15

Romae, in Domo Publica, pridie Id. Mart., prima vigilia.

Roma, residencia del pontífice máximo, 13 de marzo, primer turno de guardia, siete de la tarde.

César terminó de prepararse para el encuentro con sus oficiales. Se puso una simple túnica de faena, larga hasta casi la rodilla, de esas que utilizaba durante las campañas militares, ceñida con un cinturón de cuero de hebilla de hierro. Un siervo terminó de atarle los calcei, luego le echó una última ojeada para asegurarse de que todo estaba en orden:

—¿Ninguna cosa más, amo?

—Arréglame un poco el pelo —respondió César mientras se miraba al espejo.

El siervo se lo compuso llevándolo hacia delante desde la parte superior de la cabeza para cubrir la incipiente calvicie. Alguien llamó a la puerta: era Silvio Salvidieno.

—¿Han llegado? —preguntó César.

—Sí, están todos abajo. Calpurnia les está ofreciendo algo de beber. Están Emilio Lépido, Décimo Bruto, Marco Antonio, Gayo Trebonio y los otros. Parecen alegres.

—¿Han sido asignados los puestos en la mesa?

—Tal como pediste. Décimo Bruto a tu derecha, Marco Antonio a tu izquierda.

César pareció reflexionar durante unos instantes.

—¿Algún problema, mi comandante?

—Si estuviese Labieno, se sentaría él a mi derecha.

—Labieno está muerto, mi comandante, y tú le rendiste los honores debidos a un amigo fiel y a un enemigo valeroso.

—Muy bien, pues. Podemos bajar.

Silio le hizo una seña con la cabeza para hacerle comprender que tenía alguna cosa más que decir y César despidió a su siervo.

—¿Qué pasa? —preguntó inmediatamente después.

—Un asunto que no me gusta nada. Y que te irritará.

—Entonces, es mejor que me lo digas cuanto antes.

—Alguien está haciendo circular por Roma una interpretación de los libros sibilinos según la cual solo un rey podrá derrotar y someter a los partos.

César meneó la cabeza y se sentó cruzando los brazos entre las rodillas. Suspiró.

—A qué punto hemos llegado. No me lo hubiera esperado.

—Es un asunto serio, mi comandante. Otro elemento de calumnia contra ti para insistir en tu presunta intención de instaurar la monarquía en Roma y en el Imperio. Alguien trata de aislarte y, por consiguiente, de debilitarte. Un rey sería mal visto por el pueblo aparte de por el Senado. Ya se vio en las Lupercales. La mayor parte de los presentes estaba escandalizada por el ofrecimiento que se te hizo de la corona real.

—¿Sabes algo sobre la fuente de esta noticia?

—No.

—Lo que significa que me será atribuida directamente. Soy el pontífice máximo y por tanto el custodio de los libros sibilinos, de los que provendría esta especie de oráculo.

—Mi comandante, la señal está ya implícita y tú debes defenderte.

—¿Qué tratas de decir?

—Que tus enemigos están preparando algo. Corre la voz de que en una de las próximas sesiones del Senado alguien propondrá que seas proclamado rey…

César no dijo nada, pero su mirada era la de un león acorralado por los cazadores. De abajo llegaban las voces de los grandes comandantes del ejército que se preparaban para conquistar el resto del mundo. Silio sentía que tenía que tomar una iniciativa y sacó fuerzas de flaqueza:

—¿Me permites que te haga una pregunta?

—Oigamos —repuso César.

—¿En estos últimos días ha habido alguien que de algún modo ha tratado de ponerte en guardia contra algo?

César tuvo como un leve sobresalto y Silio se sintió a punto de recibir una confidencia importante que le permitiría ir más allá de las preguntas.

—Cuidado —añadió—, no me refiero a unas declaraciones explícitas, sino a veladas alusiones, quizá a expresiones crípticas… ¿No se te ocurre nada, mi comandante?

César volvió a ver la expresión trastornada del augur Espurina que musitaba: «¡Guárdate de los idus de marzo!», pero respondió:

—Vamos, nos están esperando.

