa? —preguntó el centurión.
—Me parece extraño que a un ratero y ladrón de caballos como me has descrito se le permita la entrada en una estación de señalización. Es allí adonde ha ido, pero volverá. Le he dado un caballo mejor que el suyo y me ha dejado en prenda todo el dinero que le quedaba.
Publio Sextio se rascó la barbilla:
—Conozco el lugar, no está muy lejos. Tráeme una jarra de vino, pan y un trozo de queso: he de comer. Ponle un poco de cebada a mi caballo, bien que se lo ha ganado.
El posadero sirvió tanto a él como al caballo con solicitud, feliz de que el asunto se hubiese resuelto sin implicarlo, al menos por el momento.
In Monte Appennino, statio Vox in silencio, pridie Id. Mart., secunda vigilia.
Montes Apeninos, estación La voz en el silencio, 13 de marzo, segundo turno de guardia, once de la noche.
La estación, en lo más alto de los montes, estaba situada de manera que pudiera captar señales tanto de una vertiente como de la otra, tanto de occidente como de oriente. Hacia el final del segundo turno de guardia estaban de servicio tres hombres: dos al aire libre y uno en la torre vigía. Soplaba la tramontana y el hombre de turno en el observatorio entró lívido y golpeando los pies contra el suelo:
—Hay un código de precedencia —dijo—. El mensaje se refiere a la seguridad de la República.
—¿De qué se trata? —preguntó uno de los otros dos.
—Hay que interceptar a dos mensajeros que se dirigen al sur equipados como los speculatores.
—¿Qué significa «interceptar»? —preguntó el otro.
—Parar, supongo —respondió el que acababa de entrar.
—¿Y si no se paran?
El interpelado se pasó un dedo alrededor de la garganta con un gesto elocuente y añadió:
—No veo otra manera.
Mansio ad Vicum, pridie Id. Mart., tertia vigilia.
Mansio En la Aldea, 13 de marzo, tercer turno de guardia, medianoche.
La piedra miliar indicaba la sexta milla desde Chiusi y Mustela entró poco después en el patio de la mansio. Ató el caballo, subió las escaleras hacia su alojamiento, abrió la puerta y la cerró detrás de él. Estaba extenuado. Levantó la mecha de la lucerna que estaba a punto de apagarse.
—Salve —dijo una voz en la oscuridad.
Mustela desenvainó la espada.
—Se ve que no era mi hora —dijo Publio Sextio—. O si lo prefieres, solo los muertos no retornan y yo no lo estoy, como puedes comprobar. Te quedaste muy tranquilo al ver que estaba fuera de combate y así te he engañado.
Mustela se lanzó hacia delante, pero Publio Sextio estaba preparado. Paró el ataque con la espada corta y con un tremendo mandoble le hizo volar la espada de la mano. Luego le golpeó con el báculo en pleno pecho. Mustela se desplomó al suelo.
Publio Sextio lo recogió del suelo y lo acomodó en la única silla disponible. Colocado contra el respaldo parecía un muñeco desarticulado.
—Para empezar, me dirás qué has transmitido —le espetó.
—Olvídate de ello.
Publio le propinó un puñetazo seco y duro como una piedra en pleno rostro. Mustela mugió de dolor:
—Me matarías igualmente.
—Te equivocas. Si hablas, te doy mi palabra de que no derramaré tu sangre.
Mustela, ya dolorido por las heridas del largo viaje, estaba destruido física y moralmente.
—Dicen que Publio Sextio mantiene siempre su palabra —consiguió expresar.
—Así es, en nombre de los dioses —respondió al instante Publio Sextio—. ¿Entonces? —insistió levantando de nuevo el báculo.
—He hecho señales para que se intercepte a otros dos speculatores en la vía Flaminia y en la Cassia.
—Comprendo —respondió Publio pasando el báculo con indiferencia a la espalda—. ¿Nada más?
—Nada más, lo juro. Estoy acabado, no puedo más. Ahora déjame en paz.
Publio le cogió la cabeza y se la torció con un golpe seco rompiéndole el cuello.
—Aquí tienes —dijo—. Ahora estás en paz y yo he mantenido mi palabra.
Bajó al patio, montó a caballo y partió a la carrera.