Romae, in insula Tiberis, a. D. III Id. Mart., hora decima.
Roma, ísla Tíberína, 13 de marzo, tres de la tarde.
Marco Emilio Lépido, llegado por el puente a caballo, desmontó apenas hubo tocado el suelo de la isla. Unos lictores con los fasces lo esperaban para escoltarlo hasta su cuartel general, el honor debido al magister equitum, la segunda autoridad del estado después de la dictadura en situaciones de crisis. En realidad se trataba de dos cargos extraordinarios que se superponían a los de los cónsules regularmente de servicio como jefes del ejecutivo de la República.
Antistio lo observó por la ventana de su consultorio. Era ágil y esbelto, aunque no estuviese ya en la flor de la vida. Llevaba el pelo peinado hacia delante hasta cubrir parte de la frente, una onda más que un peinado, que se le había formado por el uso prolongado del yelmo durante las campañas militares en las que había tomado parte junto con César, ganándose su estima. Tenía un perfil seco, casi rapaz: el rostro magro, las mejillas chupadas, la nariz aguileña. En cierto sentido, pese a ser muy distinto de él, tenía algo en común con César, como si la larga conciencia con el comandante supremo le hubiese transmitido por contagio una especie de marca fisonómica. Llevaba la armadura y el paludamento rojo atado a la cintura sobre la coraza de bronce repujado, y pasó rápidamente revista al piquete formado para rendirle honores. Luego entró en el cuartel general. Le esperaban sus tareas de jefe militar y de político y los mensajes de la jornada.
Antistio se acercó a la ventana y volvió al trabajo. Hacía poco que se había sentado a la mesa de trabajo para comprobar las últimas citas del día cuando le fue anunciada una visita: Silio Salvidieno pedía verlo. Se levantó y fue al encuentro de una persona que había en el umbral.
—Entra —le dijo, y lo invitó a acomodarse. Hizo traerle una copa de vino fresco y para él una poción diurética.
—¿Cómo está César?
—Ésta noche ha tenido una crisis, pero ha durado poco y no he considerado oportuno mandarte llamar. Ahora yo mismo me he convertido en un discreto médico a fuerza de hacer de asistente tuyo. Se le ha pasado, y poco después se ha vuelto a dormir de nuevo.
—Mejor que me llames, en cualquier caso. No debes correr riesgos: puede ser peligroso. ¿Hay otras novedades?
—Ésta tarde ha convocado una reunión de su estado mayor.
—He aquí por qué Lépido acaba de volver. Estará también él, imagino.
—Evidentemente. En la situación actual es de hecho su brazo derecho.
—En efecto. Y Antonio se resiente bastante por ello por lo que se dice por ahí. ¿Quiénes más?
—Antonio, precisamente. Sin embargo, sigue siendo un excelente soldado. Gayo Trebonio no puede faltar: ha sido gobernador de Asia y tiene un buen conocimiento de los servicios logísticos en esa zona, luego Décimo Bruto, que tiene experiencia como comandante de infantería y de caballería y ha demostrado saber arreglárselas muy bien, incluso como comandante de la flota. Es un oficial joven aún, versátil, válido para muchos usos. César lo aprecia y le tiene afecto, su contribución en las Galias fue varias veces decisiva. El comandante no olvida determinadas cosas y siempre sabe cómo pagar su deuda de gratitud, pero no solo es cuestión de honrar a quien lo merece, César cree en la amistad y es capaz de sentimientos profundos.
—Lo sé. Le ha concedido la prefectura y el próximo año será el gobernador de la Cisalpina.
—De lo cual deduzco que la de esta tarde será una reunión preliminar para valorar la posibilidad de una campaña contra los partos. Ahora César tiene en sus manos un mapa que le mandó Publio Sextio hace un tiempo y que le permite trazar planes para la invasión. El motivo por el que estoy aquí, sin embargo, es muy distinto; quería preguntarte si has tenido noticias de tu informador en casa de Bruto.
—Por desgracia, no —respondió Antistio—. Pero espero que dé señales de vida pronto. Si tuviéramos una información detallada podríamos actuar inmediatamente avisando a César. Aunque la falta de pruebas seguras le indujera a la prudencia.
—Puede ser que con los nombres lleguen también las pruebas. Muchas coincidencias insólitas pueden constituir una prueba suficiente.