Recogió de una mesita un rollo de papiro con el título de la Anábasis de Jenofonte y empezó a bajar las escaleras.

Silio lo siguió y antes de entrar en la sala de reunión escuchó el efecto de la entrada de César: saludos militares, gritos de entusiasmo, frases lascivas, expresiones cuarteleras. Y luego su voz cortante como una espada:

—¡Comandantes de las legiones de Roma, magistrados y jefes de la caballería y de los auxiliares!

—¡César! —respondieron todos al unísono.

Le pareció que el león se hubiese lanzado dentro del círculo de los cazadores.

La reunión se prolongó hasta tarde, por espacio de dos horas. César partió de la Anábasis.

Recapituló la relación de Jenofonte sobre la empresa de los Diez Mil, que habían llegado cerca de cuatro siglos antes sin derramamiento de sangre casi hasta Babilonia, pero enseguida advirtió de que las cosas habían cambiado mucho desde entonces, que el ejército de Craso había sido aniquilado en Carrhae diez años antes por los partos. El primer cometido de la expedición no era otro que vengar la matanza de Carrhae, la humillación sufrida por Roma en la persona de uno de sus triunviros y de miles de sus más valerosos soldados. Reconquistar las águilas perdidas. Pero eso sería solo el comienzo. Los partos constituían una amenaza permanente y era necesario resolver el problema de una vez por todas.

Luego pasó a tratar los aspectos tácticos y estratégicos de la expedición. Y en ese momento sacó de una cajita ya preparada sobre la mesa el mapa del que Publio Sextio había conseguido adueñarse, una copia, de hecho, del antiguo camino real, pero también de las otras vías y caravaneras que recorrían las interminables regiones del imperio de los partos hasta Armenia, Sarmacia, Media y Bactriana. Lo extendió sobre la mesa y los miembros del consejo de guerra admiraron asombrados una obra maestra de sabiduría geográfica como no la habían visto nunca.

Todos, apoyados de codos sobre la mesa, se inclinaron para mirar de cerca la imagen de la parte oriental del mundo. Cada uno hacía sus comentarios, los que tenían conocimientos de Oriente la recorrían con el dedo para reconocer las localidades representadas, los ríos, los lagos, los mares y las montañas.

Luego le llegó el turno a César. Y los presentes siguieron la punta de su índice que trazaba las directrices del ataque en la hoja de pergamino pintado con colores naturales: marrón para las montañas, verde cobre para los ríos, los lagos y los mares, verde claro para las llanuras, ocre para los desiertos. Una diestra mano había transcrito en latín los topónimos escritos en persa.

Atacaría desde dos frentes, desde Siria y desde Armenia, haciendo converger en tenaza a sus fuerzas hacia la capital, Ctesifonte.

El problema que había que resolver —decía— era el de la caballería enemiga y el tipo de arcos de doble curvatura de los partos capaces de dar en el blanco desde larga distancia. Hizo notar que, en el caso de que Craso hubiese vencido en Carrhae y se hubiese adentrado en territorio enemigo, habría tenido pocas posibilidades. Perdido en la vastedad inmensa de los desiertos de Siria y de Mesopotamia, privado de una caballería eficiente, habría sido fácil presa de los continuos ataques de los escuadrones a caballo del ejército de los partos. La táctica de estos consistía en atacar, golpear y retirarse, sin entablar nunca combate cuerpo a cuerpo entre las infanterías. Eso le había contado uno de los sobrevivientes, escapado de milagro de la matanza, oculto bajo un montón de cadáveres.

Conforme César avanzaba en su exposición, Silio notaba que algunos de los presentes lo miraban más a él que al mapa, observaban más su expresión que escuchaban sus palabras. ¿Por qué? ¿Qué querían leer en el rostro del comandante?

«La fuerza», pensó Silio, cuánta fuerza había aún en su frente arrugada, en sus ojos, en su mandíbula, en sus puños apretados y apoyados sobre la mesa.

