13

Romae, in aedibus Bruti, a. d. IV Id. Mart., hora secunda.

Roma, casa de Bruto, 12 de marzo, siete de la mañana.

La habitación de Artemidoro era la de un retórico nutrido de literatura y de filosofía estoica. Tenía su capsa desbordada de rollos, cada uno con su propia etiqueta indicativa. Era todo su patrimonio y no se separaba nunca de ella. Se sentaba en un sillón de madera con el fondo de cuero oscuro y un respaldo del mismo material. Sobre la mesa de trabajo tenía una jarra de agua y un cestillo con sus pastas preferidas que le preparaba una joven sierva de las cocinas, debilidad hedonista que trataba de esconder cada vez que alguien llamaba a su puerta.

Su relación con el dueño de la casa estaba basada principalmente en la transmisión de habilidades técnicas en la lengua griega, como la gramática y la sintaxis del discurso, la importación de la voz y la destreza en recitar y citar los grandes autores con el debido énfasis y la habilidad de comunicación. Bruto no había querido nunca recibir lecciones de vida o de reflexión filosófica de él y esto lo hacía sentirse disminuido, no valorado en su talla intelectual. Si a veces sacaba el tema, su interlocutor zanjaba la conversación y pasaba a otra cosa, dándole a entender que no consideraba que estuviese a la altura. Éste era el verdadero motivo por el que Artemidoro odiaba a su discípulo y estaba dispuesto a traicionarle. No soportaba la exclusión, la inadecuada estima de su categoría de filósofo.

La fe estoica de Bruto era profunda, casi fanática, y su ídolo, como todos sabían, era el tío muerto en Útica, Catón, el patriota, el que había preferido morir antes que implorar la vida al vencedor, antes que renunciar a la libertad.

Su adhesión a la causa de Pompeyo antes de la batalla de Farsalia había tenido para él el significado de una elección heroica: Pompeyo había hecho matar a su padre, pero como en aquel momento era él el defensor de la República, convenía alinearse de su lado olvidando las razones personales y de la familia.

El cubículo de Artemidoro comunicaba directamente con su escritorio y esa mañana, al amanecer, aún en la duermevela, había oído unos ruidos. Tras dejar la cama, había pasado al escritorio y de ahí, apartándose ligeramente de la ventana, había mirado hacia el pequeño pórtico del patio interior donde se había reunido un grupito de personas. Era difícil reconocerlas, sin embargo, desde su punto de observación. Había dejado el escritorio, había recorrido al amparo de ojos indiscretos un estrecho pasillo y luego un minúsculo patinillo de acceso, llegando a la letrina que se encontraba cerca del lugar de reunión y que estaba separada de él por una delgada pared divisoria en la que fue fácil hacer un orificio con el estilo en la cal ablandada por las exhalaciones de la orina, así podría escrutar y oír lo que ocurría al otro lado.

Acercó el ojo al orificio hecho con gran prudencia en la pared, pero se encontró delante la tela de una túnica griega que ocultaba buena parte de su campo de visión. Oyó, en cambio, el timbre inconfundible de la voz de Casio dirigirse a otro de los presentes llamándole Rubrio, y poco después llamando a otro Trebonio y a un tercero, Petronio. Luego oyó a este último preguntar:

—¿Y Antonio?

—Antonio —respondió el que había sido llamado con el nombre de Trebonio— debe permanecer al margen de esto, yo siempre he aconsejado no implicarlo.

Otro al que Artemidoro no conseguía distinguir dijo:

—Así le dejamos libertad de jugar su partida como quiera y con las manos libres.

—El viejo dice que habría que…

—Tú cállate —intimó la voz reconocible de Bruto—. Sé perfectamente lo que piensa, pero para mí es un error. No se hable más de ello. El de Antonio es un caso aparte.

—No, no lo es —replicó el que había tenido que desdecirse—. Antonio es el más allegado, el cónsul en funciones, y podría asumir el tomar en sus manos la situación una vez que él haya sido eliminado.

—No se moverá —replicó Bruto—, estoy seguro de ello. ¿Tú que dices, Quinto?

«Quinto —pensó Artemidoro escondido en la letrina—. Debe de tratarse de Quinto Ligario. Sí.

Él, acusado de alta traición ante César, defendido y hecho absolver por Cicerón.» Ahora estaba seguro de ello; estaba asistiendo a una junta de conjurados, conjurados para matar a César. El grupo se desplazó hacia el fondo del jardín dirigiéndose probablemente hacia el escritorio de Bruto.