—Además, aún quedan esperanzas de que Servilia le haya dado al menos la posibilidad de defenderse.
—Eso espero, porque desde hace tiempo César no tiene ya su guardia hispánica.
—No es posible.
—Es la pura verdad. Dice que no quiere aparecer como un tirano. Son los tiranos los que tienen necesidad de una guardia pretoriana.
—Pero ¿qué sentido tiene? ¿Acaso quiere morir? Cualquier fanático, cualquier desequilibrado que quiera ser recordado en los anales, podría matarlo.
—En mi opinión, es una apuesta consigo mismo. Quiere demostrar que su clemencia, la generosidad que ha demostrado con todos, le ponen por encima de los riesgos. Que él puede andar por Roma como cualquier otro sin tener que guardarse las espaldas, que su defensa, su guardia pretoriana, es el pueblo y quizá también el Senado de Roma, que ha jurado defenderle al precio de su sangre.
—No puede ser tan ingenuo —replicó Antistio.
—No es ingenuidad. Es confianza en sí mismo y en el pueblo. Él es el más grande de todos, Antistio. Y solo un grande puede desafiar a la muerte con tal despreocupación.
No esperó otra respuesta: se levantó y se encaminó hacia la salida.
—Mantengámonos, de todos modos, en contacto —dijo Antistio—. Y mañana, si puedes, cuéntame quién ha tomado parte en la reunión esta tarde y quién, de los convocados, no se ha presentado.
Silio asintió y se alejó en silencio.
Romae, in aedíbus Bruti, a. d. III Id. Mart., hora duodecima.
Roma, casa de Bruto, 13 de marzo, cinco de la tarde.
Artemidoro se había dedicado a poner de nuevo en orden la biblioteca durante todo el día y aún no había resuelto el caos que había encontrado. Estaba seguro de que el trastorno había sido provocado deliberadamente y que el evidente carácter absurdo de la situación significaba que no debía pedir explicaciones y simplemente obedecer. Tal vez le tocase incluso hacer un trabajo de Sísifo: una vez reordenada la biblioteca, al día siguiente la encontraría de nuevo patas arriba y tendría que empezar desde un principio. Pero ¿cuál era el sentido de una puesta en escena semejante si no tenerle ocupado y distraerle de otras actividades? Pero de ser así, ¿de qué actividades querían distraerle? La sola idea le aterrorizaba, pero no se atrevía a dar ningún paso, a pedir explicaciones, a dar la impresión de estar turbado o espantado porque cualquier iniciativa solo podía empeorar la situación.
Trató de recuperar toda la lucidez posible y dedujo que si alguien hubiera querido hacerle daño no habría pensado en una artimaña semejante. Si lo habían hecho así era porque quería comunicarle un mensaje claro y preciso: «Haz lo que te he pedido y no te pasará nada». No había otra explicación dado que había dejado la biblioteca en perfecto orden el día anterior. Hasta deseó encontrarla al día siguiente de nuevo en desorden para ver confirmada su hipótesis.
Mientras elucubraba así entró el muchacho que tenía que traerle una información. Miró a su alrededor perplejo y preguntó: «¿Necesitas ayuda, Artemidoro?».
—No —respondió—, me las arreglo solo.
—Muy bien. Entonces me voy. Pero si necesitaras ayuda, házmelo saber y vendré inmediatamente. Ya he hecho en otras ocasiones este trabajo.
Mientras hablaba, el muchacho pasaba los dedos por encima de los rollos y las etiquetas y los hacía girar entre sus manos lleno de curiosidad. Luego, con indiferencia, se sacó de debajo de la túnica un rollito y lo dejó sobre la mesa del catálogo. Sonrió astutamente y se fue sin añadir una palabra.
Artemidoro ni siquiera lo tocó, como si se sintiera observado por algún temible vigilante, y prosiguió su trabajo; pero su mirada iba a parar cada vez con más frecuencia sobre el rollito y, por último, se detuvo y lo abrió: ¡contenía el resto de los nombres!