Antonio estaba más atento al plan estratégico de César y a veces intervenía pidiendo alguna aclaración. Parecía que se preparase de verdad para partir para la expedición contra los partos y para desempeñar su papel de comandante subalterno en el ilimitado teatro de operaciones. Otros parecían no creerle, y no estaban realmente interesados en ello. Décimo Bruto, por ejemplo, intercambiaba de vez en cuando con Gayo Trebonio frases en voz baja cuyo contenido a Silio le habría gustado conocer. Tal vez Antonio quería demostrarle a César, quien, tras las Lupercales, lo había tratado con frialdad y lo había querido a su izquierda, que era aún su mejor oficial, el único en condiciones de llevar a cabo operaciones de gran aliento y alcance y que había sido un error haberlo tenido apartado.

El propio Silio estaba convencido de ello, pero seguía preguntándose por el significado de su comportamiento en las Lupercales. ¿Había sido una iniciativa suya? ¿Había sido un error, un error garrafal de cálculo? ¿De verdad cabía pensar que Antonio había querido realizar un gesto de adulación extrema? ¿Ofrecer a César la corona de rey y a continuación vanagloriarse de haberle hecho con su gesto el verdadero y único reconocimiento que merecía? ¿Había sido al mismo tiempo un cálculo para convertirse en su hombre de más confianza y en el más poderoso del imperio después de él?

Todo era posible; nada era concluyente porque Antonio no era ningún estúpido.

No podía desdeñar el riesgo de su gesto en público delante de una multitud tan numerosa. En el Senado era distinto: había un grupito relativamente restringido de optimates, la mayoría de los cuales se lo debía todo a César y no hacían más que rivalizar en adulación. Pero el pueblo no.

Antonio no podía ignorar que obligar de repente al pueblo a aceptar una elección considerada por todos escandalosa, repugnante y por si fuera poco inútil, era un riesgo mortal no solo porque el pueblo era imprevisible, sino sobre todo porque el gesto no había sido acordado con César. Y Silio estaba convencido de que no había sido acordado. Pero, entonces, ¿qué significado tenía aquel impulso? ¿Había sido suya la iniciativa o había alguien más detrás de él?

Silio no conseguía liberarse de aquellas elucubraciones y se avergonzaba de no seguir el discurso del comandante que ilustraba su proyecto de conquista universal. Sus generales ahora le urgían, le empujaban a la conquista del mundo entero. Desvariaban, o exhortaban al caudillo a la empresa hiperbólica, a perderse en el mundo deshabitado, en las desoladas soledades de Sarmacia, en los desiertos ilimitados de Persia y de Bactriana, detrás de los sueños de Alejandro Magno, detrás de las quimeras y de los delirios de sus ansias de grandeza, del culto de su persona siempre victoriosa.

Luego Silio Salvidieno observó en medio de la excitación general la mirada de César. Sus ojos grises, iluminados por una luz agotada, casi intermitente, expresaban únicamente cansancio de vivir, un esfuerzo ya insoportable. Ojos de hombre que podía mover sus pasos solo hacia lo imposible o hacia la muerte.

Resultados ambos inaceptables.

Se levantó la sesión en medio de un clima de euforia y César anunció que había convocado al Senado para la mañana de los idus de marzo. En esa sesión habría las obligaciones de costumbre, pero también importantes novedades.

César acompañó personalmente a los huéspedes hasta la puerta. En el momento de la despedida, Marco Emilio Lépido le tomó la mano:

—Entonces te espero mañana por la tarde para cenar. Espero que no lo hayas olvidado.

—¿Cómo podría hacerlo? —respondió César—. Creo que no sería prudente rehusar la invitación de un hombre que tiene a sus órdenes a toda una legión perfectamente equipada para la guerra.

Lépido rompió a reír mientras los otros invitados desfilaban uno tras otro hasta reunirse con sus guardias de escolta que esperaban en el exterior.

La mirada de Silio se posó por casualidad sobre la figura de Antonio, que intercambiaba unas pocas palabras con uno de sus siervos. Le pareció algo insólito y también su expresión se le antojó insólita. Se volvió hacia César y dijo:

—Mi comandante, si ya no me necesitas, tengo un asunto que despachar.