Reconoció de nuevo en la lejanía la voz de Casio que había oído no pocas veces en aquella casa, y se disponía a regresar a su cuarto cuando oyó un ruido de pasos en la gravilla del patinillo que tenía a sus espaldas y se sintió cogido en una trampa. Quizá algunos de los hombres venían a hacer uso de la letrina y lo encontrarían en una situación no solo embarazosa, sino también sospechosa. Trató de adoptar la actitud de quien tiene una urgencia para no despertar dudas, pero los pasos se detuvieron. Se oyeron otros pasos y pocos después también estos se detuvieron.

Voces.

Una de Quinto Ligario.

—El viejo dice que hay que matarlo, que es demasiado peligroso.

—Estaba terminando de decir lo que Bruto había contado pocos momentos antes en el jardín interior—. Y si quieres saber lo que pienso, Casio, el viejo tiene razón.

—Sí, también yo lo creo. Antonio es demasiado peligroso. También él debe ser eliminado. Su primera reacción será vengar a su jefe y luego ocupar su puesto, o viceversa, da lo mismo.

El hombre llamado Casio tenía una voz distinta del que él conocía bien. Así pues, había dos Casios. Éste debía de ser…, pues sí, había conocido también a este en casa de Bruto y habían hablado de teatro trágico, una tarde que también se hallaba presente Cicerón. ¡Casio de Parma, pues! Y mira por dónde, el poeta trágico quería pasar de la ficción a la realidad, mancharse las manos de sangre como sus personajes con la tintura de minio en el escenario.

—Lamentablemente —replicó Quinto Ligario—, bruto no quiere saber nada de ello y no comprendo por qué.

—Creo que tiene unos asuntos pendientes con Gayo Trebonio. Parece que se encontraron el año pasado en las Galias después de que César venciera en Munda. Y algo pasó allí, pero Trebonio no ha querido hablar nunca de ello. Al menos a mí. Tal vez un pacto recíproco de no agresión, quizá algún tipo de alianza. No lo sé.

—¿Y Bruto qué tiene que ver en esto? —preguntó Casio de Parma.

—No te sabría decir. Pero no quiere avenirse a razones. Ni siquiera el viejo conseguiría convencerlo, y bien que continúa diciendo: «¡Si no lo matáis también a él, os arrepentiréis!». Y tal vez tenga razón.

—Mejor que nos reunamos con los demás —dijo Ligario—. El tiempo para dos meadas ha pasado de sobra.

Se alejaron y Artemidoro, con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos por las exhalaciones de orina, dejó escapar un suspiro de alivio. Esperó a que se hubiese desvanecido el ruido de la gravilla y el eco de sus pasos por el pavimento de mosaico del peristilo y se escabulló fuera. No se dio cuenta de que había tenido demasiada prisa por salir de su escondite y que uno de los dos lo había visto.

Tras llegar a su escritorio, se sentó y respiró hondo más de una vez, secándose el sudor de la frente con la manga de la túnica.

Cuando se hubo calmado fue a un armario, sacó un pequeño pote lleno de sal, pescó con las manos entre los cristales blancos y extrajo un rollito de pergamino en el que había escritos algunos nombres. Tomó la pluma y añadió otros:

Casio de Parma.

Quinto Ligario.

Rubrio…

Gayo Trebonio.

Petronio…

Al lado anotó: «El que llaman “el viejo” debe de ser Marco Tulio Cicerón. Pero no se le ha visto nunca. Él debería permanecer al margen».

Derramó un poco de ceniza sobre la tinta fresca, enrolló el pergamino y lo escondió dentro de la sal.

Romae, in aedibus Bruti, a. D. IV Id. Mart., hora quarta.

Roma, casa de Bruto, 12 de marzo, nueve de la mañana.

—Tu madre ha salido.

Porcia pronunció la brevísima frase en el tono de una sentencia de muerte. Bruto estaba sentado en su escaño con la cabeza entre las manos, la expresión sombría y la frente ceñuda fruncida como era habitual en él en otros tiempos. Se levantó lentamente y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa de trabajo.

—¿Y qué?

—Pues que eludió la vigilancia y ha salido.

—¿Cuándo?

—Ayer tarde, hacia la puesta del sol.

—¿Y adónde fue? —continuó preguntando Bruto con voz opaca, inexpresiva.