Sintió que pesaba sobre él una inmensa responsabilidad. ¿Cómo había podido asumir semejante compromiso con Antistio? ¿Cómo se había metido en semejante avispero? Y ahora ¿cómo saldría de él? Podía hacerse el desentendido, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. El muchacho lo sabía, y también su amiga. Si no transmitía la información y la víctima se salvaba, ¿qué suerte le esperaba? Y si transmitía el mensaje y las cosas salían mal, ¿qué fin le tendrían destinado los otros, los hombres cuyos nombres estaban escritos en aquella lista?
Su mente se debatía entre los dos escollos de Escila y Caribdis como la frágil navecilla de Odiseo y a cualquiera de los dos que se acercase veía un monstruo con las fauces abiertas dispuesto a destrozarlo. En conclusión, no se atrevió a hacer nada. Se limitó a esconder el rollo dentro de otro más grande y con una etiqueta distinta y volvió a ponerse al trabajo tratando de adoptar una actitud seria: temía ser observado hasta por sí mismo. Conforme pasaba el tiempo se abría paso, sin embargo, en su mente una idea, una consideración. Si vencía la facción de Bruto, su situación no podía sino empeorar en vista de cómo era tratado y de que debía de existir alguna sospecha sobre él.
Si el plan, por mérito suyo, se veía desbaratado, el hombre más poderoso de la tierra le debería la vida. Un hombre que había demostrado mil veces ser generoso con todo el que le había ayudado.
También Antistio se lo había garantizado y siempre había sido una persona de palabra. Se abrían ante sus ojos escenarios extraordinarios: él en la casa del dictador perpetuo, honrado, reverenciado, ataviado con trajes suntuosos, deleitado con los manjares más refinados. Servido por muchachos de maravilloso atractivo, respetuosos y sobre todo condescendientes. Él, disponiendo de peluqueros, camareros y secretarios. Era la oportunidad que solo se presenta una vez en la vida y, si la dejaba escapar, no se lo perdonaría. Así pues, actuaría.
Sus manos iban ahora rápidamente de un rollo a otro: Tucídides era introducido presto en su sitio, más abajo Calímaco y Apolonio de Rodas, uno cerca del otro, llenaban el espacio correspondiente que les estaba reservado. El padre Homero y Hesíodo, en su edición de lujo, ocupaban el fastigio central de la estantería tanto por derecho cronológico como por prestigio literario. Cada poeta, historiador, filósofo y geógrafo volvía a ocupar el sitio que le correspondía por derecho propio, y cuando, sudoroso y satisfecho, Artemidoro miró a su alrededor la biblioteca había vuelto a su primitivo decoro.
Soltó un suspiro de alivio más por haber resuelto su dilema interior que por haber llevado a cabo el trabajo que le había sido asignado. Pero no salió. Prefirió quedarse, ocupando el tiempo en leer y reflexionar sobre la manera en que podía hacer llegar a Antistio el resultado de sus indagaciones.
Abrió una rendija en la puerta que daba al pasillo y vio a uno de los escoltas de Bruto apoyado en la pared con los brazos cruzados, tenía todo el aspecto de vigilarle precisamente a él. Resuelto el primer problema, se presentaba otro no menos peliagudo.
Romae, in aedibus Bruti, pridie Idus Martias, prima vigilia.
Roma, casa de Bruto, 13 de marzo, primer turno de guardia, siete de la tarde.
Artemidoro pensó que, en cualquier caso, no podía pasarse el resto de los días en la biblioteca y que convenía ir a la cocina para la cena con algunos otros huéspedes de condición no particularmente elevada.
A veces lo habían invitado a la mesa del amo de casa, pero se trataba de acontecimientos especiales en los que sus conocimientos podían ayudar a animar la conversación.
Pasó por delante del atlante de brazos cruzados haciendo solo un muy leve cabeceo al que el energúmeno no respondió y llegó incólume a la cocina. Hasta en un ambiente como aquel se respiraba tensión, aunque no hubiese seguramente ninguna razón para ello. Pensó que la actitud preocupada y abiertamente turbada de los amos de la casa se contagiaba a los miembros de la familia.
Terminada la cena, se despidió de los comensales y se retiró a su aposento cansado por una jornada tan cargada de trabajo y de emociones. Pero aún no había terminado.
No pasó mucho rato cuando oyó que llamaban a la puerta trasera, y entraron varias personas en pequeños grupos en espacio de menos de una hora. Casio fue el último en unirse al grupo y su voz áspera se reveló inconfundible en el silencio de la noche.