César sonrió:

—¿A estas horas? ¿Cómo podría negártelo? ¿Qué es? ¿Un asunto rubio o moreno?

—Moreno, mi comandante —respondió Silio con media sonrisa.

—No quedes mal, por favor.

—Cuenta con ello, mi comandante —respondió Silio tratando de darse cierto aire de chulería.

—Ya sabes cómo somos los de la Trigésima.

Cruzó el umbral, pero antes de alejarse se dio la vuelta:

—Mi comandante…, ¿podrías explicarme algo…?

—¿Sobre qué?

—Sobre esa habladuría de los libros sibilinos. Quizá no ha habido nadie que haya querido aislarte o desacreditarte, o al menos no solo eso. También podría tratarse de alguien que quiere forzarte la mano.

César no dijo nada.

Silio desapareció en la oscuridad.

Se metió por entre la esquina sur del edificio y la casa de las vestales permaneciendo en la sombra, en los márgenes del halo luminoso que proyectaban dos trípodes a los lados de la entrada. No perdía de vista a la litera de Antonio y a los dos escoltas armados que llevaban dos faroles. El pequeño convoy siguió durante un rato el mismo camino que seguía Lépido en dirección a la isla Tiberina, luego dobló a la izquierda a lo largo del Tíber hasta el puente Sublicio y prosiguió hasta el pórtico de un pequeño almacén fluvial. Pero ¿adónde se dirigía Marco Antonio?

Silio se mantuvo a una prudente distancia, y seguía avanzando al amparo de los grandes alisos de los bordes de la orilla sur del río. La oscuridad lo protegía mientras que la litera de Antonio resultaba bastante visible debido a lo faroles que llevaban los escoltas para iluminar el camino y mantener a distancia a salteadores y rateros.

Silio vio pararse la litera y un movimiento en la sombra; estaba sucediendo algo. Desde la distancia a la que estaba no conseguía distinguir casi nada y tuvo que aproximarse. Cuando estuvo más cerca vio alejarse a alguien que había bajado de la litera vestido de siervo, aunque no era un siervo, y entrar en la litera, con las ropas de Antonio, a alguien que no era él.

Silio siguió al personaje vestido de siervo que se estaba dirigiendo hacia el puente Sublicio. Era Marco Antonio y todo el que hubiese querido seguir su litera habría ido detrás de un siervo que iba vestido como él.

Silo atravesó a su vez el puente y continuó el seguimiento seguro ya ahora de la meta a la que se estaban acercando ambos: la villa de César del otro lado del Tíber, ¡la residencia de Cleopatra!

Antonio llegó solo, en la oscuridad y sin escolta, vestido como un esclavo.

Se oyó un ladrar de perros. Se abrió una puerta sin un crujido y el hombre entró. Los perros dejaron de ladrar. Inmediatamente después, por la esquina oeste, desembocó el piquete de ronda que vigilaba el perímetro del parque.

Silio tuvo la confirmación en un solo instante de muchas de sus sospechas y, al mismo tiempo, vio venirse abajo otras hipótesis que sostendría con determinación si se presentaba el caso.

Tenía que entrar, pero ¿cómo? Había que ir corriendo a la Domus, contárselo todo a César, volver con un grupo de hombres que relevasen a la guardia, ocupasen las entradas y le permitiesen entrar sin obstáculos hasta la villa y los aposentos de la reina para espiar su comportamiento con Antonio. Pero ello exigiría demasiado. Cualquier cosa que estuviese sucediendo en aquella casa debía ser descubierta enseguida.

Entró en el jardín salvando el recinto amurallado y llegó a la villa. Los perros debían de estar ocupados con el huésped recién llegado. Dio la vuelta al edificio con cautela, controlando cada esquina. Había estado ya en aquella casa con César y, si podía entrar, sabría cómo moverse por ella, pero el problema era precisamente entrar. La residencia de Cleopatra era una especie de fortaleza.

Antonio había entrado por una puertecilla lateral con la llave, los perros se habían apaciguado enseguida porque evidentemente lo conocían.

Las entradas principales estaban vigiladas. Y una ronda daba vueltas en torno al perímetro.