—No lo sé. ¿Acaso sabes algo tú?

—¿Y cómo podría saberlo? Tengo otras cosas en qué pensar.

—Pero ¿es que no te das cuenta de la gravedad de este hecho? Tu madre ha sido durante años la amante de César.

—Calla —espetó Bruto.

—Lo siento —dijo Porcia inclinando la cabeza y atenuando el tono de la voz—, pero no te he dicho nada que tú no sepas. Tu madre podría ver a César y ponerlo en guardia, o incluso revelarle la conjura.

—Mi madre no sabe nada.

—¡Tú madre lo sabe todo! No hay el mínimo detalle que se le escape. Tiene ojos y oídos en cada rincón. Y ponerla bajo vigilancia no ha hecho más que confirmarle aquello de lo que ya estaba convencida.

—De ser así los asesinos del tirano estarían ya en nuestra puerta.

—Aún están a tiempo de hacerlo.

—Imposible. Mi madre no me traicionaría jamás. —Porcia se le acercó y le cogió una mano entre las suyas:

—Marco Junio —comenzó—, ¿de veras conoces tan poco el ánimo de una mujer? ¿No sabes que no renunciaría nunca, por ninguna razón, a salvar al hombre que ama?

—¿Incluso al precio de hacer matar a su hijo?

—Ello no es necesario. ¿Por qué crees que César te salvó la vida después de Farsalia? ¿Por qué siempre te ha protegido, tozudamente, cada vez que alguno de los suyos ha pedido tu cabeza?

—¡Calla! —repitió hecho una víbora.

—Por amor a tu madre. Y también ayer por la tarde ella pudo revelárselo todo pidiéndole que te salvara. César se lo habría concedido. No hay nada que él le negase si ella se lo pidiera.

—Por favor, cállate —dijo de nuevo Bruto conteniendo a duras penas su ira.

—Si es lo que quieres —respondió Porcia—. Pero la situación no cambiará por esto. Yo ahora te diré lo que sé. Tú compórtate como mejor creas.

Bruto no dijo nada y Porcia siguió hablando:

—Tu madre salió ayer tarde hacia la puesta del sol, con la cabeza cubierta con un velo, por la salida de servicio de la lavandería, haciendo que la sustituyera una sierva en su habitación. Se fue caminando hasta el templo de Diana y allí se entretuvo un rato, menos de una hora en cualquier caso, tras lo cual regresó a casa entrando en ella por el mismo sitio por donde había salido.

—¿Cómo puedes decir que se encontró con César?

—¿Y con quién si no? ¿Para qué escenificar una maquinación semejante por nada? Tu madre no cree en los dioses y seguro que no fue al templo por motivos religiosos. El único motivo plausible es un encuentro con César y, si las cosas son así, todos nosotros estamos en serio peligro. Yo estoy dispuesta a sacrificarme, ya lo sabes, y no tengo miedo, pero si vuestro plan fracasa la República estará a merced durante años de un tirano, sufrirá todo tipo de humillaciones y quizá ya no se levante del estado de abyección en el que ha caído. Olvida que es tu madre, recuerda que es un enemigo potencial del estado. Ahora me voy, te dejo para que decidas. Hay otra persona aquí fuera que quiere hablar contigo.

—¿Quién es?

—Quinto Ligario.

—Hazle pasar.

Porcia salió dejando detrás de sí un leve perfume de espliego, la única concesión exterior a su feminidad.

Entró Quinto Ligario:

—Perdóname, Marco Junio —dijo antes incluso de sentarse—, estaba a medio camino de mi casa cuando me ha asaltado un pensamiento y una imagen y ahora quiero hacerte partícipe de ello.

—Habla, te escucho.

—Antes, durante nuestro encuentro, Casio de Parma y yo hemos visto salir apresuradamente de la letrina a una persona que hemos encontrado otras veces en tu casa: a tu maestro de griego, Artemidoro.

Bruto sonrió irónico:

—Cualquiera puede tener necesidades de este tipo.

—Sí, pero Casio y yo estábamos hablando en el patio y él puede haber oído algo. La puerta de la letrina no es más que un débil tabique.

—¿Estabais hablando de cosas importantes?

—En estos días no hablamos de otra cosa, como te puedes imaginar.

Bruto frunció el entrecejo:

—Comprendo, pero ciertamente no puedo…

—Es obvio que no me refería a medidas drásticas —replicó Ligario—. Pero una atenta vigilancia hasta el día convenido es una precaución que hay que tomar. En resumen, yo trataría de impedir que saliera por cualquier motivo. A sus necesidades, por el momento, pueden proveer tus siervos.