El joven esclavo que le había traído el mensaje reapareció con una bandeja de pastas recién sacadas del horno. Pero era un simple pretexto. Tras haberlas dejado sobre una mesita que Artemidoro mantenía cerca de la mesa de trabajo, dijo en voz baja:
—Ha llegado bastante gente. A mí nadie me hace caso —y sin esperar respuesta se alejó.
La reunión tenía lugar normalmente en el escritorio de Bruto, y el cuarto de las escobas, contiguo y accesible desde la despensa, era tan estrecho que solo el joven era capaz de meterse allí y tratar de captar algo pegando el oído a la pared.
En el escritorio de Bruto se habían reunido quince personas, entre ellas Tilio Cimbro, Poncio Aquila, Casio de Parma, Petronio, Rubrio Ruga, Publio y Gayo Servilio Casca, Casio Longino y otros de los principales exponentes que habían de participar en la empresa. Quinto Ligario había mandado decir que se sentía indispuesto, pero que esperaba instrucciones. Faltaban los amigos íntimos de César, como Décimo Bruto, y los miembros de su estado mayor, como Gayo Trebonio, que había de tomar parte en la reunión de aquella misma noche.
Casio Longino fue el primero en tomar la palabra describiendo las fases del atentado, que había de desarrollarse durante la sesión senatorial de los idus de marzo.
Dados los trabajos en curso en la curia del foro, la sesión se celebraría en la curia de Pompeyo, en el Campo de Marte. La acción perseguía aislar a César del resto de los senadores y de los amigos que pudieran resultar peligrosos. Antonio en primer lugar.
—Sigo siendo del parecer de que lo mejor sería matarlo—dijo con su tono glacial—, pero sé que Bruto no está de acuerdo.
Bruto, llamado para dirimir la cuestión, respondió inmediatamente:
—Ya hemos discutido eso y os dije lo que pienso. Daremos muerte a César para salvar a la República y lo haremos con todo derecho, pero si matamos a Antonio cometeremos simplemente un crimen, un homicidio.
«Homicidio» fue la primera palabra que el joven criado oyó cuando se introducía en el cuarto de las escobas y le hizo estremecerse.
Para Casio el idealismo de Bruto era desconcertante, pero trató igualmente de hacerle razonar:
—Cuando para la salvación del estado se hace necesario recurrir a las armas es evidente que la violencia puede extenderse también a quien está cerca del tirano: es un precio que hay que pagar para recuperar la libertad del Senado y del pueblo. Además, a Antonio no se le puede considerar inocente. Siempre ha estado a su lado y ha obtenido de su poder todas las ventajas posibles.
—También nosotros hemos obtenido ventajas —replicó secamente Bruto.
Siguió un instante de pesado silencio durante el cual Casio se dio cuenta de que implicar a Bruto en la conjura había sido una elección arriesgada. Su fanatismo era un arma de doble filo. Era cada vez más difícil gobernarlo.
>— …no ha atentado nunca contra la legitimidad del estado —prosiguió— y de las instituciones.
—No podemos saberlo —dijo Casio—. De haber concebido algo, seguramente nosotros no nos hubiéramos enterado.
—Y hay más —continuó Bruto—. Todos vosotros sabéis que Gayo Trebonio le había pedido ya unirse a él y a los otros en las Galias, después de conocido el resultado infausto de la batalla de Munda. Él lo rechazó, pero guardó el secreto, no denunció a nadie respetando la elección de cada cual. Muchos de vosotros le deben, por tanto, la vida. Trebonio ya sabrá qué hacer.
—Espero que no tengamos que arrepentirnos de esto y asimismo espero que te des cuenta de la responsabilidad que asumes —fue la respuesta de Casio.
Bruto inclinó la cabeza sin decir una palabra.
—Ahora dejad que continúe —prosiguió—. Hay suficientes indicios para pensar que alguien tiene conocimiento de nuestro plan o que se está acercando peligrosamente a la verdad.
Los presentes se miraron unos a otros, espantados.
Casio prosiguió con su voz monocorde:
—Por eso es fundamental que estemos dispuestos a afrontar cualquier eventualidad. El lugar de la emboscada podría transformarse en el lugar de la trampa.