Observó el tubo de la chimenea de un horno que asomaba al fondo en la esquina de poniente, por la parte de la dependencia del servicio, y en la pared, algunos entrantes dejados por la extracción de las vigas de un andamiaje de mantenimiento. Contando, calculó el tiempo entre un paso y otro de la ronda y trepó, descalzo, hasta lo alto. Una parte del tejado estaba cubierto de tejas y había que superarla sin hacer ruido y llegar a continuación a la parte en terraza más fácil de recorrer. En el lado de la derecha estaba el peristilo con el jardín interior. Podía oír el gorgoteo monótono de la fuente. Más adelante se encontraba el impluvio del atrio. En medio, las habitaciones señoriales.

Recordó que en el otro lado de la casa había unas pequeñas termas probablemente sin vigilantes.

Recorrió la terraza y de nuevo hacia atrás el tejado cubierto de tejas, hasta llegar a la zona de las termas, cubierta en parte de tejas y en parte de un fino revoque. Se dejó deslizar sobre el primer nivel en terraza y llegó a la concha del laconicum, el baño de vapor, abierto en el centro para facilitar la salida de los humos de los braseros. Ensanchó la entrada removiendo sin el menor ruido con el puñal los ladrillos de adobe y se dejó caer en el interior. Afortunadamente aterrizó sobre un montón de cenizas dejado en el centro por las brasas exhaustas. E inmediatamente después saltó incólume sobre el suelo.

¡Estaba dentro!

La reina debía de estar aún en el piso de invierno que lindaba con las paredes del caldarium para que así también sus ambientes se beneficiasen de la temperatura de los hornos de calefacción.

Habituada al clima egipcio, detestaba las húmedas y frías jornadas del invierno romano.

Silio avanzaba a tientas en la oscuridad casi total tratando de recordar la planta de la casa y atraído por la tenue claridad de una lucerna en una sala vecina. Trataba sobre todo de no tropezar para no ser descubierto. En la casa reinaba el silencio y cualquier ruido habría provocado un caos.

Llegó al caldarium unido al laconicum por un corto pasillo y contó algunos pasos deteniéndose en el lugar donde, a su parecer, el intersticio de adobe que dejaba pasar el aire caliente debía de ser compartido por el aposento de la reina.

Acercó el oído a la pared y le pareció escuchar confusamente unas voces, algo parecido a una conversación.

Quitó con la punta del puñal, y la misma cautela, la argamasa que unía un segmento del tubo con el siguiente. Sabía perfectamente que, si él podía oír las voces, las personas que hablaban podrían oír el ruido que él hacía. Sudaba copiosamente por la tensión y por el ansia de llevar a cabo la misión que se había propuesto de antemano, pero la sensación de estar a un paso de un descubrimiento extraordinario le provocaba también un estado de gran excitación, casi de ebriedad.

Apenas hubo quitado la capa de argamasa entre un tubo y otro, clavó la punta del puñal en el adobe ensanchando el agujero hasta el tamaño de medio palmo y se acercó a él para escuchar: las voces ahora llegaban nítidas y reconocibles.

Eran de un hombre y de una mujer.

El hombre era Antonio.

La mujer hablaba un latín con marcado acento griego. La mujer debía de ser Cleopatra.

—Te estaré eternamente agradecida por lo que has hecho… Por desgracia ha sido en vano.

—Yo habría hecho cualquier cosa por ti, reina: si César hubiese aceptado la corona el día de las Lupercales nadie se habría opuesto, el Senado lo habría ratificado, tú te habrías convertido en la soberana del mundo y yo te habría servido con devoción, contento de estar a tu lado, de protegerte.

Pero César no comprendió…

—César no quiso. Le he hablado varias veces de ello, sin lograr sacarle nada más que una negación. Ha reconocido a su hijo, pero solo de forma privada. Y ahora habrás oído hablar de la profecía de los sibilinos.

—Sí, lo he oído.

—Mis sacerdotes tienen alguna influencia sobre los vuestros, toscos y primitivos. Pero no hará nada, estoy casi segura. Está claro que yo para él no cuento.