Bruto asintió:

—Tienes razón. Me las arreglaré para que no haya más riesgos.

—¿Por qué lo dices?, ¿es que hay otros? —preguntó alarmado Quinto Ligario.

—No, que yo sepa —mintió Bruto.

—Menos mal. Cada hora que pasa, el peligro para nosotros es mayor. Entonces me voy. Espero tu señal cuando sea el momento.

—Veré a Casio Longino por la tarde. Tiene cosas importantes que decir. Puede ser que sea necesario que nos veamos de nuevo en breve.

—Ya sabes dónde encontrarme —respondió Ligario. Y salió.

No bien hubo salido, Bruto convocó al jefe de la servidumbre, un hombre llamado Canidio que había sido muy fiel a su suegro y continuaba siéndolo a su mujer Porcia. Lo hizo sentar y le dijo que por ciertas sospechas que tenía Artemidoro había de ser vigilado y no debía salir de casa durante unos días. Ya decidiría él cuándo era el momento de levantar esta restricción a su libertad.

—¿Hasta dónde puedo llegar? —preguntó Canidio.

—Hasta el punto de impedirle físicamente salir, si no son suficientes las palabras. Pero sin molestarlo más de lo estrictamente necesario, sin humillarlo y sobre todo sin despertar sus sospechas.

—¿Debo alegar los motivos para esta limitación de libertad? —Bruto reflexionó unos instantes:

—Tal vez no sea necesario. Artemidoro sale poco ya de suyo. Yo le confiaré un trabajo urgente que lo mantendrá ocupado durante el tiempo necesario. Pero si quiere salir de todas formas, le dirás que es una medida momentánea de precaución que la familia ha considerado oportuno adoptar durante un tiempo limitado o simplemente pon un vigilante para que controle sus movimientos.

Canidio asintió y sin hacer más preguntas se retiró.

Artemidoro, entretanto, había paseado con aire despreocupado a lo largo del peristilo del jardín interior hasta encontrarse a la altura del punto en el que había hecho con el estilo un orificio en el muro que separaba el jardín de la letrina y lo había taponado con un poco de masilla de yeso que había hecho con el agua de la fuentecilla. Estaba, pues, tranquilo, pero le hubiera gustado concluir el encargo que había asumido con su médico Antistio y solo le faltaban unos pocos nombres. Uno de los jóvenes esclavos que se llevaba a la cama a cambio de algunas monedas tenía una amiga que vivía desde su nacimiento en casa de Tilio Cimbro, otro personaje que había observado que frecuentaba la casa a horas insólitas. Y dentro de no mucho esperaba poder completar la lista.

Cuando, al cabo de un par de horas, fue convocado por Bruto, se sintió ligeramente incómodo como siempre, pero con una razón añadida, porque Bruto respetaba para las clases unos horarios fijos y aquella no era la hora de la clase.

Le dijo que esperaba visitas de Grecia, a un filósofo con su discípulo, para dentro de muy pocos días y que en la biblioteca griega reinaba el desorden y debía ser ordenada a toda costa antes de la llegada de los invitados. No quería hacer un mal papel: le pedía, por consiguiente, que se encargara de ello personalmente —y puso énfasis en la palabra— a fin de que estuviese en perfecto orden.

Artemidoro respondió que se encargaría de ello y se pondría enseguida manos a la obra. De hecho no recordaba que la biblioteca griega necesitase de muchos cuidados. Había consultado un texto de Arato de Soli el día antes y todo le había parecido más o menos en orden. De todas formas, sería cuestión de algunas horas de trabajo. Se acercó a los locales de la biblioteca en la parte de poniente de la casa y entró, pero apenas hubo franqueado el umbral se detuvo desconcertado.

Parecía que hubiese pasado una horda de bárbaros o que alguien hubiese buscado algo escondido entre los rollos que yacían por todas partes en desorden, amontonados aquí y allá o dispersos sin ninguna lógica ni disposición.

Al ver aquel desastre se quedó primero dubitativo y perplejo y luego atemorizado. Comenzó a trabajar de mala gana rumiando mil pensamientos, ninguno de ellos tranquilizador.

Romae, in aedibus Ciceronis, a. D. IV Id. Mart., hora nona.

Roma, casa de Cicerón, 12 de marzo, dos de la tarde.