—Qué pretendes decir? —preguntó Petronio—. Habla claro.
—Somos todos hombres de fuerza moral y de noble ascendencia, hemos ocupado importantes cargos civiles y militares, hemos disfrutado de importantes privilegios y cuando ha sido la hora hemos afrontado riesgos mortales por nuestras ideas. Estamos preparados. No tenemos que hacer nada distinto de lo que ya hemos hecho. Lo que voy a proponeros podría pareceros terrible, pero lo considero un pacto noble y necesario.
—Habla —dijo Bruto.
Los otros asintieron.
—Si por cualquier motivo fuésemos descubiertos mientras estamos dentro de la sala no tendríamos escapatoria.
—No, no habría salida —confirmó Poncio Aquila.
—¿Y entonces? —preguntó Rubrio Ruga.
—Entonces cada uno de nosotros tendrá un puñal y propongo que nos quitemos la vida los unos a los otros antes que caer en manos del tirano, antes que humillarnos a sus pies, antes que aceptar su odioso perdón. Lo hicimos ya una vez y la marca a fuego abrasa aún nuestra piel como la de un esclavo fugitivo. Mi propuesta es que cada uno de nosotros elija a un compañero, a un amigo, e intercambie con él este pacto de sangre. Uno matará al otro. Caeremos todos juntos y nuestros cuerpos exánimes serán el símbolo del supremo sacrificio consumado por la libertad de la patria.
El murmullo que la propuesta había provocado murió de golpe y se hizo un silencio profundo en la sala. El pequeño esclavo anidado en el cuartito contenía la respiración para que no se le oyese. De haber derribado un objeto cualquiera, se habría delatado y su vida no habría valido ni un as.
Casio miró a su alrededor clavando sucesivamente la mirada en cada uno de los conjurados y concluyó:
—Si alguno de vosotros no se ve con ánimos es muy dueño de irse. Aún se está a tiempo. Nadie podrá criticarle y por nuestra parte no tendrá nada que temer: estamos seguros de que nadie nos traicionará. Os estoy pidiendo un acto heroico y nadie está obligado a una elección tan ardua. Lo repito, si alguien no se ve con ánimos, que se vaya ahora.
Nadie se movió: algunos porque pensaban que esa sería una muerte digna para alguien que fracasara en una noble empresa. Otros porque temían que, si caían prisioneros, sufrirían tales castigos que la muerte comparativamente les parecería una liberación. Otros también porque pensaban que no habría necesidad y que la empresa llegaría a buen fin. A estos les parecía preferible arriesgar una muerte no indolora a la vergüenza de abandonar a los compañeros y mostrarse cobardes.
Después de esperar el tiempo suficiente para que alguien se decidiese a abandonar el conciliábulo, y en vista de que todos se quedaban, Casio fue el primero en tomar la iniciativa y se dirigió a donde estaba Bruto.
Cuando lo tuvo delante le alargó su puñal:
—Yo te elijo a ti, Marco Junio Bruto, para que me ayudes en el viaje al más allá.
Bruto correspondió al gesto alargándole el puñal a su vez:
—Deseo a todos que la fortuna sonría a la empresa, pero si quisiera la suerte que fuese de modo distinto haré lo que se me pide y Casio Longino será sin duda un excelente compañero de viaje.
Fascinados y como arrastrados a viva fuerza por un ejemplo tan impresionante, también los otros conjurados, uno tras otro, intercambiaron el puñal con el que consideraban el mejor amigo y el más de fiar.
—Ninguno de nosotros ha hecho jamás un gesto semejante —siguió diciendo Casio—, pero yo lo vi hacer un día en Farsalia después de perder la batalla. Vi a un padre y a un hijo darse muerte mutuamente y fue una muerte instantánea, se desplomaron al suelo al mismo tiempo, uno al lado del otro. Uno de los dos debe hacer una señal con la cabeza y los dos puñales deben penetrar en el mismo instante. Los amigos que ahora están ausentes decidirán con quién compartir una muerte honorable. Ya me encargaré yo de avisarlos.
—Ahora volvamos a nuestras casas —añadió—. Podéis dormir tranquilos el sueño del justo.
Miró de nuevo a todos, uno por uno, con la expresión turbada de sus ojos grises y fríos, y se fue.