—Para mí, en cambio, lo eres todo…, todo, reina.

—Lo dices para consolarme de mi abandono.

—Lo digo porque es cierto. Tengo siempre tu imagen ante mis ojos, día y noche. Tu rostro, tu cuerpo…

—¿Y mis sentimientos? ¿Mis esperanzas, mis aspiraciones?

—También ellas. Yo quiero lo que tú quieres.

—¿Estás dispuesto a jurarlo?

—Lo juro, reina, por los dioses, por mi propia vida.

—Pues escucha, porque lo que voy a decirte es de la máxima importancia. Nos va en ello nuestro futuro, el de mi hijo y el del mundo entero.

Siguió un largo silencio y Silio permaneció con el oído pegado a la rendija temiendo que los dos se hubiesen desplazado y que no los oyera ya. En cambio, todavía podía oír a Cleopatra. Aunque deformada y amortiguada, su voz tenía un timbre y un tono de una sensualidad irresistible a la que la cadencia exótica añadía un elemento de fascinación. Silio la había visto varias veces, pero nunca la había oído hablar. Ahora se daba cuenta del porqué aquella mujer había enamorado a César y a cualquiera que hubiese tenido la ventura de conocerla, de verla, de escucharla.

—Me han llegado voces de una amenaza que se cierne sobre César.

Antonio no dijo una palabra.

—¿Tú no sabes nada?

Antonio no respondió.

—Estoy sola en esta ciudad, no puedo contar con nadie. —Antonio dijo algo que Silio no pudo comprender. Cleopatra siguió hablando:

—Pero algo sé de ello. Así he conseguido ponerme en contacto con un hombre próximo a César, un hombre que estaba a punto de partir en una misión al norte de la península. A él le he pedido que indague para mí respecto a esa amenaza, le he proporcionado unas indicaciones y otros contactos…

Silio pensó en Publio Sextio y tuvo un sobresalto.

—Le hice jurar que la cosa quedaría entre él y yo, le hice entender que era por la seguridad de César, que me importaba inmensamente, y que él no daba muestras en cambio de preocuparse. A lo largo del día de mañana he de tener la respuesta. Si llegara después podría ser demasiado tarde.

¿Comprendes?

Silio imaginó que Antonio asentía o respondía con una mirada.

—Bien —continuó Cleopatra—. En ese caso tú serás la única persona en la que puedo confiar en esta ciudad. Cicerón me odia y muchos otros no pueden verme. Por eso estate atento, Antonio, sé prudente. Hazlo por mí y por mi hijo.

Silio no oyó nada más, pero seguro que ahora César lo escucharía y tomaría medidas inmediatas.

El problema era salir de allí. No podía volver sobre sus pasos haciendo el recorrido de la entrada porque no había manera de trepar hasta el agujero que había ensanchado en el centro de la concha del laconicum. Por consiguiente, tenía que buscar la vía de salida a través de la casa. Confiaba en la oscuridad y en el conocimiento que tenía del lugar. Alcanzaría el peristilo, luego las dependencias del servicio y de ahí por la puerta secundaria saldría a la calle entre un paso y otro de la ronda.

Un soplo de viento repentino irrumpió por el agujero de la cúpula y levantó una nube de cenizas del piso. Silio no consiguió contener un violento estornudo.

Se quedó inmóvil aguzando el oído con el corazón en la garganta. No se oyó ningún otro ruido.

En el fondo cualquiera habría podido estornudar en la casa. ¿Por qué alguien debía de alarmarse?

Volvió a moverse con cautela. Atravesó el tepidarium y el frigidarium y alcanzó la puerta y el pasillo que daba al peristilo. Lo abrió con prudencia y miró delante de él. Había solo unas pocas lucernas encendidas bajo el pórtico y no había nadie a la vista. Salió y se dirigió hacia el atrio andando pegado al muro.

Una voz resonó a sus espaldas mientras la luz de algunas antorchas iluminaba el pórtico:

—Vas coger un resfriado, Silio Salvidieno. ¿Cómo es que andas por aquí a estas horas de la noche?

Era la voz de Marco Antonio.