Un mensajero se había presentado ante la puerta anunciando que Gayo Casio Longino se encontraba a escasa distancia y solicitaba ser recibido. Tiro le rogó que esperase y se presentó ante el amo para informarle de ello.

—¿Te ha dicho lo que quiere? —preguntó Cicerón interrumpiendo el trabajo.

—No —respondió Tiro—. Parece estar pidiendo una cita, en privado.

Cicerón se mostró casi molesto por el anuncio. Comenzaba a darse cuenta del escaso sentido de la realidad que demostraban los conjurados y sobre todo de la escasa organización y de la falta casi total de un proyecto. Esto le convencía aún más de la necesidad de permanecer al margen de la empresa que corría el riesgo de verse comprometida a cada momento. No podía, en cualquier caso, echarse atrás ante una petición tan inmediata. Y quizá se le ofrecería la posibilidad de hacer útiles sugerencias. Respondió:

—Dile que puede venir y que lo recibiré, pero que entre por la puerta de servicio.

Casio. Siempre pálido, enjuto, sombrío. Su mirada gris y fría parecía no conocer emoción. En realidad su ánimo no era más estable que el de Bruto, su capacidad de decidir casi nunca estaba a la altura de las situaciones a las que se enfrentaba. Pero era un hombre valeroso y un soldado notable, tal como había demostrado en la guerra en la desafortunada campaña de Craso en Oriente.

Cicerón trataba siempre de recordar lo que sabía de un hombre cuando lo recibía para un encuentro importante, aunque lo hubiera visto hacía poco. Era consciente de lo que era una conjura.

Él, y no Catón, como había escrito Bruto, había desbaratado el intento de subversión del estado de Catilina veinte años antes. Entonces había habido una lucha casi pareja hasta el final y el enfrentamiento entre subversivos e instituciones había terminado en Pistoia en el campo de batalla.

Ésta vez el poder estaba enteramente en manos de un hombre. Los otros contaban con una sola ventaja, estar cerca de la víctima designada. Algunos eran incluso íntimos amigos de ella.

Cuando finalmente llegó, Casio entró, introducido por Tiro, y saludó. Estaba más pálido que de costumbre y la tensión espasmódica que oprimía su ánimo se leía en el color terroso y en el temblor de sus manos.

Cicerón fue a su encuentro y le ofreció una silla.

—Ahora ya estamos… —dijo Casio sentándose, pero Cicerón lo interrumpió:

—Es mejor que yo no sepa. Es mejor que nadie sepa fuera de los que toman parte en la empresa.

Aparte de esto, ¿qué querías decirme?

—Estamos listos y todos los detalles han sido decididos. Solo hay una cosa que nos divide, y es Antonio. Algunos de nosotros, no pocos, lo consideran un hombre leal del que podemos fiarnos, pero yo tengo serias dudas. Nunca se separa de él y es un hombre temible. Además, temo que sepa algo.

Cicerón meditó en silencio durante un rato dando vueltas en las manos al estilo que había usado hasta ese momento.

—Lo que sabe no tiene mucha importancia porque hasta ahora no se ha movido y dudo que lo haga ya. Antonio tiene sus propios planes y es completamente distinto de como aparenta. Es extremadamente peligroso. Si no lo quitáis de en medio, la empresa habrá sido inútil. Recuerda lo que te digo… —y dejó la palabra en suspenso en un enfático silencio antes deconcluir con el tono de quien emite una sentencia—: …¡Antonio debe morir!

Casio inclinó la cabeza y suspiró:

—Lo sabemos, yo y los otros compañeros que son conscientes de la situación, pero Bruto no se aviene a razones. Escúchame, Marco Tulio, el único que puede convencer a Bruto eres tú.

Permíteme fijar entre vosotros un encuentro en campo neutral. Hay un lugar abandonado y a trasmano en los horrea, cerca del Tíber…

Cicerón lo detuvo con un gesto de la mano:

—No puedo. Lo siento. No debo verme implicado porque mi presencia será importante a continuación. En cuanto a Bruto, ya sabe lo que pienso y espero que al final se convenza de que tengo razón. Tú estás convencido de ello y, en el fondo, no necesitarías más.

Casio había entendido el mensaje y también que no había que contar con Cicerón hasta que se hubiera llevado a cabo todo. Precisamente por esto era indispensable poner en práctica otra medida, por si sucedía, antes del momento fatal, algo irreparable.